Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza (5 page)

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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga

BOOK: Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza
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En algunas ocasiones, ya he dicho —sólo en un par por entonces, que yo hubiera visto—, ese hombre al que no interpreto o no reduzco, sobre el que no consigo formarme idea clara ni vaga, bailó acompañado en contra de su costumbre, y fue con dos mujeres distintas, una blanca y otra negra o mulata (no lo supe bien, las luces bajas); pero también entonces pareció más atento a sí mismo y a su disfrute que a sus parejas, aunque a buen seguro lo complacía contar con ellas para variar el cuadro y poder cruzárselas y agarrarse o rozarse a lo largo del salón bien despejado, toda una zona o franja longitudinal sin muebles, es decir sin obstáculos, como si la tuviera libre a propósito para facilitarse los correteos. La blanca llevaba pantalones, fue una lástima; la negra, en cambio, falda que volaba y subía, y a veces no bajaba del todo luego, se quedaba enganchada en las medias unos instantes (bueno, medias enteras o como se llamen, que llegan a la cintura) hasta que un nuevo quiebro o una manotada distraída de ella zafaban la tela y la devolvían a las leyes de la gravedad censoras. Me gustó verle los muslos y fugazmente las nalgas, por eso me abstuve de usar los prismáticos, en principio espiar no es mi estilo, al menos no con intenciones y ahí las habría habido. La mujer blanca se fue tras la sesión danzante, la vi salir por el portal de la casa del hombre y montarse en su bicicleta (quizá los pantalones por eso, aunque tampoco hay que buscarles causa); la negra o mulata se quedó a dormir, eso creo; pararon tras bastante fiesta, y se apagaron las luces luego, y no la vi marcharse durante largo rato, era ya tarde y aún se había hecho más tarde cuando decidí acostarme para olvidarme de ella. Aquí en casa también se ha quedado alguna mujer, de vez en cuando, sobre todo en los iniciales meses de asentamiento y reconocimiento y tanteo: una ha vuelto, otra quiso volver y yo no estuve de acuerdo, la tercera ni se lo planteó, se desentendió ya del lance antes de que concluyera —sí, habían sido tres hasta aquel momento—, nada sé de ella o sabía entonces desde que desayunó en mi cocina, menos azorada que maquinal y rauda, como si estar allí tan de mañana no fuera con ella, una coincidencia de alojamiento, estaba prometida al hijo de un tipo importante con el que la chiflaba anunciar su inminente boda y la espantaba casarse con tanta inminencia, y que tal vez andaba llamándola ya desde la noche anterior o desde muy temprano, marcando y colgando y descolgando y marcando, aquel novio nervioso sin recibir respuesta o las del contestador y el buzón tan sólo, eso es inaguantable, llamar y llamar en vano, yo ya no aguantaba seguir probando con Luisa, qué haría, acaso habría descolgado porque tenía visita, quizá iba a quedarse alguien esa noche con ella, y la única forma de asegurarse de que mi lejana voz no interrumpiría o descentraría nada —se habría dado cuenta de que era jueves de pronto, decidida sobre la marcha la dilación de la visita: la lanza, la fiebre, mi dolor, el sueño, lo sustancial o insignificante— era acostar a los niños un poco antes de lo acostumbrado y dejar la noche entera el teléfono fuera de sitio, siempre se podría pretextar mañana un descuido.

