Un asunto de vida y sexo (36 page)

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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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El ambiente de la biblioteca ya era tenso y apenas si se había pronunciado una palabra. A Hugo le apetecía una bebida, pero no sabía qué pedir. Hugo habría pedido escocés. Pero ¿y el buscavidas? Cerveza. Limonada. Agua mineral. Sonrieron todos con sonrisas artificiales y el Señor Televisión empezó a hurgar. Empezó a preguntar. Sabía lo que se hacía: se ganaba la vida haciendo preguntas. Pero las respuestas de Hugo no eran las que él quería oír. Le impulsaban a hacer más preguntas. Le preguntó dónde había estudiado, y, como un tonto, Hugo se lo dijo. Cualquier tensión sexual que hubiera podido existir se evaporó al instante. Un colegio privado. El Señor Enfangador no había llamado a Caprice para que le proporcionaran una carabina bien educada con el bachillerato superior. Hugo no dijo nada de Cambridge. Sabía que estaba pisando en falso, pero había perdido la orientación hasta tal punto que éste era el único camino que veía. El Señor Televisión deseaba carne, cartílago, violencia. Deseaba un Neanderthal al que pudiera deslumbrar con su fama y conservar por unos cuantos peniques. Hugo no se dejaba deslumbrar. Se pavoneaba.

Como si fuera su deber, se quitaron la ropa y se acostaron. Los tres. El rubio de los hombros anchos y la cara de vaselina estaba más gordo de lo que parecía. Se tendió y trató de adoptar una pose incitante. Era el verdadero amante del Señor Televisión. Seguramente también trabajaba en la televisión. Hugo se desnudó y se tendió a su lado. El Señor Televisión se quitó los pantalones, los calcetines y la camisa, y se les acercó con un bamboleo de grasas.

Hugo se dio cuenta de que la cosa iba mal al ver que no se le ponía dura. Normalmente, el mero hecho de desnudarse le provocaba una erección. Pero allí, expuesto a la mirada sarcás-tica del Señor Televisión, blanco de sus comentarios malintencionados, sintiéndose flaco, deseoso de irse y deseoso de ganar, no se le levantaba. Buen regalo de cumpleaños estaba resultando.

Durante veinte minutos, los tres se revolcaron y se palparon mutuamente. Hugo sólo empezaba a excitarse cuando jugueteaba con el rubio. Pero eso estaba prohibido. Ambos eran propiedad del Señor Televisión, y estaban allí para satisfacerlo. Y el Señor Televisión no era un mirón. Constantemente tironeaba de Hugo y manoseaba su pene fláccido. Llevaba las uñas pintadas. Barniz transparente.

Hugo era consciente de que era mejor marcharse, pero quería el dinero. Lo necesitaba para pagar una deuda. Siempre había alguna deuda por pagar. Siempre había algún motivo para volver a trabajar. Podía seguir así indefinidamente, sin detenerse jamás. Resolver todos los problemas haciéndose un cliente. Sopesó el problema mientras el Señor Televisión le sacudía la polla. De buena gana le hubiera pegado, pero eso habría atraído a la policía. O a su amante rubio. ¿Y si se levantaba y se iba? ¿Cuánto tardaría en vestirse? ¿Podría hacerlo con la suficiente rapidez? No, claro que no. Y no era cosa de salir corriendo desnudo por las calles de Kensington.

El Señor Televisión se incorporó y se dejó caer sobre él. Le aplastó las costillas. Lo dejó sin aliento. Hugo alzó la cabeza y vio la enorme rotundidad movediza del gordo balanceándose sobre su cuerpo, sobre sus huesos. Era una pesadilla hecha carne. Hugo empujó para apartarlo. El hombre se lo quedó mirando con expresión sorprendida.

—Creo que será mejor que me vaya.

—Pero ¿tú qué te has creído?

—Sólo creo que será mejor que me marche.

Hugo ladeó el cuerpo de forma que el michelines se deslizó y quedó tendido de espaldas, contemplándolo con aire de consternación. El amante rubio no decía nada. No sonreía, pero tampoco iba a pegarle.

