En un primer momento, sin embargo, supuse cándidamente que en algo habría acertado, porque no pasaron muchos días tras aquella mañana de interpretar doblemente, la lengua y las intenciones —inexacto lo segundo, pero digámoslo así en principio—, sin que se me propusiera abandonar ya mi puesto de la BBC Radio y trabajar en exclusiva para Tupra (o eminentemente), junto a él y su devoto Mulryan, la joven Pérez Nuix y los otros, con horarios muy flexibles en teoría y bastante mayor ganancia, ninguna queja en ese aspecto, al contrario, podía enviar más dinero a casa. Fue inevitable la sensación de haber aprobado un examen, y de que se me incorporaba a lo que quisiera que fuese aquello, entonces no me pregunté mucho al respecto ni tampoco más tarde ni tampoco ahora, porque aquello fue quizá siempre impreciso (y la indefinición era su esencia), y porque algo me había advertido Sir Peter Wheeler, o suficientemente: 'De esto no te hablarán los libros, ninguno de ellos, ni los más antiguos ni los más modernos, ni los más exhaustivos que se publican ahora, Knightley, Cecil, Dorril, Davies, no sé, Stafford, Miller, Bennett, tantos, ni crípticamente los que en su día fueron más crípticos, Rowan, Denham, y lo siguen siendo. No busques en ellos. Casi ni alusiones encontrarás. Sólo perderás la paciencia y el tiempo'. A lo largo de aquel domingo de Oxford no puedo decir que me hablara siempre con medias palabras, pero quizá sí con tres cuartos, a lo sumo con tres cuartos, nunca con las completas palabras. Puede que él tampoco las conociera o tuviera enteras, puede que no las tuviera nadie, ni siquiera Tupra, ni Rylands cuando vivía. Puede que no las hubiera.
La incorporación no fue de golpe, quiero decir que una vez acordada mi contratación se me fueron encargando o pidiendo tareas sueltas, cada vez más, gradualmente pero a un ritmo siempre creciente y vivo, y al cabo de un mes, acaso menos, mi colaboración sí fue ya plena, o así llegué yo a sentirla. Las modalidades de esas tareas variaban, su esencia en cambio poco o nada, consistía en escuchar y fijarme e interpretar y contar, en descifrar conductas, aptitudes, caracteres y escrúpulos, desapegos y convicciones, el egoísmo, ambiciones, incondicionalidades, flaquezas, fuerzas, veracidades y repugnancias; indecisiones. Interpretaba —en tres palabras— historias, personas, vidas. Historias por suceder, frecuentemente. Personas que se desconocían, y que no podrían haber aventurado sobre sí mismas ni una décima parte de lo que yo les veía, o se me instaba a verles y a expresar, era el trabajo. Vidas que aún podían malograrse jóvenes y no durar ni para llamarse tales, vidas incógnitas y por ser vividas. A veces se me pedía que estuviera presente y ayudara a hacer preguntas, las que se me ocurrieran, en entrevistas o encuentros (o eran interrogatorios modosos, sin intimidaciones), aunque no hubiera por medio dificultades de comprensión, ningún idioma que traducir, todo en inglés y entre británicos. Otras sí se me utilizaba como intérprete de la lengua, la española y aun la italiana, pero en el amplio conjunto de charlas y supervisiones (la callada actividad así llamada), pronto esas veces pasaron a ser las menos, y en todo caso nunca me limitaba ya sólo a trasladar palabras, se me requería mi punto de vista al término, casi mi pronóstico en ocasiones, cómo decir, una apuesta. En otras oportunidades se me prefería como presencia ausente, y asistía a las conversaciones de Tupra o de Mulryan o de la joven Nuix o de Rendel con sus visitantes desde una especie de cabina contigua al despacho del primero, que permitía ver y oír lo que ocurría allí sin ser visto, igual que en las comisarías. Lo que en el estudio de Tupra era un espejo oval y apaisado, en aquel cuarto se correspondía con un ventanal de idénticos tamaño y forma: cristal transparente desde un lado, desde el otro uno azogado que no invitaba a la menor sospecha en medio de tantos libros, y en lo que más que una oficina parecía un club o salón privado. Era aquel escondite una modalidad antigua y casera de las invisibles guaridas desde las que las víctimas de un atraco o los testigos de un crimen identifican a los sospechosos en fila, o desde las que los superiores controlan ocultos los interrogatorios de los detenidos, y que no se suelten las manos mucho en las bofetadas o toallazos mojados de los policías. Debía de ser una cabina pionera, quién sabía si adecuada o hecha en los años cuarenta o hasta en los treinta: parecía haberse concebido