Último intento (66 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: Último intento
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—¿Podría una herramienta como ésta oxidarse en apenas unas semanas? —me pregunta—. En su opinión, doctora Scarpetta, ¿podría la sangre que había sobre el martillo cincelador ser la causa del estado en que se encuentra el que se tomó de su casa, el que usted dice que Chandonne trajo con él cuando la atacó?

—En mi opinión, no —respondo, sabiendo que esa respuesta redundará en mi beneficio. Pero no importa, yo igual contestaría la verdad aunque me perjudicara.—En realidad, la policía debería, como rutina, asegurarse de que el martillo está seco antes de meterlo en una bolsa para pruebas —Agrego.

—Y los científicos que recibieron el martillo cincelador para examinarlo dicen que estaba herrumbrado, ¿no es así? Quiero decir, estoy leyendo bien el informe de laboratorio, ¿verdad? —En su cara aparece una leve sonrisa. Usa un traje negro con rayas finitas celestes y se pasea con pasitos conos mientras trabaja en la causa.

—Yo no sé qué dicen los laboratorios —contesto—. No he visto esos informes.

—Por supuesto que no. Hace unos diez días que usted no está en su cargo. Y este informe llegó apenas anteayer. —Observa la fecha dactilografiada. —Pero sí dice que el martillo cincelador que tiene la sangre de Bray estaba oxidado. Parecía viejo, y tengo entendido que el empleado de la ferretería Pleasants asegura que el martillo que usted compró la noche del 17 de diciembre, casi veinticuatro horas después del asesinato de Bray, por cierto no parecía viejo. En realidad era flamante. ¿Correcto?

Una vez más, desde la barra le recuerdo a Berger que tampoco puedo confirmar lo que dijo el empleado de la ferretería, mientras los jurados asimilan cada palabra, cada gesto. Yo he sido excluida de todos los testimonios de los testigos. Berger sencillamente me hace preguntas que yo no puedo contestar para poder decirles a los jurados lo que ella quiere que sepan. Lo que es traicionero y maravilloso de cualquier procedimiento de un jurado de acusación es que el abogado de la defensa no está presente y tampoco hay un juez… nadie que pueda objetar las preguntas de Berger. Ella puede preguntarme cualquier cosa, y lo hace, porque en uno de los casos poco comunes en este planeta, un acusador trata de demostrar que el acusado es inocente.

Berger me pregunta a qué hora llegué a casa desde París y salí a comprar provisiones. Menciona que esa noche fui al hospital a visitar ajo, y la conversación telefónica que tuve más tarde con Lucy. La ventana se estrecha. Se vuelve cada vez más reducida y cerrada. ¿Qué tiempo tuve para correr a la casa de Bray, matarla a golpes, plantar pruebas y poner en escena el crimen? ¿Y por qué habría de tomarme el trabajo de comprar un martillo cincelador casi veinticuatro horas después del hecho, a menos que fuera con el propósito que he asegurado desde el primer momento: para realizar pruebas con él? Ella deja flotando estas preguntas mientras Buford Righter permanece sentado en la mesa de la parte acusadora y estudia notas escritas en un bloc. Él evita mirarme todo lo posible.

Le respondo a Berger punto por punto. Cada vez me resulta más difícil hablar. La parte interior de mi boca se escorió con la mordaza y, después, las heridas se ulceraron. No he tenido la boca lastimada desde que era chica y había olvidado lo dolorosas que son esas heridas. Cuando al hablar mi lengua ulcerada toca los dientes, parece que yo tuviera dificultades del habla. Me siento débil y destrozada. Me late el brazo izquierdo, enyesado de nuevo porque el codo se me volvió a fracturar cuando Jay me levantó los brazos por encima de la cabeza y me los ató a la cabecera de la cama.

