Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza (19 page)

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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga

BOOK: Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza
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Del mismo modo, yo nunca me había abstenido de mencionar esos nombres cuando se había terciado o había venido a cuento, porque desde niño me los sabía, Del Real y Santa Olalla, Santa Olalla y Del Real, y para mí habían sido siempre los nombres de la traición, y esos nunca hay por qué protegerlos. Y era en eso en lo que pensaba mientras en la noche larga junto al río Cherwell empecé a recoger por fin todos los libros de Wheeler que había sacado de su estantería oeste y esparcido por su despacho o estudio, y a poner mal orden, y a limpiar y despejar la mesa y a retirar bandejas y botellas y mi vaso y el hielo, ardua tarea todo para lo cansado y absorto que estaba y lo tarde que se me había hecho, aunque preferí no saber cuánto y no miré ningún reloj. ¿Cómo era posible que mi padre no hubiera sospechado ni detectado nada? Era un hombre inteligente y culto, ningún tonto, y bastante precoz, aunque desde luego un optimista irredento, confiado en principio con todo el mundo. Pero aun así. ¿Cómo se podía pasar media vida junto a un compañero, un amigo íntimo —media vida de la niñez, de pupitre, de la juventud—, sin percatarse de su naturaleza, o al menos de su naturaleza
posible?
(Pero acaso en todos cualquier naturaleza es posible.) ¿Cómo puede no verse en el tiempo largo que quien acabará y acaba perdiéndonos nos va a perder? ¿No intuirse ni adivinarse su trama, su maquinación y su danza en círculo, no oler su inquina o respirar su desdicha, no captar su despacioso acecho y su lentísima y languideciente espera, y la consiguiente impaciencia que quién sabe durante cuántos años habría tenido que contener? ¿Cómo puedo no conocer hoy tu rostro mañana, el que ya está o se fragua bajo la cara que enseñas o bajo la careta que llevas, y que me mostrarás tan sólo cuando no lo espere? Sin duda hubo de aplacar muchas veces su efervescencia ese hombre y morderse los labios hasta hacerse sangre, y enfriar esa sangre cuando ya le hervía, y aplazar el término de su malograda y fétida fermentación, para todavía volverlo a aplazar. Todo eso se nota, se percibe, se huele y hasta en ocasiones se palpa y nos llega el sudor, y nos aturde la condensación. Como mínimo se presiente. En realidad se sabe, o se debe saber. ¿O acaso una vez que las cosas suceden no nos damos cuenta de que sabíamos que iban a suceder, y que era así justamente como habían de ir? ¿Y no es verdad que en el fondo no nos extrañan tanto como aparentamos ante los otros y sobre todo ante nosotros mismos, y que vemos toda la lógica entonces y reconocemos y aun recordamos los desatendidos avisos que alguna capa de nuestra inconsciencia sin embargo sí atendió? Quizá es que queremos convencernos de nuestra propia estupefacción, como si en ella encontráramos incongruente consuelo y disculpas inútiles que en verdad no sirven: 'Ay, yo no sabía, cómo podía imaginar y menos aún sospechar, es lo último que me habría esperado y jamás se me habría ocurrido, habría dado mi palabra, habría jurado, habría puesto la mano en el fuego, me habría jugado el cuello, habría apostado mi oro y arriesgado mi honor, oh qué engaño, qué desengaño, qué increíble y no verdadera resulta ser esta traición'. Pero no hay tal estupefacción casi nunca. No en lo más hondo, no en el saber que no se atreverá decirse ni a pronunciarse ni tan siquiera a saber o a saberse ni a tenerse conciencia, no en el que se teme tanto que se detesta y se niega y se oculta a sí mismo y se ahuyenta, o se mira tan sólo con el rabillo del ojo y con el rostro embozado siempre. Sí la hay, esa estupefacción, en nuestras capas más altas que no son sólo las superficiales y las epidérmicas sino que en realidad son todas, también las medias y también las bajas y las profundas, y hasta las recónditas y subterráneas y las venosas, las de fuera y dentro y las de muy adentro, las de la vida diaria y externa de la punta de lanza y las de nuestra solitaria pausa, las de la compañía que ríe alegre y las del inicio abismal del sueño, cuando atisbamos durante un instante lo que vamos siendo en nuestro conjunto y cuál es la historia que va a contarse cuando acabe nuestro acabamiento. Sí, hasta esa capa de rendición y angustia o de premonición admite esa perplejidad, esa sorpresa. Pero no la más honda que casi nunca alcanzamos, la que habita en el revés del tiempo y no se engaña ni se equivoca, la que se confunde con miedo o adopta su disfraz, el del miedo, y la desoímos por eso, para que el temor no nos gobierne y nos dicte los pasos y nos lleve a sucumbir bajo lo temido, o a propiciarlo. Desechamos indicios y rehusamos interpretar tantos signos ('Cállate, cállate, y entonces sálvame'), y los relegamos y echamos a la bolsa de las figuraciones, para contraponerles otros que en el fondo sabemos que no son señales sino fingimientos y simulacros que buscan nuestra confianza y nuestro sopor o adormecimiento ('Mantén un ojo abierto cuando dormites, mantenlo', cité para mis adentros). Porque en realidad sería imposible engañarnos si así lo quisiéramos —no engañarnos—, tarea vana y fracasado empeño. Pero no solemos. No solemos quererlo: nos aburren la protección y la prevención y la alerta, y a todos nos gusta arrojar el escudo lejos y marchar ligeros blandiendo la lanza como un adorno.

