No sabía bien por entonces qué se quería decir con aquella expresión frecuente, tanto en los informes escritos como en los orales y hasta en los comentarios improvisados y en apariencia intrascendentes que se intercambiaban durante el estudio de fotos o vídeos o de personas de carne y hueso que Tupra hubiera invitado, o muchas veces convocado, u ordenado venir incluso, se me ocurría. Si trabajábamos por encargo de otros, si no teníamos intereses propios y sólo dábamos nuestro parecer, y opinábamos y dictaminábamos, era de suponer que los observados que podían 'servir' o 'no servir', ser 'de gran' o 'de ningún servicio' (yo mismo empleé esas expresiones pronto, y me acostumbré al concepto sin acabar de entenderlo, tantas cosas suple la práctica, o de tantas prescinde el atolondrado hábito), lo serían en cada caso para los encomendadores de las respectivas tareas, en relación con sus necesidades concretas y sus particulares indagaciones o cuitas, que debían de ser más variadas de lo que me figuré en un principio, cuando Wheeler me habló del pasado o prehistoria del grupo, como él lo llamaba por no llamarlo, falto de verdadero nombre ('Nada te dirán de esto los libros', me había advertido; 'no busques en ellos, sólo perderás la paciencia y el tiempo').
La procedencia u origen de cada encargo, eso yo solía ignorarlo, rara vez se aludía a ello, yo tendía a pensar que todos o la gran mayoría venían de instancias oficiales, estatales, gubernamentales, administrativas británicas, o, en algunas ocasiones (según las nacionalidades remotas o reiteradas de los sujetos de estudio), de sus equivalentes en países amigos o interesada y coyunturalmente aliados: era sorprendente el alto número de australianos, neozelandeses, canadienses, egipcios, saudíes y norteamericanos que desfilaban por nuestras pantallas, sobre todo de los últimos. Tampoco me explicaba mucho por qué se sometía a vigilancia y juicio a algunos de aquellos sujetos (pues era esa la sensación predominante: de que los vigilábamos y juzgábamos), menos aún cuando no se nos interrogaba luego respecto a ningún terreno o cuestión o rasgo determinados. Aquella juez Walton, por ejemplo. Ni Tupra ni Mulryan ni Rendel me preguntaron nada específico acerca de ella después de mi centinela (tal vez sí a la joven Nuix, que había captado tanto de su carácter), y me resultaba difícil imaginar qué diablos interesaba ver, interpretar, descifrar, desentrañar o desenmascarar de una mujer tan cabal, inteligente y sólida como parecía ser ella. Otras veces sí, la misma índole de las preguntas me daba idea de por dónde iban los tiros, de lo que preocupaba a Tupra, a Mulryan, a Rendel, a Nuix, o más probablemente a las instancias superiores o inferiores —a los clientes— que los contrataban y se valían de ellos, esto es, de nosotros y de nuestro supuesto don, o de nuestras habilidades presuntas, o quizá era tan sólo de nuestro atrevimiento, que iba a más, siempre a más, siempre en aumento.
A medida que transcurrían las semanas y los meses luego, yo iba ampliando el espectro de mis contestaciones, así como el desparpajo:
—¿Te parece que esta mujer está siendo infiel, aunque jure lo contrario, y pruebas no haya? —me preguntaba Mulryan de una señora bien vestida y de nariz algo curvada que se lo negaba en su salón al marido, los dos sentados en un sofá delante de la televisión encendida y tomados sin duda por una cámara oculta, quizá instalada en el aparato por el mismísimo esposo (un tipo de cara ancha y propenso a sonreír, aun sin venir a cuento, no venía entonces), quien habría recurrido a nuestro consejo, acaso, por sentirse incapaz de distinguir ya los tonos sinceros de los engañosos en ella, la costumbre y la convivencia tienden a nivelar a veces, se establecen un cierto desmayo o una cierta atonía en los diálogos y en las respuestas, y llega un día en que lo importante y lo insignificante, lo verdadero y lo falso, reciben la misma escasa dosis de énfasis.