—Advierto que tiene dificultad para hablar. —Berger hace una pausa para señalar esto. —Doctora Scarpetta, sé que esto no tiene nada que ver con el tema. —Nada es ajeno al tema para Jaime Berger. Ella tiene una razón para cada respiración suya, para cada paso que da, para cada expresión de su cara; todo, absolutamente todo. —Pero ¿podemos hacer una digresión por un momento? —Deja de pasearse y se encoge de hombros mientras muestra las palmas de las manos. —Creo que resultaría instructivo que le relatara al jurado lo que le sucedió la semana pasada. Sé que el jurado se debe de estar preguntando por qué tiene esos moretones y le cuesta hablar.

Mete las manos en los bolsillos del pantalón y pacientemente me alienta para que cuente mi historia. Yo me disculpo por no ser en este momento el cuchillo más afilado del cajón y los miembros del jurado se sonríen. Les hablo de Benny y en sus caras se dibuja loa tristeza. Los ojos de un hombre se llenan de lágrimas cuando describo los dibujos del chiquillo que me condujeron al mirador para cazadores de ciervos, donde creo que Benny pasó gran parte de su tiempo observando el mundo y registrándolo en imágenes en su cuaderno.

Expreso mis temores de que el pequeño Benny haya sido objeto de actividades delictivas. El contenido de su estómago, señalo, no podía explicarse con lo que sabíamos de las últimas horas de su vida.

—Y, a veces, los pedófilos, o sea las personas que someten a los niños a abusos deshonestos, seducen a los chicos con caramelos, comida, algo que les resulte atractivo. Usted ha tenido casos como éste, ¿verdad, doctora Scarpetta? —me pregunta Berger.

—Sí —contesto—. Lamentablemente.

—¿Puede darnos un ejemplo de un caso en que un pequeño fue seducido por comida o dulces?

—Hace algunos años recibimos el cuerpo de un chico de ocho años. —Presento un caso de mi experiencia personal. —La autopsia determinó que se había asfixiado cuando el perpetrador obligó al chiquillo, este pequeño de apenas ocho años, a realizarle sexo oral. Recuperé goma de mascar del estómago del pequeño, un trozo bastante grande de goma de mascar. Resultó que un vecino adulto le había regalado al chiquillo cuatro trozos de goma de mascar y, finalmente, ese hombre confesó ser el autor de la muerte del muchachito.

—De modo que usted tenía buenos motivos, basándose en su experiencia de muchos años, para preocuparse cuando encontraron rosetas de maíz y hotdogs en el estómago de Benny White —dice Berger.

—Es verdad. Estaba muy preocupada —respondo.

—Por favor continúe, doctora Scarpetta —dice Berger—. ¿Qué pasó cuando usted abandonó el mirador y siguió el sendero a través del bosque?

Una mujer sentada en el palco de los jurados, la segunda desde la izquierda, me recuerda a mi madre. Está muy excedida en peso, debe de tener por lo menos cerca de setenta años y usa un vestido negro anticuado con un estampado de enormes flores rojas. No me quita los ojos de encima y yo le sonrío. Parece una mujer bondadosa y muy sensata y me alegra muchísimo que mi madre no esté aquí, que se encuentre en Miami. No creo que ella tenga idea de lo que le está pasando a mi vida. Yo no se lo he contado. Mi madre no anda bien de salud y no necesita tener otra preocupación. Cada tanto yo miro de nuevo a la jurado del vestido floreado cuando describo lo que sucedió en el Motel Fort James.

Berger me pide que ofrezca información sobre los antecedentes de Jay Talley, cómo nos conocimos e intimamos en París. Entretejidos en las incitaciones y conclusiones de Berger están los acontecimientos aparentemente inexplicables que tuvieron lugar después de que Chandonne me atacó: la desaparición del martillo cincelador que yo había comprado con fines investigativos; la llave de mi casa encontrada en el bolsillo de Mitch Barbosa, un agente encubierto del FBI que fue torturado y asesinado y a quien yo ni siquiera conocía. Berger me pregunta si Jay estuvo alguna vez dentro de mi casa y, desde luego, la respuesta es afirmativa. De modo que él tenía acceso a una llave y al código de la alarma contra ladrones. Y también tenía acceso a las pruebas. Sí, lo confirmo.

