—Tenía razón Toby en eso, hay cosas que ya no pueden contarse aunque hayan pasado, o difícilmente. Los hechos de guerra suenan pueriles en los tiempos de relativa paz, y que algo haya ocurrido no es suficiente para admitir su relato, no basta con que sea cierto para resultar plausible. La verdad se vuelve inverosímil a veces con el paso del tiempo; se aleja, y entonces parece fábula, o ya no más la verdad. A mí mismo me parecen ficticios episodios que yo he vivido. Episodios importantes, pero de los que el tiempo que sigue comienza a dudar, quizá no tanto el propio, el de uno, cuanto las épocas, son las épocas nuevas las que rebajan lo anterior y lo que ellas no vieron, no sé, casi como si le tuvieran celos. A menudo el presente infantiliza el pasado, tiende a convertirlo en fantasioso y pueril, y así nos lo deja inservible, nos lo estropea. —Hizo una pausa, asintió con la cabeza al cigarrillo que dubitativamente me había llevado a los labios tras beberme el café (no sabía si podía molestarlos el humo a aquellas horas). Miró por la ventana hacia el río, hacia su tramo de río más civilizado y armónico que el de Toby Rylands. Había perdido momentáneamente toda prisa y toda impaciencia, suele ocurrir eso cuando se rememora a los muertos—. Quién sabe si no morimos por eso, en parte: porque se nos anula del todo lo que hemos vivido, y entonces caducan hasta nuestros recuerdos. Caducan las vivencias primero. Y luego también nuestros recuerdos.
—También todo tiene su tiempo para no ser creído, es eso, ¿verdad?
Wheeler sonrió vagamente, como a su pesar. No le pasó inadvertida mi inversión de su frase de hacía poco, del lema posible que compartía con Tupra, si es que era un lema y no una coincidencia de sus pensamientos, una afinidad más entre ambos.
—Pero aun así te contó —murmuró entonces Wheeler, y más que aprensión creí notar ahora fatalidad o vencimiento o resignación en su voz, es decir, rendición.
—No se crea, Peter. Contó y no contó. Aunque se abstrajera a veces, él nunca perdía del todo su voluntad, creo yo, ni decía más de lo que tenía conciencia de querer decir. Aunque fuera una conciencia remota o recóndita, o amortiguada. Exactamente igual que usted.
—¿Qué más contó y no contó, así pues? —Dejó de lado mi última observación, o se la guardó para más adelante.
—En realidad no contó, sólo dijo. Dijo: 'Nada de esto debe ya ser contado, pero yo he corrido riesgos mortales y he delatado a hombres contra los que no tenía nada personalmente. Yo he salvado vidas y a otra gente la he enviado al paredón o a la horca. Yo he vivido en África, en lugares inverosímiles y en otras épocas, y he visto matarse a la persona que amaba'.
—¿Eso dijo, 'he visto matarse...'? —No repitió entera la frase. Era grande la sorpresa de Wheeler, o era irritación acaso—. ¿Y eso fue todo? ¿Dijo quién, cómo fue?
—No. Recuerdo que se paró en seco entonces, como si su voluntad o su conciencia le hubieran dado a su memoria un aviso, para que no se extralimitara; luego añadió: 'Y asistí a combates', me acuerdo bien. Después siguió hablando, pero de su presente. Ya no dijo más de su pasado, o sólo en términos muy generales. Aún más generales.
—¿Puedo saber qué términos fueron esos? —La pregunta de Wheeler no sonó autoritaria, sino más bien tímida, como
si
me pidiese permiso; fue casi un ruego.
—Cómo no, Peter —le contesté, y en verdad no hubo reserva ni insinceridad en mi tono—. Dijo que su cabeza estaba llena de recuerdos nítidos y fulgurantes, espantosos y exaltadores, y que quien pudiera verlos en su conjunto como él los veía pensaría que eran suficiente para no querer más, para que la sola rememoración de tantos hechos y tantas personas emocionantes llenara los días de la vejez más intensamente que el presente de tantos otros. —Me detuve un instante, para darle tiempo a escuchar las palabras interiormente—. Con bastante aproximación, esos fueron sus términos o eso vino a decir. Y añadió que no era así, sin embargo. Que no era así, en su caso. Dijo que seguía queriendo más. Dijo que aún lo quería todo.
