Último intento (59 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: Último intento
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—¿Doctora Scarpetta? ¿Puede hacernos un comentario sobre…?

—¿Doctora Scarpetta…?

—¿Cuándo se enteró de que un jurado especial de acusación la está investigando?

—¿Dónde está su automóvil?

—¿Puede confirmarnos que básicamente la echaron de su casa y ni siquiera tiene ahora su propio auto?

—¿Renunciará usted?

Los enfrento en la vereda. Permanezco tranquila pero firme mientras espero que se calmen. Cuando se dan cuenta de que yo me propongo contestar sus preguntas, veo expresiones de sorpresa y muy pronto su agresión disminuye. Reconozco muchas caras, pero no recuerdo sus nombres. No estoy segura de haber sabido los nombres de los integrantes de los medios que recogen las noticias desde detrás de las cámaras. Me recuerdo que ellos sencillamente están haciendo su trabajo y que no hay ninguna razón para que yo me tome esto personalmente. Es así, nada personal. Preguntas groseras, inhumanas, inadecuadas, indiferentes y casi siempre inexactas, pero «no personales».

—No tengo ninguna declaración preparada —empiezo a decir.

—¿Dónde estaba usted la noche que Diane Bray fue asesinada…?

—Por favor —Los interrumpo—. Al igual que ustedes, yo me he enterado hace poco de que habrá una investigación de un jurado especial de acusación en ese homicidio, y les pido que respeten la reserva absoluta necesaria para ese procedimiento. Por favor, entiendan por qué no soy libre de hablar del tema con ustedes.

—Pero, ¿usted…?

—¿No es verdad que usted no conduce su propio auto porque lo tiene secuestrado la policía?

Una andanada de preguntas y de acusaciones desgarran el aire de la mañana como metralla mientras camino hacia mi edificio. No tengo nada más que decir. Yo soy la jefa. Me siento aplomada y tranquila y no tengo miedo. No hice nada malo. Hay un reportero que sí recuerdo porque ¿cómo olvidar a un afroamericano alto, de pelo blanco y facciones que parecen talladas en piedra y que se llama Washington George? Usa un impermeable negro largo y se aprieta contra mí cuando yo lucho por abrir la puerta de vidrio que conduce al interior del edificio.

—¿Puedo preguntarle solamente una cosa? —dice—. ¿No me recuerda? No, ésa no es mi pregunta. —Una sonrisa. —Soy Washington George. Trabajo para AP.

—Sí, lo recuerdo.

—Permítame que la ayude con eso. —Me sostiene la puerta abierta mientras entramos al lobby, donde el guardia de seguridad me mira y ahora conozco el significado de esa mirada. Mi notoriedad se refleja en los ojos de la gente.

—Buenos días, Jeff —digo al pasar por la consola.

Él asiente.

Paso mi tarjeta plástica de identificación por el ojo electrónico y la puerta que da a mi ala del edificio se abre. Washington George sigue conmigo y dice algo sobre cierta información que tiene que cree que yo debo saber, pero no lo estoy escuchando. Una mujer está sentada en mi sector de recepción. Está acurrucada en una silla y parece triste y chiquita entre tanto granito pulido y bloques de vidrio, éste no es un buen lugar para estar. Siempre siento lástima por cualquiera que tiene que estar en mi sector de recepción.

—¿Alguien la atiende? —Le pregunto.

Ella viste una falda negra, zapatos de enfermera y un impermeable oscuro bien ceñido. Abraza su monedero como si alguien pudiera robárselo.

—Sólo estoy esperando —dice con voz ronca.

—¿A quién viene a ver?

—Bueno, no lo sé bien —Tartamudea y sus ojos nadan en lágrimas. Solloza por dentro y la nariz le chorrea.—Es sobre mi muchacho. ¿Le parece que puedo verlo? No entiendo qué le están haciendo allí. —Le tiembla el mentón y se seca la nariz con el dorso de la mano. —Necesito verlo.

