Un ambiente extraño (24 page)

Read Un ambiente extraño Online

Authors: Patricia Cornwell

BOOK: Un ambiente extraño
2.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Por favor, ¿podría decirle al coronel Fujitsubo que pase a verme?

—Le daré el recado, descuide. Ahora tápese. —Me subió la manta hasta la barbilla y añadió—: Voy a traerle más agua. ¿Qué tal el dolor de cabeza?

—Bien —mentí—. No se olvide de decirle que pase a verme.

—Estoy segura de que vendrá en cuanto pueda. Está muy ocupado.

Su actitud paternalista empezaba a irritarme.

—Perdone —le dije en tono exigente—. He pedido un teléfono repetidas veces. Empiezo a tener la sensación de que estoy en la cárcel.

—Ya sabe cómo llaman a este sitio —respondió en tono cantarín—. Normalmente los pacientes no se ponen...

—Me da igual cómo se pongan normalmente los pacientes.

La miré fijamente y ella cambió de expresión.

—Vamos, cálmese.

Sus ojos brillaron tras el plástico transparente. Había subido la voz.

—¿A que es una paciente horrible? Los médicos siempre lo son —dijo el coronel Fujitsubo, entrando a grandes pasos en la habitación.

La enfermera lo miró atónita. Luego clavó la vista en mí con cara de ofendida, como si no diera crédito a sus ojos.

—Ahora mismo traen el teléfono —anunció el coronel. Extendió a los pies de la cama un traje naranja nuevo y dijo—: Beth, creo que ya conoces a la doctora Scarpetta, forense jefe del estado de Virginia y asesora del FBI para temas de patología forense. —Volviéndose hacia mí, añadió—: Ponte esto. Dentro de un par de minutos estoy otra vez aquí.

La enfermera frunció el entrecejo y cogió la bandeja.

Luego carraspeó avergonzada y dijo:

—No se ha acabado los huevos.

Colocó la bandeja en la gaveta. Yo estaba poniéndome el traje.

—Lo normal es que una vez dentro no la dejen salir.

Cerró el cajón.

—Esto se sale de lo normal. —Abroché la capucha y conecté el aire—. Soy yo quien se va a ocupar de la autopsia esta mañana.

Saltaba a la vista que era una de esas enfermeras que sentía aversión hacia las médicas, y que prefería que fueran hombres los que le dijeran lo que tenía que hacer. O quizá de pequeña había querido ser médica pero le habían dicho que las mujeres trabajaban de enfermeras y se casaban con médicos. Sólo era una suposición, naturalmente, pero no pude evitar acordarme de cuando estaba en la facultad de medicina de Johns Hopkins y un buen día la enfermera jefe me agarró del brazo en el hospital y me soltó que su hijo no había sido aceptado porque yo había ocupado el sitio que le correspondía a él. Su mirada de odio se me había quedado grabada.

El coronel Fujitsubo acababa de regresar a la habitación; me dio el teléfono sonriendo y lo conectó.

—Dispones de tiempo para hacer una sola llamada —dijo levantando el dedo índice—. Luego tenemos que marcharnos.

Llamé a Pete.

El laboratorio de contención Bio Nivel 4 se encontraba detrás de un laboratorio normal, aunque la diferencia entre las dos zonas era importante. El BN—4 era el escenario de una guerra abierta entre los científicos y el Ebola, el Hanta y otras enfermedades desconocidas para las que no había curación. El aire sólo corría en una única dirección y tenía la presión negativa para impedir que los microorganismos altamente infecciosos se extendieran a otras zonas del edificio. Antes de que entrara en nuestros cuerpos o en la atmósfera, pasaba por los filtros de partículas de aire de alto rendimiento y todo se limpiaba con vapor en las autoclaves.

Aunque las autopsias eran poco frecuentes, cuando se realizaban se utilizaba un compartimiento estanco situado detrás de dos enormes puertas de acero inoxidable con juntas herméticas submarinas al que llamaban «el Sumergible». Para entrar en él teníamos que dar un rodeo, ya que había que recorrer un laberinto de vestuarios y duchas con luces de colores para indicar si dentro había un hombre o una mujer. El color de los hombres era el verde, así que encendí la luz roja, me quité toda la ropa y me puse una bata, un pantalón y unas zapatillas limpios. Las puertas de acero se abrieron y cerraron automáticamente cuando pasé por otro compartimiento estanco y entré en el vestuario interior o «sala caliente», donde había trajes de vinilo azul de gran grosor con cubiertas para los pies y capuchas puntiagudas colgados de unos ganchos en la pared. Me senté en un banco, me puse uno, cerré las cremalleras y sujeté las solapas con algo parecido a un cierre diagonal tipo Tupperware. Me puse unas botas de goma y unos gruesos guantes provistos de cintas que se sujetaban a los puños. Ya empezaba a tener calor; en cuanto las puertas se cerraron detrás de mí, se abrieron suavemente otras de acero aún más grueso y pude entrar en la sala de autopsias más claustrofóbica que había visto en mi vida.

