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Authors: Patricia Cornwell

Un ambiente extraño (27 page)

BOOK: Un ambiente extraño
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—Tienen una biblioteca. Quizá tengan una en alguna parte. Lo siento, no soy muy religiosa —dijo cuando ya se iba.

Regresó al cabo de una media hora con una Biblia encuadernada en negro. Era la edición de letra roja de Cambridge y, según me dijo, la había cogido prestada de un despacho. Al abrirla encontré en la primera página un nombre escrito con letra caligráfica y una fecha que indicaba que se la habían regalado a su propietario en una ocasión especial, hacía casi diez años. Cuando empecé a pasar las páginas, me di cuenta de que hacía meses que no iba a misa. Envidiaba a la gente que tenía una fe tan fuerte que guardaba una Biblia en el lugar de trabajo.

—¿Está segura de que se siente bien? —preguntó la enfermera, que se encontraba junto a la puerta y no se decidía a marcharse.

—No me ha dicho cómo se llama —dije.

—Sally.

—Es usted muy amable y se lo agradezco de veras. A nadie le hace gracia trabajar el día de Acción de Gracias.

Al parecer mis palabras le produjeron una gran alegría y le dieron la confianza suficiente como para decirme:

—No es mi intención fisgonear, pero he oído sin poderlo evitar lo que la gente está comentando. En esa isla de Virginia de la que procede el cadáver en el que está trabajando usted, ¿lo único que hacen es pescar cangrejo?

—Poco más o menos.

—Cangrejo azul.

—Y cangrejo de caparazón blando.

—¿Y hay alguien que se haya parado a pensar en eso?

Sabía a lo que se refería y, en efecto, yo me había parado a pensar en ello. Tenía motivos para estar preocupada por mí y por Benton.

—Esos cangrejos los envían a todo el país, ¿verdad? —prosiguió.

Hice un gesto de asentimiento.

—¿Y si lo que esa señora tenía se transmite con el agua o la comida? —Sus ojos brillaban detrás de la capucha—. No he visto el cadáver, pero he oído hablar de él. Da auténtico pánico.

—Lo sé —dije—. Espero que podamos obtener pronto una respuesta a esa pregunta.

—A todo esto, hay pavo para comer. No se haga ilusiones.

Desconectó el tubo de aire y dejó de hablar. Luego abrió la puerta, hizo un pequeño movimiento con la mano para despedirse y se fue. Volví al índice de la Biblia y me puse a buscar el pasaje que «muerteadoc» me había citado. Tuve que consultar varias palabras para dar con él. Era el primer versículo del capítulo 10 del evangelio según san Mateo, el cual rezaba en su totalidad: «Y cuando hubo llamado a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos y para curar toda enfermedad y toda dolencia.»

En el siguiente versículo se identificaba a los discípulos por sus nombres, tras lo cual Jesucristo los enviaba a buscar las ovejas perdidas y a proclamar que el Reino de los Cielos estaba cerca. Los mandaba a curar enfermos, purificar leprosos, resucitar muertos y expulsar demonios. Mientras leía, me pregunté si el asesino que se llamaba a sí mismo «muerteadoc» creería realmente en algo, si «doce» se referiría a los discípulos o si estaría jugando, simplemente.

Me levanté y me puse a andar de un lado a otro. Miré por la ventana y vi que ya estaba oscureciendo. Como ahora anochecía temprano, había tomado la costumbre de mirar a los trabajadores cuando salían a coger el coche; les salía vaho por la boca, y el aparcamiento estaba prácticamente vacío debido a las bajas forzosas.

Una mujer que mantenía abierta la puerta de un Honda estaba charlando con otra; se encogían de hombros y gesticulaban con vehemencia, como si estuvieran tratando de resolver los grandes problemas de la vida. Estuve observándolas entre las persianas hasta que se alejaron.

Me acosté temprano para evadirme, pero volví a dormir mal; daba vueltas y cada pocas horas cambiaba la colcha de sitio. Por detrás de mis párpados pasaban imágenes flotando, proyectadas como películas antiguas, sin montar y ordenadas de forma ilógica. Veía a dos mujeres hablando junto a un buzón. Una de ellas tenía un lunar en una mejilla, que de pronto se convertía en una erupción que le cubría toda la cara mientras se tapaba los ojos con una mano. Luego aparecían unas palmeras agitadas por un viento huracanado procedente del mar; unas palmas arrancadas que salían volando; un tronco desnudo y una mesa ensangrentada con una fila de manos y pies.

Me incorporé sudando y aguardé a que me cesaran los espasmos musculares. Era como si sufriera una especie de alteración eléctrica en el organismo y corriera peligro de tener un ataque cardíaco o una apoplejía. Empecé a respirar hondo y con lentitud, y puse la mente en blanco. Me quedé quieta. Cuando se hubo borrado la imagen, llamé a la enfermera.

Al ver la expresión que tenía en la cara, no puso ningún reparo a que llamara por teléfono y trajo el aparato inmediatamente. Cuando se hubo marchado llamé a Pete.

—¿Sigues en la cárcel? —me preguntó.

