Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza (3 page)

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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga

BOOK: Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza
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A mí él me divertía y enseñaba mucho con su malicia inteligente y por tanto nunca abusiva, y con su asombrosa perspicacia suave, tan poco ostentosa que a menudo había que presuponerla o descifrarla en observaciones e interrogaciones suyas en apariencia inocuas, retóricas o intrascendentes, o bien casi jeroglíficas si estaba ya uno alertado: había que escucharlo 'entre vocablos', como a veces hay que leerlo entre líneas en sus escritos, si bien esa manera indirecta predominante no le impedía tampoco, si se aburría de sobreentendidos o de pronto los juzgaba un lastre, ser tan franco y aun despiadado —con terceros o con la vida o consigo, con sus interlocutores no solía— como nunca he visto a ningún otro o si acaso sólo a Rylands; y quizá a mí mismo, pero en la estela y como pupilo de ambos. Y yo a él —no me atrevía a pensar otra cosa— probablemente lo distraía, y aun lo halagaba con mi buena predisposición y mi fácil contento y mi risa celebratoria que jamás se ha hecho rogar ante las personas que estimo o admiro, y Wheeler me merece ambos afectos. (Yo para él como relevo o sucesor de nadie, o de alguien por mí no conocido y tal vez de su pasado antiguo, un reemplazo el mío largo tiempo aplazado o quién sabía si ya descartado, el de alguna figura remota a cuyo eco o mera sombra o reflejo él ya hubiera renunciado.)

Así que durante mi tiempo en Londres, al servicio de la BBC Radio hasta que me sacó de allí Mr Tupra, me acercaba a verlo a su casa de Oxford junto al río Cherweli como la de Rylands, de quien había sido también vecino, por mi propia iniciativa o en alguna ocasión por la suya, cuando por el motivo que fuese quería testigos de sus intervenciones o disimuladas escenificaciones, o tenía invitados a los que deseaba ofrecer un mínimo de variedad —por ejemplo un latino ya ajeno ahora al ámbito universitario tan visto— o sobre los cuales iba a apetecerle comentar luego conmigo, otro día a solas. Tuve esta impresión dos o tres veces
:
era como si Wheeler, bien cumplidos los ochenta años, se preparase conversaciones que podrían entretenerlo o estimularlo en el futuro cercano, o para él aún previsible. Y si preveía que iba a divertirlo hablar más adelante de Tupra conmigo, o contarme indiscreciones de él, sus vicios y penumbras y comicidades, era conveniente que yo hubiera conocido antes a Tupra, o por lo menos pudiera ponerle voz y cara y que me hubiera formado una idea, por superficial que fuese, para él confirmármela ó desmentírmela más tarde, o incluso discutírmela con innecesario empeño, sólo así tendría nuestra charla gracia. El exigía sus contrapuntos, cuando peroraba.

Me pregunto si el enigmático y desmenuzado tiempo de la vejez consistirá en eso, en andar —quienes en él desembocan, y le pertenecen— tan paradójicamente sobrados de ese tiempo menguante como para dedicar no poco a la confección o composición de escogidos momentos; o, como si dijéramos, para conducir sus numerosos tiempos vacíos o muertos hacia unas cuantas escenas prefiguradas y deliberados diálogos, su parte ya memorizada antes: como si el tiempo de los ancianos —a la vez corto y pausado, reducido y abundante, el tiempo del anciano astuto— se cuidaran éstos de planearlo y encauzarlo y dirigirlo lo más posible, y no lo aceptaran ya más —suficiente, basta: no más dolor ni más fiebre; ni palabra ni lanza ni siquiera sueño— como consecuencia del azar y lo inesperado y ajeno, sino que trataran de convertirlo en obra de su maquinación y su dramaturgia y el cálculo. O, lo que viene a ser lo mismo, como si se cuidaran de anticiparlo y configurarlo y elaborar su contenido al máximo; y así quisieran dictarlo, el único modo seguro de aprovechar de veras el que todavía les resta, que parece marchar muy lento pero tan sólo se les va escurriendo como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa. Y la nieve siempre para.

