—Sí, ya sé que usted no puede saber —dijo—. No crea. Tampoco yo, o no mucho más. Por qué piensa eso, dígame.
Seguí improvisando, o eso creí.
—Bueno, el hombre daba sin duda el tipo de militar sudamericano, me temo que no se diferencian mucho de los españoles de hace veinte o veinticinco años, lucían todos bigote y no sonreían jamás. Su aspecto desde luego pedía uniforme, y gorra, y condecoraciones sobre la pechera como si fueran cananas, en sobreabundancia. Pero algunos detalles no me casaban. Me han hecho pensar que no era un militar disfrazado de civil, como me pareció al principio, sino un paisano disfrazado de militar disfrazado de civil, no sé si me sigue lo que quiero decir. Son detalles insignificantes —me disculpé—. Y no es que yo haya tenido mucho trato con militares, no soy ningún experto. —Me interrumpí, se me estaba disipando la momentánea osadía.
—Eso no importa. Sí le sigo. Dígame qué detalles.
—Bueno, son mínimos, la verdad. Verá, ha empleado algunas palabras impropias, cómo decir. O bien los soldados ya no son lo que eran y se han contagiado de las pedanterías ridículas de los políticos y los locutores de televisión, o este individuo no era militar; o bien sí lo fue, pero hace ya tiempo que no está en activo. Después, le salió demasiado espontáneamente un gesto de ir a remeterse la camisa, como de alguien acostumbrado a la indumentaria civil. Ya, es una tontería, y los militares van a veces con corbata y traje, o en camisa si hace calor y en Venezuela hace calor. Pero pensé que él no lo era o bien que llevaba ya tiempo de baja y sin ponerse una guerrera, apartado del cuerpo, no sé. Ni siquiera una guayabera o un liki-liki o como lo llamen allí, todas esas prendas van por fuera. También lo vi excesivamente preocupado por la raya del pantalón, y por su planchado en general, pero en fin, en todas partes hay oficiales muy atildados y presumidos.
—No se figura hasta qué punto —dijo Tupra—. Liki-liki —repitió. Pero no preguntó—. Continúe.
—Y bueno, quizá haya usted reparado en sus botas. Botas cortas. Se las podría ver negras a distancia o con mala luz, pero eran de color verde botella y como de piel de cocodrilo, o tal vez de caimán. Yo no me imagino a un militar de jerarquía así calzado, ni en sus días de absoluto asueto y de juerga mayor. Parecían más propias de un narcotraficante o de un ranchero en la ciudad, qué sé yo. —Me sentí como un Sherlock menor, o más bien como un Holmes impostor. Y entonces eché mi silla un poco hacia atrás, en la repentina esperanza de poder verle a Tupra los pies. No me había fijado en cómo calzaba, y de pronto se me ocurrió que lo mismo gastaba parecidas botas también y yo estaba patinando con gravedad. Un inglés: era improbable, pero nunca se sabe, y él tenía apellido raro. Y llevaba chaleco siempre, mal indicio era ese. De cualquier forma no hubo suerte, no hubo distancia, la mesa me impedía divisar sus pies. Maticé, pero si su calzado era excéntrico debió de resultar peor—: Claro que en un lugar en el que el Comandante en Jefe aparece públicamente disfrazado de bandera nacional y tocado con una boina de color rojo burdel, como lo vi hace poco en televisión, no es descartable que sus generales y coroneles lleven botas de esas, o zuecos, o zapatillas de ballet, cualquier cosa en estos tiempos histriónicos y con semejante modelo para imitar.
—¿Zuecos? —preguntó Tupra, tal vez más por diversión que por no haberme entendido.
'Sabots? ',
dijo, era el término que había empleado yo: gracias a mis antiguas clases de traducción en Oxford y a mis ocasionales prácticas para negreros, conozco las palabras más absurdas en inglés.
—Sí, ya sabe. Esos zapatos de madera, con la punta acebollada. Las enfermeras los llevan, y los flamencos, claro, por lo menos en sus cuadros. Creo que también las geishas, con calcetines, ¿no?
