Un asunto de vida y sexo (45 page)

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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Hugo se daba cuenta de que esto era peligroso. A partir de ahí, la situación sólo podía empeorar. A nadie le gusta verse humillado. A nadie le gusta venirse abajo. Así que Hugo se quedó en su propio cuarto, y cuando Larry le preguntó si podían dormir juntos, le dijo que no. Y, mientras Larry se alejaba, volvió a pensar que acaso había cometido un error. Sólo que no sabia muy bien cuándo.

No sabía muy bien por qué le había dicho que no. Quizá sólo estuviera probando la palabra en el aire. Quizá no podía tomarse la molestia de contestar que sí. O quizá quería que las cosas llegaran a un límite. Quería que pasara algo. Aunque fuese malo. Aunque fuese muy malo.

Cuando Larry entró en el cuarto de Hugo, a la mañana siguiente, no se había afeitado. Llevaba dos días sin afeitarse. Tenía una barba que parecía accidentada. Como un césped mal sembrado. Le crecía en sitios inesperados, con grandes calvas lampiñas en medio. Tampoco se había lavado recientemente. Llevaba los téjanos puestos con la bragueta desabrochada. No llevaba zapatos ni camisa. No había luz en sus ojos. No sonreía.

Hugo estaba medio dormido, pero incluso medio dormido se dio cuenta de que eso no facilitaba las cosas. Larry se echó en la cama sin quitarse los téjanos. Empezó a acariciar a Hugo. Hugo se apartó. Larry lo atrajo de nuevo. No había afecto en sus actos. Sólo necesidad. Ni deseo. Sólo ansia. Le olía el aliento y tenía algo de extraño en el pelo. Lo tenía apelmazado. Olía a orines. Era la tecera noche que dormían separados. Durante el día anterior, no se habían dirigido la palabra. Hugo se había levantado y, al cabo de una hora, se había metido un chute. Un chute. Qué enérgico sonaba eso. Había vuelto a deslizarse hacia el mar de caballo para pasarse el día cabeceando sobre las almohadas, fumándose un porro de vez en cuando, flotando entre el sueño y la vigilia. Sólo había visto a Larry una vez, cuando fue al retrete a vomitar, con toda calma, y lo encontró dormido en el suelo, acurrucado junto al bidet que no funcionaba. Larry no se movió mientras Hugo vomitaba, tiraba de la cadena, se enjugaba. Siguió allí tendido, respirando suavemente. Parecía muy tierno. Completamente inofensivo.

La casa estaba convirtiéndose en un mausoleo. Nunca encendían las luces. El teléfono había quedado descolgado. Y Hugo no estaba seguro de si se había acordado de comer. Y en el cuarto de al lado, el cuarto donde durante cuatro semanas había pasado todas las noches, salvo las tres últimas, había un monstruo que se pudría. Y el monstruo acababa de meterse en su cama.

Lo empujó con un poco más de fuerza. Larry lo asió por las muñecas y de pronto las forzó hacia atrás de manera que le quedaron planas sobre la almohada, y entonces se tendió cuan largo era sobre el cuerpo de Hugo. Hugo se debatió y Larry se debatió. Larry apretó la lengua con fuerza contra los dientes de Hugo y apretó los labios con fuerza contra los de Hugo. Hugo intentó apartar la cabeza, pero una mano pasó de las muñecas a la mandíbula y la sujetó en su lugar. Una rodilla se le clavó en la ingle. La lengua recorrió sus dientes y se introdujo entre ellos, y la mano que le había sujetado la cabeza volvió a la muñeca y la retuvo antes de que pudiera tirar del cabello apelotonado para apartarlo, y, cuando él abrió ligeramente la boca para protestar, la lengua se hundió en su interior y Hugo la mordió. Y éste fue el error.

Luego no acabó de quedar claro qué había sucedido a continuación, pero lo que sí quedó claro fue el lío. El lío en que estaba Hugo. El lío que estaba hecho todo.