Tuve sin duda esa sensación en lo referente a Tupra, de que Wheeler quería que lo conociera o lo viera, porque podía haberse limitado a convocarme por teléfono y decirme: 'Van a venir algunos amigos y conocidos a una cena fría, de aquí a dos sábados; vente tú también, estás muy solo ahí en Londres'. Él no sabía si yo estaba poco o muy solo o en exceso acompañado, pero solía atribuir a los demás su propia situación, sus carencias y aun sus dejaciones, un ardid, si se adelantaba era difícil que nadie se las señalara a él o las volviera en su contra, habría parecido falta de originalidad por parte del interlocutor, e infantilismo. Pero aunque más o menos dijo eso, se quedó remoloneando un segundo al teléfono cuando yo ya había accedido de grado y había tomado nota de la fecha y hora, y añadió con vacilación fingida (pero sin disimular que la fingía): 'Bueno, ya verás, vendrá este individuo, Bertram Tupra, un antiguo discípulo de Toby'.
('Fellow'
fue la palabra empleada, menos despectiva quizá que 'individuo': hablábamos en inglés o español indistintamente, o a veces cada uno en su lengua.) Y antes de que yo pudiera hacerme eco alguno del inverosímil nombre, él se anticipó a deletrear el apellido y a conceder: 'Sí, ya sé, suena a nombre inventado y bien pudiera serlo, más probable que lo falso fuera Bertram y no Tupra, semejante apellido tiene que ser auténtico, ruso o checo de origen, no sé, o finlandés acaso, o tal vez eso sea sólo porque suena un poco como "tundra", ¿no?... En cualquier caso, resulta manifiesto que no es inglés sino demasiado francamente extranjero y quién sabe si armenio o turco, así que el hombre debió de juzgar prudente compensarlo con un primer nombre digno de nuestros teatros, ya sabes, Cyril, Basil, Reginald, Eustace, Bertram, están en todas las comedias rancias. Quizá se lo cambió por eso, no habría podido circular por aquí sin levantar suspicacias llamándose, qué sé yo, Vladimir Tupra, o Vaslav Tupra, o Pirkka Tupra, imagínate qué desgracia hasta hace pocos años, no habría hecho carrera más que en el ballet o en el circo, supongo, desde luego imposible en lo suyo...' Wheeler rió brevemente con escarnio, como si por un instante se le hubiera representado Tupra, cuya imagen él conocía, disfrazado con prietas calzas y picudo o rajado escote, brincando por un escenario con robustísimos muslos y pantorrillas venosas a punto de reventarle; o con malla y encogida capita fosforescente de trapecista. Y aún hizo una pausa antes de arrancar de nuevo, como si esperara una apoyatura mía o dudara si explicar o no qué era 'lo suyo'. No dije nada y entonces él permaneció en la duda, noté que no atendía del todo a lo que fue añadiendo, me pareció que hacía tiempo hasta decidirse e improvisaba: 'Me pregunto si no se inspiraría en ese librero legendario cerca de Covent Garden, Bertram Rota, conoces la tienda, creo que su nombre completo era Cyril Bertram Rota, hasta ahora no había caído en la cuenta de lo excéntrico de su apellido, para tener un local en Long Acre o por ahí, seguramente español de origen, ¿no? ¿Conoces a algún Rota en España, aparte del venal tribunal eclesiástico? Claro que Bertram sí podría ser su verdadero nombre, me refiero a Tupra, y que fuera a su padre, si fue éste quien inmigró desde la tundra o la estepa, a quien se le ocurriera britanizar al hijo en su nacimiento para paliar el efecto bárbaro, casi acusatorio de Tupra, en España tendría que haber renunciado, ¿no?, habría sido objeto de bromas crueles con la palabra "estupro". Pero estas cosas tontas funcionan, mira el caso de Rota, no había caído hasta ahora, tras tantos años de minar mi fortuna comprándole por catálogo sus costosos libros; he de preguntarle a su hijo Anthony, creo que todavía vive...' Wheeler se detuvo otra vez, según hablaba iba sopesando, quería y no quería contarme o anunciarme o consultarme algo. 'Y además', continuó en seguida, 'Bertram le permitirá, a Tupra, ser llamado Bertie en confianza, lo cual lo hará sentirse salido directamente de una obra de Wodehouse cuando esté entre amigos o con su novia, ella también vendrá, por cierto, una nueva novia que tiene y que ha insistido en presentarnos, a buen seguro lo enorgullecerá más su físico que su muy esperable sabiduría...' Hizo una última pausa, pero yo no estaba comunicativo o no tenía qué intercalar, así que recurrió a una digresión más para concluir con garbo, me resultó más intrigante que las anteriores: 'Desde luego él habla inglés como un nativo, sur de Londres semieducado, diría. Y bien pensado, quizá él sea más inglés que yo, al fin y al cabo nací en Nueva Zelanda y no vine aquí hasta los dieciséis años, y con el apellido también cambiado, claro que por motivos distintos, nada que ver con la eufonía patriótica ni con las estepas. Pero bueno, todo esto ya lo sabes y no viene a cuento, te estoy entreteniendo demasiado rato. Cuento contigo, así pues, para ese sábado'. Y se despidió con su mejor tono de afecto, que hacía imperceptible su nunca descartable guasa: 'Aguardaré tu llegada con la mayor impaciencia. Estás muy solo ahí en Londres. No te me rajes'. Esta última frase me la dijo en mi lengua.

