Un asunto de vida y sexo (39 page)

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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Era lo mismo, sólo que ahora Hugo cobraba por leer los pedazos de papel que movía de un sitio a otro y tenía máquinas de escribir para la escritura de persona mayor, y cuando descolgaba el teléfono era de verdad y había alguien al otro extremo.

Era un día difícil. Hugo sabía que aquel día iba a saberlo. Por la mañana, había empezado una carta a un amigo. «Hoy sabré cuánto tiempo me queda de vida…» Mientras lo escribía, pensó que el tono melodramático era injusto. Pero le protegía. El vistoso gesto dramático apagaba las pequeñas corrientes de pánico.

Tampoco lo había enfocado de la manera adecuada. Su médico trataba de ayudarle, pero cometió un error. Lo envió a una clínica de la calle Harley, por ese toque de atención particular. Pero aquello no era una clínica. Era una zona de paso para cautelosos ejecutivos de larga distancia que deseaban verificar sus virus antes de echar un polvo con su mujer por la noche.

—¿Me has traído algo de Bangkok, cariño?

—Sólo la dosis normal, cielo. Nada grave.

El hombre de la aguja no mostró el menor interés. Más que un médico, era como el empleado de una gasolinera. Estaba en su estación de servicio.

Le formuló unas cuantas preguntas inconexas. ¿Es usted homosexual? ¿Es usted toxicómano? ¿Piensa pagar ahora o quiere que le mandemos la factura? ¿Tiene alguna tarjeta de crédito?

El cuarto era bastante astroso; alfombra manchada y cortinas sucias. Un viejo sofá de cuero. Agrietado, rasgado, ligeramente polvoriento. Un escritorio grande, vacío excepto por un secante y un teléfono. En la pared, grabados inclasificables de alguna denominación cristiana inclasificable.

Todo el local era apenas un compartimiento para hacer sangrías. Innumerables frasquitos al extremo de innumerables jeringuillas desechables. Un pinchazo, dos frascos, fuera los guantes de goma etiquetados, un apretón de manos. Millicent tomará sus datos. Haz pasar al señor…, al señor…, ah, hum…, haz pasar al siguiente, Millicent, por favor.

Menos de media hora después de haber pulsado el estridente timbre de la gran puerta negra de la calle Harley, Hugo salía de nuevo a la calle, empujado por la puerta lateral, conducido por el pasillo de raída moqueta protegida por un recubrimiento plástico, ante la raquítica planta de la deprimente mesita de ruedas.

—Enviaremos los resultados a su médico —le informó el hombre de la aguja, sin mirarlo a la cara. ¿Por qué habría de hacerlo? Si se detuviera a mirar a todo el mundo a la cara, se pasaría allí todo el día. Se lo pasaba igualmente, pero tardaría más. A fin de cuentas, nadie intenta trabar amistad con el empleado de la gasolinera.

A Hugo le molestó saber que no recibiría directamente los resultados. En el hospital habría sido distinto. Se lo habrían dicho a él, no a su médico. Habría sido todo confidencial. Sin dejar constancia. Pero ponían muchas dificultades para hacer la prueba.

Había tardado mucho en reunir fuerzas para dar este paso, y no le quedaba energía para dejarse disuadir. Ya había ido antes al hospital. Se había sentado ante un médico en un despacho del hospital, y el médico le había dicho que sus motivos para solicitar la prueba no eran lo bastante poderosos. Se había mostrado amistoso y tranquilizador, pero no había querido extraerle una muestra de sangre. En aquella época, todavía querían que uno tuviera buenos motivos. Había demasiada gente que actuaba con ligereza. Descubrían que eran positivos al HIV y renunciaban al resto de su vida. A veces lo hacían en público. A veces, se suprimían de un modo discreto. Era como si, una vez confirmado un final definido, no tuviera sentido seguir esperando. Pero todo el mundo tenía confirmado un final definido. Y tampoco se sabía cuándo iba a suceder exactamente. Ni cómo.

