Eso es lo que Luisa quiere, que cada uno tenga su casa, y quizá por eso no ha llegado a decirme lo que yo deseaba oírle o leerle durante mi tiempo solitario de Londres, y aturdidor más tarde: 'Ven, ven, estaba tan equivocada antes. Ocupa de nuevo este lugar a mi lado, aquí tienes tu almohada que ya está sin huella, no había sabido verte. Ven. Ven conmigo. Aquí no hay nadie, regresa, ya se fue mi fantasma, puedes ocupar su sitio y ahuyentar su carne. Se ha convertido en nada y su tiempo no avanza. Lo que fue ya no ha sido. Así que entonces, supongo, quédate aquí para siempre'. No, eso no me lo ha dicho ni nada que se le parezca, pero sí en cambio otras cosas, a veces desconcertantes: en los momentos mejores o más encendidos o alegres, cuando viene a verme a mi casa como debió de ir a la de Custardoy durante muchos meses, me dice: 'Prométeme que seguiremos siempre así, como estamos, que nunca más viviremos juntos'. Quizá tenga razón, quizá sea la única forma de que permanezcamos atentos: no darnos por descontados, ni siquiera por presentes. No se me ha olvidado lo que Custardoy me dijo, ni una sola palabra, cualquier dato que registra la mente se queda en ella hasta que lo alcanza el olvido y el olvido siempre es tuerto; no se me han olvidado sus insinuaciones, o de hecho fueron más que eso ('Cada sexualidad es cada sexualidad', me soltó con chulería antigua, arrastrando cada frase como una caja de música, 'con unas personas sale entera y con otras no. ¿Contigo no pasó? Vale, qué quieres que te diga, chaval, no lo sabía'), y en alguna ocasión me he sentido tentado de hacerle a Luisa un poquito de daño, de probar como quien no quiere la cosa, distraída o accidentalmente, por ver cómo reacciona, si por ventura lo acepta aguantando la respiración y sin protesta, por saber cómo responde. Pero me he refrenado siempre y así continuaré, estoy seguro, porque eso equivaldría a darle a Custardoy algún crédito y a exponerme a un nuevo veneno, con el de Tupra ya tuve bastante, o era más bien el de Reresby, aquella noche. Y también supondría un peligro, aunque remoto: el de ponerme a mí mismo en el lugar del hombre más temido, el del sujeto torcido de mis figuraciones que acaso una noche de lluvia y encierro cierre sus manos grandes sobre el cuello de Luisa —son sus dedos como teclas— mientras los niños —mis niños— miran desde una esquina aplastándose contra la pared como si quisieran que cediera ésta y desapareciera, y con ella la mala visión, y el impedido llanto que ansia brotar pero no alcanza, el mal sueño, y el ruido prolongado y raro que su madre hace al morirse. ('Uno no lo desea, pero prefiere siempre que muera el que está a su lado', había dicho Reresby aquella noche. '... Y también la amada, también la amada, antes que uno mismo.') No, no debe uno deslizarse, acercarse, no debe bordear el tiempo, las tentaciones ni las circunstancias que por fin puedan conducir a su cumplimiento a ninguna probabilidad llevada en el interior de las venas, las nuestras, y la de matar yo la llevo, lo sé ahora, lo sabía ya antes y lo sé más ahora. Mejor es rehuirlo todo y mantenerse a distancia, más vale evitarlo, y no rozarlo ni en sueños. ('Sigue, sigue soñando, con muerte y hechos sangrientos'), para que ni siquiera en ellos puedan decirnos: 'Tu mujer, esa desdichada Luisa, tu mujer, Jacques o Jacobo o Jack, Iago o Jaime, que nunca durmió una hora tranquila contigo porque los nombres no te cambian... Caiga yo ahora como plomo sobre tu alma, y siente la punzada del alfiler en tu pecho: desespera y muere'. Pero no, esto no ha de ocurrir, esto no ocurre. Más vale alejarse.
