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Authors: Patricia Cornwell

Un ambiente extraño (40 page)

BOOK: Un ambiente extraño
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—Te crees muy lista —dijo ella, «muerteadoc».

—Asesinaste a tu propia madre y la tapaste con una sábana porque no podías soportar mirarle a la cara mientras la despedazabas.

En aquel momento sonó mi busca y, mientras ella apartaba la vista, lo saqué y vi el número de Pete. Cogí el teléfono sin dejar de mirarla.

—Sí-dije cuando respondió.

—Hemos dado en el blanco con la caravana —me anunció—. Gracias a ella hemos obtenido los datos de un fabricante y luego una dirección de Newport News. He pensado que querrías saberlo. Los agentes llegarán allí en cualquier momento.

—Ojalá el FBI hubiera dado en el blanco un poquito antes —respondí—. Saldré a la puerta a recibirles.

—¿Cómo dices?

Desconecté el teléfono.

—Me comuniqué contigo porque sabía que prestarías atención y porque quería que intentaras resolver el caso y que por una vez fracasaras —dijo Phyllis en un tono más agudo—. La famosa doctora, la famosa jefe...

—Eras mi colega y mi amiga —dije.

—¡Pero no te soporto! —Tenía la cara congestionada y respiraba trabajosamente de tan furiosa como estaba—. ¡Nunca te he aguantado! El sistema siempre te ha tratado mejor, y además todo el mundo te hace caso. La gran doctora Scarpetta, la leyenda... Pero ya ves. Fíjate en quién ha ganado. Al final he sido más lista que tú, ¿a que sí?

No estaba dispuesta a responderle.

—Te he engañado, ¿verdad? —Me miró fijamente y luego cogió un bote de aspirinas y sacó dos de una sacudida—. Te he llevado hasta los umbrales de la muerte y te he hecho esperar en el ciberespacio. ¡Te he tenido esperándome! —exclamó triunfalmente.

En aquel momento oí que llamaban a la puerta con algo metálico. Eché la silla hacia atrás.

—¿Qué van a hacer? ¿Pegarme un tiro? Quizá deberías hacerlo tú. Seguro que tienes un arma en uno de esos bolsos que llevas. —Estaba poniéndose histérica—. Yo tengo una en esa habitación y voy a ir cogerla ahora mismo.

Se levantó mientras continuaban los golpes en la puerta. Entonces se oyó una voz que decía:

—FBI, abran.

La agarré del brazo.

—Nadie va a pegarte un tiro, Phyllis.

—¡Suéltame!

La llevé hacia la puerta.

—¡Suéltame!

—Tu castigo va a ser morir como murieron tus víctimas —dije tirando de ella.

—¡No! —gritó en el momento en que abrían bruscamente la puerta. Ésta golpeó contra la pared y varias fotografías cayeron al suelo.

Dos agentes del FBI entraron en la casa con las pistolas desenfundadas. Una de ellas era Janet. Esposaron a la doctora Phyllis Crowder, que había sufrido un colapso y había caído al suelo. Una ambulancia la transportó al Hospital General Sentara Norfolk, donde murió veintiún días más tarde, atada a la cama y cubierta de pústulas fulminantes. Tenía cuarenta y cuatro años.

EPÍLOGO

F
ui incapaz de tomar la decisión inmediatamente, de modo que la aplacé hasta Nochevieja, que es cuando en teoría la gente se anima a cambiar, tomar resoluciones y hacer promesas que sabe que nunca va a cumplir. La nieve golpeaba suavemente el tejado de pizarra de mi casa, y Benton y yo estábamos sentados en el suelo delante de la chimenea, bebiendo champán.

—Benton —dije—. Tengo que ir a un sitio.

Puso cara de perplejidad, como si pensase que me refería a aquella noche, y respondió:

—Ahora no hay muchos abiertos, Kay.

—No. Estoy hablando de hacer un viaje, quizás en febrero. Un viaje a Londres.