Hugo se apresuró a coger su ropa, eligiendo primero las prendas más estratégicas.

—Tendré que llamar a la agencia.

—Estoy seguro de que encontrarán un sustituto.

El hombre estaba furioso y quería humillarlo. Hugo se mostraba inexpresivamente cortés. No debía ser grosero. No debía ser sarcástico. Debía mostrarse imperturbable. Quería estar con sus amigos. Quería reír, emborracharse, bailar, quedarse sin blanca. ¿De qué le servía tener la cartera llena de billetes de diez libras? Al fin y al cabo, apenas podía decir que fueran suyos. Entre lo que debía a la agencia y lo que debía a sus amigos, a los cobradores del gas y la compañía telefónica, al banco, a su padre, nunca tenía dinero propio y siempre tenía que conseguir más. Estaba enganchado a los billetes de a diez.

—¿Qué número tienen? Voy a llamar a Richard para quejarme.

Hugo se dio cuenta de que jamás volvería a trabajar para ellos, y le alegró que la decisión hubiera quedado en manos de otros. Lo borrarían de la lista. No tendría necesidad de despedirse.

—No volverás a trabajar nunca más.

—Oh, cielos. Cuánto lo siento.

Le salió de un modo completamente inapropiado. El gordo de la tele alzó la vista, sorprendido.

—¿Por qué te dedicas a este trabajo? No se te da muy bien.

—Era muy bueno.

—¿Cuánto hace que estás en esto?

—Ahora mismo no me acuerdo. Tengo que irme. Ya conozco el camino.

Fue lo más cerca que estuvo nunca de ser entrevistado por un célebre presentador de la televisión. Y habría sido un buen programa. Sólo hubiera tenido que ser un poco más largo.

Terminó de vestirse y se dispuso a escapar. Casi podía oler la libertad de las calles mojadas. Tenía que huir de aquella falsa biblioteca, rosada y abrillantada, antes de que empezara a reírse como un loco o se quedara sin respiración. Quería correr bajo la lluvia hasta la parada del autobús, y colarse en los autobuses hasta llegar a sus amigos, a la fiesta, y entonces se emborracharía y no diría nada a nadie de su velada con el Señor Televisión.

El rubio se puso en pie y se ató una toalla a la cintura.

—Tendré que abrirte la puerta.

—Cumpleaños feliz. —Hugo dirigió al michelines una sonrisa neutra.

—Es un poco tarde para eso, ¿no? ¡Oh, qué mierda de país! ¡Qué mierda de ciudad! Si esto fuera Nueva York…

Estaban en el recibidor. El rubio y Hugo. El rubio sacó una llave. Extendió la mano y Hugo fue a estrechársela. Pero tenía algo en la mano. Hugo lo cogió.

—Llámame mañana. Me encantaría volver a verte. —El rubio sonrió. En el pecho de Hugo se formó una burbuja de risa, pero la aplastó con otra sonrisa neutra.

—De acuerdo —respondió.

El amante rubio del gordo Señor Televisión le había pasado una hoja de papel. Dentro de la hoja había un billete de cincuenta libras. Ahora podría ir a la fiesta en taxi. La vida era absurda. Metió una mano bajo la toalla del rubio y le dio un apretón en los huevos. En realidad, no sabía muy bien por qué. Por la alegría del momento. Por haber ganado dinero sin trabajar. Sonó un bufido repentino. Se volvieron y, justo en el umbral, vieron al Señor Televisión. Los michelines en jarras. Ojos que echaban fuego.

Hugo cogió el tirador, abrió la puerta y se escurrió al exterior como una anguila saliendo del fango.

No pudo librarse de la sonrisa durante todo el trayecto en taxi. Cuando vio a sus amigos, no pudo parar de reír, y no pudo contarle a nadie por qué.

