Triste, solitario y final (13 page)

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Authors: Osvaldo Soriano

Tags: #Relato

BOOK: Triste, solitario y final
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El argentino se cambió. El traje del guardia petiso le quedaba corto y muy apretado. Hizo un esfuerzo por echar la barriga hacia adentro y logró atarlo. Envolvió su ropa igual que la de Marlowe y la dejó en el piso junto al otro atado.

—Caminen —ordenó el detective—. Vamos al sótano.

Entraron al ascensor. Se detuvieron en el segundo subsuelo. Salieron.

—¿Cómo se llega al salón de actos? —preguntó Marlowe.

—Por la escalera del fondo, o por el ascensor. Dan a un pasillo. Hay que seguirlo, cruzar el museo y los camarines. Desde allí se sale al escenario —explicó el petiso.

—Muy bien. Al suelo —ordenó el detective.

Los tres hombres se acostaron. Marlowe sacó varios trozos de cuerdas de su atado de ropa y los sujetó uno por uno. Luego los aferró entre sí. Con las piernas estiradas formaban una estrella de tres puntas. Luego les colocó abundante estopa en la boca. Se alejó y quitó el pañuelo de su cara. Encendió un cigarrillo y Soriano hizo lo mismo. Se sentaron sobre unos cajones, lejos de los prisioneros, y fumaron lentamente.

—Si nos agarran vamos adentro otra vez —dijo Soriano.

—Pierda cuidado, hoy estarán muy ocupados. ¿A qué hora empieza el show?

—A las nueve de la noche.

—Va a ser divertido —dijo el detective—, nunca vi nada igual.

—¿Sabe una cosa? Estoy nervioso —dijo Soriano.

—No es para menos. Va a conocer a Chaplin.

—Y a John Wayne.

—¡No me diga que viene Wayne! —se sorprendió Marlowe.

—Sí. Es una de las estrellas invitadas.

—¡Carajo! Ese me debe algo.

—¿Piensa arruinar el show? —preguntó Soriano.

—No. Tal vez lo anime un poco.

—¿Qué hacemos hasta la noche?

—Dormir. A mediodía pensaremos la estrategia —dijo Marlowe.

—Despiérteme con un café —contestó Soriano, y se acostó sobre una plancha de cartón. Antes de cerrar los ojos puso un revólver bajo el cartón y el otro lo dejó al alcance de la mano.

—¿Alguna vez disparó un tiro? —preguntó Marlowe.

—Tiré al blanco con una 22. Tengo mala puntería.

—Bueno. Si hay lío no se ponga nervioso.

Durante toda la tarde escucharon ruido, música, gritos, gente que bajaba al subsuelo a dejar y a buscar cosas. A medida que se acercaba la hora la actividad se hacía más intensa y la confusión parecía llenar el edificio. Marlowe había ocultado a los guardias entre cajas de cartón y tanto él como su amigo estaban doloridos cuando dejaron su refugio del sótano, entre las máquinas de la calefacción. Soriano se asomó lentamente y salió a la superficie. Todavía conservaba el pañuelo en la cabeza; detrás surgió Marlowe, que tenía la cara manchada de grasa. Ambos llevaban el atado con ropa y las armas.

—Póngase la gorra —dijo el detective en voz baja.

Soriano se quitó el pañuelo y colocó la gorra que tenía la insignia de la Paramount. Caminaron hacia el ascensor. Subieron y se mezclaron entre una multitud que corría de un lado a otro llevando spots, herramientas, cámaras, bandejas con café y pocilios, ropa y micrófonos. Los dos amigos entraron en un baño y se cambiaron de ropa. Tenían otra vez las suyas. Salieron.

Un hombrecito de pelo gris y anteojos sin marco gritaba órdenes a todo el mundo. Tenía un anotador en la mano y se dejaba atropellar por cuantos corrían por el pasillo. Soriano y Marlowe atravesaron el museo, luego otro corredor, y desembocaron en la fila de camarines. En el último, algo alejado de los demás, se leía: "Mr. Charles Chaplin." Dos hombres custodiaban la entrada. Marlowe se acercó.

