Un asunto de vida y sexo (40 page)

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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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—Si lo dejas para demasiado tarde, les atas las manos a la espalda.

Eso le habían dicho los médicos. Cuanto antes lo supieran, más podrían hacer. Cuanto antes lo supieran, por más tiempo podrían observar. Más deprisa podrían actuar. Si se mantenía uno en la ignorancia, los mantenía a ellos en la ignorancia, y sólo se advertía que algo andaba mal cuando la enfermedad emergía a la superficie, como una erupción desde un núcleo interno demasiado enconado para poder ser disuelto con una capsulita gris.

Por eso Hugo pasó por la cadena de extracción de sangre en la calle Harley y pagó treinta y cinco libras en efectivo. Por eso, a la mañana siguiente, estaba sentado con Chas en un despacho excesivamente caluroso, y por eso tenía los dedos crispados mientras esperaba el momento de telefonear a su médico.

Chas parecía más tenso que Hugo. Todo aquel asunto lo había dejado al borde del llanto. Su temor por los demás se entremezclaba con el terror por sí mismo. Hugo era todo lo contrario. En las crisis, se helaba. La noticia de una nueva muerte le dejaba parado junto al teléfono, esperando ser golpeado por una oleada de algo mientras pronunciaba las palabras adecuadas: lo siento muchísimo, es terrible. Pero la oleada no llegaba nunca. La orilla permanecía seca. Y luego, más tarde, súbita e inesperadamente, Hugo sentía la pérdida. No como una inundación de lágrimas, un desplome repentino de la ola contenida, sino como un vacío. Un espacio hueco. Una pérdida. Algo que le desconcertaba. Tropezaba con un nombre en la agenda y era el de alguien que había muerto. Desaparecido. Ilocalizable. Fuera del circuito para no regresar. Y el espacio vacío bostezaba lentamente y volvía a cerrarse de nuevo.

Aquella mañana Hugo tenía un espacio vacío en el estómago. No era una sensación de pérdida. Era el espacio que había despejado para suprimir toda reacción. Era emociones en suspenso. Tenía que estar completamente pasivo. Era como si hubiera cometido un harakiri psicológico. Había destripado su miedo. El miedo, a fin de cuentas, siempre se le instalaba en las tripas.

Fue al piso de arriba para telefonear.

En el piso de arriba había un despacho más pequeño, desocupado.

Llamó a la consulta con gestos enérgicos.

Era como esperar los resultados de un examen. Salvo que los resultados de un examen no eran asunto de vida o muerte. Lo sabía desde que tenía once años, porque se lo había dicho su padre cuando le acompañó a realizar el examen de ingreso en la escuela grande del campo.

—No es un asunto de vida o muerte —le dijo, mientras Hugo cerraba la portezuela del coche con la cara muy pálida.

Esto sí.

Descolgó el teléfono y, como si se estuviera observando desde cierta distancia, vio que su mano marcaba el número de la consulta del médico. El espacio vacío del estómago se agitó. El aire se arremolinó. Fue la sensación que se experimenta cuando, viajando en el asiento trasero de un automóvil, se cruza inesperadamente sobre una protuberancia en la carretera. La tierra y todas las cosas sólidas parecían disolverse.

—Recepción. —Era una de las mujeres con gafas de concha que atendían el escritorio de la entrada. Eran las guardianas del consultorio. Para acceder al doctor, había que recurrir a tácticas de asalto o a una estratagema cuidadosamente preparada. Hugo siempre prefería el ariete.

—Tengo que hablar urgentemente con el doctor Wilkinson.

—El doctor Wilkinson está de vacaciones.

Hubiera debido decir buenos días, pero se había dejado llevar por el pánico. Ahora ella estaba disfrutando. Había levantado el muro de piedra perfecto.

—¿Quién se encarga de sus pacientes? Tengo que averiguar los resultados de un análisis de sangre.

Hugo sabía que eso la alarmaría. Un análisis de sangre. Era algo inconcreto, pero un joven de voz arrogante que evidentemente no estaba en el hospital…, todavía. ¿Qué podía significar? La mujer no respondió. Se puso un médico al aparato.

—Doctor Hilliard al habla.

Era una voz joven. Demasiado verde. Deseosa de complacer. Era una voz tipo hagamos-borrón-y-cuenta-nueva, volvamos-a-empezar, cada-día-es-un-día-distinto. Una voz tipo boy scout.

—Aquí Hugo Harvey.

—Ah… Señor Harvey…, sí…

La voz del médico daba claras muestras de nerviosismo. Hugo notó que la conversación se decantaba hacia su terreno. La iniciativa era suya. Había superado a las guardianas y tenía a un médico en la cuerda floja. Ahora, a rematar. A por la información. El asunto de vida o muerte. En el fondo de su mente, Hugo se daba cuenta de que éste no era el juego normal. Esta vez podía perder de todos modos. Y los indicios no eran buenos. ¿Por qué había de estar tan nervioso el médico?

—Llamo para conocer los resultados de un análisis de sangre. Ya deben de estar disponibles, pero se los habrán mandado a…

—Sí. Los tengo aquí.