Así era y es Sir Peter Wheeler, ese falso anciano, quiero decir que tras su venerable y amansado aspecto se esconden con frecuencia maquinaciones enérgicas, casi acrobáticas, y tras sus abstraídas divagaciones una mente observadora, analítica, anticipadora, interpretativa; y que sin cesar juzga. Por espacio de varios minutos interminables había dirigido mi atención hacia aquel Bertram Tupra, en quien me vería obligado a fijarme durante la cena fría, ese había sido sin duda el principal propósito, que en él me fijara. Pero a la postre no había explicado por qué, ni en realidad había soltado una sola palabra descriptiva ni informativa acerca del individuo en cuestión
o fellow,
sólo que había sido discípulo de Toby Rylands y que tenía una nueva novia, el resto disquisiciones y conjeturas ociosas sobre su absurdo nombre. Ni siquiera se había decidido, tras sus vacilaciones no expresas, a especificar qué era 'lo suyo', aquello en lo que nunca habría prosperado de haberse llamado Pavel o Mikka o Jukka. Y al final incluso me había desviado el interés posible, aludiendo por vez primera ante mí a sus raíces neozelandesas, a su nada temprana incorporación a Inglaterra y a su apellido cambiado o apócrifo, pero impidiéndome, al mismo tiempo, preguntarle nada al respecto, al añadir en seguida 'Pero todo esto ya lo sabes y no viene a cuento', cuando lo cierto era que todo eso yo lo había ignorado hasta aquel instante.