Un día me acerqué por su zona, por la de Custardoy, normalmente procuro evitarla en la medida de lo posible, que no es mucha, en pleno centro. No por nada, es sólo que los lugares quedan marcados por lo que uno hizo en ellos, más incluso que por lo que le hicieron a uno, y entonces se produce algo levemente parecido —una mera sombra, un remedo, una ridiculez, incomparable— a la inquina a los sitios, al odio espacial, el que sintieron los nazis por la aldea de Lidice que redujeron a escombros y nivelaron y borraron del mapa y por tantas otras poblaciones del continente, y quizá Valerie Harwood por Milton Bryant y Woburn y Peter Wheeler por Plantation Road, esa bonita y frondosa calle de Oxford, y yo mismo por el edificio sin nombre cercano a Vauxhall Cross y a la indiscreta sede del Secret Intelligence Service con su algo de faro o de zigurat sobre el Támesis, por donde nunca me aventuro en principio cuando alguna vez viajo a Londres, cuando vuelvo con Luisa o sin ella, allí he dejado dinero en algunas cuentas, de España nunca se sabe si habrá uno de salir corriendo. Pero sí había algo de odio espacial hacia Bailén y Mayor por mi parte, era inconsciente, en realidad me gusta la zona, pese a que los diferentes alcaldes palurdos de la ciudad la han destrozado a conciencia, lo más que han podido. Pasaba yo por delante del Palacio Real, al que a veces voy a ver exposiciones y que ya no puede divisarse desde ningún punto de Madrid más que si se planta uno allí mismo, una de las vistas que esos alcaldes idióticos y sus urbanistas y arquitectos venales han hurtado sin consideración a los madrileños y a los visitantes, y además idióticamente. Venía de unos recados más allá de la Plaza de España cuando me crucé con dos mujeres policía montadas en sendos caballos, patrullan por allí desde que hundieron el tráfico en esta capital de los túneles, un caballo blanco y otro negro, y la verdad es que pasé tan cerca del blanco que casi me rocé con él y sentí su aliento, uno se da cuenta de su altura enorme cuando los tiene al lado. No había dado cinco pasos más tras el cruce cuando noté a mi espalda su agitación, o su solivianto: el perro de una transeúnte se había puesto a ladrarles y a acosarlos, y el caballo blanco se asustó y encabritó y estuvo a punto de desbocarse, trató de echar a correr a lo largo de unos metros, mientras el perro —tis tis tis, pasos ingrávidos, era un pointer como el de Pérez Nuix, sólo que con la cabeza marrón y con pintas— se excitaba aún más por las carreras frenadas con resbalones y el ruido semiveloz de los cascos y arreciaba en sus ladridos. La mujer policía sujetó a su animal en seguida, no sin algo de alarma y esfuerzo: tuvo que hacerle dar varias vueltas en círculo para obligarlo a renunciar al galope y conseguir aplacarlo, y la dueña del perro alejó a éste a tirones y puso fin a sus correrías —el tis tis tis mucho más triste—, a la vez que le imponía silencio. El otro caballo, el negro, no se alteró lo más mínimo, ni por las bravatas del pointer ni por la espantada de su compañero, era menos delicado. El ruido de los cascos se hizo pronto más lento, y cuando amainó el momentáneo alboroto, la mujer policía y su caballo se quedaron un rato quietos, recortados contra la real fachada, mientras ella le acariciaba el cuello y acababa de calmarlo, ante la mirada de una pareja de centinelas, vestidos de decimonónicos, que no vanaron su posición hierática junto a sus garitas, a la puerta del Palacio. No estábamos lejos del monumento al Capitán Melgar, con su legionario desproporcionadamente pequeño, una especie de Beau Geste enano, encaramándosele a las barbas, o más bien a los bigotes.