Siendo ya adulto había preguntado a mi padre, aunque sin demasiada insistencia. De niños y adolescentes nos habían contado la historia a mis hermanos y a mí, pero solamente en su esqueleto, lo mínimo, como si él y mi madre no quisieran enterarnos aún mucho de lo que aguarda a todos en mayor o menor medida y de hecho ya comienza en la infancia —chivatazo, soplo, traición, puñalada, delación, engaño, denuncia, venta—, y eso que en aquella época nos llegaba sin falta y por diversos cauces el ejemplo fundacional o caso máximo que los Evangelios cuentan, porque otros más antiguos, los de Jacob y David, Absalón, Adonías, los de Dalila y Judit y hasta el de Caín poco querido, tenían meta y aducían causa, y por eso sus traiciones eran menos puras y desinteresadas, más esperables y comprensibles, menos gratuitas y menos graves (las famosas treinta monedas no fueron nunca el motivo, sino tan sólo un revestimiento y un símbolo tangible en el que encarnar el acto, y representarlo). Pero nunca le había gustado a Juan Deza hablar mucho de aquel asunto, tal vez porque le dolía el mero recuerdo, tal vez por no tentarse a manifestaciones de encono, o quizá por no dar importancia —ni siquiera con su relato— a quien sólo le mereció desprecio desde el día de San Isidro de 1939, si es que no desde algo antes.

'Pero ¿tú nunca intuiste nada?', le había preguntado yo aprovechando alguna ocasión en que rememoraba otros episodios de aquellos tiempos.

'¿Antes de mi detención? Bueno, sí, claro, me habían llegado noticias de la campaña de difamación y denuncia que había iniciado. Noticias indirectas, procedentes de la zona nacional a la que él había pasado sin decirnos nada a nadie, nunca supimos con exactitud en qué momento ni cómo (salir de Madrid no era fácil, sin ayuda de fuera casi imposible); tardíamente desde luego, de hecho nos enteramos sólo entonces, de que se había pasado. No sé: previendo que la derrota estaba al caer, Supongo, y tomando ya sus posiciones. No es que no me diera cuenta de lo peligroso que resultaba eso, y de su posible alcance. Quien ha sido tu amigo durante muchos años habla con una autoridad que es venenosa si la emplea en tu contra. La gente piensa que tendrá buen conocimiento de causa, que sabe lo que se dice. Aunque en aquellos días convencer, francamente, no era requisito indispensable, como persuadir tampoco. Bastaba con un poco de énfasis y vehemencia, y ni siquiera era eso una exigencia.'