como imitación reducida de un compartimento de tren de esas épocas o aun de anteriores, toda en madera, con dos estrechos bancos corridos frente a frente, perpendiculares a la ventana ovalada, y entre los dos una mesita fija para tomar apuntes o apoyar los codos. Así que uno supervisaba forzosamente en posición algo oblicua o ladeada, con la inevitable sensación de estar mirando por la ventanilla de un vagón de ferrocarril mientras viajaba, o más bien mientras permanecía parado en una estación todo el tiempo, una extraña estación-estudio, tan acogedora como jamás las hubo, el paisaje un interior y siempre el mismo, en él sólo cambiaban los personajes, los visitantes y los anfitriones, en limitada variedad estos últimos, que solían ser dos o a lo sumo tres, Tupra y Mulryan, o ellos dos más yo mismo (como había ocurrido con el Comandante Bonanza), o Tupra con la joven Nuix y con Rendel si había que hablar alemán o ruso u holandés o ucraniano (se decía que Rendel era austríaco de origen, y que su apellido había sido inicialmente Rendí o Randl o Redi o Reinl o incluso Handl, se lo habría britanizado a medias, Randall o Rendell o Rendall o Randell habrían sido más verosímiles, no así Haendel), o Mulryan y yo y algún otro menos asiduo, o la joven Nuix, Tupra y yo... Él y Mulryan (o más bien uno de los dos) nunca faltaban. Y dado que a mí me tocaba ocupar la garita a veces, hube de suponer que cuando estaba del otro lado, en la estación-estudio, uno de los ausentes se apostaría allí y nos vigilaría, aunque total certeza no tuviera al principio; y hube de imaginar que en aquella primera ocasión con el Capitán Bonanza, Rendel o la joven Nuix (y pensé: 'Ojalá fuera ella') habrían estado en el vagón-reservado, fijándose en el Teniente pero también en mí casi seguro, y que después habrían dado su objetivo informe sobre mi persona además de sobre el Sargento (se me iba degradando en la memoria, aquel hombre), siempre más objetivo y desapasionado y fiable el informe de quien resulta invisible y no está y mira a sus anchas impunemente, siempre más que el de quien a su vez es mirado por sus interlocutores e interviene y habla, y nunca puede demorarse mucho en su observación callada sin crear grandes tensiones, una situación violenta.
Ese es el éxito de la televisión sin duda, porque en ella se ve y se mira a la gente como jamás puede hacerse en la realidad a menos que se oculte uno, y aun así en la realidad no se dispone más que de un solo ángulo y una sola distancia, o de dos si se usan prismáticos, yo a veces me los echo al bolsillo al salir de casa, y en casa los tengo a mano. Mientras que en una pantalla se ofrece la oportunidad de espiar sin cuidado y ver más y saber más por tanto, porque uno no está pendiente de las miradas devueltas ni se expone a su vez a ser juzgado, ni ha de repartir su concentración o atención entre un diálogo en el que participa (o su simulacro) y el frío estudio de un rostro, de unos gestos, de las inflexiones de voz, de unos poros, de los tics y los titubeos, las pausas y las bocas secas, la febrilidad, falsedades. E inevitablemente uno juzga, emite en seguida algún juicio de la clase que sea (o no lo emite y es para sus adentros), apenas tarda uno segundos y sin poder remediarlo, aunque sea rudimentario y adopte la forma menos elaborada de todas, que es el gusto o el desagrado (los cuales sin embargo ya son juicios o su anticipación posible, lo que suele antecederlos, aunque mucha gente no dé nunca el paso ni cruce la raya, y así nunca salga de sus simples e inexplicables atracción o rechazo: para ellos inexplicables, al jamás dar ese paso y detenerse en lo epidérmico siempre). Y uno se sorprende diciéndose, casi sin querer, a solas ante la pantalla: 'Me cae bien', 'A este tío no lo aguanto', 'Me la comería a besos', 'Me cae como un tiro', 'A ese lo que me pidiera', 'La abofetearía por esa cara', 'Un engreído', 'Está mintiendo', 'Su compasión es falsa', 'Qué mal le va a ir en la vida', 'Menudo capullo', 'Es un ángel', 'Es un creído, un soberbio', 'No soporto a estos dos cursis', 'Pobre, pobre', 'Lo fusilaría sin pestañear, en el acto', 'Me da lástima', 'Me revienta', 'Finge', 'Qué ingenuidad', 'Vaya jeta', 'Qué mujer inteligente', 'Qué asco me da', 'Me hace gracia'. El registro es infinito, cabe todo. Y el veredicto instantáneo es certero, o así se siente cuando llega (en el segundo instante ya no tanto). Se tiene una convicción, sin pasar por un solo argumento. Sin qué razón alguna la sostenga.