Entonces vi que entre las personas que se habían parado a mirar el minúsculo incidente (yo una de ellas), había surgido uno de esos espontáneos que siempre surgen en cualquier vicisitud o altercado, en busca de protagonismo. Es como si con su actitud dijeran: 'Esto lo arreglo yo en un instante', o Voy a hacer entrar en razón a estos energúmenos y a lograr que la paz impere, para pasmo de los viandantes'. Su intervención no hacía falta, la jinete se bastaba para apaciguar a su montura, pero aquel hombre ya se había acercado a ellas, en tres zancadas, y, como si fuera un experto en doma o algo por el estilo, le daba unas palmaditas al animal en el cuello, y también le acariciaba el morro, y le susurraba palabras misteriosas o triviales. Lo primero que me alertó fue aquel guante, destacaba el guante negro de cuero sobre el pelaje blanco del caballo, era un día de primavera nublado pero nada frío, cubrirse las manos parecía excéntrico, y aún más cubrirse una sola, porque al extender la otra y colocarla sobre el lomo, vi que esa iba desnuda, la derecha, y me dio tiempo a pensar: 'Mucho manco... Quizá nunca se le curó bien la izquierda y lleva el guante por eso, para ocultar una deformidad o cicatrices, qué sé yo, quizá ya nunca la enseñe'. Entonces se volvió hacia mí, a la vez que yo pensaba esto, fue simultáneo —no hacia nadie más sino hacia mí, como si me hubiera visto ya antes del incidente de las bestias y supiera dónde estaba, o acaso me hubiera venido siguiendo—, y me miró con sus ojos inconfundibles, obscenos y broncos y fríos, muy negros y enormes y algo separados sin apenas pestañas, y esa carencia y esa separación hacen insoportable su mirada obscena sobre las mujeres a las que conquista o compra y sobre los hombres con que rivaliza, y conmigo no sólo rivalizaba, sino que además me odiaba con la misma intensidad, intacta, que cuando nos perdimos de vista aquella única vez que yo había estado en su casa, con una vieja Llama y un atizador en la mano y con guantes como los de Reresby en el lavabo de los minusválidos y como ahora aquel suyo desparejado. Pero en realidad no era el mismo odio, no era idéntico: allí, ante el Palacio Real, ya no era añoso ni impotente ni sin consecuencias ni frustrado, ni estaba teñido de temor o de susto, ni era como el de los niños aprisionados en sus cuerpos de niño ni como el de un adolescente rabioso que contempla el rápido transcurrir del mundo que no se digna incorporarlo ni como el de un preso por quien nadie se para ni se refrena ni espera; y su mirada ya no estaba enturbiada sino que era inequívoca /nítida.
Había tardado unos segundos en reconocerlo porque Custardoy ya no llevaba sombrero ni coleta ni tan siquiera bigote, o de esto sólo una sombra, como si estuviera empezando a dejárselo de nuevo tras una temporada afeitado. Acariciaba al caballo con su mano izquierda enguantada y murmuraba frases cortas, pero ya no supe si se las dirigía al animal o a la mujer policía —que lo dejaba hacer con complacencia, acaso estaba ya conquistada, con sus botas altas como las de una lejana gitana inglesa, oxoniense— o bien a mí, a sabiendas de que para mí eran inaudibles. Y al ver la manera en que me miraba, con odio pero también con algo más, con desplante, con amenaza aplazada y sin prisa, dispuesta a linger y delay cuanto se le antojara o le hiciera falta, mi expresión cambió a buen seguro y pensé: 'Maldita sea. No lo saqué fuera del cuadro, no del todo, no me aseguré de ello. Este hombre tal vez se atreva a venir por mí algún día o por los dos, por mí y por Luisa, o por los cuatro, quién sabe si también por los niños. Yo lo humillé, yo le hice daño, y le quité a quien amaba. Tenía que haberlo sacado, o borrado para siempre del cuadro, como si fuera una mancha de sangre'. Y de pronto se me cruzó como un relámpago una imagen —como un relámpago por breve, no por fulgurante, era aterradora y nauseabunda y sórdida; o fue como un rayo sin trueno que despedaza callando— que había visto en los vídeos de Tupra, con un caballo obligado, una mujer indefensa, y no pude por menos de asociar a Custardoy con los hombres bien trajeados que miraban el espectáculo bajo los toldos blancos, rojos, verdes, con bigotes poblados y sombreros texanos la mayoría de ellos, aunque ahora Custardoy ya no llevara sombrero ni bigote apenas, pero yo se los había visto, y las huellas de su maltrato. Es lo malo de los venenos inoculados, así entren por los ojos o por los oídos, no hay manera de extirparlos, ahí se instalan y no hay remedio y reaparecen mezclándose con cualquier cosa o persona y contaminando, y diciendo en cada ocasión, repitiendo, insistiendo: 'Pese esto sobre tu alma'.
