Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza (36 page)

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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga

BOOK: Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza
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Era eso lo que yo hacía por una paga, en el edificio sin nombre. Sin cesar llevaba a cabo asociaciones, más que interpretaciones o desciframientos o análisis, o éstos sólo venían luego, como débil consecuencia. Sin utilizar tal vez la palabra, Wheeler me lo había anunciado aquel domingo de Oxford, en su jardín o durante el almuerzo: No hay ni jamás hubo dos personas iguales, sabemos eso; pero tampoco hay nadie que no esté emparentado en algún aspecto con alguien que atravesó ya el mundo, que no tenga con algún otro lo que Wheeler llamó afinidades. Nadie hay sin ningún vínculo ni lo hubo nunca, sin un nexo de destino o carácter que son el mismo concepto (parafraseó Wheeler abiertamente), salvo quizá los primeros hombres, si es que los hubo en verdad anteriores a otros y no fue que surgieron muchos en muchos sitios, simultáneamente. Uno ve a dos personas totalmente distintas y además las ve separadas por siglos de su propia vida, hasta el punto de tener a la primera olvidada desde hacía esos siglos cuando la segunda se le aparece, como guardaba yo anestesiada la imagen de aquella pareja de espanto discernida por Alan Marriott. Son personas distintas en edad, en sexo, en educación, en creencias, en mentalidad, en temperamento, en afectos; pueden hablar diferentes lenguas, provenir de países entre sí muy distantes, tener biografías opuestas y no compartir una sola experiencia, ni una hora paralela de sus respectivos y desproporcionados pasados, ni una sola equiparable. Uno conoce a una joven muy joven, con su ambición tan intacta que aún no puede ni saberse si la tiene o carece de ella, recuerdo yo al escuchar a Wheeler. Su timidez la hace hermética, tanto que no está uno seguro de que esa misma timidez no sea fingimiento sólo, una máscara huraña. Es la hija de un matrimonio español amigo al que va a visitarse, los padres la obligan a saludar, a estar presente un rato al menos, a cenar con el invitado y con ellos. La joven no quiere ser conocida ni tan siquiera vista, está allí a disgusto, simulando indiferencia y desinterés por el mundo, esperando a que sea el mundo, al que siente en deuda, quien se interese por ella y la corteje y la busque y aun le ofrezca desagravio, pero experimentando un fastidio enorme si el amigo de sus padres (que para ella no es parte del mundo: por asimilación lo ha excluido) le muestra una curiosidad insistente, la observa por simpatía, por halagarla la sonsaca. Es una esfinge vagamente ofendida, o quizá es temerosa, o vulnerable e interrogativa, o engañosa, una impostora. Imposible adivinarla, desea que le hagan caso y a la vez lo ve como intromisión, no soporta ese caso si viene de quien no cuenta, de aquel a quien no toca hacérselo, según su percepción y criterio. No es, no puede ser antipática o no llega a tanto, no lo es nunca del todo quien se ruboriza en su linda cara, pero no hay forma de imaginar qué se esconde tras el yelmo de su juventud extrema, como si llevara la celada baja y asomaran de sus ojos nada más que unas pestañas. Lo inmaduro y lo no acabado, eso es lo más insondable, como los cuatro trazos de un, dibujo incompleto y abandonado muy pronto, que ni siquiera permiten cábalas sobre la figura a que aspiraban, o iban encaminados. Y sin embargo acaba por aparecer algo, casi siempre, dice Wheeler. Rara es la persona ante la que uno se queda en tinieblas definitivamente, rara es la vez en que alguna figura no surge al cabo del tiempo de nuestra persistencia, aunque sea borrosa o muy tenue, a menudo muy distinta de la que podía esperarse, con frecuencia remota, deslindada o impropia de esos trazos primeros, incongruente muchas veces. Se va acostumbrando uno a la oscuridad de cada rostro o persona o pasado o historia o vida, empieza a distinguir tras escrutar sin rendición las sombras, la penumbra se abre paso y entonces ya capta uno algo, ya discierne: remite el desaliento entonces o bien nos invade y envuelve, según ansiáramos ver o no ver nada, según en quién descubramos qué rasgos o afinidades, o son tan sólo huellas y reminiscencias nuestras. Quien está dispuesto a ver, al