Luego la mayoría olvida cómo o a través de quién llegó a enterarse de lo que sabe, y hay personas que incluso creen haberlo alumbrado ellas, lo que sea, un relato, una idea, una opinión, un chisme, una anécdota, una falacia, un chiste, un juego de palabras, una máxima, un título, una historia, un aforismo, un lema, un discurso, una cita o un texto entero, de los que se apropian ufanamente, convencidas de ser sus progenitores, o acaso sí saben que están robando pero lo alejan de su pensamiento y así se lo esconden. Ocurre cada vez más en nuestro tiempo, como si hubiera en él prisa por que pasara todo al dominio público y ya no hubiera autorías, o, dicho con no tanto prosaísmo, por convertir todo en sólo rumor y refrán y leyenda que corran de boca en boca y de pluma en pluma y de pantalla en pantalla, todo incontrolado sin fijeza ni origen ni sujeción ni dueño, todo espoleado y desbocado y sin freno.
Yo trato en cambio de recordar muy bien siempre mis fuentes, quizá por mi deformación profesional pasada que también es presente porque no me abandona (había de adiestrar la memoria a distinguir lo cierto de lo figurado, lo acaecido de lo supuesto, lo dicho de lo entendido); y según cuáles sean procuro no hacer uso de mi información y mi conocimiento, o hasta me lo prohíbo, ahora que ya no me dedico a eso más que ocasionalmente, cuando es más fuerte que mi querer y no puedo evitarlo o cuando me lo piden amigos que no me pagan o no con dinero, sólo con su gratitud y una vaga sensación de endeudamiento. Mal pago éste, pues a veces sucede, y quizá no es tan raro, que intentan transferirme esa sensación para que sea yo quien la sufra, y si no me presto al trueque de los papeles y no la hago en efecto mía y no me comporto como si les debiera la vida, acaban por considerarme un cerdo desagradecido y por rehuirme: hay mucha gente que se arrepiente de haber solicitado favores, y de haber explicado en qué consistían, y de haberse explicado, por tanto, demasiado a sí misma.
Hace cierto tiempo una amiga no me pidió nada, sino que me obligó a escucharla, y, con menos aspaviento que sincero susto, me hizo partícipe de su recién inaugurado adulterio, siendo yo más amigo de su marido que de ella, o más antiguo. Flaco servicio el suyo, pasé meses atormentado por mi saber —que ella me ampliaba y renovaba teatral y egoístamente, cada vez más presa de narcisismo—, con la certidumbre de que ante mi amigo yo debía guardar silencio: no ya por juzgarme sin derecho a enterarlo de lo que acaso él —cómo saberlo— habría preferido seguir ignorando; no ya por no querer asumir la responsabilidad de desencadenar acciones o decisiones ajenas con mis palabras, sino también por ser muy consciente del modo en que me había llegado aquel incómodo relato. Yo no puedo disponer libremente de lo que no he averiguado por casualidad ni por mis medios, me decía, ni en el cumplimiento de un encargo o ruego. Si hubiera sorprendido a la mujer de mi amigo embarcando en un vuelo rumbo a Buenos Aires con el amante, acaso podría plantearme revelar de manera neutra esa visión involuntaria mía, ese dato interpretable pero nunca incontrovertible (para empezar, sin constancia de la relación con el hombre, le habría tocado a mi amigo y no a mí ocuparse de la sospecha), si bien me habría sentido probablemente un delator y un intruso y no creo que me hubiera atrevido en ningún caso. Pero la posibilidad habría cabido, eso me decía. Teniendo conocimiento, en cambio, de lo que sabía por ella, me estaba del todo vedado volverlo en su contra o divulgarlo sin su consentimiento, ni aun en la creencia de obrar así en favor del amigo, y esa creencia me tentaba mucho en los momentos de mayor desasosiego, por ejemplo cuando estaba con ambos o cenábamos los cuatro juntos (mi mujer el cuarto comensal, no el amante) y ella cruzaba conmigo una mirada de entendimiento y temor