Hasta que me paré a pensar palpitante, y pensé entonces que si mi madre pidió y se llevó y conservó toda su vida la foto de la atrocidad, no fue a buen seguro por ningún sentimiento malsano ni para mantener vivo ningún rencor que habría carecido forzosamente de destinatarios concretos, pues nada de eso casaba con su carácter. Sino probablemente para poder cerciorarse, cada vez que le pareciera imposible y tan sólo un sueño que su hermano Alfonso hubiera muerto de tan mezquina manera y ya no fuera a volver a casa ni aquella noche de recorrer las calles y las comisarías y cheleas ni ninguna otra tampoco. Y para que el elemento de irrealidad que acaba por envolver las pérdidas no transitorias no se adueñara del todo de sus imaginaciones nocturnas. Y quizá también porque dejar la foto en aquel fichero de muertes administradas habría venido a ser como dejar a la intemperie el cuerpo que jamás llegó a ver ni a saber dónde yacía, y no darle sepultura. Y en cuanto a destruirla más tarde, comprendo que eso tampoco lo hiciera, si bien estoy convencido de que jamás volvió a mirarla, y de que era seguramente para ni siquiera ponerse en el riesgo de verla por lo que la guardaba envuelta en aquel trozo de tela roja y negra, como un aviso o una señal disuasoria que la advirtiera: 'Recuerda que estoy aquí. Recuerda que soy aún, y que así es cierto que he sido. Recuerda que podrías verme, y que tú me has visto'. Y casi seguro que no la enseñó, esa foto, no lo creo. No a sus padres desde luego, no a su madre delicada y asustadiza siempre, sobrepasada siempre por los tantos hijos y por las continuas solicitaciones del marido, el padre, quien tan para sí la quería que casi la secuestraba; y no a él, no a aquel padre tan simpático como autoritario, francés de origen, y por cuya causa mi verdadero nombre no es Jacobo ni Jaime ni Santiago ni Diego ni Yago, que son todos el mismo, sino Jacques, que también lo es en su forma francesa y por el que sólo ella me ha llamado en la vida, mi madre, amigos parisinos aparte y si no me olvido de nadie. No, no se la mostraría a ellos aunque le tocara por fuerza comunicarles la noticia y contarles su descubrimiento, ni a los demás hermanos, más jóvenes todos e impresionables, y el único que no era esto último, el mayor de los varones que en edad iba tras ella, andaba escondido por la ciudad, cambiando sin cesar de domicilio a la espera de poder refugiarse en alguna Embajada neutral, o no alineada oficialmente. Tal vez sí la dejó ver a mi quién sabe si ya enamorado de entonces, o acaso la halló él mismo en la comisaría y la sacó del fichero con un estremecimiento y una maldición callada, y hubo de ser él quien se la enseñara a ella, lo último que habría querido. Pues creo que la acompañó toda aquella noche y el día, en su largo peregrinaje angustiado, y al final más desolado.
Casi lo peor de esa foto son los números y las etiquetas sobre el cuello y el pecho del muchacho ajusticiado sin delito ni culpa ni juicio, que fue y no fue mi tío Alfonso, o que lo habría sido. Un 2, y debajo 3-20, a saber qué significaban, qué método de improvisada clasificación se usaba para los muertos innecesarios sin nombre, fueron tantos a lo largo de años que nadie ha podido contarlos y todavía menos nombrarlos, tantos por la península entera, norte y sur, y este y oeste.
Pero no, lo peor no es eso, y cómo podría serlo si hay manchas de sangre en el rostro joven, en la oreja la más extensa, de donde se diría que hubiera brotado, pero también en la nariz y en la mejilla y la frente y sobre el párpado cerrado izquierdo a modo de salpicaduras, y casi no parece su cara la misma que la del muchacho vivo de la otra foto que no estaba envuelta en raso, ese chico con su corbata. Lo más reconocible es lo que en ambas alcanza a verse de los incisivos centrales un poco salientes, y también esa oreja izquierda desde la que había sangrado el muerto, parece igual que la del vivo. Una mano amistosa se apoyaba sobre el hombro de éste, y quien quiera que fuese su dueño (remangada la camisa como la tenía yo ahora, mientras recogía), se había inclinado para posar y salir en la foto en cuyo cuadro no entró pese a todo, quizá era algún otro hermano suyo, de mi madre Elena y de mi tío Alfonso, él lucía de vivo un pañuelo en el bolsillo y se peinaba con la raya a la izquierda sobre su pico de viuda, según la costumbre predominante en aquella época y que aún duró hasta mi infancia, yo llevaba la raya también a ese lado, de niño, cuando era todavía mi madre quien nos peinaba con agua, a mí y a mis dos hermanos, y a mi hermana con mayores detenimiento y esmero su melena más corta o más larga, según los años (quizá su misma mano, pero entonces fraterna, había sido la responsable de peinar también al muchacho vivo, de más pequeño). Esa foto envuelta había vuelto a envolverla y guardarla después de verla y no querer verla y luego mirarla un poco, muy poco porque es difícil hacerlo y más aún es resistirla, nunca debería habérseme mostrado y yo no debo mostrarla a nadie. Pero hay imágenes que se quedan grabadas aunque duren un destello, y así me había sucedido con esa, hasta el punto de poder dibujarla con precisión de memoria y así lo hice de pronto, cuando ya había despejado la mesa de Wheeler y casi todo parecía intacto, y así les evitaba un disgusto doméstico a Peter y a la señora Berry cuando bajaran por la mañana, más temprano que yo sin remedio: debía de ser tardísimo, prefería seguir ignorando cuánto.