'Me refería a antes de eso, a antes de que tuvieras noticia de sus infundios. ¿Nunca sospechaste nada, no se te pasó por la cabeza que pudiera ir contra ti, que te había puesto la proa, que buscaba perderte?'

Mi padre se había quedado callado un instante, pero no como quien vacila y medita una respuesta para no darla inexacta, sino que era más bien la pausa de quien desea subrayar con ella una verdad, o una certeza.

'No. Jamás había imaginado algo así. Cuando lo supe, no di crédito al principio, pensé que tenía que ser un error o un malentendido, o una mentira de otros, cuya intención se me escapaba. Una insidia. Una cizaña. Luego, cuando la cosa me llegó por demasiados conductos y ya no pude hacer caso omiso y la tuve que creer, y resignarme a aceptarla, me resultó incomprensible, inexplicable.'

Esa era la palabra que empleaba siempre, 'incomprensible', quiero decir las contadas veces que me había atrevido a intentar que me hablara más de aquello.

'Pero a lo largo de tantos años de trato', había insistido yo, '¿no habías tenido nunca el menor indicio, ningún recelo, una advertencia interior, una punzada, un presentimiento, algo?'

'Nada', había contestado él, cada vez más lacónico y oscurecido, y entonces yo cambiaba de tema para no apagarlo. Supongo que lo amargaba recordar su ingenuidad o buena fe, no tanto haberlas tenido cuanto no haber podido conservarlas. O eso debía de creer él. La verdad es que las conservaba, y aun de más en mi opinión (algún otro sinsabor le trajeron, si bien no tan agrios y con la diferencia de que ya sólo a medias lo sorprendieron), yo he sido más cínico y descreído, creo, aunque tampoco lo suficiente, acaso, para tiempos tan desleales como son estos. Quizá he tenido los pies más en el suelo y he sido más pesimista, eso es todo, y también más enturbiado.

Mi madre había muerto cuando yo era demasiado joven para interrogarme sobre estas cuestiones reflexivamente, así que de verdadero adulto ya no pude preguntarle (esto es, con conciencia de serlo): tal vez ella, que tenía los pies más en la tierra, habría aventurado al menos alguna explicación posible: no había sido tan amiga como mi padre, pero había conocido al traidor desde luego. Se había movilizado para sacar a Juan Deza de la cárcel, pese a que entonces no eran todavía novios, sólo antiguos compañeros de Facultad inseparables. Se había movilizado mucho también durante la Guerra, por lo que yo sabía, para ayudar y paliar aquí y allá, dentro de sus posibilidades. Tiempo antes, en el 36, cuando la sublevación militar y la 'revolución' simultáneas del 18 de julio convirtieron los días y semanas siguientes en un absoluto caos aprovechado por ambos bandos (cada uno en los territorios bajo su dominio) para ajustar rápidas e irreversibles cuentas y matar a mansalva sin control alguno, le había tocado buscar, como la mayor de ocho hermanos en edades jóvenes e infantiles, al de diecisiete o dieciocho años que una noche no volvió a casa. Y en aquellos primeros meses tras el estallido, la idea que se venía a la mente de las familias cuando ocurría eso —antes que ninguna otra, el terror tan dominante— era que el ausente hubiera podido ser detenido arbitrariamente por milicianos de ronda, trasladado a una cheka y luego, al anochecer o a la noche y sin más procedimiento, ejecutado en cualquier carretera o camino de las afueras. Por las mañanas, los miembros de la
Cruz Roja
los recorrían para recoger los cadáveres de las cunetas y los arrabales, fotografiarlos, enterrarlos y, si ello era posible, identificarlos antes para archivar en una ficha el fin de su vida y su muerte. Lo mismo en ambas zonas, en siniestra simetría demente. En Madrid se encargaban los llamados Tribunales Populares a partir de cierto momento, pero aunque participaran magistrados en ellos (sujetos a los 'comisarios políticos' de los partidos, privados de independencia), los métodos expeditivos y sumarísimos se siguieron pareciendo en exceso a los que habían precedido a su instauración más bien ¡inútil para frenar o encauzar tanta saña.