Pero sólo el hombre adulador y aplicado se queda, al menos en esta fase, sólo el que hace méritos para instalarse y ocupar el hueco en la cama caliente sin aspirar a introducir ningún cambio, pues el esquema de su predecesor le parece de perlas y sólo ansia ser éste, aun si no lo sabe; el festivo y risueño se va o ni siquiera entra, nada quiere saber de compartir almohada más allá de las horas despiertas y activas; y el despótico y posesivo disimula mucho al principio, lleva buen cuidado de no parecer intruso, siempre espera a ser alentado y aunque lo sea declina las invitaciones primeras ('No te quiero complicar, sería para ti molestia, y quizá no estés segura de querer verme mañana sin habértelo preguntado antes'), se muestra deferente, respetuoso y aun precavido, procura que no le asome el menor rasgo invasor o expansivo, y no se entretiene o demora en el territorio ajeno hasta una fase tardía, precisamente porque planea adueñárselo entero y no se arriesga a levantar sospecha. Ese no se queda a dormir ni aunque se lo imploren, no al comienzo: ese se viste de arriba abajo otra vez pese a la hora y el desmadejamiento y el frío, y vence toda pereza —la de ponerse los calcetines de nuevo— y difiere toda avidez y todo apremio —no le importa que se condensen, la avidez y el apremio—; coge el coche o avisa a un taxi y se marcha de madrugada sin hacer ruido, también para empezar a ser añorado rápido, nada más cerrar la puerta a su espalda y abrir la del ascensor y dejar a la mujer desarreglada y ya tibia que regrese a su cama deshecha no acogedora, a sus sábanas arrugadas y al olor que aún no se ha ido. Si es ese el hombre, ese sujeto torcido que más adelante no la dejará respirar a sol ni a sombra y la aislará totalmente, y que a mí ni siquiera tendrá que hundirme ni cavarme más hondo porque mi recuerdo lo habrá suprimido con el primer terror y la primera súplica y la primera orden; si es ese su visita esta noche, entonces tal vez Luisa vuelva a colgar el teléfono cuando él ya se haya ido, tan trajeado como llegó y hasta con los guantes puestos, y quizá cuelgue al oír resonar en el portal y en la calle sus pasos ahora ruidosos y seguros y firmes, por el avance tan sostenido y firme que lo conduce a ella. Así que puede que deba insistir todavía, o intentarlo de nuevo más tarde, cuando decida por fin acostarme para olvidarme de ella, casi las once en Madrid y qué hago yo aquí tan lejos sin poder volver a dormir a casa, qué hago en otro país comportándome como un novio nervioso, o peor, como un enamorado insignificante, o peor, como un cortejador pobre diablo que se niega a enterarse de lo que ya sabe, que será rechazado siempre. Ya no es tiempo de esto, ya no es mi tiempo o mi tiempo ha pasado, tengo dos hijos desde hace mucho y a quien llamo es a su madre, hace lo suficiente para que mi pensamiento ya nunca se olvide de ellos y sean para mí niños eternos, por qué mi tiempo se ha volcado o por qué se ha quedado en suspenso, qué sentido tiene que me ponga nervioso con el pretexto de temer por el futuro posible que aguarda a los tres según quién me sustituya, que yo sepa todavía no hay nadie en camino o en esa vía, aunque si lo hubiera Luisa no tendría por qué contármelo, y menos aún sus encuentros ocasionales que de momento no llevan a inauguración ninguna, a quién ve o con quién sale y no digamos con quién se acuesta y a quién despide a la puerta de casa con una bata echada sobre el cuerpo acalorado y desnudo hasta hacía un instante, a quién dice adiós con un beso de acopio hasta la vez siguiente, o quizá es mortecino al término de una larga jornada, ya sin rastro de maquillaje y muy despeinada, con el pelo aniñado por los trajines de noche y día y con el cansancio visible en las ahondadas ojeras y en la piel tan mate, cuando ni el momentáneo contento del lance habido puede embellecer un rostro que sólo pide y tolera reposo y sueño, más sueño, y cesar por fin con los pensamientos. Tampoco yo le he contado de las tres mujeres que aquí han pernoctado, ni siquiera de una, de cuál, y para qué iba a hacerlo, ni siquiera de la que ha vuelto.

Los mendigos se han retirado tras apurar sus botines —son sólo un interregno de ceniza y sombra— y la plaza está casi vacía, la cruza alguien de vez en cuando, nadie es el último en ningún sitio, alguien cruza más tarde siempre. Hay luces en el hotel elegante y en unas cuantas viviendas, pero en mi campo visual no aparece ninguna figura, en este instante. El insondable bailarín de enfrente ha parado y ha apagado las suyas, empezó a hora tardía para aguantar ya mucho trote. Así que aquí me quedo yo solo como un novio o un enamorado, sustancial e insignificante, aquí me quedo despierto.

