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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tuareg (15 page)

BOOK: Tuareg
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El eterno viento del desierto había barrido sus cumbres durante millones de años despojándolas de todo rastro de tierra, arena o vegetación, y su apariencia era la de una infinita roca desnuda, reluciente, castigada por el sol y cuarteada por las brutales diferencias de temperatura entre el día y la noche. Los viajeros que en alguna ocasión habían atravesado aquellas montañas aseguraban que en los amaneceres se escuchaban voces, gritos y lamentos, aunque se trataba, en realidad, del estallido de las piedras recalentadas cuando la temperatura descendía bruscamente.

Era en verdad un lugar inhóspito en el corazón de una región ya inhóspita de por sí; una región en la que cabría pensar que el Supremo Creador se había empeñado en arrojar todos los desperdicios de su obra, amontonando en confuso revoltijo rocas, salinas, arenas y "tierras vacías".

Pero, a los ojos de Gacel, el macizo de Sidi-el-Madia no aparecía ahora como una región maldita de los dioses, sino como el laberinto en el que todo un ejército podría ocultarse sin que nadie confiase nunca en encontrarle.

—¿Cuánta gasolina queda? —inquirió al fin.

—Para dos horas. Tres como máximo. A esa velocidad y por ese terreno se consume mucho. —Hizo una pausa y añadió con preocupación—: No creo que lleguemos al pozo.

Gacel negó con un gesto.

—No vamos al pozo —señaló.

—¡Pero tú dijiste.

El targuí asintió:

—Sé lo que dije —admitió—. Tú lo oíste, y tus hombres también lo oyeron. Y se lo dirán a los otros.

—Hizo una pausa—. En estos días, a solas en la salina, me pregunté cómo era posible que me hubierais salido al paso si mi ventaja era tan grande, pero ayer vi cómo hablabas por ese aparato y comprendí. ¿Cómo se llama? —Radio.

—Eso es: Radio. Mi primo Suleimán se compró una. ¡Dos meses de cargar ladrillos para conseguir una cosa que sonaba y hacía ruido! Fue así como me encontrasteis, ¿no es cierto? El teniente Razmán asintió en silencio. Gacel extendió la mano, tomó el auricular y lo arrancó lanzándolo lejos. Luego, con la culata de su arma, destrozó lo que quedaba del aparato.

—No es justo —dijo—. Yo estoy solo y vosotros sois muchos. No es justo que, además, utilicéis métodos franceses.

El teniente se había bajado los pantalones y defecaba en cuclillas a no más de tres metros del jeep.

—A veces creo que no te has dado cuenta de cuál es la realidad —señaló con naturalidad—. No se trata de una lucha entre tú y nosotros. Se trata de que has cometido un delito y tienes que pagar por ello. No se puede asesinar impunemente.

Gacel le había imitado descendiendo del vehículo y acuclillándose también a cierta distancia sin abandonar por ello su arma.

—Es lo que le dije al capitán —replicó—. No debió asesinar a mi huésped. —Hizo una pausa—. Pero nadie le castigó por ello. Tuve que hacerlo yo.

—El capitán cumplía órdenes.

—¿De quién? —Ordenes superiores, supongo.

Del gobernador.

—¿Y quién es el gobernador, para dar esas órdenes? ¿Qué autoridad tiene sobre mí, mi familia, mi campamento y mis huéspedes? —La que le da el ser el representante del Gobierno en la región.

—¿Qué Gobierno? —El de la República.

—¿Qué es una República? El teniente soltó un resoplido, buscó a su alrededor una piedra apropiada y se limpió con ella. Luego se puso en pie y se abrochó con parsimonia los pantalones.

—No pretenderás que te explique ahora cómo, funciona el mundo.

El targuí buscó una piedra a su vez, se limpió, y luego se echó repetidamente arena en el ano, aguardó unos instantes y se puso en pie.