final ve casi siempre, no digamos quien está empeñado, o quien hace su profesión de ello, como tú y como yo, tú crees no haber empezado pero has empezado hace mucho, te falta ser retribuido y ahora lo serás, muy pronto; pero es así como ya vives. Somos tan pocos los que tenemos valor y paciencia para seguir mirando que nos pagan bien por eso ('Vamos, corre, date prisa, sigue pensando y sigue mirando más allá de lo necesario, también cuando sientas que ya no hay más, nada más que pensar, todo pensado, ni que mirar, todo mirado'), para ahondar en lo que se aparece liso y opaco y negro como un campo de sable heráldico, una tiniebla compacta. Pero uno percibe de pronto un gesto, una entonación, un destello, un titubeo, una risa, un tic, un ojo oblicuo, puede ser cualquier cosa y además muy nimia. Algo oye o ve, lo que sea, ve eso en la joven hija del matrimonio amigo, algo que reconoce y asocia, que oyó o vio antes en alguien, pienso mientras Wheeler se explica. Ve en la chica la misma expresión envanecida y cruel, acomplejada, idéntica, que vio tantas veces en un hombre mayor, casi viejo, un editor de revistas con el que trabajó demasiado tiempo, una sola jornada ya habría sido con él más de la cuenta. Nada tienen que ver en principio, nadie los habría relacionado, un desatino. No hay parecido, ni desde luego parentesco. Aquel hombre tenía el pelo canoso y como cardado, el de la joven es una deslumbrante melena castaño intenso; a él se le iba cayendo la carne, la cara se le desplomaba visiblemente un poco más cada día, la de ella es tan exultante y firme que a su lado los padres parecen planos (y uno mismo, supone, pero uno no se contempla), como si sólo tuviera ella en la habitación volumen, o sólo ella estuviera en relieve; los ojos de él eran chicos y desleales, ávidos y dañinos pese a las sonrisas que frecuentaban sus dientes separados y cómo sin limar o pulir (o con el esmalte ido, su efecto era de sierras sucias minúsculas), con la esperanza de hacer cordial el conjunto (y engañaba a muchos, durante un tiempo hasta a mí mismo, o fue más bien que aparté la vista de lo que veía, es eso lo que hace el mundo constantemente, y uno no puede desgajarse del mundo siempre), y los ojos de ella son grandes y huidizos y graves y parecen no codiciar nada, sus labios no conceden sonrisas a quienes no las merecen desde su tacaño punto de vista, y no le importa mostrarse hosca (aún no le interesa engatusar a nadie), y su dentadura entrevista es una bendición radiante. No, nada tienen que ver, aquel trapacero dueño y editor de revistas, aquel hombre mayor jactancioso y jamás conmiserativo, tan inseguro de sus consecuciones y tan conocedor de sus hurtos monetarios e intelectuales que necesitaba aplastar si podía a aquellos de quienes sisaba; no, nada los une, a él y a esta chica para la que uno diría que el telón ni se ha alzado, que aún es entera potencialidad y enigma, un lienzo ya aderezado sobre el que sólo han caído unas pinceladas de prueba, unas pruebas de colores. Y sin embargo. Al cabo del rato, quizá a los postres, al cabo del tiempo de nuestra persistencia, uno ve con nitidez y amargura desinteresada ese fogonazo, ese gesto o misma mirada del hombre al que no se parece y al que no conoce (luego toda mimesis descartada). No es, no puede ser una superposición de rostros, tan distintos, tan opuestos, eso sería una aberración visual, un dislate del ojo. No, es una asociación, un reconocimiento, una afinidad captada. (Una pareja espantosa.) Es el mismo gesto de irritación o la misma expresión de exigencia, motivados sin duda por diferentes causas o tras trayectorias tan divergentes que la de él ya es declinante y la de ella apenas arranca. O quizá en ambos casos no hay causa y las trayectorias poco cuentan, no son expresión ni gesto que vengan del revés o la suerte, ni que traigan los acontecimientos. Estaban en el empresario ya asentados, moradores perpetuos de su enrojecida tez alcohólica salpicada de venillas rotas, mientras que son en la joven una momentánea tentación tan sólo, una bruma si se quiere, algo tal vez reversible y hoy por hoy sin importancia. Y sin embargo uno ya sabe, tras haber notado ese vínculo. Sabe cómo es ella en un aspecto, y que en ese tan crucial no habrá enmienda: mal lo tendrán quienes la contraríen, pero no mejor quienes la complazcan ('Hay personas que simplemente resultan ser