—Sí, yo creo que sí lo es —respondía yo—. Su negación ha sido demasiado desahogada, demasiado elocuente, casi sarcástica. La pregunta de él no la ha sorprendido de veras, pese a los aspavientos. Y tampoco la ha ofendido. Ella se la esperaba para cualquier día desde hacía tiempo, y por tanto tenía su reacción lista, casi memorizadas las palabras que iba a emplear, y ensayados el tono y el gesto con que iba a soltárselas. Si no ante el espejo, al menos sí mentalmente. Su imaginación estaba imbuida de todo ello con anterioridad, sólo ha debido activarlo. Casi ansiaba que llegara el desagradable momento.
—Lo crees. Lo crees. ¿Sólo eso, Jack? ¿O estás seguro? —me insistía Mulryan, haciendo caso omiso de lo que todos sabemos: que nadie puede estar seguro de nada, a no ser que haya hecho o haya tomado parte o haya sido testigo (y ni así, tantas veces: la mancha de sangre).
—Estoy seguro en la medida en que mi seguridad proviene de lo que veo y percibo, de lo que me ofreces —decía yo enrevesadamente, en una tentativa última por guardarme un poco las espaldas y no zambullirme del todo en las osadías—. Ella ha dicho, por ejemplo, que las sospechas de él le parecían 'histéricamente divertidas'. No habría utilizado ese adverbio de no tenerlo ya pensado, elegido, previsto. Tampoco si en verdad se lo parecieran, divertidas. De haber sido así, no habría empleado ninguno, o a lo sumo uno más corriente, como 'tremendamente', menos subrayador, con menos carga burlesca. Y de ser falsa la acusación, no la habría calificado de 'estimulante' o 'regocijante' —
'exhilarating',
había dicho—, ni se habría rebajado tanto con el argumento de que ya le gustaría a ella, 'pobre de mí', despertar deseos en otros hombres. Pocas mujeres creen firme y sinceramente que no puedan despertarlos, sean cuales sean su edad y su físico. Me refiero a las adineradas, y esta señora parece serlo bastante. Pueden fingir que lo creen, pueden lamentarse de puertas afuera para que las contradigan y reafirmen, pueden preguntárselo y hasta pueden dudarlo en algunos instantes de abatimiento o después de un rechazo. Rara vez más que eso. Pronto se recuperan de esa clase de abatimientos. Pronto achacan el rechazo a un corazón ya ocupado, suele serles una explicación decorosa, aceptable. —
'Nor Hell a fury, like a woman scor'd
' cité para mis adentros: 'Ni hay en el Infierno furia, como el despecho de una mujer'. Y pensé: 'No es para tanto'—. Y si por fin un día lo creen, no van contándolo. A su pareja menos que a nadie.
—Pero él la ha creído —me objetaba o señalaba Mulryan.
—Pues habrá que sacarlo de su credulidad —contestaba yo más aplomado—. Siempre le quedará el recurso de desatender a nuestro veredicto, de mandarlo a la mierda, si es que va a él destinado, si es él quien nos ha hecho el encargo. —Ya por entonces sabía que allí no se cuidaba el vocabulario en exceso, durante las sesiones—. Ella le es infiel sin embargo, me juego el cuello. —Siempre acababa uno por arriesgar al máximo. Quizá era el orgullo desafiado, quizá que iba viendo cada vez más claro, según uno hablaba; o se convencía. Qué peligroso es decir. No es sólo que otros ya no puedan evitar tenerlo en cuenta, lo que uno ha dicho. Es que también uno mismo se ve obligado a contar con ello, una vez que ha flotado en el aire y no sólo en su pensamiento, donde todo es aún descartable. Una vez que ha sido oído y ha pasado a formar parte del saber de esos otros, los cuales pueden ahora hacer uso de ello, y hasta apropiárselo, y hasta volverlo en contra nuestra.