Ahora Wheeler pareció a la vez aliviado y entristecido e inquieto, o tal vez no era una cosa ni la otra ni otra, sino conmovido. Seguramente en su caso tampoco era así, por muchos recuerdos fulgurantes y nítidos que conservara. Seguramente nada llenaba bastante los días de su vejez, pese a sus maquinaciones y esfuerzos.
—Y tú le creíste todo eso —dijo.
—No tenía por qué no —contesté—. Y además habló con verdad, eso lo sabe uno a veces sin asomo de duda, que alguien habla con verdad. No son muchas, eso es cierto —añadí—. En las que no quepa ni la menor duda.
—¿Recuerdas cuándo fue eso, aquella conversación?
—Sí, era Hilary de mi segundo curso aquí, hacia finales de marzo.
—Eso es un par de años antes de su muerte, ¿verdad?
—Más o menos, quizá algo más. Puede que por entonces ni siquiera nos hubiera presentado aún, a usted y a mí. Usted y
yo
debimos de coincidir por primera vez ya en Trinity de aquel año, poco antes de mi regreso definitivo a Madrid.
—Teníamos ya edad, Toby y yo, muy eméritos los dos. Nunca creí que yo fuera a tener tanta más, no sé cómo la habría él llevado, toda esa que se me ha añadido, y a él no. Probablemente mal, peor que yo. Era más quejoso porque también era más optimista, y por lo tanto más pasivo, ¿no le parece, Estelle?
Me sorprendió que de pronto llamara a la señora Berry por su nombre de pila, nunca se lo había oído, y no eran pocas las veces en que él había estado solo conmigo y aun así se había dirigido a ella siempre como 'Mrs Berry'. Pensé si la índole de la conversación no tendría algo que ver. Como si con ella me estuvieran abriendo una puerta o varias (no sabía aún cuál ni cuántas), entre ellas la de su cotidianidad sin testigos. Ella siempre lo llamaba
'Professor',
que no significa 'profesor' en Oxford, sino más bien catedrático o jefe de departamento, luego hay tan sólo un
Professor
en cada SubFacultad, y los demás son meros
dons.
Y esta vez la señora Berry le correspondió y le dijo asimismo 'Peter' a secas. Así debían de llamarse cuando estuvieran a solas, Peter' y Estelle, pensé. Imposible saber si se tuteaban, en cambio, ya que en el actual inglés no hay distinción alguna entre el 'tú' y el 'usted',
only 'you'.
—Sí, Peter, tiene razón. —Decidí imaginar que habrían conservado el 'usted', de haberse hablado en español, como yo se lo conservaba mentalmente a Wheeler cuando me dirigía a él en su lengua—. Él confiaba en que las personas vinieran y las cosas llegaran por sí solas, así que se decepcionaba más. No sé si era más optimista o más orgulloso. Pero no iba por ellas. No iba a buscarlas como usted. —Él tono calmado y discreto de la señora Berry fue sin embargo el habitual, no percibí la menor variación.
—No son características excluyentes, Estelle, el orgullo y el optimismo —le respondió un Wheeler levemente profesoral—. Fue él quien me habló de ti —dijo a continuación mirándome, y en él sí hubo un claro cambio de tono respecto a los últimos que había empleado: se le había disipado la bruma (la aprensión o la irritación posible o la fatalidad), como si tras unos momentos de alarma lo hubiera tranquilizado comprobar que yo no sabía demasiado de Rylands pese a sus confidencias improvisadas de aquel día de Hilary de mi segundo año en Oxford. Que su rememoración no había traicionado del todo a su voluntad en mi presencia, y quizá en la de nadie nunca, así pues. Que yo sabía de su pasada condición de espía y de algunos imprecisos hechos sin fecha ni lugar ni nombres, pero nada más. Volvió a sentirse con dominio de la situación tras su breve desequilibrio, se lo noté en los ojos, se lo noté en el dejo algo didáctico de la voz. Sin duda lo desazonaba descubrir que no poseía todos los datos, si había creído que sí, y ahora dio por sentado que de nuevo contaba con todos, con los que le hacían falta o le proporcionaban holgura y comodidad. A la luz de la mañana algo avanzada se le veían muy transparentes los ojos, no tan minerales como solían sino mucho más líquidos, como eran los de Toby Rylands o su derecho al menos, el que tomaba el color del jerez o el color del aceite según lo iluminara el sol, y predominaba y asimilaba al otro cuando se los contemplaba a distancia: o quizá es que uno se atreve a encontrar más parecidos entre las personas cuando se sabe apoyado por la consanguinidad de éstas. Wheeler no me había explicado todavía nada de aquel parentesco ignorado hasta entonces, pero apenas si me había costado aplicarle esa corrección a mi pensamiento y no verlos ya más como amigos, sino como hermanos. O como hermanos además de amigos, esto en todo caso debían de haberlo sido. Los ojos de Wheeler me parecieron ahora casi dos gotas gruesas de vino rosado—. Fue Toby quien me adelantó que tú podías ser como nosotros, tal vez —añadió.