Por eso también se me entregaban vídeos.
A veces los veía allí mismo, en el edificio sin nombre y nada más que con número, sin letreros ni rótulos ni función aparente, a solas o acompañado por la joven Nuix o por Mulryan o Rendel; y a veces me los llevaba a casa, para mirarlos con más detención y mejor desentrañarlos y presentar luego mi opinión
En aquellos vídeos había de todo, material muy heterogéneo, con frecuencia mezclado, casi apelotonado en algunas cintas, en otras agrupado y distribuido con mayor criterio y aun con tendencia a la monografía: fragmentos de programas o de informativos que se habían emitido públicamente, grabados de la televisión, cortados y montados más tarde (o bien programas enteros que debía tragarme, recientes o antiguos y hasta de gente ya muerta, como Lady Diana Spencer con su pésimo inglés lleno de faltas y el escritor Graham Greene con su inglés excelente); intervenciones parlamentarias, discursos o ruedas de prensa de políticos destacados u oscuros, británicos y extranjeros, de diplomáticos también; interrogatorios de reos en dependencias policiales y sus posteriores deposiciones ante el tribunal de turno, así como las sentencias o amonestaciones de empelucados jueces, bastantes vídeos de severos jueces, no sé por qué; entrevistas con celebridades que no siempre parecían hechas por periodistas ni destinadas a la exhibición, algunas tenían todo el aire de conversaciones informales o más o menos privadas, quizá con curiosos o con admiradores fingidos (recuerdo haber visto una inefable con el cantante Elton John sumamente alegre, otra muy simpática con el actor Sean Connery, el auténtico James Bond que pateó Rosa Klebb en
Desde Rusia con amor,
mortales pinchos, y otra asimismo graciosa con el ex-futbolista bebedor George Best; una espeluznante con el empresario Murdoch y una bastante pomposa y cómica con Lord Archer, el ex-político —condenado ya entonces por mentir en algo, he olvidado qué cosa— y novelista de voluntariosa acción); otras veces me sonaban las caras, pero no eran lo bastante famosas para que yo las identificase, acaso glorias en exceso locales (no siempre aparecía un carrito con el nombre de quien hablara, podía no haber la menor indicación y sólo unas letras y números para cada rostro señalado como de interés o sujeto a interpretación —A2, BH13, Gm9 y así—, a los que poder hacer referencia en mis informes luego); y había también entrevistas o escenas con personas anónimas en circunstancias variadas, filmadas a menudo, yo creo, sin su conocimiento ni por tanto su consentimiento: alguien que solicitaba empleo o se ofrecía para lo que fuese, los había muy desesperados; un funcionario granítico (ojos en blanco) escuchando a un ciudadano con cuitas, probablemente en su oficina municipal o ministerial; una pareja discutiendo en una habitación de hotel; un individuo pidiendo un desventajoso crédito en una entidad bancaria; cuatro hinchas del Chelsea en un
pub,
preparándose para machacar al Liverpool a base de ingerido alcohol y vociferado ardor; un almuerzo de negocios a cargo de alguna empresa, con una veintena de comensales (por fortuna no íntegro, sólo
highlights
y un discurso final); un
don
dando una pestífera clase; ocasionalmente una conferencia (por desdicha no íntegra, vi una muy interesante de un profesor de Cambridge, sobre la literatura que nunca existió); el sermón de un obispo anglicano que parecía algo beodo (íntegro el sermón, esto sí);
prelims
orales a estudiantes que aspiraban a entrar en tal o cual Universidad; un médico diagnosticando con suficiencia, detalle y verbosidad; muchachas contestando preguntas raras durante sesiones de
casting,
