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Authors: Patricia Cornwell

Un ambiente extraño (22 page)

BOOK: Un ambiente extraño
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Mi mirada se posó en el cepillo y el peine baratos que había sobre la cómoda y en las aterciopeladas zapatillas rosas debajo de una silla cubierta de ropa, que Lila Pruitt no había tenido fuerzas para recoger o lavar. Encima de la mesilla de noche había una Biblia con unas tapas de cuero negro resecas y descascarilladas, y un pulverizador de loción aromaterapéutica para la cara, que me imaginé que habría utilizado infructuosamente para refrescarse y bajar la altísima fiebre. En el suelo había montones de catálogos de compra por correo con las esquinas de las páginas dobladas para señalar lo que deseaba.

En el cuarto de baño, el espejo que había encima del lavabo estaba tapado con una toalla; en el suelo de linóleo había otras sucias y ensangrentadas. Se había quedado sin papel higiénico, y la caja de bicarbonato que había a un lado de la bañera me permitió saber que había probado su propio remedio para aliviar su sufrimiento.

Dentro del botiquín no encontré ninguna medicina para la que se necesitara receta, sólo seda dental vieja, Jergens, preparados para las hemorroides y pomadas para primeros auxilios. Su dentadura postiza se encontraba en una caja de plástico sobre el lavabo.

Lila Pruitt era una señora que vivía sola, que tenía muy poco dinero y que probablemente había salido de aquella isla muy pocas veces en su vida. Me imaginé que no habría intentado pedir socorro a ninguno de sus vecinos, pues carecía de teléfono y tendría miedo de que huyeran horrorizados al verla. Ni siquiera yo estaba preparada para lo que vi cuando aparté la colcha.

Tenía el cuerpo cubierto de pústulas grises y duras como perlas, la boca desdentada y hundida y el pelo teñido de rojo y desgreñado. Aparté aún más la colcha, le desabroché la bata y observé que la densidad de las erupciones era mayor en las extremidades y la cara que en el tronco, tal como había dicho el doctor Hoyt. Los picores la habían llevado a arañarse los brazos y las piernas, donde había sangrado y sufrido infecciones secundarias que ahora estaban inflamadas y cubiertas de costras.

—Que Dios la ayude —murmuré apenada.

Me la imaginé sufriendo picores, sintiendo dolor, ardiendo de fiebre y temiendo ver su espeluznante imagen en el espejo.

—Qué espanto —dije, y de pronto me acordé de mi madre.

Abrí una pústula con una lanceta e hice un frotis sobre un portaobjetos. Luego bajé a la cocina y coloqué mi microscopio sobre la mesa. Sabía perfectamente qué me iba a encontrar. No era varicela, ni tampoco herpes. Todos los síntomas apuntaban a la devastadora enfermedad desfiguradora
varióla major
, más conocida por el nombre de viruela. Encendí el microscopio, puse el portaobjetos sobre la platina, aumenté la imagen cuatrocientas veces y, cuando apareció el denso conjunto de los cuerpos citoplasmáticos de Guarnieri, enfoqué y saqué más polaroids de algo que no podía ser verdad.

Eché la silla bruscamente hacia atrás y me puse a andar de un lado a otro de la habitación mientras sonaba con fuerza el tictac de un reloj en la pared.

—¿Cómo lo cogió? ¿Cómo? —le pregunté en voz alta.

Salí a la calle y me dirigí a donde estaba Crockett, aunque no me acerqué a su furgoneta.

—Tenemos un verdadero problema —le dije—,
y
no sé muy bien qué vamos a poder hacer.

La primera dificultad que se me planteó fue encontrar un teléfono seguro, y al final decidí que era sencillamente imposible. No podía llamar desde ninguno de los establecimientos comerciales de la zona, y menos aún desde las casas de los vecinos o desde la caravana del jefe de policía. Lo único que me quedaba era el recurso de utilizar mi teléfono móvil, algo que no habría hecho en circunstancias normales, tratándose de una llamada de tales características. Pero no veía qué otra cosa podía hacer. A las tres y cuarto una mujer respondió al teléfono del IIMEIEEU, esto es, el Instituto de Investigaciones Médicas para Enfermedades Infecciosas del Ejército de Estados Unidos de Fort Derrick, Frederick, Maryland.

—Tengo que hablar con el coronel Fujitsubo —dije.

—Lo siento pero está reunido.

—Es muy importante.

—Tendrá que llamar mañana, señora.

—Páseme al menos con su ayudante o con su secretaria...

—Por si no se ha enterado, todos los empleados federales que no son necesarios han sido dados de baja temporalmente...

—¡Por amor de Dios! —exclamé presa de la frustración—. Estoy aislada en una isla con un cadáver infeccioso. Puede producirse una epidemia. ¡No me diga que tengo que esperar a que acaben las jodidas bajas!

—¿Cómo dice?

Pude oír de fondo el sonido de unos teléfonos que no paraban de sonar.

—Estoy hablando por un teléfono móvil. En cualquier momento se me pueden acabar las pilas. ¡Por amor de Dios, interrumpa esa reunión! ¡Páseme con él! ¡Rápido!