Así que ya lo creo que tuvo suerte mi padre, dentro de todo, al acabar la Guerra, cuando muchos de los vencedores pensaban sólo en desquitarse, de cosas como la de mi tío y aun de otras mucho peores, y también de los miedos pasados o de la frustración padecida o de las debilidades mostradas o de la compasión recibida, o de lo imaginario o de nada en numerosos casos —tan propicio el clima para la venganza, la usurpación, el resarcimiento, y para el cumplimiento increíble de los más quiméricos sueños del despecho y la envidia y la rabia—, y cuando algunos con más cerebro abrigaban otra idea más amplia y abarcadora, menos pasional y más abstracta, pero de resultados igualmente sangrientos al quererse llevar a la práctica: la de la eliminación total del enemigo, la del derrotado, y luego la del sospechoso, y la del neutral y el ambiguo y la del no fanático y la del no entusiasta, y luego la del moderado y el remiso y el tibio, y siempre la del que les cayó antipático.
De modo que en otras ocasiones había vuelto a preguntar a mi padre, tras dejar pasar tiempo desde la vez anterior, y había tratado de estrechar un poco el cerco, nunca mucho, no quería causarle desazón excesiva ni melancolía. No recordaba cómo surgía el tema pero cada vez había surgido solo, pues tampoco se me ocurría forzarlo nunca. Y le había dicho:
'Pero en el asunto de Del Real, ¿de verdad nunca supiste o es que no has querido contárnoslo?'
Me miró con sus ojos azules que no he heredado, con su habitual limpieza que tampoco me fue transmitida o no tanto, y me contestó:
'No, no lo supe. Y al salir de la cárcel le tenía tal asco que no me valía la pena ni intentar averiguarlo. Ni a través de terceros ni directamente.'
'Porque en realidad nada te habría impedido entonces ir a buscarlo, o coger el teléfono y decirle: "Pero esto qué es, te has vuelto loco, por qué quieres matarme", ¿no?'
'Habría sido hacerle un caso que, me hubiera dado la explicación que fuese, y lo más probable es que no hubiera tenido ninguna ni tampoco la hubiera intentado, no se merecía. Seguí con mi vida y traté de no tenerlo en cuenta, ni siquiera cuando me llegaban represalias y negativas que a él le debía, a su gran iniciativa. Lo suprimí de mi existencia. Y es lo mejor que pude hacer, estoy convencido. No sólo para mi espíritu, también desde el lado práctico. Jamás volví a verlo ni a tener el menor contacto, y cuando me enteré de su muerte tantísimos años más tarde, me parece que fue en los ochenta, ni siquiera recuerdo bien cuándo, no sentí nada ni le dediqué dos pensamientos. En realidad llevaba ya muerto decenios, desde el día de San Isidro del 39. Imagino que lo entiendes.'
'Sí, lo entiendo bien', respondí. 'Lo que no entiendo ni nunca he entendido es que tú no te maliciaras nada, que no lo vieras venir teniéndolo a dos palmos durante años y años, algo así está en el carácter. Ni por qué él lo hizo, por qué se hace algo así, sin necesidad sobre todo. No me explico que no hubiera habido nada entre vosotros, ninguna rencilla, algún roce, no sé, que hubierais cortejado los dos a una misma mujer, qué sé yo, alguna ofensa inconsciente por parte tuya, o que sin serlo él hubiera podido tomarse como tal. Estoy seguro de que tuviste que pensar, darle vueltas, hacer memoria. No me creo que no lo hicieras, mientras estabas en la cárcel al menos y no sabías en qué iba a parar. Después... sí, después sí lo creo, que ya no volvieras a preguntarte. Eso no me cuesta creerlo.'