—Traigo un mensaje para el señor Chaplin —dijo.

Uno de ellos, que tenía un garrote por nariz, gruñó y escupió de costado.

—No está. Dígame a mí.

—Usted no es Chaplin. Lo esperaremos a él —respondió Marlowe.

—Mire, alcahuete, hable conmigo o guárdese el mensaje. El señor Chaplin no llegó.

—¿A qué hora llega?

—No llega —bramó el guardia.

—No se haga el vivo. El viejo está adentro.

Marlowe hizo una seña a Soriano. Al mismo tiempo, los dos lanzaron furiosas patadas contra las piernas de los guardaespaldas. El de la nariz de garrote hizo un gesto de dolor y echó mano a la cartuchera que ocultaba bajo el saco. Marlowe los tomó a ambos de las cabezas y las hizo chocar como piedras. Soriano, entretanto, abrió la puerta y entró.

Sobre una cama de dos plazas, un hombre viejo, de pelo blanco y piel muy arrugada, descansaba con los ojos cerrados. Tenía puesta una robe roja con cuello bordado en hilos de oro. Cuando escuchó el ruido de la puerta, entreabrió los ojos y los fijó en el joven que había entrado.

Soriano sintió un estremecimiento. Su garganta se cerró como un embudo. El silencio de la habitación le entraba por la piel. Se sintió, de pronto, pequeño y estúpido como una perdiz que entra en la guarida del zorro. Miró al viejo que permanecía inmóvil y relajado. Vio, también, las orquídeas del jarrón chino. Se sintió mal. Recordó aquella noche en Buenos Aires, el mismo silencio, un cigarrillo que pasaba de un labio a otro y la cercanía de la muerte. Estaba tendido en la cama y los pulmones, muy abiertos, aspiraban ciclones, tempestades. Había una muchacha pequeña que se estrechaba a su cuerpo y le preguntaba: "¿Quién sos? ¿Quién sos?" Ella caminaba por una ciudad de edificios altos y sin ventanas. Estaba sola.

Ahora, Soriano permanecía de pie frente a ese monumento tumbado y en su cuerpo había un caos, otra muerte menos rotunda pero más solitaria.

—¿Quién es usted? —preguntó el viejo, sin moverse, sin alterar su mirada perversa.

—¿Señor Chaplin? —murmuró Soriano, y al pronunciar el nombre sintió que cada cosa volvía a su lugar, que su cuerpo funcionaba otra vez como una máquina precisa.

—¿Cómo entró? —preguntó Chaplin que seguía inmóvil.

—A trompadas —dijo Soriano en español y entonces se dio cuenta de que no podría hablar con ese hombre; advirtió lo absurdo de la situación y miró hacia la puerta esperando que Marlowe entrara para auxiliarlo.

Chaplin se incorporó pesadamente y se sentó en la cama. Tomó un par de anteojos de la mesa de luz y se los colocó. Estudió un rato al argentino.

—¿Qué quiere? ¿Quién es usted?

—Soriano, Osvaldo Soriano. Periodista argentino —dijo en inglés.

—¿Periodista? ¿Qué hace en mi camarín?

Desesperadamente, Soriano buscó en el fondo de su memoria algunas palabras en inglés que pudieran armar una explicación. Las deletreó.

—Escribo sobre Laurel y Hardy. Quiero... usted fue... —iba a decir amigo, pero no se animó a pronunciar la palabra— actor, con el señor Laurel.

Chaplin lo miró. Su rostro era más duro.

—¿Habla francés? —preguntó con voz firme.

—No. Hablo español.

—No nos entenderemos —dijo Chaplin en inglés—. Lo siento. ¿Hace el favor? —con un gesto indicó la puerta.

—¡Favor un carajo! —gritó Soriano y se quedó mirando al viejo. Se estudiaron. Por fin, Chaplin tomó el teléfono. El argentino se abalanzó sobre él y le arrebató el tubo.