¿Y a Talley le interesaba incriminarme y confundir todo lo relativo a la culpa de su hermano, verdad que sí? —Berger vuelve a dejar de pasearse y me mira fijo. Yo no estoy segura de poder contestar esa pregunta. Ella me formula otra. Cuando él me atacó en el motel y me amordazó, yo le arañé los brazos, ¿no es así?

—Sé que luché con él —respondo—. Y cuando todo terminó, yo tenía sangre debajo de las uñas. Y también piel.

—¿Pero no era su piel, no? ¿Por casualidad no se rascó durante la lucha?

—No.

Ella vuelve a su mesa y entre los papeles busca el informe del análisis de laboratorio. Buford Righter parece haberse convertido en estatua; está sentado muy rígido y muy tenso. El estudio de ADN realizado en lo que yo tenía debajo de las uñas de los dedos de las manos no coincide con mi propio ADN, pero sí con el ADN de la persona que eyaculó dentro de la vagina de Susan Pless.

—Y esa persona es Jay Talley —dice Berger, asiente y comienza a pasearse nuevamente—. De modo que tenemos a un funcionario de una fuerza del orden que tuvo relaciones sexuales con una mujer justo antes de que fuera brutalmente asesinada. El ADN de este hombre también se parece tanto al ADN de Jean-Baptiste Chandonne, que llegamos a la conclusión de que, casi con toda seguridad, es un hermano de Jean-Baptiste Chandonne.—Ella avanza varios pasos, con un dedo sobre los labios. —Sabemos que el verdadero nombre de Jay Talley no es Jay Talley. Ese hombre es una mentira viviente. ¿Él la golpeó, doctora Scarpetta?

—Sí. Me abofeteó.

—¿La ató a la cama y, al parecer, se proponía torturarla con una pistola de calor?

—Ésa fue mi impresión.

—¿Él le ordenó que se desvistiera, la ató y la amordazó y era evidente que iba a matarla?

—Sí. Puso muy en claro que iba a matarme.

—¿Por qué no lo hizo, doctora Scarpetta? —Berger lo dice como si no me creyera. Pero es pura actuación. Ella me cree y yo sé que me cree.

Miro a la jurado que me recuerda a mi madre. Le explico que me costó muchísimo respirar después de que Jay me ató y me amordazó. Yo estaba entrando en pánico y empecé a hiperventilar, lo cual significa —explico— que hacía inhalaciones rápidas y superficiales y no conseguía obtener suficiente oxígeno. Me sangraba la nariz y la tenía muy hinchada y la mordaza me impedía respirar por la boca. Perdí el conocimiento y, cuando volví en mí, Lucy estaba en la habitación. Me habían desatado y sacado la mordaza y Jay Talley y Bev Kiffin no estaban.

—Bueno, ya hemos oído el testimonio de Lucy —dice Berger mientras se acerca al palco de los jurados—. Así que, por su testimonio, sabemos lo que ocurrió después de que usted perdió el conocimiento. ¿Qué le dijo ella cuando usted se recobró, doctora Scarpetta? —En un juicio, que yo dijera lo que Lucy me dijo constituiría un testimonio de oídas. Una vez más, Berger puede salirse con la suya en prácticamente todo en este procedimiento privado y especial.

—Me dijo que ella tenía puesto un chaleco antibalas —contesto—. Lucy dijo que habían intercambiado varias palabras…

—Lucy con Bev Kiffin —Aclara Berger.

—Sí. Lucy dijo que ella estaba contra la pared y que Bev Kiffin la apuntaba con la escopeta. Y le disparó y el chaleco antibalas de Lucy absorbió el disparo y, aunque estaba muy magullada, estaba bien. Entonces le quitó la escopeta a la señora Kiffin y salió corriendo del cuarto.

