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Authors: Osvaldo Soriano

Tags: #Relato

Triste, solitario y final (12 page)

BOOK: Triste, solitario y final
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—No sé. Hablar con los tipos del bar. Quizás alguno nos lleve.

—Muy bien. Vamos a lavarnos un poco. Si usted muestra la chapa nos van a llevar.

Entraron al bar. Una veintena de personas comía jamón con huevos, tomaba café o Coca-Cola. Siguieron hasta el baño. Funcionaba una sola canilla. Marlowe se lavó la cara y sintió otra vez que las heridas le quemaban. Soriano se miró al espejo. Descubrió un rostro tumefacto.

—Apúrese, Marlowe, eso es una ducha.

El detective se apartó de la pileta y se pasó las mangas de la camisa por la cara. Su aspecto no había mejorado mucho, pero tenía los ojos más abiertos. Soriano se echó agua sobre la cara, luego se agachó y metió la cabeza bajo la canilla. Por fin sacudió el pelo y salió detrás del detective. Se acercaron al hombre del mostrador. Marlowe sacó su identificación.

—Necesitamos llegar a Los Ángeles.

—Cada vez es más duro ser policía, ¿eh? —comentó el hombre moviendo la cabeza de arriba hacia abajo—. ¿Tuvieron problemas con los hippies?

—Ajá —Marlowe asintió—. En la playa. Los sorprendimos en pleno viaje. Se pusieron nerviosos.

—Mierda, señor —dijo el hombre, que había empezado a sudar—, pura mierda. Si encuentro a Crystal con uno de esos barbudos, le rompo la cabeza. No es época para tener hijos, se lo digo yo. ¿Tiene hijos, señor?

—Seis.

—¡Jesucristo! Lo compadezco —dijo el del mostrador.

—¿Cree que alguien podrá llevarnos a la ciudad? —preguntó Marlowe, impaciente.

—Crystal los llevará. Ella tiene que ir a Hollywood. La policía debería ocuparse de despejar la zona de barbudos. Las montañas están llenas de ellos. Hacen campamentos. Verdaderas orgías. Me han robado cuatro veces este año.

—¿Tendrá un par de cigarrillos?

—¡Por supuesto, teniente! —buscó tras el mostrador y alargó un paquete—. Quédese con ellos. No siempre viene gente sana a pedirme cosas.

—Gracias —dijo Marlowe y alargó un cigarrillo a Soriano—. ¿A qué hora sale Crystal?

—Voy a avisarle. ¿Por qué no comen algo?

—No quisiéramos molestar. No tenemos dinero. Los barbudos se quedaron con todo.

—¡Cristo! Después dicen que se cagan en el dinero... —el hombre acercó su cara a la de Marlowe—. Un día de éstos voy a dejar seco a uno de ellos —sonrió y tardó un minuto en retirar su cara por la que corría sudor—. ¡Jamón con huevos para dos! —gritó. Luego salió por una puerta pequeña que estaba cubierta por una cortina. Una muchacha blanca, de unos veinte años, que tenía una cicatriz en el mentón, sirvió la comida.

—¿Qué le contó? —preguntó Soriano.

—Nada. Le mostré la tarjeta de Diners.

Comieron en silencio. El patrón, que había regresado, los contemplaba con simpatía. La cortina se abrió y apareció una muchacha rubia, de unos dieciocho años, que tenía el pelo atado sobre la espalda. Era pecosa y parecía atrevida. Vestía pantalón ajustado y un suéter.

—¿Ustedes son los policías?

Marlowe asintió con la cabeza. Soriano miró a la muchacha y comentó:

—Está buenísima.

Ella le sonrió. Marlowe tradujo:

—Dice que usted es muy simpática. Él no habla inglés. Es un detective de Interpol.

—¡Qué fascinante! —dijo la muchacha—, voy a llevar a dos policías conmigo.

Marlowe y Soriano se pusieron de pie. Estrecharon la mano del dueño del bar.