Cogí un tubo amarillo y me lo acoplé a un enganche de apertura rápida que llevaba en la cintura; el chorro de aire me recordó a una piscina para niños en el momento de desinflarse. El coronel Fujitsubo estaba etiquetando tubos y limpiando el cadáver con una manguera en compañía de otro médico. Desnuda, su enfermedad resultaba aún más horrorosa. Trabajamos casi todo el rato en silencio pues no nos habíamos molestado en instalar el equipo de comunicación y la única manera de hablar era apretar el tubo del aire el tiempo suficiente para oír lo que estaban diciendo los demás.

Esto fue lo que hicimos mientras cortábamos y pesábamos y yo anotaba la información relevante en un formulario. Sufría cambios degenerativos típicos, como estrías y placas adiposas en la aorta. Tenía el corazón dilatado y los pulmones congestionados, alteraciones que se correspondían con las de una antigua neumonía. Presentaba llagas en la boca y lesiones en la región gastrointestinal. Pero la parte más trágica de su muerte la constituía su cerebro. Tenía atrofia cortical, ensanchamiento de las anfractuosidades cerebrales y pérdida del parénquima, los síntomas del Alzheimer.

Podía imaginarme la perplejidad que habría sentido Lila Pruitt al ponerse enferma. Posiblemente no se acordaría de dónde estaba ni tan siquiera de quién era, y en su demencia quizá creyera que una criatura de pesadilla estaba atravesando los espejos de su casa. Tenía los ganglios linfáticos inflamados y el bazo y el hígado turbios e inflamados a causa de una necrosis local, síntomas todos ellos que se correspondían con los de la viruela.

Parecía que había sido una muerte natural, aunque aún no podíamos confirmar cuál había sido su causa. Acabamos al cabo de dos horas. Me marché por el camino por el que había venido; en primer lugar entré en la sala caliente, donde me tomé una ducha química vestida con el traje. Pasé cinco minutos encima de una alfombrilla de goma, rascando cada centímetro del traje con un cepillo duro mientras unas boquillas de acero me bombardeaban. Volví chorreando al vestuario exterior; colgué el traje para que se secara, volví a ducharme y me lavé el pelo. Luego me puse un traje naranja y volví al Trullo.

Cuando entré en la habitación, me encontré con la enfermera.

—Janet está escribiéndole una nota —me dijo.

—¿Janet? —Estaba pasmada—. ¿Está Lucy con ella?

—La va a meter por la gaveta. Lo único que sé es que ha venido una joven llamada Janet.

—¿Dónde está? Tengo que verla.

—Ya sabe que en este momento eso no es posible.

Estaba tomándome otra vez la tensión.

—Incluso en las cárceles hay un lugar para las visitas —dije casi de malos modos—. ¿No hay alguna sala en la que pueda hablar con ella a través de un cristal? ¿No puede ponerse un traje y entrar aquí como usted?

Naturalmente, para hacer todo esto fue preciso una vez más obtener permiso del coronel, quien decidió que la solución más fácil sería que me pusiera una mascarilla con un FPAAR y fuera a una de las cabinas para visitas. Estas se encontraban en el pabellón de Investigación Clínica, que era donde se llevaban a cabo los estudios sobre nuevas vacunas. La enfermera me llevó por una sala de descanso del BL—3, donde había voluntarios jugando al ping-pong y al billar, leyendo revistas y viendo la televisión.

La enfermera abrió la puerta de madera de la cabina B, en la que estaba sentada Janet al otro lado del cristal, en la zona incontaminada del edificio. Cogimos los auriculares al mismo tiempo.

—Es increíble —fue lo primero que dijo—. ¿Está usted bien?

La enfermera seguía detrás de mí, dentro del reducido espacio de mi cabina de teléfonos. Di media vuelta y le pedí que se fuera. Ella no se movió ni un centímetro.

—Perdone —dije. Ya estaba harta de ella—. Ésta es una conversación privada.

Se fue y cerró la puerta, con los ojos encendidos
de
indignación.

—No sé cómo estoy —dije por teléfono—, pero no me siento especialmente mal.

—¿Cuánto tiempo se tarda en salir? —preguntó con los ojos brillantes de miedo.

—Unos diez días por término medio. Catorce como mucho.

—Bueno, entonces no es para tanto, ¿no?

—No lo sé. —Me sentía deprimida—. Depende de lo que se trate. Pero si sigo bien dentro de unos días, supongo que me dejarán marchar.

Janet estaba guapísima y parecía muy adulta con el traje azul marino que llevaba. Tenía la pistola guardada discretamente bajo la chaqueta. Yo sabía que no habría venido a menos que hubiera ocurrido algo realmente grave.

—¿Dónde está Lucy? —pregunté.

—Pues, a decir verdad, estamos las dos en Maryland, en las afueras de Baltimore, con la Brigada Diecinueve.

—¿Se encuentra bien?

—Sí —respondió Janet—. Estamos intentando averiguar el origen de sus archivos por AOL y UNIX.

—¿Y?

Titubeó.

—Creo que la forma más rápida de cogerlo va a ser por Internet.

Me quedé perpleja al oír aquello. Fruncí el entrecejo y dije:

—No sé si acabo de comprender lo que acabas de decir.