imposibles, y lo único sabio es apartarse de ellas y mantenerlas lejos, y no existir para ellas'). Ese gesto, esa expresión indican algo advertido desde el primer momento y que ha sido mencionado antes, sólo que sin relacionarlo aún con aquel ladronzuelo viejo de la soberbia inmensa, sin haberme percatado de que la joven compartía con él ese rasgo, o lo reproduce (se lo calca sin conocerlo, idéntico). Ambos sienten, quizá juzgan, que el mundo vive en deuda con ellos; cuanto les llega de bueno les es tan sólo debido, qué menos; desconocen el contento y la gratitud por tanto; jamás tienen en cuenta los favores que se les dispensan ni la clemencia con que son tratados; ven aquéllos como pleitesía, ésta como debilidad y miedo de quien tuvo la vara en la mano y se abstuvo de apalearlos. Son gente intratable, que jamás aprende ni escarmienta. Se sienten acreedores del mundo siempre, aunque lleven la vida entera agraviándolo y despojándolo, a través de incontables vástagos suyos que se les han puesto a tiro. Y si por edad la chica no había podido abatir aún a muchos, no me cupo duda de que se resarciría pronto del tiempo intolerable de espera a que el perezoso crecimiento físico somete a los caracteres resueltos con celeridad y gran adelanto. Es entonces, al reconocer esa expresión envanecida y cruel, acomplejada —presagio de cólera siempre—, es al ver ese nexo nefasto cuando uno deja de mostrar curiosidad hacia la joven, de observarla por simpatía, de halagarla con sus cautivadoras preguntas de adulto. Y ella, que soportaba mal eso y desdeñaba las atenciones por venir de quien venían —un amigo de los padres, tan pesado, alguien antiguo—, soporta todavía menos la suspensión de sus deferencias. Por eso se termina ya el postre a toda prisa, se levanta de la mesa, se marcha sin despedirse. Ha padecido, ha acumulado, ha coleccionado otra ofensa.

Otras veces es lo contrario, por suerte: lo que uno ve, o identifica, asocia, es algo tan añorado y querido que al instante se tranquiliza, me cuenta Wheeler. Oye un timbre de voz y una dicción familiares en la mujer con quien habla, acaban de presentársela. Escucha su risa fácil con un agrado nostálgico, o es más, una emoción lejana. Recuerda, escucha, recuérdala: oh sí, cómo no, ya lo creo, conozco esa predisposición a la fiesta, la jovialidad que contagia, la pronta disipación de las nieblas, la llamada a la diversión, el espíritu que se aburre de la tristeza propia y hace cuanto está en su mano por aligerar y abreviar las dosis que la vida le impone como a cualquier otro, a ella también, no es que se libre. Pero tampoco se ofrece ni se doblega inerme, y en cuanto ve que sobrevive a esa carga, se endereza un poco y trata de sacudírsela, lo más lejos posible de su frágil espalda. No para suprimir la pena, como si no la hubiera, no es que se desentienda o se zafe, no es que olvide irresponsablemente; pero sabe que esa tristeza sólo podrá vigilarla si la mantiene en perspectiva, a distancia, y así quizá también entenderla. Y en esa mujer de edad mediana uno percibe la afinidad inconfundible con una joven que lo fue para siempre, con su propia esposa —Valerie, Val, casi no le queda más que el recuerdo del nombre, pero ahora vuelven a aparecérsele vestigios vivos o animados de ella, en otra voz y en otro rostro—, que murió temprano y no pudo ni soñar siquiera en alcanzar esos años, ni desde luego alumbrar a un hijo ni fantasear con él posiblemente, demasiado joven su muerte para imaginarse madre, casi sin tiempo para imaginarse casada con Peter Wheeler, o con Peter Rylands, para imaginarse casada además de estarlo. Tenía la mirada ensoñada y diáfana, y muy alegres los labios, irónicos afectuosamente. Bromeaba mucho, no dejó atrás los usos de sus juveniles años, nunca estuvo en condición de hacerlo. Una vez me dijo por qué me quería, con esos labios: 'Porque me gusta verte leer el periódico mientras desayuno, más que nada por eso. Veo en tu cara cómo ha amanecido el mundo y cómo amaneces tú cada mañana, que eres en mi vida el representante principal del mundo. El más visible con diferencia'. Esas palabras regresan inesperadamente, al oír el timbre y la dicción idénticos, y al ver la sonrisa tan comparable. Y entonces uno sabe en seguida que de esta mujer madura que acaban de presentarle bien puede fiarse, absolutamente. Sabe que no le hará mal, o al menos no sin avisarle.