'¿Sí?'

Descolgué el teléfono sin que sonara apenas, lo tenía tan a mano. Me salió contestar en español, llevaba un buen rato cavilando en mi lengua.

'Deza.' Así me llamaba Luisa algunas veces, por el apellido, cuándo quería hacerse perdonar o sacarme algo, también cuando se ponía de muy mal humor, por causa mía. 'Hola, habrás estado llamando, lo siento, mi hermana me ha tenido una hora al teléfono haciéndole de psiquiatra, está fatal con su marido y ahora me considera experta. Imagínate. Los niños ya están dormidos, lo lamento de veras, los acosté a su hora, la verdad es que no me he acordado de que era jueves hasta ahora mismo, al colgarle, ya sabes lo que sucede cuando uno ve claro lo que no ve el otro, se lo repite diez veces y se va exasperando, y también mi hermana, que en realidad quiere oír lo que se dice a sí misma y no lo que yo pueda entender, o aconsejarle. ¿Cómo estás?'

Sonaba muy fatigada y medianamente ausente, como si dirigirse a mí le fuera un último y añadido esfuerzo nocturno con el que no había contado, y como si todavía estuviera en la conversación con su hermana y no conmigo, si es que esa conversación había existido. Siempre es lo mismo, a diario y con cualquier persona, constantemente, en cualquier intercambio de palabras triviales o graves, uno puede creer o no creer lo que se le cuenta, no hay más opciones, demasiado pocas y demasiado simples, y así uno cree casi todo lo que se le dice, o si no lo cree se calla las más de las veces, porque si no todo se hace trabajoso y se enreda, y se avanza a trompicones y nada fluye. De modo que cuanto se emite queda como verdadero en principio, lo cierto como lo falso, a no ser que esto último resulte notorio, notoriamente falso. No era este el caso con Luisa ahora, lo que decía podía ser lo ocurrido o bien encubrir algo —otra conversación telefónica, una cena fuera al amparo de una canguro habladora, una demorada visita y su despedida, no era asunto mío, y qué más daba—, yo tenía que darlo por bueno, en realidad no debía ni preguntarme al respecto. Y además sí hay otra opción, todo está lleno de medias verdades, y todos nos inspiramos en la verdad para urdir o improvisar las mentiras, luego hay siempre en éstas algo de cierto, una base, el arranque, la fuente. Yo suelo saber, aunque no me atañan y no haya comprobación posible (y a menudo me traen sin cuidado, no me importan). Las detecto sin pruebas, pero por lo general me callo, a menos que se me esté pagando por señalarlas, como en mi época profesional de Londres.

'Bien', dije, y hasta esa palabra única era falsa. No tenía ganas de hablar apenas. Ni siquiera de preguntar por los niños, no habría novedades seguramente. Con todo, ella me hizo un resumen rápido, como para compensarme de no haber oído sus voces aquella noche: quizá por ese motivo me había llamado Deza, para hacerse perdonar su olvido que yo no le reprochaba, al fin y al cabo esos minutos con el niño y la niña al teléfono eran siempre rutinarios e idiotas, las mismas preguntas mías y parecidas respuestas de ellos, que no me preguntaban nada salvo cuándo iba a venir y qué cosas iba a traerles, luego un par de frases cariñosas y un par de bromas, todo envarado, la pena venía después en silencio, por lo menos la mía, era llevadera.

'Estoy completamente rendida', dijo Luisa para concluir. 'Ya no puedo más de teléfono, me voy a acostar en seguida.'

'Buenas noches. Veré de llamar el domingo. Descansa.'