complacido (y yo contenía el aliento), o él se refería despreocupadamente a algún conocido caso del conocido amante de alguien cuyo cónyuge sin embargo ignoraba el caso. (Y yo contenía el aliento.) Y así permanecí callado durante bastantes meses, oyendo y casi asistiendo a lo que me interesaba poco y me desagradaba mucho, y todo seguramente, pensaba en mis instantes más nublados, para ser denunciado un día, cuando se descubra lo desagradable o por fin se cuente o aun se restriegue y exhiba, como connivente o cómplice, o consabedor si se quiere, por aquella a quien guardo el secreto y cuya autoridad exclusiva sobre la materia he reconocido y respetado siempre, sin decirle nada a nadie. Su autoridad y su autoría, ambas cosas, aunque en esa materia suya anden involucradas otras dos personas al menos, una sabiéndolo y la otra sin la menor idea, o quizá mi amigo no esté aún involucrado a pesar de todo y sólo pasaría a estarlo si yo le contara. Puede que sea yo en cambio el que ya está involucrado por mi saber, y por haber oído e interpretado —pensaba—, así me lo sugieren mi larga experiencia y mi larga lista de responsabilidades, de las que compruebo a diario, cada día que pasa y me las difumina y aleja y hace que me parezcan a ratos tan sólo leídas o vistas en la pantalla o fantaseadas, que no es tan fácil desprenderse, ni tan siquiera olvidarse. O que no es posible en modo alguno.
No, yo no debería contar nunca nada, ni oír tampoco nunca nada.
Lo hice durante algún tiempo, escuchar y fijarme e interpretar y contar, lo hice como trabajo remunerado ese tiempo pero venía haciéndolo desde siempre y aún sigo, pasiva e involuntariamente, sin esfuerzo y sin recompensa, ya es seguro que no puedo evitarlo o que es mi manera de estar en el mundo, me acompañará hasta la muerte, descansaré de ello entonces. Más de una vez se me dijo que era un don que tenía y así me lo mostró Peter Wheeler, que fue quien me alertó al explicármelo y describírmelo, las cosas no acaban de existir hasta que se las nombra, eso todo el mundo lo sabe o lo intuye. Ese don yo lo veo en cambio como maldición a veces, y eso que ahora suelo ceñirme a las tres primeras actividades, que son calladas e interiores y de la conciencia y no tienen por qué afectar a nadie más que a uno mismo, y sólo cuento cuando no hay más remedio o se me pide insistentemente. Porque en mi época profesional de Londres, o digamos retribuida, aprendí que lo que tan sólo ocurre no nos afecta apenas o no más que lo que no ocurre, sino su relato n(también el de lo que no ocurre), que es indefectiblemente impreciso, traicionero, aproximativo y en el fondo nulo, y sin embargo casi lo único que cuenta, lo decisivo, lo que nos trastorna el ánimo y nos desvía y envenena los pasos, y seguramente hace girar la perezosa y débil rueda del mundo.
No es gratuito, no es un capricho que en el espionaje, o en las conspiraciones, o en lo delictivo, el saber de cuantos participan en una misión o en una maquinación o en un golpe —en lo clandestino, en lo solapado—, sea difuso, parcial, fragmentario, oblicuo, que cada uno esté al tanto de su cometido pero no del conjunto ni del propósito ultimo. Hemos visto en las películas eso, cómo el partisano que prevé no salir vivo de la siguiente emboscada, o del atentado que prepara, le dice a su novia en la despedida: 'Es mejor que no sepas nada, y así, cuando te interroguen, dirás la verdad al decir que no sabes, la verdad es fácil y tiene más fuerza y es más creíble, la verdad persuade'. (Y es cierto que la mentira exige capacidad de fabulación y de improvisación, e inventiva, y memoria férrea, y arquitecturas complejas, la practican todos pero son pocos los facultados.) O cómo el cerebro que planeó el gran robo, el que lo concibe y dirige, alecciona a su peón o a un esbirro: 'Si sólo conoces tu parte, aunque te cacen o falles la cosa seguirá