La gente tenía miedo. Todo el mundo rezaba por dar negativo. Entraba uno en la prueba como un ser humano normal y salía convertido en leproso o en amante. Algunos todavía seguían hablando en términos de segregación. Campos para los contaminados. Un cubo de basura para los marginados sexuales y las bajas sociales. Hugo había tenido estos miedos. Miedo a ser un intocable. Miedo a seguir a jóvenes por la calle y no poder llegar al final.

Tres años antes, un jornalero le había contagiado la sífilis. Sin mayores consecuencias. Apenas un chancro indoloro y perfectamente formado en la punta de la polla. Se lo enseñó a las señoras de la clínica de St. Stephens y de repente se encontró en la cama, dejándose fotografiar y admirar la entrepierna ante una procesión de estudiantes llamados a examinar aquella infrecuente y perfecta manifestación de la sífilis primaria. En alguna parte, en algún libro médico a todo color, hay una foto de la polla enferma de Hugo. Comenzaba incluso a sentirse más bien orgulloso, hasta que una vocecita rencorosa le recordó que aquello era una sífilis, no un tatuaje especialmente apreciado. Luego lo pusieron boca abajo y le inyectaron una dosis de penicilina en el músculo de la nalga con una jeringuilla gruesa y un émbolo que se movía tan despacio que Hugo podía notar cada mililitro que le introducían a presión. El dolor fue asombroso. Cuando hubieron terminado, cuando la jeringuilla estuvo vacía, se puso en pie. La enfermera le preguntó si quería sentarse un par de minutos. Hugo negó con la cabeza y cayó al suelo.

Pero fue más tarde cuando se sintió molesto.

No le importó la actitud de la asistenta social, tan preocupada de que él se preocupara que Hugo llegó a la conclusión de que debía de haber estudiado entre religiosas amas de casa desquiciadas, que consideraban la sífilis una maldición inerra-dicable. ¿A qué venían tantas alharacas? Hugo tenía una enfermedad, la enfermedad tenía nombre y era curable. Eso era lo único que le importaba. Que pudieran tratarla y eliminarla. Pero la asistenta social lo contemplaba con ojos muy abiertos cargados de compasión y trataba de apaciguar los traumas que imaginaba él debía estar sufriendo, y Hugo asentía educadamente.

Fue cuando salió a la calle y vio a uno de esos jóvenes corriendo tras el autobús, uno de esos jóvenes que le hacían lanzar una exclamación, un gemido de desesperación porque estaban sueltos por la calle y no en casa, la piel contra la piel, la cabeza sobre su almohada, el cuerpo entre sus brazos. Fue entonces cuando le molestó y se sintió contrariado. Bajó la vista al suelo. No tenía más remedio. No podía jugar el juego. No podía entrar en el juego si no podía acabarlo. Por improbable que fuera que el juego llegara alguna vez más allá de una mirada provocativa y una expresión de confusión, no podía mirar con la misma confianza, y la confianza era la clave. Una mirada de alarma repentina que decía «baja del autobús y quítate los pantalones en mi casa» no daba resultado si se limitaba a decir «baja del autobús y dame tu teléfono… Ya te llamaré cuando esté mejor.»

Con una nalga rellena de penicilina, Hugo se dirigió cojeando hacia la parada del autobús como un inválido sexual.

Eso era lo que pretendía evitar. Por eso se marchó del hospital cuando el médico le dijo que sus motivos para solicitar la prueba no eran lo bastante buenos. Ése era el argumento que ofrecía a los amigos temerosos y preocupados. No dejes que los hechos te conviertan en un inválido. La confianza lo es todo. La ignorancia es felicidad.

Pero la felicidad no podía extirpar el miedo. El pavor se infiltró bajo la sonrisa de confianza. De pronto, Hugo tuvo que enterarse.