—¿Por qué no? —quiso saber—. Quieres explicarme que he cometido un delito, pero no quieres explicarme por qué. Me parece absurdo.

Razmán había acudido al bidón de agua sirviéndose en el pequeño cazo que colgaba de una cadena en la parte posterior del vehículo, se enjuagó la boca y se lavó las manos.

—No la malgastes, —le hizo notar el targuí—. La voy a necesitar.

Obedeció y se volvió a mirarle:

—Puede que tengas razón, —admitió—. Probablemente debería explicarte que ya no somos una colonia, y que, al igual que todo cambió para los tuareg cuando llegaron los franceses, ha vuelto a cambiar ahora que se han ido.

—Si se han ido, lo lógico es que volvamos a nuestras antiguas tradiciones.

—No. No es lo lógico. Estos cien años no han pasado en vano. Han ocurrido muchas cosas. El mundo; "todo el mundo" se ha transformado, Gacel hizo un amplio ademán con la mano indicando a su alrededor.

—Aquí nada se ha transformado. El desierto continúa siendo el mismo y lo será durante cien veces, cien años.

Nadie ha venido a decirme: "Toma agua; toma comida o municiones y medicinas, porque los franceses se han ido. No podemos respetar por más tiempo tus costumbres, leyes y tradiciones, que se remontan a los antepasados de tus antepasados, pero a cambio vamos a darte otras mejores, y a conseguir que la vida en el Sáhara sea más fácil; tan fácil, que no necesites ya de esas costumbres." El teniente meditó unos instantes con la cabeza baja, contemplando sus botas, como si en el fondo se sintiera culpable, y encogiéndose de hombros, sentado como estaba en el estribo del jeep, aceptó.

—Es cierto. Debieron decírtelo, pero somos un país joven que acaba de acceder a la independencia, y necesitaremos años para adaptarlo todo a la nueva situación.

—En ese caso. —La lógica de Gacel resultaba a su modo de ver aplastante—. Mientras no estéis capacitados para adaptarlo todo, lo mejor sería que respetarais lo que ya existe. Es estúpido destruir sin haber construido antes.

Razmán comprendió que no tenía respuesta. En realidad, nunca había te nido respuestas ni aun para sí mismo cuando las preguntas se agolpaban en su mente en los momentos en que asistía, consternado, al deterioro de la sociedad en que había nacido.

—Será mejor que lo dejemos —dijo—. Nunca nos pondríamos de acuerdo. ¿Quieres comer algo?

Gacel hizo un gesto de asentimiento y buscó en la gran caja de madera que guardaba las provisiones. Abrió una lata de carne que compartieron, añadiéndole galletas y un queso de cabra duro y reseco, mientras el sol se alzaba en el horizonte, calentando la tierra y sacando reflejos a las negras rocas de Sidi-el-Madia que se dibujaban cada vez con mayor perfección en el horizonte.

—¿Adónde vamos? —quiso saber por último el teniente.

Gacel señaló un punto, a su derecha:

—Allí queda el pozo. Nosotros nos dirigimos a aquel otro farallón de la izquierda.

—Una vez pasé por debajo. No se puede subir.

—Yo sí puedo. Las montañas del Huaila son como ésas. ¡Peores, quizá! Voy allí a cazar muflones. Una vez maté cinco. Tuvimos carne seca para un año y mis hijos duermen sobre sus pieles.

—Gacel, "el Cazador", —exclamó el teniente sonriendo levemente—. Te sientes orgulloso de ser quien eres y de ser targuí, ¿no es cierto? —Si no fuera así, cambiaría. ¿No te sientes tú orgulloso de ser quien eres? Agitó la cabeza.

—No demasiado, —admitió con sinceridad—. En estos momentos preferiría estar de tu parte, que del lado en que estoy. Pero así no se construye un país.

—Si los países se construyen haciendo las cosas injustamente, mal andarán luego, —puntualizó el targuí—. Es mejor que nos vayamos. Hemos hablado demasiado.