Fielding me dejó hoy un mensaje sobre los casos que tendríamos hoy, y sé que uno de ellos es un muchachito adolescente que supuestamente se ahorcó. ¿Cómo se llamaba? ¿White? Se lo pregunto a la mujer y ella asiente. Me dice que él se llama Benny. Supongo que ella es la señora White y ella vuelve a asentir y me explica que ella y su hijo se cambiaron el apellido a White cuando ella se volvió a casar hace algunos años. Le digo que me acompañe —Ahora llora a raudales— y que averiguaremos qué está pasando con Benny. Lo que Washington George tiene para decirme tendrá que esperar.

—No creo que usted vaya a querer esperar —me dice él.

—Está bien, está bien. Venga conmigo y hablaremos lo antes que yo pueda. —Se lo digo cuando entramos en mi oficina con otro pase de mi llave identificadora. Cíela está ingresando casos en nuestra computadora y ella enseguida se ruboriza cuando me ve.

—Buen día. —Trata de que su tono sea tan jovial como siempre, pero en sus ojos tiene esa mirada, la mirada que he llegado a odiar y a temer. Sólo puedo imaginar lo que los integrantes de mi equipo se han estado diciendo los unos a los otros esta mañana, y no escapa a mi atención el hecho de que el periódico está plegado sobre el escritorio de Cleta y ella ha tratado de cubrirlo con su suéter. Cleta ha aumentado de peso durante las fiestas y tiene ojeras. Estoy haciendo que todos se sientan mal.

—¿Quién tiene a su cargo a Benny White? —Le pregunto a ella.

—Creo que el doctor Fielding. —Mira a la señora White y se pone de pie en su estación de trabajo. —¿Puedo tomarle el saco? ¿No quiere un café?

Le pido a Cleta que lleve a la señora White a mi sala de reuniones y le digo a George que me espere en la biblioteca médica. Encuentro a Rose, mi secretaria. Me da tanto alivio verla que olvido mis problemas y ella no me los refleja dándome una mirada secreta, curiosa, incómoda. Rose es solamente Rose. En todo caso, los desastres parecen almidonarla más que nunca. Ella me mira a los ojos y sacude la cabeza.

—Estoy tan disgustada que podría escupir clavos —dice cuando me aparezco junto a su puerta—. Es el galimatías más ridículo que he oído en toda mi vida. —Toma un ejemplar del periódico y lo sacude hacia mí como si yo fuera un perro malo. —No permita que esto la fastidie, doctora Scarpetta. —Como si fuera tan fácil. —Más basura de ese maldito Buford Righter. ¿Por qué no da la cara y se lo dice de frente? —dice y vuelve a sacudir el periódico.

—Rose, ¿Jack está en la morgue? —Pregunto.

—Sí, Dios mío, trabajando en ese pobre chico. —Rose abandona el tema de mi problema y su indignación se convierte en lástima. —Dios Santo, ¿usted lo ha visto?

—Acabo de llegar aquí…

—Parece un chico del coro de una iglesia. Es una hermosa criatura de ojos celestes. Dios mío, si fuera mi hijo…

Interrumpo a Rose y me llevo un dedo a los labios cuando oigo que Cleta se acerca por el pasillo con la pobre madre del muchachito. Muevo los labios y le digo a Rose en silencio: «Es su madre», y ella calla. Su mirada se demora en mis ojos. Esta mañana está inquieta y muy sensible, viste severamente de negro y lleva el pelo peinado bien tirante hacia atrás y sujeto con horquillas.

—Estoy bien —Le digo.

—Bueno, yo no lo creo. —Se le humedecen los ojos y nerviosamente se concentra en sus papeles.