'Fue muy útil esta capacidad o don durante la Guerra, es algo inapreciable en tiempo de guerra, por eso se organizó y canalizó en la época, y se rastreó a conciencia, pronto se comprobó que había pocos que lo tuvieran, ese don, esa facultad, y aún menos quizá por entonces, la guerra deforma la visión hasta extremos inconcebibles, la mitad de la gente ve fantasmas y brujas por todas partes y en la otra mitad se agudiza la habitual tendencia a no ver nada, y también a procurar no verlo. Pero fue la Guerra la que nos trajo, sólo se nos ocurren las cosa cuando nos son necesarias, hasta las más simples', había murmurado Wheeler en el jardín, mientras paseábamos con lentitud junto al río, a la espera del almuerzo. 'La lástima fue que no surgiera la idea unos pocos meses antes, quién sabe si Val, si mi mujer, si Valerie, no habría muerto en ese caso. Pero por desgracia ya había muerto cuando la idea le vino no sé si a Menzies o a Ve-Ve Vivian, o si a Cowgill o a Hollis o incluso a Philby (a Jack Curry no creo, a él lo descarto), todos querían ser los más inventivos, siempre se ha presumido de eso en el MI5 y en el MI6, se miraban de reojo, acababan espiándose también unos a otros, seguirá sucediendo, eso es seguro. Lo más probable es que se le ocurriera al mismísimo Churchill, era el más listo y el más atrevido, el que menos temía el ridículo. Tanto da. Esas cosas, esas paternidades no hay quien las sepa, y a nadie le importan más que a los candidatos a haber alumbrado el desvío de la muerte polvorienta en ayeres nuestros ya lejanos', varió Wheeler con humor amargo la cita célebre de Shakespeare, 'cada uno cuenta su historia y a ninguno se le da crédito ni se le hace maldito caso. Como quiera que fuese, todo partió de la campaña contra la
careless talk,
¿has oído hablar de eso?' Me sonaba la expresión, 'charla despreocupada' literalmente, o 'negligente', o 'descuidada', o 'conversación imprudente', difícil una traducción satisfactoria y exacta, lo relacioné con lo que en español conocemos como 'hablar a la ligera', aunque no sea tampoco eso, ni 'cotilleo' ni 'chismorreo' ni 'habladurías'. Negué con la cabeza: no sabía, en todo caso, de ninguna campaña contra lo así llamado. Por entonces también ignoraba qué nombres eran esos que Wheeler había manejado con tanta soltura, a excepción de Churchill, claro está, y del famoso agente doble Kim Philby (aquel otro inglés forastero o postizo, nacido en la India e hijo de un explorador y orientalista a su vez nativo de Ceilán y convertido al Islam a los cuarenta y tantos años), que además había estado en España durante nuestra Guerra como corresponsal del
Times
junto al bando insurrecto, pero según parece con la encomienda (soviética, no británica) de aprovecharse de su cercanía para asesinar a Franco (la incumplió, desde luego, hasta en el grado de intento: debieron castigarlo por eso). Sólo más adelante supe que todos habían sido funcionarios o espías con responsabilidades muy altas, como también tardé en saber, por ejemplo (no voy a presumir de conocimientos infusos), que aquel primer apellido dicho por Wheeler, Menzies, era ese y que así se escribía, porque él lo pronunció extrañamente como 'Mingiss'. '¿No? Hmm', prosiguió Wheeler a la vez que abría su carpeta y rebuscaba un poco en ella. 'Se llevó a cabo durante la Guerra, se empapeló el país entero con carteles, avisos, ejemplos ilustrativos, anuncios en radio y prensa, con las viñetas de Eric Fraser y de muchos otros, Eric Kennington, Wilkinson, Beggarstaff (aquí tengo algunas, verás), cuando todos nos sugestionamos y nos convencimos de que Inglaterra, y Escocia y Gales, estaban plagadas de espías nazis, muchos de ellos tan británicos como el que más de nacimiento y educación y aficiones, gente comprada o fanática y hechizada, gente traidora, gente enferma e infectada. Se desconfiaba de cualquiera, sobre todo una vez que se inició la campaña, con desiguales resultados prácticos (combatía algo invencible) pero considerable eficacia anímica o psíquica: se recelaba del vecino, del pariente, del profesor, del colega, del tendero, del médico, de la mujer, del marido, muchos aprovecharon las sospechas tan fáciles, tan extendidas, tan comprensibles en aquel clima, para perder de vista al aborrecido cónyuge. Aunque no pudiera demostrarse que uno estaba conviviendo con un agente