Sabía que, llegados a este punto, Larry le había pegado un puñetazo en la cara, y sabía que había intentado resistirse, pero Larry era más fuerte, estaba más rabioso y enloquecido. Y era evidente que, después de que él perdiera el sentido, Larry había seguido adelante. No sólo con él, sino también con el cuarto. No sólo con el cuarto, sino con toda la casa. Y mientras Hugo yacía allí, contemplando la cellisca a través del agujero que antes había sido una ventana y tratando de imaginar qué había saltado por allí, si había sido Larry o algún mueble; mientras yacía contemplando los papeles y los libros esparcidos por el suelo con las hojas arrancadas, sucios y mojados por el viento del exterior, por su sangre y por los meados de Larry, se le ocurrió pensar, entre la cuchilla de carnicero que le desmenuzaba la cabeza y el sordo y prolongado dolor de huevos en los que había recibido un rodillazo y quizá luego una patada, que aquél era un momento tan bueno como cualquier otro para dejar de tomar caballo.

Y entonces perdió el conocimiento.

Y si William no hubiera llegado a casa al cabo de una hora, un médico dijo que hubiera podido morir de hipotermia.

Larry, por su parte, ya estaba muerto.

Cuando William los encontró, estaban los dos azules. Hugo a causa del frío. Y Larry a causa de la jeringuilla que aún tenía clavada en el brazo.

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HACIA EL VACÍO

La muerte parecía flotar en el aire.

La huida a Nueva York para escapar del suicidio accidental de Larry se había convertido más en una peregrinación que en un refugio, un viaje de penitencia al osario del mundo occidental. Los estertores de muerte eran casi audibles. Hugo casi esperaba ver carretas rodando por las calles como las grandiosas carrozas fúnebres de antaño. Sin flores. Sólo una corona de duelo modelo estándar proporcionada por la floristería de la esquina.

Hugo siempre había concebido las floristerías como lugares para bodas, saludos y declaraciones de amor. Ahora venían a ser como la antecámara del sepulturero. Encargue aquí las flores y un ataúd a juego. Despachaban adornos mortuorios a diario. El hombrecillo de las gafas redondas que atendía la floristería, aquél tan melindroso cuyos ramos siempre parecían demasiado apretados, no sabía hablar de otra cosa.

Hugo lo detestaba. Detestaba sus polvorientos ramos de flores secas y sus arreglos demasiado exquisitos a base de pensamientos silvestres disecados. Detestaba su forma de quitarse las gafas cuando hablaba de los enfermos (como si de otro modo pudieran empañarse, como si fuese capaz de verter lágrimas). Y más que nada, detestaba la corriente oculta de regocijo que había bajo su tristeza.

Hugo, que siempre había detestado las cosas hechas en equipo, detestaba la camaradería de los sanos tanto como temía la fraternidad de los enfermos. Pero todas las mañanas, cuando se dirigía hacia el cruce de Park con la calle 87 para comprar la dosis habitual en la «farmacia», el hombre le saludaba con la mano, y todas las mañanas salía de la tienda para darle los buenos días, y una cosa conducía a la otra y Hugo quedaba atrapado.

—Un amigo mío acaba de ingresar en el hospital. Ya no podía retener la orina.

—Tengo que ir a la farmacia.

—Es algo horrible. ¿Se imagina cómo estaba su apartamento cuando lo encontraron? Al que hace tiempo que no veo es a… Vaya, ¿cómo se llamaba? Yo siempre le llamaba Derrick, pero en realidad no sé…

—Creo que no lo conozco. Tengo que ir…

—Yo le llamaba Derrick, de todos modos. Hace al menos dos semanas que no lo veo. La última vez que nos vimos tenía muy mal aspecto.

—Seguro que se encuentra bien.

—¿Cómo puede estar tan seguro? Tenemos una epidemia, no lo olvide. Supongo que los ingleses se creen inmunes.