—Bien. ¿Cuál es el resultado?

Tenía que abordar el asunto de frente. No podía perder impulso.

—Bueno, no me parece adecuado comunicarle los resultados por teléfono…

—¿Por qué no?

Hugo notó que se le endurecía la voz. ¿Por qué tenía que discutir? Se trataba de su salud. No iba a tomar un metro hasta Hadley…

—Creo que deberíamos comentarlos en mi consulta.

—Estoy trabajando. No puedo tomarme la tarde libre.

—Bueno, creo que debería usted hacerlo. No me gusta tener que decírselo por teléfono.

¿Por qué no había de gustarle? Estaba delatándose. Si los resultados fueran negativos, no estaría tan preocupado.

—Lo único que le pido es una respuesta, sí o no. Ya sé para qué eran los análisis. Sólo quiero saber si soy positivo o negativo.

—Quieren que vuelva a la clínica para hacerle otros análisis.

—¿Por qué? ¿Es que éstos son parciales? —Sí.

—Entonces, soy positivo.

—Bueno…

—De otro modo, no haría falta que me sometiera a nuevas pruebas.

—Bueno, es importante aclarar…

—¿Es probable que salga negativo si una de las pruebas ya ha dado positivo?

—No.

El médico no lo estaba pasando bien. Era nuevo en el puesto. Aquélla era su primera semana. Hugo se enteró luego. También se enteró de que el médico se había pasado el resto del día hecho polvo por la forma en que había conducido la conversación. Pero Hugo no le había dejado ninguna opción. No estaba dispuesto a pasarse una hora y media en el metro para que un médico en prácticas releyera apresuradamente su manual en busca de instrucciones acerca de cómo dar la noticia de una grave enfermedad a un perfecto desconocido. Hugo no necesitaba sus consejos y no le interesaba su compasión. La compasión de los desconocidos es la más deprimente de todas.

Hugo tampoco lo estaba pasando bien. No eran los resultados que él hubiera querido.

—Y las pruebas han dado positivo.

—Bueno… Sí.

—Muchas gracias.

Hugo colgó el auricular y se quedó mirando el tablón de corcho que colgaba en la pared del despacho justo enfrente de su cara. Contempló algunas postales. Había una puesta de sol en Jamaica considerablemente retocada. Había un hotel de Oban, de aspecto muy poco atrayente. Había una de Piccadilly Circus en la que el coloreador había utilizado el mismo rojo para dos autobuses, el abrigo de una señora y tres pares de zapatos de mujer.

Se quedó mirando el tablón y trató de imaginar qué se esperaba que hiciera. Cómo se esperaba que se sintiera. Se sentía sumamente sereno. Pero se sentía como si hubiera debido llevar un mensaje en un frasquito de cristal colgado del cuello, un frasquito que podía abrir. En su interior encontraría instrucciones. Serían claras y sencillas, escritas en el estilo de un antiguo piloto de la RAF de la alta sociedad. No temas, muchacho. Cosas peores ocurren en el mar.

Hugo respiró hondo y se puso en pie. Siempre le decepcionaba comprobar que las lágrimas nunca acudían en los momentos en que más las esperaba. No era tanto el dramatismo del llanto lo que deseaba, como la catarsis. Pero no. Todo permanecía hermético y comprimido.

Fue al piso inferior y se sentó frente a Chas. Chas lo interrogó con la mirada. Antes de que pudiera decir una palabra, sonó el teléfono. Trabajo. La jovialidad de su voz sonaba como un eco. Trazó un signo positivo en una hoja de papel y la deslizó hacia Chas.

Mientras Hugo charlaba por teléfono, Chas lo miraba fijamente, y Hugo, sintiendo burbujear de nuevo la tensión interior, empezó a sonreír incontrolablemente. Cuando los ojos de Chas parecían a punto de saltarle de las órbitas, empezó a reír. Cuando por fin colgó el teléfono, Chas tenía la cabeza entre las manos.

—¿Lo tienes?

Hugo dejó de reír y, con voz bastante neutra, respondió:

—Sí.

A Hugo le gustaba parecer valeroso. Frío. Ajeno al drama de su propia vida. Recostándose en el asiento y silbando entre dientes, le transmitió la noticia como si se tratara de un ligero inconveniente. Por dentro, empero, el terror acechaba cada vez más cercano.

Cuando fue al hospital, se molestaron con él porque había ido a una clínica privada e insistieron en repetirlo todo de nuevo, todas las preguntas y todas las pruebas.

—¿Con cuántos hombres se ha acostado en los últimos tres años?

—No lo sé.

—Cinco, diez, quince…

—Cien.

—¿Cien?

—Tal vez quinientos. —Hugo sonrió. El hombre enarcó una malévola ceja—. ¿Cuál sería el promedio…? No sé… Nunca me he parado a contarlos. Bastantes. Cien. Es muy posible.

—¿Ha utilizado alguna vez euforizantes?

—Sí.

—¿Ha tomado alguna vez drogas por vía intravenosa?

—Sí.