—¿Es incómodo ese cacharro que lleva? —preguntó con los ojos clavados en mi mascarilla.

—Sí.

Pero me gustaba aún menos el aspecto que tenía. Me tapaba la mitad de la cara, como si fuera un horrible bozal, y chocaba con el auricular cada vez que hablaba.

—Pero sólo podréis cogerle por Internet si sigue mandándome mensajes.

Janet abrió una carpeta archivadora sobre la mesa de fórmica de la cabina.

—¿Quiere que se los lea?

Sentí un nudo en la garganta e hice un gesto de asentimiento.

—«Gusanos microscópicos, fermentos que se multiplican y miasma» —leyó.

—¿Cómo? —exclamé.

—No decía más. Lo ha mandado esta mañana. El siguiente es de esta tarde. «Están vivos pero serán los únicos.» Luego, una hora después aproximadamente, ha llegado esto: «Los seres humanos que roban y explotan a los demás son macroparásitos. Matan a sus huéspedes.» Estaban los dos en minúsculas y no tenían ninguna puntuación excepto los espacios.

Janet me miró por el cristal.

—Es filosofía médica clásica. Está relacionada con las teorías sobre las causas de las enfermedades de Hipócrates y otros médicos occidentales. La atmósfera, por ejemplo, que reproduce las partículas venenosas generadas por la descomposición de la materia orgánica, los gusanos microscópicos, etcétera. Luego McNeill, el historiador, escribió que la interacción de microparásitos y macroparásitos era una manera de entender la evolución de la sociedad.

—Entonces «muerteadoc» ha estudiado medicina —dijo Janet—. Y parece que en los mensajes hace alusión a la enfermedad.

—No puede saber nada al respecto —dije. Empezaba a sospechar algo que me llenaba de espanto—. No veo cómo podría saberlo.

—Ha salido en la prensa —añadió Janet.

Sentí un arrebato de cólera.

—¿Quién se ha ido de la lengua esta vez? No me digas que Ring también está al corriente de este asunto.

—En el periódico sólo ponía que en su centro están investigando una muerte fuera de lo común ocurrida en la isla de Tangier, una enfermedad extraña que ha obligado a los militares a llevarse el cadáver en helicóptero.

—Joder...

—Lo importante es que si «muerteadoc» lee la prensa de Virginia, puede que se haya enterado de lo sucedido antes de mandar los mensajes por correo electrónico.

—Espero que eso sea lo que haya ocurrido —dije.

—¿Por qué no habría de serlo?

—No sé, no sé...

Estaba rendida y tenía el estómago revuelto.

—Doctora Scarpetta. —Janet metió las copias en la carpeta y dijo—: «Muerteadoc» quiere hablar con usted. Ésa es la razón por la que sigue mandándole mensajes.

De nuevo empezaba a sentir escalofríos.

—La idea es la siguiente. —Janet metió los impresos en la carpeta—. Podría conseguirle un canal privado para que charlen. Si logramos mantenerla conectada el tiempo suficiente, podremos localizarle mediante la línea telefónica y dar con la ciudad y el lugar en el que se encuentra.

—No me creo en absoluto que esta persona vaya a participar en algo así —afirmé—. Es demasiado lista.

—Benton Wesley cree que es posible.

Me quedé callada.

—Él cree que «muerteadoc» tiene tal fijación con usted que cabe la posibilidad de que entre en un canal. No es que desee saber lo que usted piensa, sino que usted sepa lo que él piensa; al menos ésa es la teoría de Benton Wesley.

—No. —Negué con la cabeza—. No quiero meterme en algo así, Janet.

—No tiene otra cosa que hacer durante los próximos días.

Me irritaba que todo el mundo me acusara de no tener suficientes cosas que hacer.

—No quiero comunicarme con ese monstruo. Es demasiado peligroso. Podría decir algo inoportuno y entonces morirían más personas.

Janet clavó sus ojos en los míos y me miró intensamente.

—Están muriendo de todos modos. Y es posible que en este preciso momento, mientras hablamos, estén muriendo otras personas de las que no sabemos nada.

Pensé en Lila Pruitt, sola en su casa, delirando, demente por culpa de la enfermedad, y la vi reflejada en su espejo, chillando.

—Lo único que tiene usted que hacer es conseguir que vaya hablando poco a poco —prosiguió Janet—. Muéstrese reacia, como si le hubiera cogido de improviso; de lo contrario sospechará. Mantenga esa actitud durante unos cuantos días mientras nosotros intentamos averiguar dónde está. Conéctese a AOL, entre en los canales, busque uno llamado M.F. y quédese ahí, ¿de acuerdo?

—¿Y luego qué? —quise saber.

—Esperamos que piense que es ahí donde usted se asesora con otros médicos y científicos y que vaya a buscarle. No podrá resistirse. Ésa es la teoría de Benton Wesley, y yo estoy de acuerdo con él.

Other books

Lover Revealed by J. R. Ward
Chocolate Fever by Robert Kimmel Smith
Fire! Fire! by Stuart Hill
Apache by Ed Macy
No One to Trust by Iris Johansen
Sucker Punch by Ray Banks
Love Lifted Me by Sara Evans