alemán encubierto o infiltrado, la sola e insuperable duda parecía suficiente obstáculo para hacer imposible la permanencia al lado del supuesto monstruo detectado, o lo que es lo mismo, suficiente motivo para divorciarse. ¿Cómo podía compartirse almohada, noche tras noche, con alguien de quien se desconfiaba tan gravísimamente, con alguien tan temible que no vacilaría en matarnos si se sentía descubierto o amenazado? Esa era la idea del espía enemigo, fuera joven o viejo, mujer u hombre, británico o extranjero, la de individuos despiadados, sin escrúpulo ni límite algunos, siempre dispuestos a infligir el mayor daño posible indirecto o directo, en la retaguardia o en el frente, en la moral colectiva o en los materiales bélicos, a la población civil o a las tropas, lo mismo daba. No era errónea la idea, por cierto. La gente exageraba sus miedos con vistas a no creérselos en el fondo, a concluir a la postre que nada podía ser tan maligno como se lo imaginaba, es algo que hacemos todos, pensar lo peor a propósito pero sin aparente conciencia, de forma paranoica, descabellada, figurarnos lo más truculento para así acabar descartándolo en nuestro fuero interno: al término del proceso, de ese atroz viaje mental, llamémoslo, nos decimos invariablemente: bah, no será tanto. Lo gracioso o lo tétrico es que la verdad sí suele serlo: será tanto o todavía más. Según mi experiencia, según mis conocimientos, la realidad coincide a menudo con lo más cruel de lo presentido y aun lo deja corto en ocasiones, es decir, coincide precisamente con lo que fue rechazado en el apogeo o culminación del miedo, con lo que al final fue tomado por pesadillas excesivas, locas, de la aprensión y la fantasía. Claro que los numerosos agentes nazis en suelo británico mataban a quien hiciera falta o les supusiera el más mínimo riesgo, lo mismo que los nuestros en el continente ocupado, los del SOE principalmente, pero no sólo ellos. En tiempo de paz es del todo imposible hacerse a la idea o entender qué es una guerra, de hecho ésta es inconcebible, y ni siquiera son recordables las ya vividas, las que ya se dieron y además aquí mismo, en las que uno incluso tomó o tuvo parte; del mismo modo que en el tiempo de guerra es la paz lo que no resulta recordable, ni concebible. La gente no es consciente de hasta qué punto lo uno niega lo otro, lo suprime, lo repele, lo excluye de nuestra memoria y lo ahuyenta de nuestra imaginación y nuestro pensamiento (como el dolor y el placer cuando no están presentes), o a lo sumo lo convierte en ficticio, uno tiene la sensación de que nunca ha conocido ni experimentado de veras lo que en cada tiempo está ausente; y eso ausente, si lo hubo antes, no funciona igual, no se asemeja al pasado, o al resto de lo que ya es pretérito, sino a las novelas y a las películas. Se nos vuelve irreal, es un invento. Y en lo que respecta a la guerra, nos parece increíble tantísimo desperdicio.' Estuve tentado de preguntarle a Wheeler si él también había matado, en el MI6 (saco de carne, mancha de sangre), quizá en el Caribe, o en el África Occidental, o en el Sudeste Asiático; o en España antes. Pero no dio tiempo a que la tentación cuajara, porque apenas si hizo pausa antes de añadir: 'Nos cuesta indeciblemente darle crédito luego, en cuanto la guerra se acaba; nada más encontrarnos con la derrota o con la victoria, sobre todo con una victoria. Son como compartimentos estancos, el estado de paz, el estado de guerra. Cuánto desperdicio'. Y en seguida regresó a lo previo: 'Mira esto, ¿nunca lo habías visto reproducido?' Wheeler sacó de su carpeta un recorte de periódico amarillento con una viñeta en la que lo primero que saltaba a la vista era una gran cruz gamada en el centro, peluda como una araña, y la tela que ésta había tejido, la cual envolvía o más bien atrapaba unas cuantas escenas. 'Información al enemigo', rezaban las letras grandes, un título presumiblemente, a juzgar por las pequeñas al pie, que más o menos decían: 'Esta obra de G R Rainier, que ilustra cómo las charlas imprudentes' (dejemos
'careless talk'
aquí en eso), 'por muy inocentes que puedan parecer en el momento, podrían ver juntadas y encajadas sus piezas por el enemigo y así traicionar secretos vitales, se emitirá de nuevo esta noche a las diez en punto'.

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