Reemprendieron la marcha, pincharon una rueda nuevamente, y dos horas más tarde el motor comenzó a fallar, explosionó en falso y se detuvo por completo a unos cinco kilómetros del punto en que se alzaba, cortado a pico, el alto farallón en que iba a morir el gran "erg" de Tidikén.

—¡Hasta aquí hemos llegado!, —dijo Razmán mientras observaba con atención la lisa pared, negra y reluciente, que semejaba el muro de un castillo de cíclopes. ¿Realmente piensas trepar por ahí? Gacel asintió en silencio, saltó a tierra y comenzó a introducir en las mochilas de los soldados comida y municiones. Descargó las armas, se cercioró, de que ni una sola bala quedaba en las recámaras y estudió los fusiles de reglamento eligiendo el mejor mientras dejaba el suyo sobre el asiento:

—Me lo regaló mi padre cuando era un niño —comentó—, y nunca he usado otro. Pero ya está viejo y cada día resulta más difícil conseguir munición de su calibre.

—Lo conservaré como pieza de museo —replicó el teniente—. Le pondré una placa: "Perteneció a Gacel Sayah el “bandido-cazador"".

—No soy un bandido.

Sonrió tranquilizándole.

—Es sólo una broma.

—Las bromas son buenas en las noches, junto al fuego, y entre amigos.

—Hizo una pausa—. Ahora voy a decirte algo: no me persigas más, porque si vuelvo a verte te mataré.

—Si me lo ordenan, tendré que perseguirte —le hizo notar.

El targuí se interrumpió en su labor de vaciar y aclarar con agua limpia su vieja gerba y agitó la cabeza incrédulo:

—¿Cómo puedes vivir pendiente de lo que te ordenan? —inquirió—. ¿Cómo puedes sentirte hombre, y libre, dependiendo siempre de la voluntad de otros? Si te dicen: "Persigue a un inocente", lo persigues. Si te dicen:

"Deja en paz a un asesino como el capitán", lo, dejas en paz. ¡No lo entiendo! —La vida no es tan sencilla como parece aquí en, el desierto.

—No traigáis entonces esa vida al desierto. Aquí está claro lo que es bueno, malo, justo o injusto. —Concluyó de llenar la "gerba" y se cercioró de que las cantimploras de los soldados estaban llenas también. El bidón había quedado casi vacío, y el teniente lo advirtió:

—¿No me dejarás sin agua? —inquirió preocupado—. Dame al menos una cantimplora.

Negó decidido:

—Un poco de sed te hará comprender lo que sentí en la salina —replicó—. Es bueno aprender a pasar sed en el desierto.

—Pero yo no soy targuí —protestó No puedo regresar a pie a mi campamento. Está muy lejos y me perdería.

¡Por favor! Negó de nuevo.

—No debes moverte de aquí —le aconsejó—. Cuando haya llegado a las montañas puedes prender fuego a las mantas y a la ropa de tus soldados.

Verán el humo y vendrán a buscarte.

—Hizo una pausa, ¿Me das tu palabra de que esperarás a que llegue arriba? Asintió en silencio y observó, sin moverse de su asiento, cómo el targuí cargaba con mochilas, cantimploras, la "gerba" y sus armas. No pareció notar el peso, y cuando comenzó a alejarse lo hizo con paso firme, rápido y decidido, sin importarle el calor.

Estaba ya a más de cien metros cuando Razmán hizo sonar el claxon insistentemente obligándole a volverse:

—¡Suerte! —gritó.

El otro hizo un gesto con la mano, dio media vuelta y continuó su camino.

25

"Las palmeras aman tener la cabeza en el fuego y los pies en el agua", aseguraba un viejo adagio, y ante sus ojos se ofrecía la confirmación del proverbio, pues extendiéndose hasta casi perderse de vista en la distancia, alzaban sus penachos al cielo más de veinte mil palmeras, sin importarles que el calor resultara bochornoso, ya que sus raíces se hundían firmemente en el agua clara y fresca de cien manantiales e innumerables pozos.