—¿En qué sentido como nosotros? ¿Qué quiere decir? ¿Qué quiso decir?
Wheeler no me contestó directamente. La verdad es que lo hacía muy rara vez.
—Ya no queda apenas gente así, Jacobo. Nunca hubo mucha, más bien poquísima, de ahí lo reducido que siempre fue el grupo, y lo disperso. Pero en estos tiempos la escasez es absoluta, no es tópico ni exageración decir que estamos en vías de galopante extinción. Nuestros tiempos se han hecho ñoños, melindrosos, en verdad mojigatos. Nadie quiere ver nada de lo que hay que ver, ni se atreve a mirar, todavía menos a lanzar o arriesgar una apuesta, a precaverse, a prever, a juzgar, no digamos a prejuzgar, que es ofensa capital, oh, es de lesa humanidad, atenta contra la dignidad: del prejuzgado, del prejuzgador, de quién no. Nadie osa ya decirse o reconocerse que ve lo que ve, lo que a menudo está ahí, quizá callado o quizá muy lacónico, pero manifiesto. Nadie quiere saber; y a saber de antemano, bueno, a eso se le tiene horror, horror biográfico y horror moral. Se requieren para todo demostraciones y pruebas; el beneficio de la duda, lo que así se ha llamado, lo ha invadido todo, sin dejarse una sola esfera por colonizar, y ha acabado por paralizarnos, por hacernos formalmente ecuánimes y escrupulosos e ingenuos, y en la práctica idiotas, completos necios. —Esta última palabra la dijo así, en español, sin duda porque en inglés no existe ninguna que se le asemeje fonética ni etimológicamente:
'utter
necios', le salió al mezclar—. Necios en sentido estricto, en el sentido latino de
nescius,
el que no sabe, el que carece de ciencia, o como dice vuestro diccionario, ¿conoces la definición que da? 'Ignorante y que no sabe lo que podía o debía saber', te das cuenta:
lo que podía o debía saber,
es decir, el que ignora a conciencia y con voluntad de ignorar, el que rehúye enterarse y abomina de aprender. El satisfecho insipiente. —Y tanto para la cita como para este adjetivo último recurrió también al español: siempre se recuerdan términos de las lenguas ajenas que sus hablantes ya no usan ni casi conocen—. Y es así, para necia, como se educa a la gente desde la niñez, en nuestros países tan pusilánimes. No es una evolución ni una degeneración naturales, no es casual, sino algo procurado, deliberado, institucional. Todo un programa para la formación de conciencias, o para su anulación (para la anulación del carácter, ç
a va sans dire!).
Hoy se detesta la certidumbre: eso empezó como moda, quedaba bien ir contra ellas, los simples las metieron en el mismo saco que a los dogmas y las doctrinas, los muy ramplones (y hubo entre ellos intelectuales), como si todo fueran sinónimos. Pero la cosa ha hecho fortuna, ha arraigado, y hasta qué punto. Hoy se aborrece lo definitivo y seguro, y en consecuencia lo ya fijado en el tiempo; y es en parte por eso por lo que también se detesta el pasado, a menos que se logre contaminarlo con nuestra vacilación, o que pueda contagiárselo de la indefinición del presente, ya se intenta sin cesar. Hoy no se tolera saber que algo ha sido; que haya sido ya y haya sido así, como fue, a ciencia cierta. En realidad no se tolera no ya saberlo, sino su mero haber sido. Sin más, sólo eso: que haya sido. Sin nuestra intervención, sin nuestra ponderación, cómo decir, sin nuestra indecisión infinita ni nuestra escrupulosa aquiescencia. Sin nuestra tan querida incertidumbre como imparcial testigo. Esta época es tan soberbia, Jacobo, como no ha habido otra desde que yo estoy en el mundo (ríete tú de Hitler), y se me hace difícil creer que la pudiera haber antes. Ten en cuenta que cada día que me levanto he de hacer un notable esfuerzo, y recurrir a la ayuda de amigos más jóvenes como tú mismo, para olvidarme de que guardo memoria directa de la Primera Guerra Mundial, o como la llamáis vosotros para mis mayores escozor y escarnio, de la Guerra del 14. Ten en cuenta que una de las primeras palabras que yo aprendí o retuve, a fuerza de oírla, fue 'Gallípoli', parece