Hugo reanudó su camino. El florista tenía la costumbre de enojarse si no le seguían la corriente. En su interior, pensó Hugo, quería que muriese todo el mundo. Sería su venganza contra los altos y los que no llevaban gafas. Merecido lo tendrían, todos ellos, por no haberle prestado atención antes. Y, naturalmente, el negocio siempre iba mejor cuando flotaba la muerte en el aire. Muchos funerales. Sobre todo en aquella zona. En el Harlem hispano, la gente se tomaba los funerales muy en serio. Hugo ya había sido invitado a dos.

El florista siempre se quejaba. La gente no quería sus flores secas para los funerales. Querían flores frescas, grandes y exuberantes, de colores llamativos. Pero él siempre les hacía quedar bien. Le gustaba estar a buenas con las familias del barrio.

Por supuesto, el florista se equivocaba. Los ingleses no eran inmunes. Su miedo era distinto, sencillamente. Más callado y reservado. Oculto. Todavía se sentían demasiado avergonzados. En el Harlem hispano no había vergüenza. Hugo sabía que los ingleses no eran inmunes. El día anterior por la mañana, cuando Raul y Rudy y Lin aún dormían, le había llamado Jim. Jim estaba en el hospital. Tenía erupciones. Tenía dolores de cabeza. Había ingresado para tres semanas. El lento descenso había comenzado. Y muy cerca de Hugo. Tres semanas más y el piso de Jim habría sido su hogar. Ahora, sin ningún lugar donde vivir, se sentía impulsado a regresar.

Hugo entró en la «farmacia» y avanzó con paso decidido hacia el fondo del local.

Ninguno de los presentes le prestó la menor atención cuando se deslizó tras la última estantería del fondo. Para entonces, ya lo conocían.

Desde la entrada, la última estantería parecía estar fijada a la pared, o al menos apoyada sobre ella. Pero encajada en la pared, detrás de los anaqueles, había una ventanilla provista de un cristal de seguridad y una bandeja giratoria. Tras la ventanilla había un negro, un negro grande con mucho oro. Era el que despachaba aquel día. Hugo estaba realizando su expedición matutina. Se recostó en la ventanilla empotrada. Depositó un billete de diez dólares en la bandeja giratoria. La bandeja rotó y Dedos de Oro pescó el billete. Apenas se movió. Ni siquiera pestañeó. Era como comprar un billete de tren, salvo que aquí no se aceptaban tarjetas de crédito. Y eso estaba bien. De otro modo, quizá se hubiera formado una cola. El negro le deslizó un paquete de sensemelia
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por debajo del cristal. Cristal a prueba de balas. Toda la transacción se desarrolló sin una sola palabra. El mínimo contacto visual. Ni sonrisas, ni gestos de reconocimiento. La perfecta compra mañanera.

O habría sido perfecta de no ser por el florista y sus chismorreos macabros. Su letanía de necrológicas prematuras había dejado a Hugo desasosegado durante todo el viaje de ida y vuelta a la farmacia, y ya volvía a estar casi ante su tienda. Pero esta vez el florista estaba ocupado. Tenía un cliente. Y aunque le saludó con la mano, sujetando una cinta entre los dientes y unas tijeras con la otra mano, y aunque Hugo le devolvió el saludo, los dos sabían que se detestaban recíprocamente.

En el apartamento, todos seguían durmiendo. Raul y Rudy estaban acurrucados en el cuartito de atrás, bajo una guirnalda de ropa lavada el día anterior, sobre un mismo colchón, el edredón perdido en una confusión de brazos morenos y piernas blancas. Y Lin, el aburrido de Lin, que tan atractivo hubiera resultado si no cometiera la equivocación de hablar, roncaba en el sofá.