El viejo dio un alarido y saltó hacia atrás, derribando el bastón de Charlie que estaba apoyado sobre la pared. Su robe se abrió y dejó al descubierto unos calzoncillos blancos y un pecho pálido y canoso. Su rostro tenía huellas de miedo. Soriano metió la mano en el bolsillo y apretó la culata del revólver. Estuvo tentado de sacarlo para ver cómo el monumento gemía de terror.

—Viejo cagón —dijo en castellano—; deberían verte, ¿no te acordás ahora del viejo Stan?

Sonó el teléfono. Soriano lo miró. Era un teléfono azul que estaba junto al otro, verde, que él había quitado a Chaplin y ahora colgaba de la mesa de luz. Comprendió su furia inútil.

—Atienda —dijo, e hizo un gesto con la cabeza.

Chaplin avanzó vacilante, se sentó al lado de la cama y habló durante un minuto. Colgó.

—Tengo que presentarme. La fiesta va a comenzar —dijo.

Soriano lo miró. Había entendido a medias. Chaplin fue hasta el ropero y empezó a vestirse lentamente. A cada momento levantaba la vista y miraba al argentino. Por fin, dijo:

—No entiendo qué quiere ni cómo entró; no entiendo nada.

Soriano se sentó en la cama. Esperó a que el actor se vistiera. Fue media hora de silencio. Después se paró y se acercó a Chaplin. Lo señaló y luego se puso el dedo sobre el pecho.

—Usted y yo, juntos, ¿comprende? —dijo en castellano, con voz pausada—. Vamos —indicó la salida.

—No, no —Chaplin giró la cabeza a un lado y otro—. Vienen a buscarme los organizadores.

Soriano pensó en Marlowe. ¿Dónde estaría el detective? ¿Lo habrían agarrado? Imaginó otra vez un calabozo. Se miró las ropas y las halló tan descuidadas y sucias que le pareció absurdo salir junto a Chaplin, que se había puesto un esmoquin de tela inglesa. Golpearon a la puerta. En cuatro pasos, Chaplin cruzó la habitación y abrió. En su cara se encendió una sonrisa de alivio. Soriano se quedó parado en medio de la habitación, con los ojos fijos en la puerta. Parecía un espantapájaros.

James Stewart, Jerry Lewis y Liz Taylor entraron a la habitación, seguidos de dos hombres calvos de rostros rosados. También vestían esmoquin. Rodearon a Chaplin, hablaron en voz alta y pasaron una y otra vez alrededor de Soriano, que seguía inmóvil. Fueron hacia la puerta, en fila. Uno de los hombres calvos miró al argentino, metió una mano en el bolsillo y sacó cinco dólares.

—Gracias —dijo, y le metió el billete en el bolsillo del saco. Salieron. El periodista miró la puerta cerrada. En el suelo estaba caído el bastón de Charlie. Lo levantó, lo miró un rato y se lo llevó con él. En el pasillo había poca gente. Corrió. Cuando vio a Chaplin y a sus acompañantes los siguió a veinte metros. Ellos desaparecieron detrás de una puerta. Soriano la abrió lentamente. El escenario no era tan grande como el del Madison Square Garden. Una luz intensa como el sol del desierto inundaba la tarima superior. Veinte hombres se alineaban tras un animador que gesticulaba. La sala estaba repleta de esmóquines y trajes largos de fiesta. Chaplin se había sentado a un costado, oculto por bambalinas, y conversaba con sus acompañantes. Liz Taylor reía siempre y Stewart tenía el pelo muy blanco. Soriano se sentó tras un amplificador y miró al viejo cowboy.

Era uno de sus preferidos. Cuando Dean Martin se acercó al grupo recordó
Los bandoleros
. Le pareció estar sentado en una platea imaginaria, de la que nadie podría ya desalojarlo. Imaginó la cara del director del diario, en Buenos Aires, cuando atendiera el teléfono y él contara lo sucedido y le propusiera cambiar el artículo por un giro de dólares. Pensó en sus amigos, en la pequeña muchacha, en sus caras cuando relatara cada detalle en la mesa del café.