Se quedó un momento callado, porque sabía en qué estaba pensando. Entonces puso el vaso sobre la chimenea y me cogió de la mano.

—Esperaba que lo hicieras —dijo—. Por difícil que te resulte, tienes que hacerlo. Así podrás pasar la página y tener tranquilidad de ánimo.

—No sé si me es posible tener tranquilidad de ánimo.

Aparté la mano y me eché el pelo hacia atrás. Para él también era difícil. Tenía que serlo.

—Debes de echarle de menos —dije—. Nunca hablas de ello, pero era como un hermano. Me acuerdo de las veces que hacíamos cosas juntos los tres: cocinábamos, veíamos películas y hablábamos de casos y de la última mala pasada que nos había jugado el gobierno, como las bajas forzosas, los impuestos o los recortes presupuestarios.

Esbozó una sonrisa y clavó la mirada en el fuego.

—Entonces yo pensaba en la suerte que tenía el muy jodido por estar contigo y me preguntaba cómo sería. Bueno, ahora lo sé y estaba en lo cierto. Tenía una suerte bárbara. Aparte de ti, probablemente sea la única persona con la que he llegado a hablar de verdad. Resulta hasta cierto punto extraño. Mark era una de las personas más egocéntricas que he conocido jamás, una de esas criaturas bellas... Era un narcisista, pero buena persona e inteligente. Es imposible no echar de menos a alguien así.

Benton llevaba un jersey blanco de lana y un pantalón de algodón color crema. A la luz del fuego estaba casi resplandeciente.

—Como salgas esta noche, desapareces —comenté.

Me miró frunciendo el entrecejo en señal de desconcierto.

—Mira que ir vestido así con lo que está nevando... Como te caigas en una zanja no te encontrarán hasta la primavera. Deberías haberte puesto algo oscuro esta noche, para contrastar.

—¿Pongo la cafetera, Kay?

—Has hecho como esa gente que quiere un cuatro por cuatro para el invierno y va y se lo compra blanco. Ya me dirás qué sentido tiene eso si vas a conducirlo por una carretera blanca con el cielo blanco y un montón de cositas blancas cayendo por todas partes.

—¿De qué estás hablando? —preguntó mirándome a los ojos.

—No lo sé.

Saqué la botella de champán del cubo y volví a llenar las copas, dejando que cayeran gotas de agua. Le llevaba ventaja, porque por cada una que se había bebido él, yo me había bebido dos. El lector de compactos estaba cargado de éxitos de los años setenta y por los altavoces de las paredes sonaba
Three Dog Night.
Era una de esas escasas ocasiones en que podía emborracharme. No dejaba de pensar en ello y de representármelo mentalmente. No me había dado cuenta hasta que había entrado en aquella habitación con los cables colgados del techo y había visto el lugar en que había puesto en fila las manos y los pies cortados y ensangrentados. La verdad no se me había grabado en la mente hasta aquel momento. No podía perdonármelo.

—Benton —dije con voz queda—. Debería haberme imaginado que era ella. Debería habérmelo imaginado antes de llegar a su casa, entrar y ver las fotografías y esa habitación. Una parte de mí lo sabía, pero yo no le prestaba atención.

No respondió, lo que interpreté como una nueva crítica.

—Debería haberme imaginado que era ella —musité—. Entonces quizá no hubiera muerto nadie.

—Siempre resulta fácil decir «debería» cuando ya ha pasado todo —dijo con voz dulce pero firme—. Los vecinos de los Gacy, los Bundy y los Dahmer de este mundo son siempre los últimos en darse cuenta, Kay.

—Pero ellos no saben lo que yo sé, Benton. —Bebí un trago de champán—. Mató a Wingo.

—Hiciste todo lo que pudiste —me recordó.

—Lo hecho de menos —dije tras exhalar un suspiro de tristeza—. No he ido a visitar su tumba.