Era en verdad un hermoso espectáculo, incluso con el sol cayendo a plomo, vertical y justiciero, desolador y agobiante, porque dentro, en el inmenso despacho oscuro, protegido del exterior por gruesos cristales y suaves visillos inmaculadamente blancos, el aire acondicionado mantenía siempre, de día y de noche, durante todas las épocas del año, la misma temperatura, casi gélida, que el gobernador Hassán-ben-Koufra exigía, sin discusión posible, para trabajar a gusto.

El Sáhara, visto desde allí, con un vaso de té en una mano y un "Davidoff-Ambassatrice" en la otra, resultaba en cierto modo soportable, e incluso, a veces, en los atardeceres, cuando el sol parecía detenerse a descansar un rato en el lecho de copas de palmera que constituían el único horizonte de El-Akab antes de ocultarse por completo a la altura del alminar de la mezquita, podía considerarse auténticamente paradisíaco.

Abajo, al pie de sus balcones, en el recoleto jardín que según contaban las leyendas, había diseñado personalmente el mismísimo coronel Duperey cuando mandó edificar el palacio, los parterres de rosas y claveles disputaban el espacio a manzanos y limoneros, a la sombra de altos cipreses en los que se arrullaban las tórtolas por miles, o las codornices cuando llegaban en increíbles bandadas tras sus larguísimos vuelos migratorios.

Era hermoso El-Akab no cabía duda; el más hermoso oasis del Sáhara, desde Marrakech a las orillas del Nilo, y por eso había sido elegido como capital de una provincia que era, por sí sola, mayor que muchos países europeos.

Y desde aquel helado despacho de palacio, el "exquisito" gobernador Hassán-ben-Koufra manejaba su imperio con el poder absoluto de un virrey de mano firme, gestos medidos y palabra hiriente.

—Es usted un inepto, teniente —dijo y se volvió a mirarle con una sonrisa más propia de una felicitación que de un insulto—. Si una docena de hombres no le bastan para atrapar a un fugitivo armado de un viejo fusil, ¿qué necesita? ¿Una División? —No quise arriesgar vidas, Excelencia. Ya se lo he dicho. Con su viejo fusil nos hubiera abatido uno por uno sin permitir aproximarnos. Su puntería es legendaria y nuestros hombres apenas han disparado cuarenta balas en su vida... —Hizo una pausa—. Tenemos orden de no desperdiciar munición.

—Lo sé —admitió el gobernador abandonando la proximidad del balcón y regresando a su majestuosa mesa de despacho—. Yo mismo di esa orden. Si no hay guerra a la vista, considero un despilfarro convertir en tiradores de primera a unos reclutas que dentro de un año volverán a sus casas. Con que sepan apretar el gatillo, basta.

—Pero no bastó, Excelencia. Y disculpe mi atrevimiento. En el desierto, a menudo, la vida de un hombre depende de su puntería. —Tragó saliva—. Este era uno de esos casos —concluyó.

—Escuche teniente —replicó Hassán-ben-Koufra sin perder su compostura, pues en realidad nadie recordaba habérsela visto perder jamás—. Y tenga en cuenta que puedo decir esto libremente porque no soy militar.

Respetar la vida de los soldados me parece muy loable, pero hay casos, y éste es uno de ellos —puntualizó con intención—, en que esos soldados deben cumplir ante todo con su deber, porque está en juego el honor del Ejército al que pertenecen. El haber permitido que un beduino mate a un capitán y a uno de nuestros guías, desnude a dos soldados y se haga conducir por un teniente a través del desierto, constituye un descrédito para ustedes, como fuerzas armadas, y para mí, como máxima autoridad de la Provincia.

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