—Porque, en ese momento, su mayor preocupación era usted. Lucy no se quedó en la habitación para someter a Bev Kiffin porque usted era su prioridad uno.

—Así es. Me dijo que entonces comenzó a patear puertas. No sabía en cuál habitación estaba yo, así que se puso a correr por la parte de atrás del motel porque en ese sector había ventanas que daban a la piscina. Encontró el cuarto donde estaba yo, me vio tirada sobre la cama, rompió el vidrio de la ventana con la culata de la escopeta y entró. Jay había desaparecido. Al parecer, él y Bev Kiffin salieron por el frente, subieron en la motocicleta y huyeron. Lucy dice que ella recuerda haber oído el motor de una motocicleta mientras trataba de revivirme.

—¿Desde entonces, ha sabido algo de Jay Talley? —Berger hace una pausa para mirarme a los ojos.

—No —respondo y, por primera vez en este largo día, comienzo a sentir furia.

—¿Y de Bev Kiffin? ¿Tiene alguna idea de dónde pueda estar?

—No, ni idea.

—De modo que son fugitivos. Ella deja atrás dos hijos. Y un perro… el perro de la familia. Una perrita que tanto quería Benny White. Quizá incluso la razón por la que él se acercó al motel después de la iglesia. Corríjame si la memoria me falla. Pero, ¿acaso Sonny Kiffin, el hijo, no dijo algo acerca de burlarse de Benny? ¿Algo con respecto a que Benny fue a la casa de los Kiffin enseguida después de la iglesia para averiguar si habían encontrado a Señor Peanut? ¿Que el animal, y cito sus palabras: «había ido a darse un chapuzón y si Benny se acercaba podría ver a Señor Peanut»? ¿Sonny no le dijo todo esto al detective Marino después de que Jay Talley y Bev Kiffin trataron de matarla a usted y a su sobrina y, después, escaparon?

—No sé de primera mano qué le dijo Sonny a Pete Marino —respondo. No precisamente lo que Berger quiere en realidad que le conteste. Lo que ella quiere es que el jurado oiga la pregunta. Los ojos se me nublan cuando pienso en esa perra vieja y lastimera y en lo que sé con certeza que le ocurrió.

—La perra no había ido a darse un chapuzón… al menos, no voluntariamente, ¿no es así, doctora Scarpetta? ¿Lucy y usted no encontraron a Señor Peanut mientras aguardaban en el camping a que llegara la policía? —Continúa Berger.

—Sí —digo, y se me llenan los ojos de lágrimas.

Señor Peanut estaba detrás del motel, en el fondo de la piscina. Tenía ladrillos atados a las patas de atrás. La jurado del vestido con flores estampadas se echa a llorar. Otra mujer del jurado queda boquiabierta y se pone una mano sobre los ojos. Miradas de indignación e incluso de odio pasan de una cara a la otra y Berger deja que el momento, ese momento penoso y terrible, siga flotando en la sala. La de Señor Peanut es una imagen cruel, vivida e intolerable que se despliega imaginariamente en la sala, y Berger se niega a quitarla. Silencio.

—¿Cómo pudo alguien hacer una cosa así? —exclama la jurado del vestido floreado, quien cierra ruidosamente su cartera y se seca los ojos—. ¡Qué gente malvada!

—Son hijos de puta, eso es lo que son.

—Gracias a Dios. Es evidente que el Señor la estaba protegiendo. De eso no cabe duda. —Un jurado sacude la cabeza y dirige a mí ese comentario.

Berger avanza tres pasos y recorre con la mirada al jurado. Después, me mira durante un momento prolongado.

—Gracias, doctora Scarpetta —dice en voz baja—. Es evidente que allá afuera hay personas malvadas y terribles —dice para beneficio del jurado—. Gracias por pasar este tiempo con nosotros cuando todos sabemos de su dolor y por lo que ha tenido que pasar. Sí, por un verdadero infierno —dice y vuelve a mirar al jurado.

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