El coronel Fujitsubo se encontraba en el edificio Russell de Capitol Hill y allí fue a donde pasaron mi llamada. Sabía que estaba en el despacho de algún senador, pero me daba igual. Le expliqué la situación rápidamente, tratando de controlar el pánico que sentía.

—Eso es imposible —dijo—. ¿Estás segura de que no es varicela o sarampión?

—No. Pero, con independencia de lo que sea, hay que contenerlo, John. No puedo enviar este cadáver a mi depósito. Tienes que ocuparte tú de él.

El IIMEIEEU era el principal laboratorio de investigaciones médicas del Programa de Investigación de Defensa Biológica de Estados Unidos, y su fin era proteger a los ciudadanos de una posible amenaza de guerra biológica. Pero lo más importante en este caso era que el instituto tenía el laboratorio de contención Bio Nivel 4 más grande del país.

—No puedo hacerlo, a no ser que se trate de un caso de terrorismo —me explicó el coronel Fujitsubo—. De las epidemias se ocupa el Centro de Prevención y Control de Enfermedades. Creo que deberías hablar con ellos.

—Estoy segura de que acabaré por hacerlo —dije—. Y también de que la mayoría de los empleados están de baja, razón por la cual no he podido hablar con nadie antes. Pero el CCE está en Atlanta y tú estás en Maryland, no muy lejos de aquí, y yo tengo que sacar este cadáver de aquí lo antes posible.

El doctor Fujitsubo guardó silencio.

—Nadie tiene más deseos que yo de que esté equivocada —proseguí. Sentía un sudor frío—. Pero no lo estoy, y no hemos tomado las debidas precauciones...

—De acuerdo, me hago cargo... —se apresuró a decir—. Joder, en este preciso momento estamos trabajando con la plantilla reducida. Vale, danos unas horas. Voy a llamar al CCE.

Organizaremos un equipo. ¿Cuándo te vacunaste por última vez de la viruela?

—Era tan pequeña que no me puedo acordar.

—Entonces has cogido el virus.

—Este caso es mío. —Pero sabía a qué se refería. Querrían ponerme en cuarentena—. Saquemos el cadáver de la isla y ya nos ocuparemos luego de lo demás —añadí.

—¿Dónde estarás?

—Su casa está en el centro, cerca de la escuela.

—Dios mío, qué mala suerte. ¿Tenemos alguna idea de cuántas personas han podido estar expuestas a la acción del virus?

—Ninguna. Escucha. Hay un estuario cerca. Tenéis que ir allí, a donde está la iglesia metodista. Tiene un campanario alto. Según el mapa hay otra iglesia, pero no tiene campanario. Hay una pista de aterrizaje, pero cuanto más podáis acercaros a la casa, mejor, así no tendremos que llevarla por donde puedan verla.

—Es cierto. Hay que evitar a toda costa que cunda el pánico. —Hizo una pausa; luego, suavizando el tono de voz, preguntó—: ¿Te encuentras bien?

—Eso espero.

Tenía lágrimas en los ojos y me temblaban las manos.

—Ahora quiero que te tranquilices; trata de relajarte y no te preocupes, que vamos a cuidar de ti —dijo en el momento en que mi teléfono perdía la señal.

Siempre había existido una posibilidad teórica de que, después de todos los asesinatos y las locuras que había visto durante mi vida profesional, acabara cogiendo una enfermedad y muriendo de forma poco espectacular. Nunca sabía a qué me exponía cuando abría un cadáver, manipulaba su sangre y respiraba el aire que lo rodeaba. Tenía cuidado con los cortes y las agujas, pero el sida y la hepatitis no eran lo único de lo que una tenía que preocuparse. Continuamente se descubrían nuevos virus, así que a menudo me preguntaba si algún día no dominarían el mundo y acabarían ganando una guerra que libraban contra nosotros desde el umbral de los tiempos.

Me quedé un rato sentada en la cocina escuchando el tictac del reloj mientras caía el día y cambiaba la luz al otro lado de la ventana. Cuando ya estaba en pleno ataque de nervios, oí de pronto la peculiar voz de Crockett, que me llamaba.

—¿Señora? ¿Señora?

Salí al porche, y al mirar por la puerta vi en el escalón más alto una pequeña bolsa de papel marrón y un vaso con una tapa y una pajita. Las metí en la casa, y Crockett volvió a subir a la furgoneta. Se había ausentado el tiempo suficiente como para traerme la comida, lo cual no había sido una muestra de inteligencia pero sí de amabilidad. Le hice una señal con la mano para agradecérselo, como si fuera mi ángel de la guardia, y me sentí algo mejor. Me senté en el columpio y empecé a balancearme mientras bebía el té con hielo y azúcar de Fisherman's Corner. El sándwich era de platija frita y pan blanco, con vieiras fritas de guarnición. Estaba riquísimo. Pensé que nunca había comido un pescado tan fresco y tan rico.