Hugo enrolló su colchón y lo guardó bajo el sofá. Lin giró sobre un costado y la vasta espalda, que tan atractiva hubiera sido si no estuviera cubierta de granos, se contrajo con un ligero espasmo en algún sueño. Eso era todo lo que Lin conocía. Espasmos en sueños. Nunca pasaba la noche fuera. Apenas salía del apartamento, excepto para ir al gimnasio donde moldeaba su espalda y su pecho. Se enamoraba a distancia de repartidores inasequibles que florecían durante seis meses justo antes de la pubertad. Nunca les hacía proposiciones. No era tan estúpido. En el Harlem hispano, si le haces proposiciones a un repartidor equivocado, te arriesgas a perder aquello que te impulsa a hacer proposiciones. Eran unos muchachos angelicales. Un bozo negro en el labio superior; la tez finísima de la juventud, aún no estropeada ni picada por el acné; sonrisas todavía blancas, sin plata, sin oro, sin huecos en la dentadura. Pero los cuchillos que guardaban en las botas podían cortar hasta el hueso antes de que uno hubiera visto la hoja, y sus hermanos mayores llevaban pistola.

En el Harlem hispano, no se les hacían proposiciones a los repartidores. Uno les sonreía. Ellos flirteaban con uno. Les gustaban los gays. Algunos de ellos tenían hermanos gays. Les gustaba exhibirse delante de uno, rascándose, pavoneándose, paseándose sin camisa. Pero si tocabas sin que te lo pidieran, eras carne picada. Y aun si te pedían que tocaras, lo más probable era que al día siguiente encontraras a uno de sus hermanos mayores ante tu puerta.

A Lin no le gustaba la violencia. No había muchas cosas que le gustaran. Todo le ponía nervioso. Prefería la seguridad de un enamoramiento a distancia, la mirada remota y melancólica. Ni siquiera era capaz de dirigirles una sonrisa cuando se cruzaba con ellos por la calle. Estaba demasiado torturado en su interior. Rudy constantemente se metía con él por eso. Rudy nunca dejaba de sonreírles, de guasearse con ellos y admirar sus tatuajes. Nunca sabían qué pensar de Rudy, pero les caía bien.

Raul les caía bien porque con él siempre sabían exactamente qué pensar. Conocían a su madre, y su hermano tenía importantes negocios en el barrio: grandes cantidades de hierba, cocaína y lo que hiciera falta. Pero a Lin procuraban evitarlo. Con él no había diversión, todo parecía trabajo. Lin se quejaba de su vida sin esperanzas, y las quejas lo mantenían vivo; las quejas y su colección de pildoras vitamínicas de alta calidad y su zumo de naranja enriquecido.

Se quejaba de los chicos. De cómo podían ser tan bellos, y de por qué tenían que andar sin camisa, y por qué tenía que hacer tanto calor precisamente aquel día, cuando sus granos estaban en ebullición y no podía quitarse la camisa para demostrarles que él también tenía un pecho robusto aunque no tuviera su mismo color, aunque siempre estuviera de un blanco deslustrado como una camisa sucia.

Lin no sólo se quejaba de eso. Se quejaba de Raul y de Rudy cuando hablaba con Hugo, y seguramente se quejaba de Hugo cuando hablaba con ellos. Lo único que no parecía ser motivo de queja era la falta de espacio. El apartamento estaba abarrotado, pero a él no parecía preocuparle. Cuatro personas en una vivienda de dos habitaciones, obligado a dormir en un sofá con un inglés en el suelo a su lado, y aun así no parecía preocuparle. En el Harlem hispano, nadie se preocupaba mucho por la falta de espacio. Todo el mundo estaba igual y nadie sabía lo que era vivir de otro modo.

En cambio, Lin se quejaba de Raul y de Rudy y de su forma de vivir, y se quejaba sobre todo de Raul, a causa de su tos. Y aunque a Hugo le ponía frenético oír sus quejas, comprendía por qué lo hacía. La tos de Raul no era una de esas toses discretas y apagadas que duran una semana, ni una de esas toses ruidosas, carraspeantes y llenas de mucosidades. Era una tos seca que le reverberaba en el pecho y no parecía terminar nunca. Lenta pero perceptiblemente, estaba consumiendo el color de sus mejillas. Estaba grabando surcos en la frente de Raul, y hacía que su espalda se encorvara y su pecho se hundiera. Y aunque nadie comentaba nada, excepto Lin, Hugo sabía que Rudy sabía y Raul probablemente sospechaba que aquélla no era una tos que fuera a curarse.

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