—Gracias, amigo —dijo Marlowe—, todavía queda gente de bien en este país.

—Mande a sus muchachos a pasear por este lugar, teniente; le aseguro que se divertirán.

—Pierda cuidado.

Subieron a un Chevrolet blanco. Marlowe se sentó adelante.

La muchacha manejó a toda velocidad.

—Basta de juego —dijo—; a mí pueden decirme la verdad.

Marlowe la miró.

—Cualquiera se da cuenta de que ustedes no son policías —agregó—; esto es absurdo.

—No somos policías —reconoció Marlowe—, yo soy detective privado y él es periodista.

—¿Entonces?

—¿Entonces qué?

—¿Se puede saber qué les pasó?

—La policía nos dio una paliza.

—¿Anduvieron en líos?

—Hace una semana que ando en líos. Desde que conocí a éste —señaló a Soriano.

—¿Qué pasa? —preguntó el argentino, inclinándose hacia adelante.

—Si no se ofenden les diré que ustedes parecen una caricatura. Nadie anda por las carreteras de California con la cara y las ropas destrozadas haciéndose pasar por policías para que los lleven a Los Ángeles.

—Eso creía yo —dijo Marlowe.

—¿Se puede saber qué buscan?

—A Laurel y Hardy.

—¿A quiénes?

—Al gordo y el flaco. Soriano los está buscando desde hace años.

Crystal empezó a reír. Se echó hacia adelante y apretó el volante hasta que sus dedos largos y finos se pusieron blancos.

—¿Qué broma es ésa? —preguntó entre carcajadas.

—No es broma. Él quiere escribir sobre Laurel y Hardy. Vino a Los Ángeles para investigar sus vidas. Desde que empezamos a trabajar juntos nos va siempre mal.

—Como a ellos —observó Crystal.

Marlowe la miró y luego empezó a reír, cada vez con mayor intensidad. Tuvo que tomarse la barriga y agacharse. Sintió que todo el cuerpo le dolía.

Crystal los dejó en Hollywood, frente a una parada de ómnibus. Había estacionado el auto en un lugar prohibido. La muchacha sonrió, mostrando unos dientes un poco separados entre sí y una lengua corta y filosa.

—No puedo prestarles más que un par de dólares para el viaje —dijo con tono apesadumbrado.

—No le costaba nada llevarnos hasta casa, carajo —protestó Soriano en español.

—¿Qué dice? —preguntó la muchacha a Marlowe mientras ampliaba su sonrisa para Soriano.

—Es un desagradecido. Dice que usted podría habernos llevado hasta casa.

—¡Oh! Lo lamento mucho... No me interpreten mal. Debo llegar a tiempo a mi analista. Tengo hora a las nueve.

—¿Adónde va? —preguntó Soriano en inglés.

—A mi analista.

—También, con el padre que tiene —dijo el argentino en su idioma, mientras salía del auto.

—Muchas gracias, Crystal —dijo Marlowe, asomado a la ventanilla.

El auto arrancó y se perdió en el bulevar. Marlowe planchó los dos billetes de un dólar que la muchacha había puesto en su mano.

—Muy bien —dijo, muy serio—, nos espera otro viaje proletario.

Tomaron el ómnibus. Una hora después entraron en casa de Marlowe. Un olor intenso, sucio, estaba encerrado en las habitaciones. Por la claraboya de la cocina saltó el gato que daba maullidos prolongados. Corrió de un lado a otro del living, con la cola parada y los ojos fijos en Marlowe. Por fin se sentó. Soriano lo levantó, le acarició la cabeza y le rascó el cogote. El gato echó las orejas hacia atrás, movió la cola larga y protestó con un gruñido amenazante. Estaba demasiado flaco. Marlowe salió del baño.

—Lo va a arañar.

—No se preocupe. Un gato nunca ataca a quien lo quiere. De todas maneras mi cara no podría estar peor.

Marlowe sacó de la heladera un pedazo grande de bofe y lo puso en un plato que dejó en el suelo. Soriano soltó al gato y luego puso leche en una taza.