adelante'. (Y es verdad que uno puede permitirse siempre que algún eslabón se suelte o se produzca algún fallo, el definitivo fracaso no se alcanza rápido ni es tan sencillo, toda empresa o acción se resiste y da coletazos antes de cesar y venirse abajo.) O cómo el jefe de los Servicios Secretos susurra al agente de quien sospecha y ya no se fía: 'Es tu ignorancia lo que más va a protegerte, no preguntes más, no preguntes, será tu salvación y tu salvoconducto'. (Y la mejor manera de evitar traiciones es que nada se preste a ellas, o que consistan en filfa, su contenido sin valor ni peso, cáscara, chascos para el que las paga.) O cómo el que encarga un crimen, o el que amenaza con uno, o el que se destapa miserias exponiéndose a un chantaje, o el que compra a escondidas —el cuello del abrigo alzado y la cara siempre en sombras, nunca enciendas un pitillo—, le advierten al asesino a sueldo o al amenazado o al chantajista posible o a la conmutable mujer ya olvidada en el deseo y que aun así nos da vergüenza: 'Ya lo sabes, a partir de ahora no me has visto nunca, no sabes quién soy, no me conoces, yo no he hablado contigo ni te he dicho nada, para ti no tengo rostro ni voz ni aliento ni nombre, ni siquiera nuca o espalda. No han tenido lugar esta conversación ni este encuentro, lo que ocurre aquí ante tus ojos no ha sucedido, no está pasando, ni estas palabras las has oído porque no las he pronunciado. Y aunque las oigas ahora, yo no las digo'.
(Callar, y borrar, suprimir, cancelar, y haber, callado ya antes: es la gran aspiración imposible del mundo y por eso se quedan tan cortos los sucedáneos, y resulta pueril retirar lo dicho y retractarse tan vacuo; y por eso es tan irritante —porque es lo único que puede inyectar la duda y ser eficaz a veces, inverosímilmente— la negación a ultranza, negar que se dijera lo formulado y oído y negar que se hiciera lo cometido y sufrido, es desesperante que se pueda cumplir sin fisuras y a rajatabla lo que anuncian esas palabras de antes, posibles en boca de tantos y tan distintos, del inductor y del amenazante, de quien presiente el chantaje y del que paga sus placeres o logros furtivamente, y también en boca de un amor o un amigo, y entonces nos alcanza con ellas la desesperación de ser negados.)
Todas esas frases que hemos visto pronunciar en el cine las he dicho yo o me las han soltado o se las he oído a otros a lo largo de mi existencia, esto es, en la vida, que guarda mucha más relación con las películas y la literatura de lo que se reconoce normalmente y se cree. No es que lo uno imite a lo otro o lo otro a lo uno, como se afirma, sino que nuestras infinitas figuraciones pertenecen también a la vida y contribuyen a ensancharla y a complicarla, y a hacerla más turbia y a la vez más aceptable, aunque no más explicable (o sí, de muy tarde en tarde). Es muy delgada la línea que separa los hechos de las figuraciones, y aun los deseos de sus cumplimientos, y lo ficticio de lo acaecido, porque en realidad las figuraciones ya son hechos, y los deseos su cumplimiento, y lo ficticio acaece, aunque nada de esto sea así para el sentido común ni para las leyes, que por ejemplo establecen una abismal diferencia entre la intención y el delito, o entre su comisión y su tentativa. Pero la conciencia no tiene presentes las leyes, ni el sentido común le interesa ni atañe, sólo a cada conciencia su sentido propio, y esa línea tan delgada se difumina a menudo según mi experiencia, y ya no separa nada cuando desaparece, así que he aprendido a temer cuanto pasa por el pensamiento e incluso lo que el pensamiento aún ignora, porque he visto casi siempre que todo estaba ya ahí, en algún sitio, antes de llegar a él, o de atravesarlo. He aprendido a temer, por tanto, no sólo lo que se concibe, la idea, sino lo que la antecede o le es previo. Y así yo soy mi propio dolor y mi fiebre.