'Otro paralelismo más con Toby, entonces', pensé tras haber colgado, 'de quien se rumoreaba que era sudafricano de origen, como se rumoreaban tantas otras leyendas; una razón más para que se hicieran amigos cuando eran jóvenes, británicos forasteros o de ciudadanía tan sólo, ingleses postizos ambos.' Rylands nunca me había aclarado ninguno de aquellos rumores ni yo lo había sondeado apenas respecto a ellos, le gustaba poco rememorar su pasado en voz alta, eso se decía y así fue conmigo; y no me pareció respetuoso indagar por mi cuenta después de su muerte, era como contravenir sus deseos cuando él ya no podía mantenerlos ni revocarlos ('Extraño no seguir deseando los deseos', cité de memoria para mis adentros, 'extraño tener que desprenderse aun del propio nombre'). Dudé si marcar el número de Wheeler inmediatamente, para que me ampliara aquellos datos nuevos acerca del suyo, de su pasado, y me explicara por qué demonios había discurseado sobre Tupra tanto rato, hasta llegar a impacientarme. Porque justo antes de su llamada yo había estado probando con el número de Madrid que aún estaba a mi nombre pero no era ya más el mío sino el de Luisa y los niños, y comunicaba con tanta insistencia que quería volver a intentarlo cuanto antes, aunque sólo fuera para calibrar la duración del no lograrlo. Por eso no llamé a Wheeler en el acto, nada más colgarle, tenía prisa por seguir marcando aquel número mío perdido o del que había de desprenderme, y al que antes yo contestaba cuando estaba en casa, con frecuencia. Ahora no lo contestaba nunca porque ya no estaba en casa ni podía regresar a dormir en ella, y estaba en otro país, y aunque no muy solo como me creía "Wheeler, a veces sí un poco, o acaso es que toleraba mal no estar siempre acompañado y no estar siempre aturdido y entonces me pesaba el tiempo o yo obstaculizaba su paso, quizá por eso no me fue difícil escuchar a Wheeler con atención primero, en su casa, y aceptar luego la proposición de Tupra, que si algo me brindaba era compañía incesante, aunque en ocasiones sólo auditiva y visiva, y también raciones de aturdimiento.

Ese teléfono de Luisa en Madrid seguía comunicando, no había avería según me dijeron en Averías, y ambos nos negábamos a llevar portátiles, un instrumento de acecho. Tal vez estaba enganchada a Internet, le había encarecido que contratara una segunda línea para no bloquear el teléfono pero no acababa de hacerlo aunque yo le hubiera ofrecido costeársela, sólo usaba la red de tarde en tarde, era cierto, luego resultaba improbable que fuera eso, tanto tiempo comunicando en noche de jueves, era uno de los días en principio acordados para que yo hablara con el niño y la niña antes de que se acostaran, se estaba haciendo demasiado tarde, una hora más en España, allí las diez pasadas y aquí las nueve pasadas, habrían cenado los tres con la televisión puesta o con algún vídeo, no era fácil que el niño y la niña coincidieran en sus preferencias, demasiada edad los separaba, por suerte el niño era paciente y protector con ella y a menudo cedía, yo empezaba a temer por él, era protector hasta con su madre y no sabía si hasta conmigo mismo, ahora que me veía lejos y desterrado, huérfano según su criterio o su entendimiento, sufren mucho en la vida quienes hacen de escudo, y los vigilantes, con su oído y su ojo siempre despiertos. Se habrían acostado ya aunque aún tendrían la luz encendida durante unos minutos, los que les concedíamos Luisa y yo de propina o prórroga para que también leyeran algo —un tebeo, unas líneas, un cuento— mientras los cazaba el sueño, es desdichado conocer las costumbres exactas de una casa de la que de pronto se falta y a la que no se vuelve más que de visita y con aviso previo y como un pariente cercano y de tarde en tarde, uno queda fijado en la tela de araña del escenario y el ritmo que construyó y lo albergaban y que parecían imposibles sin su contribución y sin su existencia, largo prisionero de lo presenciado y llevado a cabo tantas veces, y es incapaz de imaginar que se vayan produciendo cambios, aunque tenga conciencia de que no los impide nada y bien puede haberlos y aun procurárselos, y aprenda a sospecharlos abstractamente, cuáles podrían ser esos cambios que se darán en su ausencia y a sus espaldas, uno deja de asistir, ya no es partícipe ni siquiera testigo, y es como si hubiera sido expulsado del tiempo que avanza, convertido para uno ese tiempo en pintura helada o en memoria helada, desde la adversa distancia.

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