'No sé', había respondido mi padre, y se había quedado mirándome con interés, casi con curiosidad, como devolviéndome un poco, con deferencia, los que yo le mostraba. A veces me miraba de ese modo, como si tratara de comprender mejor al hombre tan distinto de él que yo era, como buscando reconocerse en mí pese a las diferencias más evidentes y tal vez algo superficiales, y en ocasiones me parecía que sí lo lograba, 'entre líneas', por así decir, reconocerme. Y tras esa pausa había añadido: '¿Tú te acuerdas de Lissarrague? Lo que hizo fue extraordinario, os lo he contado más de una vez'. Y antes de que yo contestara que me acordaba perfectamente, él me lo refrescó (eso sí le gustaba rememorarlo y contarlo): 'Su intervención fue decisiva. A su padre, militar, lo habían asesinado, y él tenía relación con la Falange, de modo que, entre lo uno y lo otro, gozaba en aquellos momentos de la consideración franquista. Mis denunciantes le preguntaron si conocía mi actuación durante la Guerra, y al contestar él que sí, lo citaron como testigo de cargo. Pero al ser interrogado en el juicio, no sólo negó todas las acusaciones falsas que se me imputaban, sino que además habló muy favorablemente de mí. El capitán jurídico se puso nervioso y, atónito ante su declaración, le espetó: "¿Pero usted sabe que ha sido citado como testigo de cargo?" Alo que Lissarrague contestó: "Yo creía que había sido citado para decir la verdad". El juez, estupefacto, le preguntó entonces que, si cuanto él decía era cierto, a qué obedecían en ese caso las gravísimas denuncias presentadas contra mí. Y Lissarrague respondió concisamente y sin vacilación: "Envidia". Ya ves, él y otros lo vieron así y no le dieron más vueltas al asunto. Y yo, sin embargo, no estoy seguro de que la explicación fuese tan sencilla'.
'Pues más a mi favor', aproveché para decir en seguida. 'Razón de más para que te preguntases, ¿no? Si no te bastaba la explicación más sencilla, y la que todos daban por buena pero tú no.'
'No, no me bastaba', había replicado entonces mi padre con un leve dejo de amor propio intelectual. 'Pero eso no significa que diera con la explicación compleja, ni que encontrarla me interesara lo suficiente para dedicar mi tiempo a ello o volver a dirigir la palabra a aquel hombre, ya no iba a pedirle cuentas. Hay personas cuyos móviles no merecen la indagación, aunque las hayan llevado a cometer actos terribles o precisamente por eso. Esto, lo sé, va totalmente en contra de la tendencia actual. Hoy en día todo el mundo se pregunta por lo que conduce a un asesino reiterado o masivo a asesinar masiva o reiteradamente, a un coleccionista de violaciones a incrementar siempre su colección, a un terrorista a despreciar todas las vidas en nombre de alguna primitiva causa y a acabar con el mayor número posible de ellas, a un tirano a tiranizar sin límites, a un torturador a torturar sin límites, lo haga burocrática o sádicamente. Hay una obsesión por comprender lo odioso, en el fondo hay una malsana fascinación por ello, y a los odiosos se les hace con esto un inmenso favor. Yo no comparto esa curiosidad infinita de nuestro tiempo por lo que en ningún caso tiene justificación, aunque se le encontrasen mil explicaciones distintas, psicológicas, sociológicas, biográficas, religiosas, históricas, culturales, patrióticas, políticas, idiosincrásicas, económicas, antropológicas, lo mismo da. Yo no puedo perder mi tiempo en indagar sobre lo malo y lo pernicioso, su interés es mediano siempre en el mejor de los casos y a menudo nulo, te lo aseguro, he visto mucho. El mal suele ser simple, aunque a veces no
tan
simple, si eres capaz de apreciar el matiz. Pero hay indagaciones que manchan, y hasta las hay que contagian sin dar nada valioso a cambio. Hoy existe un gusto por exponerse a lo más bajo y vil, a lo monstruoso y a lo aberrante, por asomarse a contemplar lo infrahumano y por rozarse con ello como si tuviera prestigio o gracia y mayor trascendencia que los cien mil conflictos que nos asedian sin caer en eso. Hay en esta actitud un elemento de soberbia, también, uno más: se ahonda en la anomalía, en lo repugnante y mezquino como si nuestra norma fuese la del respeto y la generosidad y la rectitud y hubiese que analizar microscópicamente cuanto se sale de ella: como si la mala fe y la traición, la malquerencia y la voluntad de daño no formaran parte de esa norma y fueran cosas excepcionales, y merecieran por ello todos nuestros desvelos y nuestra máxima atención. Y no es así. Todo eso forma parte de la norma y no tiene mayor misterio, no mayor que la buena fe. Pero esta época está dedicada a la tontería, a las obviedades y a lo superfluo, y así nos va. Las cosas deberían ser más bien al revés: hay acciones tan abominables o tan despreciables que su mera comisión debería anular cualquier curiosidad posible por quienes las cometen, y no crearla ni suscitarla, como tan imbécilmente sucede hoy. Y así fue en mi caso, pese a que fuera
mi
caso, mi vida. Lo que aquel antiguo amigo había hecho conmigo era tan injustificable, y tan inadmisible y grave desde el punto de vista de la amistad, que todo él dejó de interesarme al instante: su presente, su futuro y también su pasado, aunque en él estuviera yo. Ya no necesitaba saber más, ni estaba dispuesto tampoco a ello.'