—¿Por qué no pasamos al café? —insistió Benton.

—¿Por qué no puedo divagar de vez en cuando?

Quería dejar de pensar. Benton empezó a hacerme un masaje en el cuello; cerré los ojos.

—¿Por qué ha de tener sentido todo lo que digo? —murmuré—. Siempre a vueltas con la precisión y la exactitud. «Corresponderse con», «característico de»... Verbos fríos y afilados como las hojas de acero que utilizo. ¿De qué me van a servir
en
los tribunales? ¿De qué me van a servir cuando es la carrera profesional y la vida de Lucy lo que está en juego? Y todo por culpa de ese cabrón de Ring. Yo, la testigo pericial, la cariñosa tía... —Una lágrima se deslizó por mi mejilla—. Dios mío, Benton, estoy tan cansada...

Se acercó a mí y, abrazándome, me apoyó sobre su regazo para que pudiera descansar la cabeza.

—Te acompañaré —me dijo con voz queda, acercando los labios a mi pelo.

Fuimos en taxi a la estación Victoria de Londres el 18 de febrero, aniversario de la explosión de la bomba que había reventado un cubo de basura y causado el hundimiento de una entrada de metro,
un pub y
un café. Los cascotes habían volado por los aires y el cristal del tejado había saltado en mil pedazos y había caído al suelo con una fuerza terrible en medio de la metralla. El objetivo del IRA no era Mark. Su muerte no había tenido nada que ver con el hecho de que perteneciera al FBI. Al igual que tantas otras víctimas, se encontraba simplemente en el lugar equivocado en el momento menos oportuno.

La estación estaba atestada de viajeros, los cuales estuvieron a punto de arrollarme cuando nos dirigimos al vestíbulo, donde se encontraban los empleados del ferrocarril despajando billetes tras los mostradores, y los tableros de las paredes que mostraban los horarios y los trenes. Allí se vendían golosinas y flores en los quioscos, y uno podía hacerse una foto de pasaporte o cambiar dinero. Los cubos de basura se encontraban dentro de los McDonald's y los establecimientos semejantes; no vi ninguno en el exterior.

—Ahora éste ya no es un buen sitio para esconder bombas.

Benton se había fijado en lo mismo.

—Siempre se aprende algo —comenté poniéndome a temblar interiormente.

Miré silenciosamente en torno a mí. Había palomas revoloteando sobre nuestras cabezas y trotando en busca de migas de pan. La entrada del hotel Grosvenor se encontraba junto al Victoria Tavern, que era el lugar donde había ocurrido todo. Nadie sabía a ciencia cierta qué estaba haciendo Mark en aquel momento, pero se conjeturaba que cuando había explotado la bomba se hallaba sentado tras una de las pequeñas mesas elevadas en la parte delantera
del pub.

Sabíamos que estaba esperando la llegada del tren de Brighton porque tenía que reunirse con alguien. Yo todavía no sabía quién era aquel individuo, pues su identidad no podía ser revelada por razones de seguridad. Eso era lo que me habían dicho. Había muchas cosas que no tenía claras, como la coincidencia temporal y si el enigmático individuo con el que Mark tenía que reunirse también había resultado muerto. Miré detenidamente el tejado de cristal y vigas de acero, el viejo reloj que había en la pared de granito y los soportales. La bomba no había dejado cicatrices permanentes excepto en la gente.

—Brighton no era uno de esos lugares a los que se va en febrero —le comenté a Benton con voz vacilante—. ¿Por qué razón estaría esa persona en un lugar así en esa época del año?

—No sé —respondió él mirando alrededor—. Estaba todo relacionado con el terrorismo. Ya sabes que Mark estaba trabajando en eso, y de ahí que nadie diga gran cosa al respecto.

—Exacto. Eso era en lo que estaba trabajando y eso fue lo que le mató —afirmé—. Y sin embargo, parece como si nadie se haya parado a pensar que existiese un vínculo y que quizá no fuera algo fortuito.