Así que mi madre se había echado a la calle a patearse comisarías y chekas en busca del hermano menor perdido, con la contradictoria esperanza de no encontrar de él ni rastro: no en aquellos lugares fatídicos que sin embargo eran los que debían recorrerse primero siempre, tras las desapariciones. No tuvo suerte y sí dio con él, o más bien con su reciente foto de muerto, de joven muerto, de hermano muerto. Quién sabe por qué lo prendieron los que se lo llevaron a la cheka de la calle Fomento junto con una amiga que lo acompañaba y que corrió su mismo negro destino prematuro y raudo. Acaso porque él se hubiera puesto por la mañana una insensata corbata y no les vieran suficiente pinta revolucionaria (los famosos monos azules que —había leído en Thomas, había oído a mis padres, había visto en mil fotos— se convirtieron en el casi obligado uniforme civil de todo fiero armado madrileño), o porque no saludaron con el puño en alto, o porque una imprudente crucecita o medalla le colgara a ella del cuello, culpas así eran motivo para recibir un tiro en la sien o una descarga en el pecho en aquellos días de la suspicacia aguda como coartada para el asesinato superfluo, lo mismo que en el otro lado no alzar el brazo a la fascista o la nazi, u ofrecer un aspecto de deliberación proletaria, o haber sido lector de los periódicos republicanos, o tener fama de pasar de largo ante las innumerables iglesias peninsulares, las del suelo patrio.

Nunca creí que existiera esa burocrática foto a la que había oído aludir, de pequeño tamaño. Quiero decir que se conservara en ninguna parte, o que se guardara, o que la tuviera mi madre Elena a quien tocó encontrarla, que la hubiera pedido en la cheka a los comisarios políticos del 36 y se la hubieran dado, cuando la edad de ella sería de veintidós años, la mayor de ocho hermanos pero aún también muy joven. Y cuando la descubrí casualmente, mucho tiempo después de su muerte, envuelta en un extraño trocito de raso con dos anchas listas de color rojo flanqueando otra de negro, y el raso metido en una cajita metálica de almendras de Alcalá de Henares junto con alguna otra foto ya no envuelta del hermano aún vivo y el carnet de la Biblioteca del Decanato de la Facultad de Letras y papeles varios de los años treinta cuidadosamente plegados para que cupieran todos (entre ellos un ingenuo poema callejero a Madrid coronado por la bandera de la República con su color morado, cuánto riesgo había corrido mi madre por conservarlo durante el franquismo eterno), mi impulso inicial fue no mirarla, la foto, y no pararme en lo que ya había avistado como un fogonazo o una mancha de sangre y reconocido nada más desdoblar la tela, lo había reconocido al instante aunque nunca lo hubiera visto y por lejos de mi memoria que estuviera en aquel momento el tan remoto y mortal episodio. Mi impulso fue cubrirla de nuevo con el pedacito de raso, como quien guarece de cualquier ojo vivo el semblante de un cadáver, o como si hubiera tenido repentina conciencia de que uno no es responsable de lo que ve pero sí de lo que mira, de que lo segundo puede rehuirse siempre —puede elegirse— tras la visión inevitable primera, la que es traicionera, involuntaria, fugaz, la llegada por sorpresa, uno puede cerrar los ojos o tapárselos con la mano en el acto, o volver la cara, o elige pasar velozmente una página sin detenerse en ella ('Pásala, pásala, que yo no quiero tu horror ni tu sufrimiento. Pásala, y entonces sálvate').

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