O podía ser Tupra quien me preguntara en su acogedor despacho, a la mañana siguiente de una cena salpicada de celebridades a la que me había incorporado y llevado —'Un viejo amigo español recién aterrizado, y un gran artista, no iba a dejarlo en el hotel a solas': 'Ser un gran artista es un pasaporte estupendo hoy en día', solía decirme, 'y que además no compromete a mucho, porque se lo puede ser de cualquier cosa, del interiorismo, el calzado, la Bolsa, el alicatado o la repostería'— porque a ella asistían un par de compatriotas míos —él artista de las finanzas, ella de la farándula— a los que deseaba que distrajera y de paso sondeara un poco acerca del anfitrión, mientras él se encargaba de éste y de otras piezas mayores británicas:
—Dime, Jack, ¿te parece que ese mamarracho, nuestro anfitrión de anoche, sí, ese cantante ridículo, te parece que sería capaz de matar? En alguna circunstancia extrema, si se sintiera muy amenazado, por ejemplo. ¿O bien que no podría en absoluto, que sería de los que bajan los brazos y se dejan acuchillar, antes que asestar ellos su golpe? O por el contrario, ¿crees que sí podría, y aun en frío?
Y yo me paraba a pensarlo un instante, y ya nunca contestaba sin más 'No lo sé, cómo puedo saberlo', no contestaba así a ninguna pregunta por extraña o alambicada o fantástica o demasiado precisa que fuese, ni aunque se refiriese a arcanos como ese, quién tiene idea de quién puede matar, y cuándo, y con qué sangre caliente o fría o templada. Y sin embargo algo aventuraba siempre tratando de ser sincero, esto es, tratando de ver algo antes de decirlo, y evitando hablar por hablar tan sólo, o sólo porque de mí se esperase que hablara. Procuraba ponerme al menos en la situación o hipótesis a que me arrojaba cada pregunta de mis superiores o mis compañeros. Y lo más curioso o lo más aterrador era que en todas las ocasiones acababa por ver algo o por vislumbrarlo (quiero decir que no lo inventaba, no eran visiones ni astutas fábulas), y por avanzar en consecuencia algo, ese es el proceso del atrevimiento sin duda, y es tanto lo que se consigue a base de práctica, y de exigirse. El problema de casi toda la gente, sus limitaciones, provienen de la falta de persistencia, de su pereza o fácil contentamiento, también de su miedo. Casi todo el mundo recorre un breve trecho y se frena, se para pronto y toma asiento y se repone del susto o se adormece, y entonces se queda corto. A alguien se le ocurre una idea y normalmente con eso le basta, con la ocurrencia, se detiene complacido ante el primer razonamiento o hallazgo y ya no continúa pensando, ni escribiendo con mayor hondura si escribe, ni exigiéndose ir más lejos; se da por satisfecho con la primera hendidura o ni siquiera eso: con el primer corte, con atravesar una sola capa, de las personas y de los hechos, de las intenciones y las sospechas, de las verdades y los embelecos, nuestro tiempo es enemigo de la insatisfacción íntima y por supuesto de la constancia, está organizado para que todo canse en seguida y la atención se muestre saltarina y errática y el vuelo de una mosca la distraiga, no se soportan la indagación sostenida ni la perseverancia, el quedarse de veras en algo, para enterarse de ese algo. Y no se consiente la mirada larga, la que tenía Tupra y la que acaba afectando a lo que así es mirado. Los ojos que se demoran hoy ofenden, y por eso han de esconderse detrás de cortinas y de prismáticos y teleobjetivos y remotas cámaras, y espiar desde sus mil pantallas. En un sentido —pero sólo en uno— Tupra me recordaba a mi padre, el cual no nos permitía nunca, a mis hermanos ni a mí, conformarnos con la apariencia de una victoria dialéctica en nuestras discusiones, o de un éxito al explicarnos. 