Seguí balanceándome y bebiendo té, mirando la calle por la oxidada tela metálica mientras la reluciente bola roja del sol se deslizaba por el campanario de la iglesia, y los gansos volaban por lo alto como negras uves. Crockett encendió los faros y las ventanas de las casas se iluminaron; dos niñas pasaron rápidamente en bicicleta por delante de la casa con la cara vuelta hacia mí. Estaba segura de que lo sabían. Toda la isla lo sabía. Se había difundido la noticia de que la guardia costera había traído a unos médicos debido a lo que había en la cama de la Pruitt.

Regresé al interior de la casa, me puse unos guantes nuevos, me tapé otra vez la boca y la nariz con la mascarilla y volví a la cocina para ver si encontraba algo en la basura. El cubo era de plástico y estaba forrado con una bolsa de papel y metido debajo del fregadero. Me senté en el suelo y miré una por una todas las cosas que había para ver si podía hacerme una idea del tiempo que llevaba enferma la señora Pruitt. Saltaba a la vista que hacía mucho que no sacaba la basura. Había latas vacías y envoltorios de alimentos congelados secos y cubiertos de costras, y peladuras de zanahorias y nabos crudos, duras y arrugadas como el naugahído.

Recorrí todas las habitaciones de la casa y rebusqué en todas las papeleras que pude encontrar. Pero la que me causó más impacto fue la del salón. En ella había varias recetas escritas a mano en tiras de papel: platija fácil, pastelillos de cangrejo y puchero de almejas de Lila. Como había cometido errores, había tachado palabras en todas ellas; me imaginé que ésa era la razón por la que las había tirado a la basura. En el fondo de la papelera había un pequeño tubo de cartón perteneciente a una muestra de fábrica que le había llegado por correo.

Saqué una linterna del bolso, salí al exterior y me detuve en la escalera a la espera de que Crockett saliera de su furgoneta.

—Pronto va a haber aquí mucho alboroto —dije.

Me miró con fijeza como si estuviera loca, y en las ventanas iluminadas pude ver caras de personas asomadas al exterior. Bajé por las escaleras, fui hasta la cerca que había al borde del jardín, la rodeé, e iluminé con la linterna los cajones que utilizaba la señora Pruitt para vender sus recetas. Crockett retrocedió.

—Estoy intentando ver si puedo hacerme una idea del tiempo que llevaba enferma —le expliqué.

Por las ranuras se veía un gran número de recetas, pero en el cajón de madera del dinero sólo había tres monedas de veinticinco centavos.

—¿Cuando vino el último trasbordador con turistas?

Iluminé otro cajón con la linterna y encontré una media docena de recetas de los cangrejos de caparazón blando de Lila.

—Que hace para una semana. Que hace mucho que no viene nadie —respondió.

—¿Compraban los vecinos sus recetas? —pregunté.

Crockett frunció el entrecejo, como si le pareciera extraña la pregunta.

—Que ya tené las suyas.

La gente había salido a los porches de sus casas; se habían deslizado discretamente entre las oscuras sombras de sus jardines para observar a aquella extravagante mujer de la bata quirúrgica, el gorro de protección y los guantes que estaba iluminando con una linterna los cajones para recetas de su vecina y hablando con el jefe de policía.

—Pronto va a haber aquí mucho alboroto —le repetí—. El ejército ha enviado un equipo médico que puede llegar en cualquier momento; usted tendrá que cuidar de que los vecinos mantengan la calma y permanezcan en sus casas. Lo que quiero que haga ahora es ir a la guardia costera y decirles que van a tener que ayudarle, ¿de acuerdo?

Davy Crockett se alejó tan rápidamente que pareció que las ruedas de su furgoneta echaban a volar.

9

D
escendieron ruidosamente bajo la luz de la luna poco antes de las nueve de la noche. El Blackhawk del ejército pasó atronando por encima de la iglesia metodista, azotando los árboles con la terrible turbulencia de sus hélices voladoras y buscando con un potente foco un lugar donde aterrizar. Lo vi posarse como un pájaro en un jardín cercano mientras centenares de asombrados vecinos salían en tropel a la calle.

Miré por la tela metálica del porche y vi que el equipo médico de evacuación bajaba del helicóptero y que los niños se escondían detrás de sus padres y seguían mirando en silencio. Los cinco científicos del IIMEIEEU y el CCE avanzaron por la calle acarreando una camilla en una burbuja de plástico. Parecían extraterrestres con los inflados trajes de plástico naranja, las capuchas y los equipos de respiración con acumuladores que llevaban.

—Gracias a Dios que ya están aquí —les dije cuando llegaron a donde yo estaba.

Subieron al porche haciendo con los pies un ruido como de plástico al resbalar. No se molestaron en presentarse y la única mujer que había en el equipo me dio un traje naranja doblado.

—Probablemente ya sea un poco tarde.

—Mal no le hará —dijo mirándome a los ojos. No sería mayor que Lucy—. Venga, póngaselo.

Tenía la consistencia de la tela de las cortinas de ducha; me senté en el columpio y me lo puse encima de los zapatos y la ropa que llevaba. La capucha era transparente y tenía un peto. Me lo até al pecho, y seguidamente puse en marcha el equipo de respiración, que estaba colocado detrás, a la altura de la cintura.

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