quién sabía si para un anuncio o una bajeza mayor, demasiado monosilábico todo para ver de averiguar. A veces aparecían vídeos indudablemente caseros o muy personales, más misteriosos en consecuencia (no podía evitar preguntarme cómo habían llegado a nosotros y así hasta mis ojos, a menos que entre nuestros clientes pudiera haber particulares también): la patriarcal felicitación navideña de algún ausente que se creía añorado y por tanto en falta; el mensaje de un hombre rico (era de suponer que póstumo o destinado a serlo) explicando a sus herederos y desheredados el porqué de su testamento arbitrario, caprichoso, decepcionante, injusto con deliberación; la declaración de amor de un enfermo de timidez confeso (pero más bien presunto), que aseguraba no ser capaz de soportar 'en vivo' el 'No' de la destinataria que decía esperar sin remedio y a la vez no esperaba en modo alguno, cuan seguro se lo veía al hablar. Eso en lo que respectaba al material británico, que por supuesto era el grueso. Tuve conciencia de la cantidad de ocasiones y sitios en que la gente es grabada y filmada o puede serlo: para empezar, en casi todas las situaciones en que nos sometemos a una prueba o examen, por así decir, y en que solicitamos algo, sea trabajo, un préstamo, una oportunidad, un favor, una subvención, una recomendación, una coartada. Y desde luego clemencia. Vi que cada vez que pedimos estamos expuestos, vendidos, a merced casi absoluta del que concede o niega. Y hoy se nos registra, se nos inmortaliza a menudo en el momento de la mayor humildad, o si se prefiere en el de la humillación. Pero también en cualquier lugar público o semipúblico, lo más llamativo y escandaloso eran las habitaciones de hotel, uno ya cuenta en principio con que tomarán su imagen en un banco, un comercio, una gasolinera, un casino, un recinto deportivo, un aparcamiento, un edificio gubernamental.
Rara vez se me advertía con antelación en qué debía fijarme, qué rasgos de carácter, o qué grado de sinceridad, o qué intenciones concretas de cada señalada persona o rostro debía procurar descifrar, quiero decir cuando me llevaba tarea a casa. Al día siguiente, o unos pocos más tarde, dedicaba a ello una sesión con Mulryan o Tupra o con ambos, y me preguntaban entonces lo que fuera de su interés, a veces una sola y mínima cosa y a veces muy por extenso, según, refiriéndose a los personajes de aquellos vídeos por sus respectivos nombres si éstos figuraban en las películas o eran inconfundibles de tan conocidos, o bien, si no, por sus asignadas letras y números: '¿Le parece que Mr Stewart está defraudando otra vez al fisco, pese a sus palabras de contrición? Fue descubierto hace cinco años, se llegó a un acuerdo, pagó por encima del máximo para ahorrarse problemas, ¿podría él pensar que está libre de sospechas por ello?' '¿Cree que FH6 tenía el propósito de devolver el crédito en el momento de pedírselo a Barclays? ¿O no tenía ya la menor intención? Le fue concedido, ha de saber, y hace tres meses que no hay rastro de él'. Yo contestaba lo que creyera o pudiera y se pasaba al siguiente, esto en los casos más breves, prácticos y prosaicos. La mayoría, sin embargo, no eran nada de esto, sino evasivos y de complejo aspecto, con facilidad vagarosos e incluso etéreos, arriesgados siempre de responder, más parecidos a los que Wheeler había dilucidado en sus tiempos y había anunciado para los míos también, o más bien había dado a entender que me llegarían, aunque ahora no hubiera guerra; que vendrían a mi discernimiento antes o después. Y para esa mayoría se necesitaba en efecto lo que él había llamado distraídamente, como para restar solemnidad a aquellas dos expresiones sólo contradictorias en primera instancia o ni siquiera en esa, 'el valor para ver' y 'la irresponsabilidad de ver'. Yo sentí mucho más lo segundo durante bastante tiempo, hasta que un día me acostumbré, y al acostumbrarme me despreocupé. Y entonces... Ah sí, entonces, es cierto, la gran irresponsabilidad.