increíble que ya viviera cuando ocurrió aquella matanza. Tan soberbia es la época que en ella se da un fenómeno que yo imagino sin precedentes: el rencor que hacia el pasado siente el presente hacia lo que osó suceder sin nosotros aquí, sin nuestra cauta opinión ni nuestro dubitativo consentimiento, y lo que todavía es peor, sin nuestro provecho. Lo más extraordinario es que ese resentimiento no obedece, en apariencia al menos, a la envidia de esplendores pretéritos que se fueron sin incluirnos, a la aversión por una excelencia de la que tuviéramos percepción y a la que no contribuimos, que no probamos y nos perdimos, que nos desdeñó y no presenciamos, porque la jactancia de nuestro tiempo es de tal calibre que no puede admitir la idea, ni siquiera la sombra o la niebla o el vaho de ninguna superioridad antigua. No, es tan sólo el rencor hacia lo que no ha podido abarcarse y nada nos debe hacia lo que ya concluyó y por tanto se nos escapa. Escapa a nuestro control y a nuestras maniobras y decisiones, por mucho que los gobernantes vayan hoy pidiendo perdón por las tropelías de sus antecesores, y hasta viendo de repararlas con ofensivos dineros a los descendientes de los dañados, y por mucho que esos descendientes se los embolsen de grado y aun los reclamen, a su vez unos aprovechados, unos caraduras. No se ha visto estupidez mayor ni mayor farsa, por ambas partes: cinismo en los que dan, cinismo en los que reciben. Y un acto más de soberbia: ¿cómo se arrogan un Papa, un Rey o un Primer Ministro el derecho a atribuir a su Iglesia, a su Corona o a su país, a los de su tiempo, las culpas de sus predecesores, las que éstos nunca vieron así ni reconocieron hace siglos? ¿Quiénes se creen que son nuestros representantes, nuestros gobiernos, para pedir perdón en nombre de quienes fueron libres de hacer e hicieron, y ya están muertos? ¿Quiénes son para enmendarlos, para contradecir a los muertos? Si fuera sólo simbólico, sería una memez, nada más, engolamiento y propaganda. Pero no hay simbolismo posible si además hay 'compensaciones', grotescamente retrospectivas y nada menos que monetarias. Cada persona es cada persona y no se prolonga en sus remotos vástagos, ni siquiera en los inmediatos, que a menudo son infieles; y de nada sirven estas transacciones gestos a quienes fueron damnificados, a quienes se persiguió y torturó, se esclavizó y asesinó de veras en su única y verdadera vida: esos están bien perdidos en la noche de los tiempos y en la de las infamias, que sin duda no será menos larga. Ofrecer o aceptar disculpas ahora, vicariamente, exigirlas o presentarlas por el mal infligido a unas víctimas que nos son ya informes y abstractas, es una burla, y no otra cosa, de sus carnes chamuscadas concretas y sus cabezas segadas, de sus pechos agujereados concretos, de sus huesos partidos y sus gargantas cortadas. De sus concretos y desconocidos nombres de los que fueron privados o a los que renunciaron. Una burla del pasado. No se lo soporta, no, el pasado; no soportamos no poder remediarlo, no haberlo podido conducir, dirigir; ni evitarlo. Así que se lo tergiversa o se lo truca o altera si resulta posible, se lo falsea, o bien se hace de él liturgia, ceremonia, emblema y al final espectáculo, o simplemente se lo mueve y remueve para que parezca que intervenimos a pesar de todo y aunque esté ya bien fijado, de eso hacemos caso omiso. Y si no lo es, si no es posible, se lo borra entonces, se lo suprime, se lo destierra o expulsa, o se lo sepulta. Eso se consigue, Jacobo, lo uno o lo otro se logra demasiadas veces porque el pasado no se defiende, no está en su mano. Y así hoy nadie quiere enterarse de lo que ve ni de lo que pasa ni de lo que en el fondo sabe, de lo que ya se intuye que será inestable y movible o será incluso nada, o en un sentido no habrá sido. Nadie está dispuesto por tanto a saber con certeza nada, porque las certezas se han abolido, como si estuvieran apestadas. Y así nos va, y así va el mundo.