Benton no respondió. Le miré apesadumbrada, como si se me estuviera hundiendo el corazón en la oscuridad de un mar insondable. El ruido de la gente, las palomas y los avisos que daban constantemente por los altavoces se combinó para formar un estrépito mareante. Por un momento lo vi todo negro. Benton me cogió cuando empecé a tambalearme.

—¿Te encuentras bien?

—Quiero saber a quién tenía que ver —dije.

—Vamos, Kay —respondió dulcemente—. Vamos a algún sitio donde puedas sentarte.

—Quiero saber si la bomba explotó porque estaba previsto que cierto tren llegara a cierta hora —insistí—. Quiero saber si es todo una invención.

—¿Invención? —preguntó.

Yo tenía lágrimas en los ojos.

—¿Y si todo esto no es más que una tapadera o una estratagema y él está vivo y escondido? ¿Y si es un testigo protegido con una identidad nueva?

—No lo es. —Benton tenía cara de tristeza. Me cogió de la mano y dijo—: Vamos.

Pero yo no quería moverme de allí.

—He de saber la verdad. He de saber si ocurrió realmente. ¿Con quién iba a reunirse? ¿Dónde está ahora esa persona?

—Déjalo ya.

La gente se abría paso alrededor de nosotros sin prestarnos atención. El ruido de los pasos era como el de la espuma de una ola furiosa, y el acero de los nuevos raíles que estaban poniendo los obreros sonaba estruendosamente.

—No me creo que fuera a reunirse con nadie —dije con voz temblorosa al tiempo que me enjugaba las lágrimas—. Creo que se trata de una enorme mentira del FBI.

Benton exhaló un suspiro y apartó la mirada.

—No es mentira, Kay.

—¡Entonces quién era! ¡He de saberlo! —exclamé.

La gente había empezado a mirarnos. Benton me sacó de la multitud y me llevó al andén 8, donde el tren de las 11.46 iba a partir en dirección a Denmark Hill y Peckham Rye. Me llevó por una rampa de baldosas blancas y azules y entramos en un cuarto con bancos y taquillas en el que los viajeros podían guardar sus pertenencias o recoger el equipaje que hubieran dejado depositado. Yo estaba sollozando y no conseguía calmarme. Estaba perpleja y furiosa. Fuimos a un rincón donde no había nadie, y Benton me sentó amablemente en un banco.

—Dímelo —le insistí—. Benton, por favor. He de saberlo. No me hagas pasar el resto de mi vida sin saber la verdad —añadí con voz entrecortada por culpa de las lágrimas.

Benton me cogió las dos manos y dijo:

—Puedes enterrar este asunto ahora mismo. Mark está muerto. Lo juro. ¿Crees que podría tener esta relación contigo si supiera que Mark está vivo en alguna parte? —exclamó con vehemencia—. ¿Me crees capaz de una cosa semejante?

—¿Qué fue del hombre con el que iba a reunirse? —pregunté porfiadamente.

Benton titubeó.

—Murió. Estaban juntos cuando estalló la bomba.

—¿Entonces por qué su identidad está rodeada de tanto secreto? —exclamé—. ¡No tiene ningún sentido!

Volvió a titubear, esta vez durante más tiempo, y por un momento me miró con una profunda lástima y pareció que iba a ponerse a llorar.

—Kay, no era un hombre. Mark estaba con una mujer.

—Con otra agente.

No lo entendía.

—No.

—¿Qué estás diciéndome?

Había tardado en darme cuenta porque me negaba a hacerlo. Pero, al ver que se quedaba callado, lo comprendí.

—No quería que te enteraras —dijo—. Creía que no tenías por qué saber que se encontraba con otra mujer cuando murió. Estaban saliendo del hotel Grosvenor cuando estalló la bomba. La explosión no tuvo nada que ver con él. Estaba allí por casualidad.

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