Tuvo que enterarse a causa de Jim. Jim era siempre la primera parada, la más divertida. La tienda de drogas. En su piso podía ocurrir cualquier cosa. Siempre acudía gente con drogas, con amigos, con música e invitaciones a fiestas. Hugo también acudía. Acudía con un amigo. Rudy. Fue así como conoció a Jim. Por mediación de Rudy. Conocía a Rudy de Cambridge, y Rudy conocía a Jim del sexo. Así estaba la cosa. Éstas eran las conexiones entonces. La red.

Acudía con Rudy y se sumaban al desenfreno, se dejaban llevar, seguían la corriente, dos estudiantes con muy poco dinero y mucho tiempo libre, venidos para un fin de semana de correrías londinenses. Y siempre empezaban en casa de Jim. Él era su figura paterna, su proveedor, su chófer, su casero, su anfitrión. Y nunca se quejaba. No se quejaba cuando se presentaban sin avisar y se marchaban sin dar las gracias, cuando compraban a crédito y les parecía lo más natural. Siempre sonreía cuando les abría la puerta, y ponía los ojos en blanco. Siempre parecía saber que eran ellos. Y siempre parecía tener unos ácidos superfrescos acabados de llegar aquel mismo día.

Eso era en los viejos tiempos. Antes de que cayeran Chas y Rudy. Antes de que expulsaran a Hugo. Antes de que el mundo se desmoronara.

Le telefoneó Jim. Le telefoneó a Nueva York. Hugo vivía en casa de Rudy, y quería alojarse en casa de Jim cuando volviera a Inglaterra. No podía volver con William y Barry. Ya no. No lo aceptarían. Había llegado demasiado lejos. Con Jim nunca se podía llegar demasiado lejos.

Y entonces Jim le dijo que era imposible.

El plan parecía perfecto. Hugo tampoco quería volver con William y Barry, de todos modos. Ellos tenían razón. Las cosas habían llegado demasiado lejos. No quería recordarlo. Jim se cuidaría de él. Quería a Jim como a un hermano mayor. Un hermano mayor que te consuela, te da una galleta, te prepara una taza de té y luego te echa un jarro de agua fría. Creía tenerlo todo calculado. Parecía todo resuelto. Estaba pasando la convalecencia. Rudy era su psiquiatra y Jim era su enfermera. Los dos tenían la llave del cofre de las medicinas. Y entonces la enfermera de Hugo se puso enferma.

Hugo estaba sentado en el suelo cuando sonó el teléfono. En el apartamento. Harlem hispano, Manhattan. Un poco demasiado encaramado en el Upper East Side. Los demás estaban durmiendo. Rudy. Raul. Lin. En el exterior, la atmósfera de las calles Ochenta pasaba de los treinta grados. Estaba cargada. Cargada de humedad y de contaminación, de sudor y de reniegos. Pero el piso dormía. Y el teléfono sonaba. Y Hugo, que desde hacía algún tiempo no dormía demasiado bien, lo descolgó antes de que despertara a alguien. Estaba preparado. Preparado para uno de los hermanos de Raul, uno de los usureros de Lin, uno de los líos esporádicos de Rudy. No era ninguno de ellos. Era para Hugo. Era Jim.

—Hola.

—Hola, Hugo, soy Jim. Me sabe mal molestarte en plenas vacaciones.

—No te preocupes. Esto no son vacaciones. Cuando has de sudar tanto, es como si estuvieras trabajando. ¿Cómo estás? ¿Qué tal va todo?

—Bueno, por eso te he llamado. Es por el piso. Me parece que no va a poder ser.

—¿Por qué no? ¿Qué ha pasado? ¿Se ha instalado otra persona? —Hugo estaba mosqueado—. No me lo digas. Te has vuelto a enamorar. No te preocupes, Jim. Se te habrá pasado antes de que yo llegue.

—Es que ya no estoy allí.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que he tenido que ingresar en el hospital. Te llamo desde el hospital.

—¿Por qué?

Era una pregunta estúpida.

Hubo una pausa.

—Creen que tengo un ataque de meningitis y estoy cubierto de erupciones. Me vienen constantemente unos dolores de cabeza increíbles.

—¿Dónde estás?