Jean-Baptiste Chandonne ha diezmado a todos los de mi equipo. Todos los que me conocen y dependen de mí están desanimados y perplejos. Ya no confían del todo en mí y en secreto se angustian por lo que será de sus vidas y sus empleos. Esto me recuerda mi peor momento en el colegio cuando yo tenía doce años; al igual que Lucy, yo era una chiquilla precoz, la primera de mi curso. Mi padre murió el 23 de diciembre de ese año y lo único bueno que puedo rescatar del hecho de que esperara hasta dos días antes de Navidad fue que por lo menos la mayoría de los vecinos estaban en casa, cocinando y poniendo cosas en el horno. En la buena tradición italiana católica, la vida de mi padre fue celebrada con abundancia. Durante varios días, nuestra casa estuvo llena de risas, lágrimas, comida, bebidas y canto.

Cuando volví al colegio después de Año Nuevo, fui todavía más severa con respecto a mis conquistas y exploraciones cerebrales. Sacar un sobresaliente en las pruebas ya no me alcanzaba. Necesitaba desesperadamente llamar la atención, agradar, y les pedía a las monjas que me asignaran proyectos especiales, lo que fuera. Tiempo después solía quedarme alrededor de la escuela parroquial toda la tarde, sacudiendo borradores de pizarrón contra la escalinata del colegio, ayudando a las maestras a clasificar pruebas, ayudando a llenar carteleras de anuncios. Adquirí mucha pericia con las tijeras y las abrochaduras. Cuando hacía falta cortar letras del alfabeto o números y armar con ellas palabras, frases, calendarios, las monjas siempre recurrían a mí.

Martha era una compañera mía en la clase de matemática que se sentaba delante de mí y jamás hablaba. Pero giraba mucho la cabeza para mirarme, con frialdad pero con curiosidad, tratando siempre de espiar la calificación escrita en rojo y rodeada con un círculo encima de mis tareas para el hogar y mis pruebas, con la esperanza de haber recibido una nota mejor que la mía. Cierto día, después de una prueba particularmente difícil de álgebra, advertí que la actitud de la hermana Teresa hacia mí era muy fría. Esperó hasta que yo terminara de limpiar lo borradores de los pizarrones, sentada afuera en los escalones de estuco y creando nubes de tiza en medio del sol del invierno tropical y levantara la vista. Allí está ella en su hábito, con la imponencia de una gigantesca ave antártica con un crucifijo colgando del cuello. Alguien me había acusado de copiarme en la prueba de álgebra y, aunque la hermana Teresa no dijo quién le había dicho esa mentira, a mí no me cupo ninguna duda de que la culpable era Martha. La única forma que encontré de demostrar mi inocencia fue someterme de nuevo a la prueba y lograr así otra nota sobresaliente.

Después de eso, la hermana Teresa me vigilaba siempre de cerca. Y nunca me animaba a levantar la vista de lo que estaba escribiendo en mi pupitre. Pasaron varios días. Yo estaba vaciando los papeleros y las dos estábamos solas en el aula. Entonces ella me dijo que yo debía pedirle constantemente a Dios que me mantuviera libre de pecado. Que debía agradecer a nuestro Padre Celestial por los grandes dones que había recibido y rogarle que me mantuviera siempre honesta, porque yo era tan inteligente que podía permitirme cualquier cosa. Dios lo sabe todo, me dijo la hermana Teresa. Dijo que yo no podía engañar a Dios. Protesté y le dije que era honesta y no trataba de engañar a Dios y que ella podía preguntárselo a Dios. Y me eché a llorar. «Yo no soy tramposa», dije en medio de sollozos. «Quiero a mi papá.»

Cuando estaba en Johns Hopkins en mi primer año de la facultad de medicina, le escribí a la hermana Teresa una carta en la que le recordaba ese incidente injusto y doloroso y le reiteraba mi inocencia, todavía molesta y furiosa por haber sido acusada falsamente y porque las monjas no me defendieron y, después, nunca parecieron del todo seguras de mí.

Ahora, de pie en la oficina de Rose, más de veinte años más tarde, pienso en lo que Jaime Berger dijo el día que nos conocimos. Prometió que lo doloroso sólo acababa de empezar. Desde luego, no se equivocaba.