Colgué o colgamos, yo también me sentí agotado y a la mañana siguiente me aguardaba buena tarea en la BBC Radio, aún trabajaba allí, ignoraba que por poco más tiempo. Mientras me desnudaba para acostarme me acordé de una tontería que le había preguntado una vez a Luisa mientras se desnudaba para acostarse hacía mil años, al poco de nacer el niño, cuando aún no me había acostumbrado a su existencia del todo, o a su omnipresencia. Le había preguntado a Luisa si creía que el niño viviría siempre con nosotros, mientras fuera niño o muy joven. Y ella había respondido con sorpresa y con leve impaciencia: 'Claro, qué bobadas son esas, ¿con quién si no?' E inmediatamente había añadido: 'Si no nos pasa nada'. '¿Qué quieres decir?', le había preguntado yo un poco ido o desconcertado, como solía estarlo en aquel tiempo. Estaba casi desnuda. Y su contestación había sido: 'Nada malo, quiero decir'. Ahora el niño era todavía niño y no vivía con nosotros sino con ella tan sólo, y con nuestra niña nueva a la que también habría tocado vivir siempre así, con nosotros. Tenía que habernos pasado algo malo, entonces, o quizá no a los dos, sino a mí. O bien a ella.

Tupra resultó ser en primera instancia o en una fiesta un hombre cordial, risueño, abiertamente simpático para ser insular, con una vanidad blanda e ingenua que no sólo no molestaba, sino que hacía que se lo mirara con ligera ironía y con instintivo y leve afecto también. Era inequívocamente inglés pese al apellido tan raro, mucho mis Bertram que Tupra: sus gestos, su entonación, sus alternativos agudos y graves en una misma parrafada, su balanceo suave sobre los talones con las manos juntas a la espalda cuando estaba de pie, su inicial timidez impostada, allí se adopta a menudo como mero signo de educación, o como preliminar declaración de renuncia a todo avasallamiento verbal —muy inicial fue la suya, quiero decir que la timidez no le duró más allá de las presentaciones—; y, con todo, algo de sus orígenes extranjeros remotos o rastreables pervivía en él —quizá eran paternos sin más—, tal vez aprendido sin deliberación y con naturalidad en su casa y no borrado del todo por el barrio y la escuela, ni siquiera por la Universidad de Oxford en la que había estudiado, que aporta tantos amaneramientos y modismos del habla y tantas actitudes excluyentes y distintivas —parecen casi contraseñas o cifras—, no poca soberbia y hasta algunos tics faciales en los casos de mayor y más denodada asimilación al lugar —o es más bien a una vieja leyenda—. Ese algo tenía que ver con cierta dureza de carácter o cierta permanente tensión, o acaso era una vehemencia postergada, subterránea, cautiva, impaciente siempre por quedar sin testigos —o con los de confianza tan sólo— para emerger y manifestarse. No sé cómo decir, no me habría extrañado que Tupra, cuando estuviera a solas u ocioso, bailara como loco por su habitación, con pareja o sin ella pero probablemente con mujer a mano, saltaba a la vista que le gustaban con desmesura (y cuando eso se da en Inglaterra se hace muy patente, por contraste con la simulación dominante), no sólo la que estuviera con él sino casi cualquiera y aunque fuese de edad ya madura, era como si tuviera la capacidad para verlas en su anterioridad, cuando eran sólo jóvenes o quién sabía si niñas, para adivinarlas retrospectivamente y lograr, con aquel ojo suyo que sondeaba el pasado, que el pasado se hiciera otra vez presente durante el tiempo en que él se avenía a escrutarlo y lo rescataba, y que las mujeres en proceso de encogerse o de marchitamiento o de sustraerse recuperaran ante él salacidad y vigor (o no era más que fulgor: el alocado chisporroteo efímero, más aún que la llama, de un fósforo tras ser rascado). Lo más notable era que no sólo conseguía que así sucediera a sus ojos, sino también a los de los demás, como si su visión se hiciera contagiosa cuando la relataba, o, de otra manera, como si nos persuadiera y nos enseñara a ver lo que él sí veía al instante y nosotros no habríamos percibido nunca sin su concurso y sus descripciones y su índice que lo señalaba.

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