Yo también me quedé mirándolo unos segundos, antes de dar media vuelta y seguir mi camino. No sé si a mi vez con odio, pero puede ser, es muy posible, sobre todo cuando lo vi hacer algo que me inquietó y no me gustó nada: con la mano derecha, con la mano desnuda y sana, con la que pintaba, se sacó del bolsillo del pantalón un reloj de cadena y miró en él la hora con extraño detenimiento. Inicialmente pensé que se trataría de una originalidad más, una nueva; ya que había renunciado a la coleta, de alguna forma tenía que subrayar que era un artístico, como lo había llamado mi hermana cuando yo aún no lo había visto; y llevar un reloj de ese tipo en el siglo XXI estaba en consonancia con eso, seguramente, desde su estúpido punto de vista de bohemio arcaico. Pero acto seguido se me ocurrió otra posibilidad: 'Tal vez no lleva reloj de pulsera por lo mismo que lleva un guante', pensé, 'que tendría que levantarse cada vez que fuera a mirarlo. Tal vez sí le dejé la mano irrecuperable, deshecha, aunque del chirlo en la mejilla, en cambio, no veo ni rastro. Sea como sea no me gusta esa imagen, con su reloj anticuado en la mano, mirándolo, porque acaso esté contando mi tiempo'. No quise verla más, y cuando ya me había alejado unos pasos volvía pensar, quizá para conjurarla o fue más bien para animarme: Tero ahora sé que también yo soy capaz de contar el suyo, en mi humor airado; ya se lo conté una vez y paré la cuenta, él lo sabe, tuvo suerte, porque estuve a punto de terminarla. Eso lo disuadirá de venir. Y si aun así un día se acerca, veremos quién se tiene que desprender antes del nombre'.
Se puede vivir con una amenaza aplazada, porque siempre puede no cumplirse, con ello hay que contar en principio. A veces vemos lo que se avecina y aun así no hacemos caso, y quizá no sea sólo por lo que me dijo Wheeler, porque detestemos la certidumbre, porque nadie ose ya decirse o reconocerse que ve lo que ve, lo que a menudo está ahí, quizá callado o quizá muy lacónico, pero manifiesto; porque nadie quiera saber, y a saber de antemano, bueno, a eso se le tenga horror, horror biográfico y horror moral; porque todos prefiramos ser completos necios en sentido estricto, en el sentido latino del término que todavía recogen nuestros diccionarios: 'Ignorante y que no sabe lo que podía o debía saber', es decir, el que ignora a conciencia y con voluntad de ignorar, el que rehuye enterarse y abomina de aprender. 'El satisfecho insipiente', como dijo Wheeler con su pedantería que echo en falta. No, quizá sea también porque tememos malgastar la vida con nuestras precauciones y sospechas y nuestras visiones y alertas, y porque no se nos oculta que de todo habrá siempre un final sabido, y entonces, en el adiós, cuando seamos pasado o nuestro final avance ligero y llame ya a la puerta con insistencia, nos parecerá todo baldío e ingenuo: para qué hizo esto, dirán de ti, para qué tanta zozobra y la aceleración de su pulso, para qué aquel movimiento, y aquel vuelco; y de mí dirán: por qué habló o calló y guardó tantas ausencias, para qué aquel vértigo, tantas las dudas y tal tormento, para qué dio aquellos y tantos pasos. Y de los dos dirán: por qué se enfrentaron y para qué tanto esfuerzo, para qué guerrearon en lugar de mirar y de quedarse quietos, por qué no supieron verse o seguirse viendo, y a qué tanto sueño y aquel rasguño, mi dolor, mi palabra, tu fiebre, nuestro veneno y la sombra, y tantas las dudas, y tal tormento.