—Hoy, antes de que todos se vayan —Le digo a mi secretaria—, me gustaría hablarles. Te pido que pases la voz, Rose. Veremos cómo va el día y encontraremos un momento para que lo haga. Ahora voy a ver a Benny White. Por favor, procura que su madre esté bien. Dentro de un rato vendré a hablar con ella.

Enfilo por el pasillo, paso por la sala de descanso y encuentro a Washington George en la biblioteca médica.

—Sólo tengo un minuto —Le digo, un poco aturdida.

Él está revisando los libros de un estante, con un anotador al costado como una pistola que podría usar.

—Oí un rumor —dice—. Si a usted le consta que es verdad, tal vez podría verificarlo. Si no lo sabe, bueno, quizá debería enterarse. Buford Righter no va a ser el fiscal en su audiencia frente al jurado especial de acusación.

—Yo no sé nada de eso —respondo, ocultando la indignación que siempre siento cuando los de la prensa se enteran de detalles antes que yo—. Pero hemos trabajado juntos en muchas causas —Agrego—. No esperaba que quisiera enfrentar esto él mismo.

—Supongo que sí, y lo que tengo entendido es que se ha designado un fiscal especial. A eso quiero llegar. ¿Usted lo sabe? —Trata de leer la respuesta en mi cara.

—No. —Yo también trato de leerle la cara con la esperanza de poder anticipar algo y poder así esquivar el golpe.

—¿Nadie le informó que Jaime Berger ha sido designada su acusadora, doctora Scarpetta? —Me mira a los ojos. —Por lo que entiendo, ésa es una de las razones por las que vino a la ciudad. Usted ha estado repasando con ella los casos de Luong y Bray y todo eso, pero sé de buena fuente que es una trampa. Supongo que usted diría que ella ha estado trabajando de manera encubierta. Righter lo preparó todo antes de que Chandonne supuestamente se presentara en su casa. Tengo entendido que Berger ha estado en el cuadro desde hace semanas.

Lo único que se me ocurre decir es:

—¿Supuestamente? —No puedo creerlo.

—Bueno —dice Washington George—, por su reacción, imagino que usted no tenía noticias de todo esto.

—Supongo que usted no puede decirme quién es su fuente confiable —respondo.

—No. —Sonríe un poco, con cierta timidez. —¿De modo que usted no puede confirmármelo?

—Desde luego que no —contesto mientras trato de recuperarme.

—Mire, yo voy a seguir escarbando, pero quiero que sepa que usted me gusta y que siempre ha sido agradable conmigo. —Sigue hablando, pero yo casi no lo oigo. Sólo puedo pensar en Berger pasando horas conmigo en la oscuridad, en su auto, en mi casa, en casa de Bray, y todo el tiempo ella hacía anotaciones mentales para usarlas en contra de mí en la audiencia del jurado especial de acusación. Dios, con razón parece saber tanto de mi vida. Lo más probable es que haya revisado mis registros telefónicos, mis estados de cuenta bancarios, mis informes de crédito y entrevistado a todas las personas que me conocen.

—Washington —Le digo—, me espera la madre de un pobre muchacho que acaba de morir, y no puedo quedarme aquí y seguir hablando con usted. —Me voy. No me importa si me considera grosera.

Corto camino por el cuarto de baño para damas y en el sector para cambiarse de ropa me pongo un guardapolvo y deslizo fundas de papel sobre mis zapatos. La sala de autopsias está llena de sonidos y cada mesa está ocupada por los infortunados. Jack Fielding está salpicado con sangre. Ya ha abierto el cuerpo del hijo de la señora White y está insertando una jeringa con aguja calibre catorce en la aorta para extraer sangre. Jack me lanza una mirada frenética y llena de furia cuando me acerco a su mesa. Las noticias de la mañana le cubren la cara.

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