—Creo que ha matado a su conejillo de Indias —dije.

—Oye, oye, ¿por qué no empiezas por el principio?

—Me refiero a «muerteadoc». Creo que la mujer a la que disparó y desmembró era su conejillo de Indias, una persona a la que conocía y a la que podía ver cuando quería.

—He de reconocer que no tengo ni idea de qué demonios estás hablando, Doc.

Por su tono de voz se notaba que estaba preocupado por mi estado de ánimo.

—Así tiene sentido que no pudiera mirarle a la cara. Su forma de actuar es coherente.

—Ahora sí que no me entero de nada.

—Si uno quisiera asesinar a gente con un virus —le expliqué—, en primer lugar tendría que encontrar la forma de hacerlo. La vía de transmisión, por ejemplo. ¿Es un alimento, una bebida, polvo? En el caso de la viruela, la vía de transmisión es el aire; el virus se propaga mediante gotitas o líquidos procedentes de heridas. La enfermedad puede llevarla una persona encima o en la ropa.

—Antes de seguir, aclárame una cosa —dijo—. ¿De dónde sacó esta persona el virus? No es algo que se pueda encargar por correo.

—No lo sé. Que yo sepa, sólo hay dos lugares en el mundo donde guardan muestras de viruela: el Centro de Prevención y Control de Enfermedades, y un laboratorio de Moscú.

—De modo que podría tratarse de una conspiración rusa —dijo Pete con ironía.

—Pongamos por caso que el asesino está resentido por algo o incluso que sufre una especie de delirio según el cual es voluntad divina que se propague de nuevo una de las peores enfermedades que este planeta ha conocido jamás. Ha de hallar una forma de infectar a la gente al azar y tener la seguridad de que surte efecto.

—De modo que necesita un conejillo de Indias —dijo Pete.

—Eso es. Supongamos que tiene una vecina, una pariente, una persona mayor que no está bien de salud. Es posible incluso que cuide de ella. ¿Qué mejor forma de experimentar el virus que hacerlo en esa persona? Si surte efecto, la mata y lo organiza todo de forma que parezca que la muerte se debe a otras causas. Al fin y al cabo, si tiene relación con la víctima no puede permitir que se sepa de ninguna manera que ha muerto de viruela, puesto que podríamos averiguar quién es. Así que le pega un tiro en la cabeza y la desmiembra para que pensemos que se trata de otra víctima del asesino múltiple.

—¿Y qué relación guarda todo esto con la señora de Tangier?

—Estuvo expuesta a la acción del virus —me limité a decir.

—¿Cómo? ¿Fueron a entregarle algo a su domicilio? ¿Le mandaron algo por correo? ¿Se transmitió por aire? ¿Se lo inyectaron cuando estaba dormida?

—No sé cómo.

—¿Crees que «muerteadoc» vive en Tangier? —preguntó a continuación.

—No, no lo creo —respondí—. Pienso que escogió la isla de Tangier porque es el lugar perfecto para comenzar una epidemia. Es pequeña e independiente. Además es fácil de poner en cuarentena, lo cual significa que el asesino no tiene intención de aniquilar de golpe a toda la sociedad. Va a intentar hacerlo poco a poco, como si quisiera cortarnos en pedacitos.

—Como hizo con la anciana.

—Quiere algo —dije—. Lo de Tangier lo ha hecho para llamar la atención.

—No te lo tomes a mal, Doc, pero espero que estés completamente equivocada.

—Me voy a Atlanta mañana. ¿Por qué no hablas con Vander y le preguntas si ha tenido suerte con la huella del pulgar?

—Por el momento no la ha tenido. Parece que no hay ninguna huella de la víctima en la base de datos. Si hay alguna noticia, te llamaré al busca.

—¡Joder! —exclamé, porque la enfermera también se lo había llevado.

El resto del día se me hizo interminable, y Fujitsubo no vino a despedirse de mí hasta después de la cena. Aunque el hecho de darme de alta significaba que no estaba contagiada ni podía contagiar a nadie, vino vestido con un traje azul y lo conectó a un tubo de aire.

—Deberías quedarte más tiempo —dijo nada más llegar, haciendo que se me encogiera el corazón de miedo—. La incubación dura entre doce y trece días por término medio, pero puede llegar a durar veintiuno. Lo que quiero decir es que todavía cabe la posibilidad de que te pongas enferma.

—Me hago cargo —dije.

—El efecto de la vacuna dependerá de la etapa en la que te encontraras cuando te la puse. —Asentí con la cabeza.

—No tendría tanta prisa por irme si en lugar de mandarme al CCE te encargaras tú del caso.

—Kay, no puedo hacerlo. —Su voz sonaba amortiguada debido al plástico—. Sabes perfectamente que esto no tiene nada que ver con lo que a mí me apetezca hacer. Me es tan imposible quitarle un caso al CCE como a ti ocuparte de un caso que no es de tu jurisdicción. He hablado con ellos. Están muy preocupados por la posibilidad de que haya un brote, y van a empezar a hacer pruebas en cuanto llegues con las muestras.

—Me temo que es una acción terrorista.