Hugo quería impresionarlo. Otra ceja enarcada, quizá. El hombre no pestañeó. Se fue sin decir más y dejó a Hugo sentado sobre una silla dura en un cuarto vacío. Pero aquello no era una comisaría. Estaban allí para ayudarle. Así se lo dijeron en el momento de asignarle un número. Eso protegería su nombre. Eso impediría que nadie pudiera husmear en su historial médico.

Hugo había entrado en el mundo secreto de la gente infectada.

Firmó impresos y vio garrapatear anotaciones y observó que sobre firmas y anotaciones caían sellos de goma que rezaban CONTAMINADO. Le cogieron el brazo y le extrajeron ocho ampollas de oscura sangre roja, y una tras otra las sellaron con la palabra CONTAMINADO. Empezaba a captar el mensaje. Luego lo enviaron al piso de abajo, a la asistenta social. Hugo se debatía con su desapego. Una parte de él quería hacer una escena. La otra parte, la más fuerte, le exigía seguir como siempre: indiferente, frío, imperturbable.

—Seguramente me iré por ahí tres años y luego moriré —le dijo a la asistenta social, con una pomposidad que creyó pasaba por despreocupación—. No le veo ningún sentido a quedarme sentado esperando que pase algo.

No había hecho ningún proyecto y no hubiera sabido por dónde empezar, pero quería que aquella joven escocesa pelirroja comprendiera que no necesitaba su condescendencia.

—¿Y si pasan los tres años y no se muere? —replicó ella en tono vivaz—. ¿Y si pasan diez años y no se muere? ¿Volverá entonces o se quedará sentado esperando la muerte?

La mujer intentaba suprimir el dramatismo de su catástrofe. A Hugo le había gustado la idea de un viaje de purificación, el leproso mendicante que recorre el mundo tomando notas de camino a la tumba.

Pero no se marchó a ninguna parte. Esto era lo más extraño de ser positivo; que no justificaba ninguna acción. Estabas sentado en la antesala de la enfermedad, esperando a que pronunciaran tu nombre, pero más te valía llevar algo para hacer mientras esperabas, pues de lo contrario te morirías de aburrimiento.

Hugo salió del hospital con un número secreto y un programa de futuras visitas. En realidad, no sabía cómo se sentía. El estómago no le daba ninguna pista. Lo tenía en blanco. Sentía la mente en blanco. Intentó explicárselo a algunos amigos: Chas ya lo sabía. Se lo contó a otros tres, quizá cuatro. Amigos íntimos. En todos los casos acabó lamentando haberles dicho nada. Intentó explicar cómo se sentía en blanco, y todos lo contemplaron con fijeza y detenimiento, como si quisieran aprenderse de memoria sus facciones. Les saltaban las lágrimas o abrían los brazos para abrazarlo. Pero él no quería eso. Apreciaba el amor y la lealtad de sus amigos, pero no las implicaciones de su pesar. Ellos le consideraban ya enfermo, y todavía no lo estaba. ¿Lo estaba?

Intentó hablar con otros a quienes sabía contagiados, y sólo le deprimieron con su depresión. La noticia los había acobardado. Se creían inválidos. Si alguien les hubiera ordenado ir a un campo de concentración para intocables, habrían obedecido mansamente, con la cabeza gacha. Y Hugo los habría contemplado, paralizado, desde el otro lado de la alambrada, sin decírselo a nadie, sin protestar, mintiendo para salvar el pellejo.

Había excepciones: Jim, aferrado a la vida como un terrier, con su conocimiento clínico de todo lo que podía suceder, se negaba a dejarse amilanar por la adversidad e inundaba a Hugo con folletos y propaganda acerca de nuevos medicamentos, vacunas y análisis. Philip, con su arrogante convicción de que sabía más que los médicos y que todo lo que necesitaba era la combinación adecuada de polvos B subalgo y bebidas orgánicas, insistía en que llevara él mismo la cuenta de sus niveles de linfocitos T, que leyera los resultados de los análisis de sangre tras cada visita al hospital, que indicara él a los médicos cuándo debían actuar y cuándo abstenerse. El mismo Chas, una vez superado el estremecimiento inicial, recordó a Hugo que aún podía resfriarse, toser y vomitar sin dar por sentado que cada temblor era el heraldo de la muerte.

Poco a poco, empero, la noticia fue calando: calladamente, en secreto, en el fondo de la mente. Hugo perdió la memoria. No la memoria importante: sabía quién era, lo que hacía y dónde lo hacía, y a veces incluso por qué. Pero lo perdía todo por todas partes. Perdió agendas, una cartera, las llaves. Perdió bolsas de la compra llenas, un reloj. Olvidaba las citas o se presentaba a una hora distinta de la convenida. Comenzó a perder la paciencia. Y entonces, tan bruscamente como había empezado, la cosa terminó. Ésta fue su reacción. En una trastienda remota de su mente, el negocio, el negocio de acordarse de recoger las bolsas de la compra, abrocharse el reloj, guardar las agendas, devolver la cartera al bolsillo, había cerrado por vacaciones. La presión había sido excesiva. Y, de pronto, la presión había cesado, las ondas de choque se habían amortiguado, el negocio seguía como de costumbre. Por un tiempo. Por el momento. Temporalmente.

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