Tupra rió brevemente, y también yo. Quizá se figuró durante un instante con zuecos al señor venezolano que acababa de salir. O acaso al mismísimo Chávez, con macizos zuecos y calcetines blancos. En primera instancia y en una fiesta resultaba un hombre simpático. También lo era en segunda y en su despacho, aunque allí dejaba entender que nunca podía perderse del todo la seriedad del trabajo, tampoco vivir instalado tan sólo en ella.
—¿Ha dicho disfrazado de bandera? Envuelto en la bandera, ¿no habrá querido usted decir? —añadió.
—No —respondí—. El estampado de la camisa o de la guerrera, no recuerdo, era la bandera misma, con estrellas y todo, se lo aseguro.
—¿Estrellas? No recuerdo ahora mismo la bandera de Venezuela. ¿Estrellas? —No parecía haberse sentido aludido por lo del calzado, lo cual me alivió.
—Es a franjas, no sé bien. Una roja, amarilla, me suena, quizá una azul. Y unas estrellas apiñadas en algún lugar. El Presidente iba ataviado de estrellas, de eso estoy seguro, a franjas anchas, una guerrera o una camisa a franjas horizontales con esos colores u otros así. Y estrellas, ya ve. A lo mejor era un liki-liki, vestimenta de gala, creo que es, no sé si en Venezuela también, en Colombia sí.
—Estrellas. De veras. —
'Indeed',
fue lo que dijo, sin interrogación. Volvió a reír brevemente, y yo también. La risa une a los hombres desinteresadamente entre sí, y entre sí a las mujeres, y lo que establece entre mujeres y hombres puede ser un vínculo aún más fuerte y más tensado, una unión más profunda, compleja, y más peligrosa por más duradera o con mayor aspiración de durabilidad. Lo duradero desinteresado acaba por enrarecerse, a veces por volverse feo y difícil de tolerar, alguien tiene que estar en deuda a la larga y sólo así marchan las cosas, uno u otro un poco más, y la entrega y la abnegación y el mérito pueden ser un camino seguro para hacerse con el puesto del acreedor. Así me he reído yo con Luisa en oportunidades sin fin, breve e inesperadamente, viendo la gracia los dos en lo mismo sin acuerdo previo, los dos brevemente a la vez. También con otras mujeres, la primera mi hermana; y unas pocas más. La calidad de esa risa, su espontaneidad (su simultaneidad con la mía tal vez), me han hecho saber y aproximarme o bien descartar al instante, y a algunas mujeres las he visto ahí en su totalidad antes de conocerlas, sin apenas hablar, sin ser yo mirado o sin apenas mirar. Una leve dilación, en cambio, o la sospecha de mimetismo, de complaciente respuesta a mi estímulo o mi indicación, la percepción de una risa educada u ofrecida para halagar, la que no es del todo desinteresada y está azuzada por la voluntad, la que no tanto ríe cuanto quiere reír o se presta o ansia o aun condesciende a reír, de esa me he apartado muy pronto o le he asignado un lugar secundario, sólo de acompañamiento, o hasta de cortejo en épocas mías de debilidad. Mientras que a esa otra risa, a la de Luisa, la que se adelanta casi, a la de mi hermana, la que nos envuelve, a la de la joven Pérez Nuix, la que se confunde con la propia nuestra y nada tiene de deliberación y sí de olvido de nosotros dos (sí en cambio todo de desprendimiento y gratuidad y de nivelación), a esa he solido darle un lugar principal que luego ha resultado ser duradero o no, peligroso a veces, y a la larga (cuando ha habido larga) difícil de tolerar sin que apareciera o mediara una pequeña deuda simbólica o real. Pero se soportan aún menos la ausencia o la disminución de esa risa, y eso a su vez lo trae siempre, lo uno o lo otro, el día en que toca endeudarse un poco más, uno de los dos un poco más. Hacía tiempo que Luisa me la había retirado o me la racionaba, la suya, no podía creer que la hubiera perdido en toda ocasión, se la brindaría a otros, cuando alguien nos la retira es señal de que no hay más que hacer. Esa risa desarma. Desarma con las mujeres, y de modo distinto con los hombres también. He deseado a mujeres por su risa tan sólo, intensamente, ellas lo han solido ver. Y a veces he sabido quién era alguien sólo por escuchársela o por no escuchársela nunca, la risa inesperada y breve, y hasta lo que iba a pasar o a haber entre ese alguien y yo, si amistad o conflicto o aborrecimiento o nada, no me he equivocado mucho, ha podido tardar pero ha acabado por ocurrir, y además se está siempre a tiempo mientras no se muera o no nos muramos ese alguien ni yo. Esa era la risa de Tupra y también era la mía, y así hube de preguntarme durante un instante si en el futuro quedaría desarmado él o lo quedaría yo, o tal vez los dos—. Liki-liki —repitió. Imposible no repetir tal palabra, es irresistible—. Bueno, no se pueden juzgar los usos de ningún lugar desde fuera, ¿verdad? —añadió, con desganada o poco seria seriedad.
—Verdad. Verdad —contesté yo, a sabiendas de que esa frase no lo era (quiero decir verdad) para ninguno de los dos.
—¿Algo más? —preguntó. No había soltado prenda, no ya sobre la identidad (no lo esperaba), sino sobre la supuesta condición o cargo del venezolano al que había servido doblemente de intérprete. Hice una tentativa:
—¿Podría darle un nombre a ese señor? Más que nada por si tuviéramos que referirnos a él otra vez.
Tupra no vaciló. Como si ya hubiera tenido preparada una respuesta a mi probatura, más que a mi curiosidad:
—No me parece probable. Para usted, Mr Deza, se llamará Bonanza —dijo con aún más irónica seriedad.
—¿Bonanza? —Debió de notar mi estupefacción, no pude evitar pronunciar la
z
como en mi país, o en parte de él y desde luego en Madrid. A sus oídos ingleses sonaría como 'Bonantha', algo así, como Deza sonaría 'Daetha', algo así.
—Sí, ¿no es ese un nombre español? Como Ponderosa también, ¿no? —dijo—. Pues Bonanza para usted y para mí. ¿Nada más que haya podido observar?
—Sólo confirmarle esta impresión, Mr Tupra: el General Bonanza nunca atentaría contra la vida de Chávez, o Mr Bonanza, sea quien sea en realidad. De eso puede estar seguro, tanto si es bueno para los intereses de ustedes como si no. Lo admira demasiado, incluso si es su enemigo, y yo creo que no lo es.
Tupra cogió su llamativo paquete rojo con faraones y dioses y me ofreció un segundo Rameses II, un gesto poco común en las islas, gran dispendio a no dudar, brizna turca, picor egipcio, se lo cogí. Pero era para el camino, no para continuar, porque a la vez que me lo brindaba se puso en pie y bordeó la mesa para acompañarme hasta la salida, señaló la puerta con un ligero ademán. Aproveché para mirar entonces sus zapatos de refilón, eran sobrios, de cordones, marrones, no había cuidado. Él lo advirtió, lo advertía casi todo, sin cesar.
—¿Pasa algo con mis zapatos? —me preguntó.
—No, no, son muy bonitos. Y están muy limpios. Espléndidos, envidiables —le contesté. Contrastaban con los míos negros, de cordones también. En Londres no conseguía disciplinarme para cepillarlos a diario, esa es la verdad. Hay cosas para las que se vuelve perezoso uno, cuando no está en casa y vive en el extranjero. Pero yo sí estaba en casa, o al menos no había otra por el momento, lo olvidaba demasiado a menudo, la fuerza de mi costumbre se empeñaba en sentir lo imposible a veces, que aún podía regresar.
—Le diré dónde encontrarlos, otro día. —Iba a abrirme la puerta, aún no lo hizo, se quedó unos segundos con las manos apoyadas sobre los respectivos pomos de las dos hojas. Torció la cabeza, me miró de lado pero sin llegar a verme, no podía, yo estaba justo detrás de él. Era la primera vez en todo aquel rato que sus ojos activos, acogedores, burlones aun sin querer, no se encontraban con los míos. Sólo veía sus pestañas largas, de perfil. La envidia de las damas, más aún de perfil—. Antes dijo usted 'dejando los principios de lado', si no recuerdo mal. O 'dejando la teoría de lado', ¿puede ser?
—Sí, creo que dije algo así.
—Me preguntaba. —Seguía con las manos sobre los pomos—. Déjeme preguntarle: ¿hasta qué punto es usted capaz de dejar los principios de lado? Quiero decir, ¿Hasta qué punto suele usted? Prescindir de eso, de la teoría, ¿verdad? Todos lo hacemos de vez en cuando, o no podríamos vivir: por conveniencia, por temor, por necesidad. Por sacrificio, por generosidad. Por amor, por odio. ¿En qué medida suele usted? —repitió—. Entiéndame.
Fue entonces cuando comprobé que no sólo lo advertía casi todo sin cesar, sino que lo registraba y guardaba también. La palabra 'sacrificio' no me gustó, me causó un efecto parecido a aquella expresión suya en casa de Wheeler, 'rindiendo a mi país servicio'. Además había añadido: 'uno debe procurar eso si puede, ¿no?' Si bien lo había rebajado en seguida: 'aunque sea lateral el servicio y uno vaya antes que nada tras el beneficio propio'. También yo registraba y guardaba, más de lo que es normal.
—Según para qué —respondí, y a continuación utilicé un plural
('them')
porque era por los principios tan sólo por lo que me preguntaba, eso entendí—. Puedo dejarlos bastante de lado, para opinar en una conversación. Algo menos, para juzgar. Para juzgar a amigos, mucho más, soy parcial. Para obrar, mucho menos, creo yo.
—Mr Deza, gracias por su cooperación. Estaremos en contacto con usted, espero que sí. —Me lo dijo en tono apreciativo, o con leve afectuosidad. Ahora sí abrió la puerta, las dos hojas a la vez. Volví a verle los ojos, más azules que grises a la luz de la mañana, pálidos siempre, divertidos en apariencia ante cualquier diálogo o situación, atentos, succionadores siempre, era como si honraran lo que estuvieran mirando, o no hacía falta que miraran siquiera: lo que entrara en su campo visual—. Pero aquí no tenemos intereses, lo entenderá, por favor —añadió sin transición, aunque ahora se refiriera a algo no inmediatamente anterior. La mayoría de la gente no habría ya vuelto a ello, no habría recuperado aquel comentario mío tan marginal ('tanto si es bueno para sus intereses como si no'), es increíble lo rápidamente que las palabras, pronunciadas o escritas, livianas o graves, todas, insignificantes o con significación, se extravían y se tornan lejanas y quedan atrás. Por eso hay que repetir, eterna y disparatadamente hay que repetir: desde el primer vocablo, desde el primer balbuceo humano y aun desde el primer dedo índice que señaló sin decir. Una y otra y otra vez, e inútilmente una vez más. A nosotros no se nos extraviaban con tantísima facilidad, a él y a mí, sin duda una anomalía, una maldición—. Nos limitamos a dar nuestro parecer, y sólo cuando se nos solicita, claro está. Como usted tan amablemente acaba de hacer, al pedírselo yo. —Y rió brevemente otra vez, dientes pequeños con luminosidad. Me sonó a risa educada o quizá impaciente, así que la mía no lo acompañó, aquella vez.
Nunca supe a las claras si había acertado en algo, con el Coronel Bonanza de Caracas o bien del exilio y de fuera, no se me comunicaban los resultados, y aún menos a las claras: no me atañían a mí, y puede que tampoco a nadie. A veces no debía ni de haberlos, y los dictámenes o informes serían meramente archivados, por si acaso. Y si había que tomar decisiones respecto a algo (el respaldo y la financiación de un golpe, por ejemplo), es probable que las tomaran los responsables diversos —quienes hubieran hecho en cada caso el encargo, o hubieran solicitado los pareceres nuestros— sin posibles constatación ni certeza y sólo por su cuenta y riesgo, es decir, fiándose o no fiándose, apostando a favor o en contra de lo que Tupra y los suyos hubieran visto y opinado, o quizá recomendado.