Mi don o mi maldición no es nada del otro mundo, lo cual quiere decir también que no es nada sobrenatural, preternatural, antinatural ni contra natura, ni tampoco tiene que ver con facultades extraordinarias ni con la adivinación siquiera, aunque algo parecido a esto último acabó por esperar mi transitorio jefe
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o el hombre que me contrató durante un periodo que se hizo largo, más o menos el de mi separación de Luisa, cuando me volví a Inglaterra por no seguir cerca de mi mujer mientras ella se me alejaba. La gente se comporta de manera idiota con notable frecuencia, con su tendencia a creer en la repetición de lo que la complace: si algo bueno se da una vez, entonces debe acontecer de nuevo, o debe propiciarse al menos. Y bastó con que en una oportunidad yo acertara al interpretar una relación que para el señor Tupra era de consecuencia (momentánea), para que Mr Tupra —como de hecho lo llamaba siempre hasta que me instó a que pasara a Bertram y más tarde a Bertie, bien poco me apetecía— quisiera alquilar mis servicios, primero de vez en cuando y en seguida a tiempo completo, con funciones teóricas tan vagas como variadas, entre ellas la de enlace o intérprete ocasional en sus incursiones españolas e hispanoamericanas. Pero en realidad, más bien —en la práctica—, le interesé y me tomó como intérprete de vidas, según su expresión solemne y sus desmesuradas expectativas. Sería mejor dejarlo en traductor o intérprete de las personas: de sus conductas y reacciones, de sus inclinaciones y caracteres y sus capacidades de aguante; de su maleabilidad y su sumisión, de sus voluntades desmayadas o firmes, sus inconstancias, sus límites, sus inocencias, su falta de escrúpulos y su resistencia; de sus posibles grados de lealtad o vileza y sus calculables precios y sus venenos y sus tentaciones; y también de sus deducibles historias, no pasadas sino venideras, las que aún no habían ocurrido y podían , por tanto impedirse. O bien podían fraguarse.
Lo había conocido en casa del profesor Peter Wheeler, de Oxford, un hispanista y lusitanista eminente ya jubilado, el hombre que más sabe en la tierra sobre el Príncipe Henrique el Navegante y uno de los que más sobre Cervantes, hoy Sir Peter Wheeler y primer ganador del Premio Nebrija de Salamanca, destinado a las mayores lumbreras de su especialidad o campo y —algo sorprendente en el mundo universitario, tacaño o depauperado según los casos— dotado con una cantidad de dinero no desdeñable, lo cual hizo que los exprimidos ojos de sus avarientos o menesterosos colegas internacionales se posaran en él por penúltima vez con envidia. Yo iba desde Londres a verlo de tanto en tanto (una hora de tren a la ida, otra a la vuelta), tras haberlo conocido y tratado un poco muchos años antes, cuando —todavía soltero; y ahora estaba separado, solo siempre en Inglaterra— había ocupado el puesto de Lector de Español en la Universidad oxoniense durante dos cursos. Wheeler y yo nos habíamos caído bien desde el principio, quizá como deferencia a quien nos presentó en su día, el profesor Toby Rylands, de Literatura Inglesa, gran amigo suyo desde la juventud y con quien compartía no pocos rasgos, además de la edad y la condición, por tanto, de jubilado a regañadientes. Así como a Rylands lo frecuenté bastante, a Wheeler no lo vi hasta el final de aquella estancia mía, pues por entonces él enseñaba como emérito en Texas durante nuestros periodos lectivos, y en vacaciones yo solía regresar a Madrid o viajar, no coincidíamos. Pero a la muerte de Rylands, ya después de mi marcha, Wheeler y yo prolongamos esa deferencia que, por serlo hacia un recuerdo o fantasma indefenso a partir de entonces, supongo que habrá de durar indefinidamente: nos escribíamos o llamábamos de tarde en tarde y, si yo iba a Londres unos días, procuraba hacerme algún hueco para visitarlo, solo o con Luisa. (Wheeler también como relevo o sucesor de Rylands, o como su herencia: es escandaloso cómo suplimos a las figuras perdidas de nuestra vida, cómo nos esforzamos por cubrir las vacantes, cómo nunca nos resignamos a que se reduzca el elenco sin el cual nos soportamos mal y apenas nos sostenemos, y cómo a la vez nos prestamos todos a ocupar vicariamente los lugares vacíos que se nos van asignando, porque comprendemos y participamos de ese mecanismo o movimiento sustitutorio universal continuo, que al ser de todos es el nuestro, y así aceptamos ser remedos, y vivir cada vez más rodeados de ellos.)