'Y qué más', nos decía después de que hubiéramos dado por concluidos, exhaustos, una exposición o un argumento. Y si le contestábamos 'Nada más. Ya está. ¿Te parece poco?', él respondía, para nuestro momentáneo desquiciamiento: 'Sí, no has hecho más que empezar. Sigue. Vamos, corre, date prisa, sigue pensando. Pensar una sola cosa, o divisarla, es algo, pero también es apenas nada, una vez asimilada: es haber llegado a lo elemental, a lo cual, es cierto, ni siquiera la mayoría alcanza. Pero lo interesante y difícil, lo que puede valer la pena y lo que más cuesta, es seguir: seguir pensando y seguir mirando más allá de lo necesario, cuando uno tiene la sensación de que ya no hay más que pensar ni nada más que mirar, que la secuencia está completa y que continuar es perder el tiempo. Lo importante está siempre ahí, en el tiempo perdido, en lo gratuito y en lo que parece superfluo, más allá de la raya en la que uno se siente conforme, o bien se fatiga y se rinde, a menudo sin reconocérselo. Allí donde uno diría que ya no puede haber nada. Así que dime qué más, qué más se te ocurre y qué más arguyes, qué más ofreces y qué más tienes. Sigue pensando, corre, no te pares, vamos, sigue'.
También Tupra se instalaba en eso, en el señalamiento de la insuficiencia, lo había hecho desde la primera vez respecto del Soldado Bonanza, con sus 'Qué más', 'Explíqueme eso', 'Dígame lo que piensa', 'Por qué lo cree', 'Continúe', 'Hábleme de esos detalles', '¿Algo más?', '¿Es eso cuanto ha observado?'. Era una tenacidad suave y dosificada, con la que sin embargo extraía cuanto uno hubiera pensado y visto, e incluso el sueño o la sombra de los pensamientos y de las imágenes, lo que no estaba aún formulado ni delineado ni por lo tanto pensado ni visto del todo, sino sólo esbozado o intuido o implícito, todavía irreconocible y fantasmagórico, como la escultura que encierra el bloque de mármol o los poemas que contienen casi enteros las gramáticas y los diccionarios. Lograba que lo ilusorio adquiriera verbo y tomase cuerpo. Y que se plasmase. A veces yo lo sentía como un acto de fe por su parte: fe en mis capacidades, en mi perspicacia, en mi don supuesto, como si estuviera seguro de que ante su adecuada insistencia —guiado por ella, adiestrado por ella—, yo acabaría por entregarle siempre el dibujo o el texto, por brindarle el retrato que me pedía, o que necesitaba.
Sí, algo así sería, si el informe que vi una vez sobre mí mismo era auténtico, y no tenía por qué no serlo. Lo encontré una mañana rebuscando unos datos en unos viejos ficheros. Lo que no era para los ojos de todos debía de guardarse y almacenarse allí y no en los ordenadores, tan inseguros y desprotegidos. Vi mi nombre,
'Deza, Jacques',
y tiré de la ficha sin pensármelo dos veces. Estaba fechada un par de meses después de mi intervención primera (o así es como yo la veía), traducción del Recluta Bonanza y posterior interrogatorio sobre mis impresiones del individuo, y en realidad no era un informe en regla, sino unas cuantas notas improvisadas, posiblemente tomadas a mano —posiblemente por el propio Tupra— a raíz de quién sabía qué actuaciones o interpretaciones mías, aunque quien quiera que fuese las había juzgado dignas de archivo y las había hecho transcribir a ordenador o máquina —acaso se había molestado en pasarlas él mismo—. Leí con rapidez, volví a sepultarlas. Nadie me había prohibido nunca la consulta de aquel viejo fichero, pero tuve la sensación muy nítida de que más me valía no ser sorprendido fisgando lo que sobre mí estaba escrito y no me habían enseñado. Era breve el informe, eran apuntes casi impresionistas, nada sistemáticos u organizados, algo perplejos y contradictorios, quizá indecisos. Más o menos decían: