Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza (21 page)

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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga

BOOK: Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza
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Se había detenido y me había mirado otra vez con fijeza y con expectativa, como si yo no fuera uno de sus consabidos hijos sino un amigo más joven, un amigo reciente que hubiera ido a verlo aquella mañana a su casa de Madrid tan luminosa y acogedora. Y como si pudiera esperar de mí una reacción novedosa a lo que había dicho.

'Eres mejor que yo', ese fue mi comentario. 'O si no es cuestión de mejor ni peor, entonces serás más astuto y más libre. No lo puedo jurar, pero creo que yo habría buscado vengarme. Tras la muerte de Franco, no sé, cuando hubiera sido factible.'

Había reído mi padre entonces, y eso sí lo había hecho paternalmente, más o menos como cuando de niños soltábamos ingenuidades grandes o alguna inconveniencia ante las visitas.

'Puede ser', había dicho, 'tú tienes una propensión a engancharte en las cosas, Jacobo, de algunas te cuesta zafarte, no siempre sabes dejar atrás. Pero sobre todo es señal de que todavía te sientes muy joven. Aún crees disponer de un tiempo ilimitado, tanto como para malgastarlo. Quizá no te sea fácil ver esto, pero intentar vengarme habría sido tan sólo perder más tiempo por causa suya, y los meses de cárcel ya me fueron bastante. Además le habría dado una especie de justificación a posteriori, un falso asidero, un motivo anacrónico para su acción. Ten en cuenta que en el conjunto de una vida lo cronológico va perdiendo importancia, no se distingue tanto lo que vino antes de lo que vino luego, ni los actos de sus consecuencias, ni las decisiones de lo que desencadenan. El habría podido pensar que al fin y al cabo yo le había hecho algo, qué más daba cuándo, y haberse ido a la tumba más conforme consigo mismo. Y no fue así, no ha sido así. Yo nunca lo perjudiqué, nunca le hice ni le había hecho nada, ni antes ni después ni desde luego entonces. Y quizá fuera eso lo que no tolerara, lo que le doliera. Hay personas que no perdonan que se porte uno bien con ellas, que les tenga lealtad, que las defienda y les preste su apoyo, no digamos que les haga un favor o las saque de algún apuro, eso puede ser la sentencia definitiva para el bienhechor, me juego lo que sea a que conocerás tus ejemplos. Parece como si esas personas se sintieran humilladas por el afecto y la buena intención, o pensaran que con eso se las hace de menos, o no soportaran creerse en imaginaria deuda, u obligadas a la gratitud, no sé. Claro que esos individuos no querrían lo contrario tampoco, válgame el cielo, son de una gran inseguridad. Y perdonarían aún menos que se portase uno mal y con deslealtad, que les negara favores y los dejara metidos en sus atolladeros. Hay personas que simplemente resultan ser imposibles, lo único sabio es apartarse de ellas y mantenerlas lejos, que no se te acerquen ni para bien ni para mal, que no cuenten contigo, no existir para ellas, ni siquiera para combatirlas. Claro que eso es un
desideratum.
Por desgracia uno no resulta invisible a voluntad y según su elección. Pero mira, estando yo en la cárcel vino a visitarme (tela metálica por medio) nuestra amiga Margarita, y estaba tan indignada con las manifestaciones de mi delator oídas aquí y allá, que su vehemencia llamó la atención de los carceleros. Le preguntaron de quién hablaba así, debían de temer que fuese del mismísimo Franco. Ella se lo dijo, pues tenía el genio muy vivo, y entonces la hicieron acompañarlos hasta la casa de él para comprobar si era verdad. En la casa estaba la madre, a quien Margarita conocía (bueno, la conocíamos todos, el trato había sido de larga y plena amistad) y a quien aprovechó para intentar convencer de que hiciera entrar en razón a su hijo y retirar aquella denuncia injusta e incomprensible. La señora, que le tenía mucho cariño, la escuchó con una mezcla de estupefacción e incomodidad. Pero finalmente la fe materna le pudo más que cualquier otra consideración, y para disculpar al hijo sólo se le ocurrió decirle: "La patria es la patria". A lo que Margarita le respondió: "Sí, y las mentiras son las mentiras".'

Mi padre se había quedado callado de nuevo, pero esta vez no me miró, sino que dirigió la vista hacia el brazo de su sillón. De pronto lo vi cansado, o tal vez distraído por algo ajeno a la conversación. No estaba seguro de si se había extraviado un poco entre sus recuerdos y no pensaba añadir más, o si aún le faltaba hilar el último episodio con lo anterior y ofrecerme una conclusión. Pensé que iba a quedarme sin averiguarlo, porque mi hermana había llegado (quizá mi padre había sentido su ascensor) y acababa de entrar en el salón, a tiempo de oír la frase citada de Margarita tan sólo, supongo, porque antes de nada nos preguntó con jovialidad y mal fingida reconvención:

'Pero bueno, ¿de qué discutís?'

Y yo había contestado:

'No, hablábamos del pasado.'

'¿De qué pasado? ¿Estaba yo?'

A mi padre lo alegraba particularmente mi hermana, aunque se parecía a nuestra madre algo menos que yo. O no exactamente: se parecía más al ser mujer, pero menos en las facciones, que yo reproducía en mi rostro de hombre con inquietante fidelidad. Él le había respondido con una sonrisa de ironía y contento, en armoniosa y acostumbrada fusión:

'No, no estabas tú, ni siquiera como embrión de proyecto de posibilidad de azar.' Y a continuación se había dirigido sólo a mí, para terminar: 'Las mentiras son las mentiras, ya ves. En realidad no hay más que decir, ni más tiempo que perder con esas cosas'.

'Una vez que uno ha salido de ellas, claro. Se entiende: más o menos con bien', dije yo.

'Una vez que uno ha salido de ellas, se da por sentado. Con bien o con menos bien. Pero se da por sentado: si yo no hubiera salido, no estaríamos ahora hablando tú y yo, y esta joven menos aún.'

'¿Qué, es alto secreto de lo que tratáis?'

Eso había dicho entonces mi hermana, me acordaba bien, y así me venían aquellos recuerdos mientras por fin me metía en la conocida cama preparada por la señora Berry hacía muchísimas horas, tras haber devuelto a su lugar, también, el ejemplar dedicado de
From Russia with Love
en la habitación contigua, creía haber dejado casi todo en orden, e incluso había limpiado una extraña mancha de sangre que yo no había vertido ni provocado y que ahora, en medio de la ebriedad y la fatiga, y como había previsto antes de borrarla del todo y suprimir su cerco o último fin, empezaba a parecerme irreal, producto de mi imaginación. O era de mis lecturas acaso. Sin darme cuenta había leído mucho sobre los días de sangre de mi país. Sangre de Nin, sangre de mi tío que no lo fue, sangre de tantos sin nombre o que se habían tenido que desprender de él y no habitar ya más la tierra. Y sangre de mi padre buscada, que no lograron derramar (sangre de mi sangre que no brotó ni me salpicó). 'La patria es la patria', pobre y cautiva madre, la del traidor. Frase inextricable, sin significado como toda tautología, hueca la palabra, rudimentario el concepto, fanática su aplicación. Nunca de fiar quienes la emplearon o la emplearan, pero cómo saber
si
la estaba empleando quien hablase en inglés y dijese
'country',
que casi siempre es 'país' y a veces tan sólo 'campo', que es del todo inofensiva en español. Desde el piso alto se escuchaba aún mejor el rumor del río, sosegado y paciente o desganado y lánguido, el sonido que asciende, o era por el ala del edificio en que estaba ahora, acostado al fin. Notaba ya un poco de claridad en el cielo o así lo creía, apenas era perceptible, bien podía dudar del ojo. Pero allí invita a notarla, aun en la noche cerrada y en la hora que los latinos llamaron el conticinio y que ya ha olvidado mi lengua, esa extraña voluntad inglesa de dormir sin persianas a la que nunca llegué a acostumbrarme, no las hay, no las tienen, ni tampoco siempre cortinas o contraventanas en su lugar, sino a menudo sólo transparentes visillos que no guarecen ni ocultan ni calman, como si hubieran de mantener un ojo abierto cuando se adormecen los habitantes de esta isla grande en la que he pasado más tiempo del aconsejable y jamás previsto, si sumo el antes y el después, el ahora y el anteayer. 'Y las mentiras son las mentiras', otra tautología sin significado, aunque aquí la palabra no fuese hueca, ni el concepto rudimentario, ni fanática su aplicación, sino universal, sin esfuerzo, rutinaria, constante, hasta hacerse maquinal e indeliberada a veces, y cuanto más lo sea más difícil su identificación, distinguirla, y mayor su verdad entonces, la de los embustes, y mayor nuestra indefensión. 'Las mentiras son las mentiras, pero todo tiene su tiempo para ser creído.' Como si yo creyera ahora al río al entender su rumor, y al creer entenderlo repitiera con él, mientras me iba durmiendo con el ojo abierto de este país que para algunos es patria, suave y desmayadamente con el ojo abierto de mi contagio y de la claridad que no hay: 'Yo soy el río, soy el río y por tanto un hilo de continuidad entre vivos y muertos al igual que los cuentos que nos hablan de noche, me asemejo a los tiempos y también a los hechos, soy el río. Pero el río es el río. Y nada más'.

II.- Lanza

Uno nunca sabe del todo si se gana la confianza de nadie, y menos aún cuándo la pierde. Quiero decir la de alguien que jamás hablaría de eso, ni haría protestas de amistad ni reproches, ni emplearía nunca esas palabras —desconfianza, amistad, enemistad, confianza—, o sólo como elemento burlón de sus naturales representaciones y diálogos, como resonancia y cita de parlamentos y escenas de los tiempos pasados que nos parecen ingenuos siempre, también el hoy lo será mañana para quienes quiera que vengan, y sólo quienes bien lo saben se ahorran las aceleraciones del pulso y la suspensión del aire, y así no someten sus venas a los sobresaltos. Pero es difícil aceptar o ver eso, de modo que los corazones perpetúan sus vuelcos y las bocas sus pastosidades y vahos y sus temblores las piernas, cómo pude o he podido —se dicen los hombres para sus adentros— ser tan tonto, ser tan listo, tan resabiado, tan crédulo, tan pánfilo, tan escéptico, no es por fuerza más ingenuo el confiado que el receloso, no lo es menos el cínico que el rendido sin condiciones que se ha puesto en nuestras manos y nos ofrece ya el cuello para el último o primer tajo, o el pecho para que lo atravesemos con nuestra más puntiaguda lanza. Hasta los más descreídos y astutos y los más taimados resultan un poco ingenuos una vez expulsados del tiempo, una vez que han pasado y su historia se conoce (corre de boca en boca, y así se va configurando). Tal vez sea eso, el final y saberlo, saber qué ha ocurrido y en qué pararon las cosas, quién se llevó las sorpresas y quién condujo el engaño, quién salió favorecido o maltrecho o bien hizo tablas, y quién no apostó ni por tanto corrió ningún riesgo, quién —aun así— salió perdiendo porque lo arrastró la corriente del ancho río más fuerte, poblado por tantos tahúres siempre, tantos que acaban involucrando siempre a todos los pasajeros, aun a los más pasivos, a los indiferentes, a los desdeñosos y reprobatorios, a los adversos y a los más reacios; y también a los ribereños. No parece posible mantenerse aparte, en la margen, encerrarse en casa y no saber nada ni querer nada —no querer ni querer siquiera, eso de poco sirve—, no abrir el buzón ni contestar nunca el teléfono, ni descorrer el cerrojo por mucho que llamen y parezca que van a echarnos la puerta abajo, no parece posible simular que no hay nadie o que el que había se ha muerto y no te oye, resultar invisible a voluntad y cuando elige uno, no lo es callar y contener eternamente la respiración mientras está uno vivo, tampoco es del todo posible cuando creyó no habitar ya más la tierra y desprenderse aun del propio nombre. No es tan fácil que eso ocurra, no es tan fácil borrarlo y borrarse y que no quede ninguna huella, ni siquiera la curva última o último fin del cerco, no es sencillo ser sólo como la mancha de sangre que se lava y se frota y se suprime y entonces..., entonces puede empezar a dudarse de que jamás haya existido. Y en cada vestigio se rastrea la sombra de una historia siempre, tal vez no completa o incompleta sin duda, llena de lagunas, fantasmal, jeroglífica, cadavérica o fragmentaria como trozos de lápidas o como ruinas de tímpanos con inscripciones quebradas, y hasta puede ignorarse la forma de su final cabalmente, como en el caso de Nin y en el de mi tío Alfonso y en el de su amiga joven con una bala en la nuca y sin nunca nombre, y en el de tantos otros de los que yo no sé y no cuenta nadie. Pero una cosa es la forma y otra es el final mismo, que se conoce siempre: como una cosa es el tiempo y otra su contenido, nunca repetitivo, variable infinitamente, mientras que el tiempo es homogéneo, y no se altera. Y es ese final sabido lo que nos permite tildar a todos de ingenuos y de baldíos, a los listos y a los tontos, a los entregados y a los huidizos y esquivos, a los incautos, a los precavidos y a los que urdieron conspiraciones y tendieron trampas, a las víctimas y a los verdugos y a los fugitivos, a los inocuos y a los que fueron dañinos, desde la falsa superioridad —el tiempo la rematará, será el tiempo, el tiempo lo que le pondrá remedio— de los que no han llegado a su fin y todavía caminan a tientas tuertos o marchan ligeros con escudo y lanza, o ya cansinos y lentos con el escudo abollado y la lanza roma y sin filo, sin darnos apenas cuenta de que pronto estaremos con ellos, con los expulsados o que ya han pasado y entonces..., entonces hasta nuestros juicios tan conmiserativos y agudos serán a su vez tildados de baldíos y de ingenuos, para qué hizo esto, dirán de ti, para qué tanta zozobra y la aceleración de su pulso, para qué aquel movimiento, y aquel vuelco; y de mí dirán: por qué habló o calló y guardó tantas ausencias, para qué aquel vértigo, tantas las dudas y tal tormento, para qué dio aquellos y tantos pasos. Y de los dos dirán: por qué se enfrentaron
y
para qué tanto esfuerzo, para qué guerrearon en lugar de mirar
y
de quedarse quietos, por qué no supieron verse o seguirse viendo,
y
a qué tanto sueño y aquel rasguño, mi dolor, mi palabra, tu fiebre,
y
tantas las dudas,
y
tal tormento.

Y así es y será sin embargo siempre, eso vino a decirme Tupra en alguna ocasión y me dijo claramente Wheeler a la mañana siguiente y durante nuestro almuerzo. Y si Tupra no lo dijo con igual claridad fue sin duda porque él jamás hablaría de eso ni emplearía palabras como desconfianza, amistad, enemistad, confianza, o no en serio, no relacionadas consigo mismo, como si ninguna pudiera incumbirle o tocarlo ni cupiera en sus experiencias. 'Es el estilo del mundo', decía a veces, como si fuera en verdad cuanto podía decirse al respecto y todo lo demás fuera adorno y quizá innecesario tormento. No esperaba nada, yo creo, no lealtad pero tampoco traiciones, y si se encontraba con lo uno o lo otro no parecía sorprenderse, ni tomar más medidas que las recomendables de tipo práctico. Y no esperaba aprecio ni afecto pero tampoco malquerencias ni inquinas, pese a bien saber que de éstas y aquéllos está infestada la tierra, y que a menudo los individuos no pueden evitar unos ni otras y además no quieren hacerlo, porque son mecha y pábulo de su combustión, también su razón y su lumbre. Y que no precisan de motivo ni meta para nada de ello, de finalidad ni causa, de agradecimiento ni agravio o no siempre, o según Wheeler, que fue más explícito, 'llevan sus probabilidades en el interior de sus venas, y sólo es cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que por fin las conduzcan a su cumplimiento'.

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