—En St. Stephens. Llámame cuando vuelvas. Estaré aquí tres semanas.

—Vale. ¿Necesitas algo?

A Hugo no se le ocurría qué decir.

En toda la conversación, ninguno de los dos mencionó la palabra que les bailaba en la punta de la lengua. Era como una maldición. Lo dices. Lo tienes.

Hugo dejó el teléfono descolgado durante un largo rato. No quería recibir más llamadas. Una era suficiente. Contempló el apartamento. De pequeño, siempre había considerado que las llamadas telefónicas eran algo bueno. Más tarde, se habían convertido en su cable de salvación. Una cuerda con la que escapar de la torre de su madre. Dejó que el auricular cayera lentamente sobre el teléfono. Se puso en pie, fue al cuarto de baño y contempló una vez más los cuarenta granos rojos que le habían salido en el pecho. Ya los había contemplado antes. Y cada vez había albergado la esperanza de que hubieran desaparecido.

Unos minutos antes se hallaba en la cima del mundo. Arrellanado en el sillón de dentista situado en el centro de la pequeña habitación situada en el centro del pequeño piso de Raul, ignorando los ronquidos de Lin como los había ignorado en las cuatro semanas anteriores. Estaba arrellanado en el sillón de dentista, mirando hacia la ventana, más allá del murmurante y resonante aparato de aire acondicionado encajado como una fea cucaracha gigantesca en mitad del cristal, mirando la suciedad que emborronaba las descoloridas letras doradas de las ventanas de enfrente. «J. M. Saperstein. Excelencia en Pieles.»

Ahora el mundo parecía más lejano. Los descoloridos Saperstein habían perdido todo su romanticismo. Sólo parecían tristes.

Ahora Jim estaba enfermo. Sin duda enfermo de gravedad. Ahora, la enfermedad que estaba en los periódicos y en Nueva York estaba también en su vida. En su íntimo círculo íntimo. De bastante próxima, había pasado a estar demasiado próxima. Estaba sentada a su lado. Quizá sobre él. Quizá en él. ¿Y Jim? ¿Iba a ser éste su fin? Hugo encendió un cigarrillo, cosa que no solía hacer antes de almorzar. Escupiendo el humo de los pulmones como si le hiciera sentir peor, volvió a reflexionar sobre la conveniencia de someterse a la prueba.

Lo que acabó de convencerle fue lo que le dijo Jim. Cuando fue a visitarlo, a su regreso, lo encontró sentado en la cama, gritando a las enfermeras, rogándoles que solucionaran su dolor, exigiéndoles más analgésicos. Cuando la enfermera se hubo retirado, Jim esbozó una sonrisa radiante y enseñó a Hugo su reserva. Veinticinco analgésicos de máxima potencia. Pero realmente estaba enfermo y le dolía la cabeza. Y sabía lo muy enfermo que estaba.

La ignorancia ya no era un refugio, le dijo Jim. Y Hugo escuchó. La ignorancia era un limbo de pánicos imprevisibles. Como el pánico que había sentido en Nueva York mientras contemplaba los cuarenta granos rojos en el pecho. Necesitaba saber por qué cosas valía la pena preocuparse. Necesitaba poder tener un resfriado o un acceso de tos, sentirse fatigado, tener una diarrea, perder el apetito, sin helarse por dentro cada vez y pensar: «Ya está. Ahí vamos.»

No le preocupaba morir. Ya había estado cerca de la muerte en otras ocasiones. En automóviles demasiado rápidos conducidos por amigos demasiado jóvenes y demasiado colocados. Aquello era una muerte a la tremenda, donde la peor posibilidad era sobrevivir en una silla de ruedas. Pero esto era un lento deslizamiento por una pista de obstáculos infestada de microbios aprovechados, virus oportunistas, gérmenes hipócritas y variedades curiosas de enfermedades poco corrientes. Era la consunción y el dolor. Era lo que le había dicho Jim, sentado en su habitación gritando a la enfermera para que le trajera más analgésicos, la cabeza destrozada por una sierra mecánica interior.

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