—Le gustan mucho los gatos, ¿no? —preguntó el detective.

—Ajá.

Recordó la muerte de aquel gato que lo acompañó en los años de su adolescencia. Estaba echado y su cara flaca aguantaba el dolor en silencio. Se iba apagando de a poco. Cuando sintió que iba a tener una convulsión se paró y se alejó unos pasos, como para que él no participara de su tragedia. Luego cayó, se retorció dos minutos y se quedó quieto.

Marlowe miró a su amigo que estaba sentado en el diván. En su cara golpeada, confusa, podía adivinar una mueca de tristeza. Buscó un paquete de cigarrillos y encendió uno. Aspiró el humo con fuerza y dijo:

—Usted es un tipo extraño.

Soriano tomó también un cigarrillo. Antes de encenderlo respondió:

—¿Extraño? ¿Cuál de nosotros es el extraño?

—Es la primera vez que veo a un tipo joven que viene a Estados Unidos para correr detrás de dos cómicos muertos de los que ya nadie se acuerda.

—¿Por qué me acompaña, entonces? —preguntó el argentino—. ¿Por qué se hace golpear a cada momento?

—También usted recibió las palizas.

—Cierto —Soriano se puso de pie—. Pero las palizas significan cosas distintas para usted y para mí. A su edad, en su profesión, una paliza es apenas una anécdota.

—Estoy lleno de anécdotas, compañero. Tengo el cuerpo destrozado por ellas. Lo que usted recibió le servirá de lección. Todavía es muy joven y tal vez necesite pelear algún día.

—¿En la Argentina?

—No sé. Usted me dijo que los yanquis no los dejan vivir tranquilos.

—No es tan simple. Allí muere mucha gente de hambre o a balazos todos los días. Los que tiran no son yanquis. Ellos no dan la cara.

—Usted es un latinoamericano rubio que pudo pagarse un viaje a Estados Unidos. No venga a llorar las desgracias de los otros.

—Es distinto —el argentino hizo un gesto con las manos—, usted confunde las cosas.

El gato terminó de engullir el trozo de bofe, dio un par de lengüetazos en la taza de leche y se sentó entre los dos hombres. Fijó sus ojos grandes y brillantes en los del detective.

—¿Cuándo vuelve a Buenos Aires? —preguntó Marlowe.

—Dentro de una semana. Tengo que confirmar el pasaje y avisar al diario. Estoy demorado.

—Muy bien. Nos queda poco tiempo. Dígame qué haremos.

—No sé, Marlowe; estoy cansado. A veces tengo la fantasía de que podría hablar con Chaplin. Vino a la entrega del Oscar, pero nadie puede acercarse a ese monstruo.

—Nadie va a intentarlo tampoco —dijo el detective.

—¿Qué insinúa? No sea delirante. Nadie pasaría entre la custodia. Aun así, hablar con él sería más difícil que hablar con el presidente de los Estados Unidos.

—Será difícil hablar con el presidente, pero es fácil pegarle un tiro.

—Yo no quiero matar a Chaplin.

—Pasaría a la historia. Ya veo los titulares de los diarios: "Latinoamericano mata al genio para vengar al gordo y al flaco." O si no: "Genio asesinado por un loco."

—Cuando termine de divertirse me avisa —dijo Soriano.

—Ya está. ¿Qué puede saber Chaplin de Laurel y Hardy?

—Les jugó sucio con los circuitos de distribución de películas en 1929. Quiso romper la pareja. Además vino a Estados Unidos con Laurel. Quizá podría contarme algunos detalles.

—Seguro. Chaplin le contará todo. Veo otra vez los titulares: "Genio confiesa a un periodista latinoamericano que es un ogro."

—No se ilusione. No podremos verlo.

—¿Le parece? ¿Cuándo es el show?

—Pasado mañana.

—Bueno, póngase su mejor traje de etiqueta. Allí estaremos.

—Usted es el detective más irresponsable que he conocido.

—¿Conoció a muchos?