De pronto, una ovación quebró la monotonía del acto, las luces tomaron un color más vivo y más alegre, todo Hollywood estaba de pie y aplaudía. Charles Chaplin había subido a la tarima y recibía el saludo de un hombre de anteojos y rostro emocionado.

"El genio del cine."

"El cómico más grande de este siglo."

"Estados Unidos le debía este homenaje."

"Nadie hizo más que él por tanta gente."

John Wayne cayó sobre el escenario como una caja fuerte desde un décimo piso. Sobre él llovieron pedazos de vidrios multicolores y una cortina de terciopelo gris.

Hubo un silencio que duró tres segundos y luego una multitud de risas. El vaquero intentó ponerse de pie, pero el hombre que atravesó la puerta destrozada le dio una patada en la mandíbula, Wayne gimió y se desplomó hacia atrás. Soriano se paró. Todo el mundo estaba de pie. Chaplin había abierto la boca como si esos desastres le fueran ajenos y absurdos. Charles Bronson saltó al escenario y tiró su izquierda que se perdió en el aire. El hombre alto de traje raído le pegó un derechazo en el hígado y Bronson cayó sobre la primera fila de plateas. En un instante, Dean Martin y James Stewart estuvieron frente al pegador. Martin lanzó un gancho y Stewart un uppercut. El hombre trastabilló y el público bramó desde las plateas. Todas las cámaras enderezaron sus lentes hacia el centro del escenario. Martin tomó una silla y la lanzó contra el hombre. Este alcanzó a extender un brazo, pero el proyectil lo arrastró en su caída. Wayne se puso de pie. Tomó un micrófono y lo esgrimió. Los tres hombres avanzaron sobre el caído. La multitud ovacionaba. Soriano apretó el bastón de Charlie, subió al amplificador y desde allí se lanzó en el aire como una bala humana. Gritó:

—¡Huija, mierda! —y se estrelló la cabeza contra Wayne. En la caída arrastraron a los demás.

—¡Arriba, Soriano viejo! —gritó Marlowe, mientras se ponía de pie—. ¡La fiesta recién empieza!

Stewart, Wayne y Martin estaban desparramados en medio del escenario. Soriano había aterrizado su cuerpo de ochenta kilos sobre los noventa de Wayne. El cowboy estaba aprisionado bajo el argentino, formando ambos una cruz de movimientos desesperados. Wayne aferró a su rival del cuello y apretó. El periodista se puso colorado, quiso toser pero no pudo. Metió un dedo en el ojo derecho del actor y con una rodilla lo golpeó entre las piernas. Wayne gritó y se retorció. Soriano comenzó a levantarse y buscó con la vista a Marlowe. Un error estúpido: el puño derecho de Martin le dio en la mandíbula y lo levantó del piso. Cayó sobre Charles Bronson. Éste lo detuvo con el brazo derecho y con el izquierdo le pegó en el estómago primero y en la nariz después. El argentino cayó boca abajo, con medio cuerpo fuera del escenario. Sangró sobre el vestido blanco de Mia Farrow. Le pareció un papelón. Cerró los ojos.

Marlowe avanzó hacia Martin. El actor retrocedió un par de metros hasta que su espalda se apoyó en un gran piano de cola. El detective le pegó en el cuello. Martin puso los ojos en blanco. Marlowe giró a toda velocidad, arqueó el cuerpo hacia atrás y esquivó un derechazo de Stewart. Levantó una pierna y la puso contra el estómago del hombre de pelo blanco que cayó sentado. Marlowe saltó a un costado y pisó una mano de Wayne que seguía en el suelo. Un locutor de traje azul y lentes de contacto celestes corrió hacia él con un micrófono en la mano:

—¿Se da cuenta de que está pasando a la historia?

Marlowe lo miró. La sala desbordaba un entusiasmo ruidoso.

El locutor dijo que no recordaba una fiesta en la Academia de Artes y Ciencias más divertida, apasionante, estremecedora. Fue lo último que dijo esa noche. Marlowe lo levantó sobre su cabeza y lo arrojó contra Dean Martin que se acercaba.

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