—Mientras no haya pruebas, y espero que no llegue a haberlas, aquí no podemos hacer nada más por ti. —Lo sentía de verdad—. Ve a Atlanta, a ver qué te dicen. Ellos también están trabajando con un equipo reducido. No podía haber ocurrido en peor momento.

—O en el más oportuno —añadí—. Si fueras un desalmado que planea cometer una serie de crímenes con un virus, ¿qué mejor momento para hacerlo que cuando los departamentos federales de sanidad están bajo mínimos? Este problema de las bajas forzosas empezó hace ya bastante tiempo y no parece que vaya a acabar pronto.

El coronel Fujitsubo guardó silencio.

—John —proseguí—, tú me ayudaste con la autopsia. ¿Has visto alguna vez una enfermedad así?

—Sólo en los libros de texto —respondió sombríamente.

—¿Cómo es posible que la viruela reaparezca de repente por sí sola?

—Si es que se trata de viruela...

—En cualquier caso, es virulenta y mortal —dije tratando de convencerle.

Pero él no podía hacer nada más. Pasé el resto de la noche deambulando por los canales de AOL y mirando el correo electrónico cada hora para ver si había llegado algo. «Muerteadoc» permaneció en silencio hasta las seis de la madrugada, en que entró en el canal M.F. Cuando su nombre apareció en la pantalla, me dio un vuelco el corazón y empezó a afluir la adrenalina, como ocurría siempre que «muerteadoc» se dirigía a mí. Estaba conectado. Ahora todo dependía de mí: podía cogerle, pero para eso tenía que ponerle la zancadilla.

Muerteadoc: el domingo fui a la iglesia seguro que tú no fuiste

Scarpetta: ¿Cuál fue el tema de la homilía? Muerteadoc: el sermón Scarpetta: Tú no eres católico. Muerteadoc: cuidado con los hombres Scarpetta: Mateo 10. Dime a qué te refieres. Muerteadoc: para decir que lo siente Scarpetta: ¿Quién es él? ¿Y qué hizo? Muerteadoc: beberéis de la copa de la que yo bebo

Se fue antes de que pudiera responderle, de modo que me puse a consultar la Biblia. El versículo que había citado en esta ocasión pertenecía al evangelio según san Marcos y una vez más era Jesucristo quien lo decía, lo cual me hizo pensar que «muerteadoc» no era judío. Tampoco era católico, a tenor de los comentarios que había hecho sobre la Iglesia. Yo no era teóloga, pero me parecía que beberéis de la copa era una referencia a la crucifixión de Jesucristo. ¿Significaba eso que «muerteadoc» había sido crucificado y que yo también acabaría siéndolo?

Como sólo me faltaban unas pocas horas para marcharme, Sally se mostraba ahora más generosa con el teléfono. Llamé al busca de Lucy, quien respondió a mi llamada casi al instante.

—He estado hablando con él —le dije—. ¿Estáis al tanto?

—Sí, claro. Tiene que estar más rato conectado —respondió mi sobrina—. Hay muchas líneas interurbanas y tenemos que disponer de los datos de todas las compañías de teléfonos para localizarle y atraparle. La última llamada que has recibido era de Dallas.

—¿Lo dices en serio? —exclamé consternada.

—Dallas no es el lugar desde el que ha hecho la llamada, sino el lugar por el que se la han desviado. No hemos averiguado más porque se ha desconectado. Sigue probando. Parece que ese tío es una especie de fanático religioso.

11

M
ás tarde, cuando el sol ya se elevaba entre las nubes, cogí un taxi y me marché del instituto. No tenía nada excepto la ropa que llevaba puesta, que había sido esterilizada en la autoclave o con gas. Iba con prisa y llevaba con gran cuidado una gran caja de cartón blanco en la que se leía: ARTÍCULOS PERECEDEROS. ¡URGENTE! ¡URGENTE!; IMPORTANTE: MANTÉNGASE EN POSICIÓN VERTICAL y otros grandes avisos de color azul escritos con letras de molde.

Como si fuera un puzzle chino, mi paquete consistía en varias cajas metidas unas dentro de otras. Éstas contenían envases para organismos vivos, los cuales contenían a su vez los tubos con el hígado, el bazo y la médula espinal de Lila Pruitt protegidos con cubiertas de cartón duro y un envoltorio ondulado de burbujas. Todo ello iba envuelto en nieve carbónica y llevaba pegatinas que rezaban SUSTANCIA INFECCIOSA y PELIGRO, para prevenir a cualquier persona que traspasara la primera capa de protección. Evidentemente, no podía perder de vista el cargamento que llevaba. Además de ser un peligro probado, podía servir de prueba en caso de que la muerte de la señora Pruitt resultara ser un homicidio. En el aeropuerto internacional de Baltimore-Washington, encontré un teléfono público y llamé a Rose.

—El IIMEIEEU tiene mi maletín médico y mi microscopio —le dije sin perder tiempo—. Mira a ver qué puedes hacer para que nos lo envíen y nos llegue mañana. Estoy en el aeropuerto de Baltimore-Washington y me dirijo al CCE.

—He intentando localizarla con el busca —me dijo.

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