—No. Cuando veo a un policía doy vuelta la cara.

Cuando bajaron del ómnibus, la madrugada era húmeda, fresca y despejada. El detective palmeó a su amigo y encendió un cigarrillo. Soriano cruzó la calle y caminó frente al edificio de la Academia de Hollywood. Dobló en la esquina y miró el reloj. Eran las seis menos veinte. Se apretó contra el portón de un garaje cerrado y esperó cinco minutos. Un auto estacionó cerca de la esquina luego de empujar la fila de coches. Bajaron dos hombres de uniforme azul. Soriano encendió un cigarrillo y lo tiró en seguida. Los guardias caminaron hacia la entrada de servicio de la Academia, situada en medio de la cuadra. Tras ellos avanzó Marlowe. Soriano los vio acercarse. Cuando los tuvo a veinte metros levantó el pañuelo que tenía atado al cuello, y se cubrió el rostro. Del bolsillo del pantalón sacó otro pañuelo blanco al que le había hecho nudos en las puntas y se lo puso en la cabeza. Parecía un hincha de fútbol enmascarado. Cuando los guardias estuvieron a tres metros apretó la culata del revólver en el bolsillo del saco y les salió al paso. Los dos hombres se pararon de golpe, sorprendidos. El más alto echó mano a la cintura.

—¡No se moleste, amigo! —dijo Marlowe a sus espaldas—. ¡Deje quietos los brazos!

Bajo el pañuelo, el argentino sonreía. Los guardias se dieron vuelta. El detective estaba también enmascarado con un pañuelo negro de seda y el sombrero gris le caía casi sobre los ojos. Empuñaba una pistola 45.

—Sean juiciosos —agregó Marlowe—, llamen a la puerta, como siempre.

El petiso, que temblaba, miró a su compañero.

—¿Es un asalto? —preguntó.

—Perdón —respondió Marlowe colocando la pistola sobre la nariz del más alto—, olvidé anunciarlo: esto es un asalto.

Soriano sacó un revólver Colt 38, corto. Apretó el caño contra la barriga del petiso. Luego hizo un gesto con la cabeza indicándole que se apurara.

El guardia sacó un manojo de llaves y abrió una caja empotrada en la pared, junto a la puerta. Dentro había un botón rojo. Dudó un instante y luego lo apretó cuatro veces. Soriano se ocultó a un costado de la entrada. Abrió la puerta un pelirrojo gordo y bajo, de abundante barba y bigotes como manubrios de bicicleta, que vestía un mameluco verde. Marlowe le puso la pistola en la cara.

—Pase. Tenemos apuro —dijo en voz baja.

Entraron. Los tres hombres tenían las manos levantadas.

—Contra la pared —dijo Marlowe. Luego miró hacia el fondo del pasillo vacío y llamó—: ¡Vamos!

Soriano entró con el revólver a la altura de su cintura. Con la otra mano sostenía el pañuelo de la cara que estaba flojo y amenazaba caerse.

—Sáqueles las armas —dijo el detective en inglés.

—¿Qué? —respondió Soriano, también en inglés.

—¡Las armas, estúpido! —gritó Marlowe.

El periodista despojó de sus revólveres 38 largos a los tres hombres. Entregó uno a Marlowe y guardó los otros dos.

—Desnúdense —dijo el detective.

Los tres hombres empezaron a sacarse la ropa.

—Usted no —indicó Marlowe al de mameluco—, tírese al piso.

El pelirrojo se tendió en el suelo. Los dos guardias se desvistieron rápidamente. Marlowe tomó el uniforme más grande y comenzó a cambiarse de ropa. Soriano apuntaba a los que quedaron en calzoncillos y de vez en cuando giraba el revólver hacia el que estaba en el suelo. Marlowe terminó de vestirse. El uniforme le iba perfecto. Guardó las armas entre la ropa que se había quitado, hizo un rollo, lo ató con el cinturón y lo dejó en el piso.

—Ahora usted —dijo a Soriano.

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