UNA SENTENCIA SIN IRONÍA

DECLARACIÓN PRESTADA POR EL INSPECTOR PAUL HODGSON ANTE EL JUZGADO DE LA CALLE BOW

19 de agosto de 1985

El mediodía del 5 de agosto de 1985, el inspector Trowell y yo nos encontrábamos cumpliendo una misión especial en los servicios de caballeros de la calle Jermyn, Londres W1, un conocido lugar de encuentro de homosexuales masculinos. No íbamos de uniforme. Yo llevaba unos téjanos desteñidos y un polo Fred Perry verde de manga corta. El inspector Trowell llevaba unos téjanos parecidos y una camisa amarilla. Nos habían dado instrucciones de vestir de forma atractiva e informal.

El acusado, Hugo Harvey, entró en los servicios a las 12.46 del mediodía. Llevaba una camisa de verano, pantalones holgados a cuadros y zapatos blancos con puntera. Los servicios estaban bastante llenos de gente que esperaba, aunque resultaría difícil decir qué esperaba, puesto que dos de los tres urinarios estaban desocupados.

El acusado se situó ante uno de los urinarios vacíos y orinó. Mientras lo hacía, no dejó de mirar constantemente a su alrededor observando a los hombres que esperaban, entre los que nos contábamos el inspector Trowell y yo. En ese momento no hizo ninguna insinuación directa. Después de orinar, el acusado permaneció ante el urinario durante seis minutos más. Parecía estar masturbándose con el propósito de atraer mi atención. Sin embargo, fue un caballero entrado en años que llevaba treinta y ocho minutos esperando en los servicios quien pasó a ocupar el urinario contiguo al del acusado.

El acusado se apartó inmediatamente del urinario, abrochándose la ropa, y se apoyó en la pared cerca de mí. Me miró muy fijamente durante un par de minutos, pero sin hacerme ninguna insinuación física ni verbal. En ese momento, el inspector Trowell salió de los servicios y se apostó a la entrada del aparcamiento vecino. Yo salí a reunirme con el inspector Trowell a fin de consultar con él cuál sería a su juicio el curso de acción más adecuado. Empezaba a sentirme incómodo ante la atención que me dedicaba el acusado.

Tras consultar con el inspector Trowell, volví a los servicios y ocupé el urinario central, que volvía a estar libre, puesto que el caballero entrado en años había regresado a su puesto anterior en una esquina. El inspector Trowell entró detrás de mí y se situó en la misma esquina, junto al caballero entrado en años. El acusado vino de inmediato a ocupar el urinario contiguo y empezó a masturbarse, esta vez con mayor energía. Yo no hice ningún gesto con las manos que pudiera estimular su atención, pero no pude evitar ver su erección, como era su propósito evidente.

Me abroché la ropa y abandoné el urinario y los servicios. Salí y esperé con el inspector Trowell ante la entrada de los servicios. El acusado también salió y, tras dirigirme una mirada penetrante, echó a andar por la calle Jermyn hacia la calle Lower Regent, para doblar luego a la derecha hacia Piccadilly.

Fui tras él, seguido a cierta distancia por el inspector Trowell. El acusado se volvió en repetidas ocasiones y vio que le seguía, cosa que parecía complacerle. Al llegar a la esquina de la calle Lower Regent con Piccadilly, bajó por las escaleras del complejo subterráneo de Piccadilly y dobló a la izquierda por el pasillo del metro. Suponiendo que se dirigía a los servicios de caballeros que hay en la estación, decidí abordarlo antes de que entrara en ellos y lo detuve ante la oficina de información turística. Le di un golpe ligero en el brazo y el acusado se volvió hacia mí con expresión cordial y amistosa.

Le enseñé la placa y, mientras el inspector Trowell se acercaba, le anuncié que estaba detenido y procedí a leerle sus derechos.

El acusado no dio muestras de alterarse y comentó que había creído que iba a preguntarle si tenía algún lugar adonde ir. A continuación, preguntó si el inspector Trowell y yo nos pasábamos todo el tiempo en los servicios públicos. Le respondí que teníamos el deber de proteger a la sociedad. El acusado sonrió con evidente sarcasmo y quiso saber quién se había quejado por lo que ocurría en los servicios de la calle Jermyn. Le respondí que algunas madres habían expresado preocupación por sus hijos. En ese momento, el acusado formuló la pregunta, al parecer retórica, de si ahora eran las madres las que gobernaban el país, y acto seguido añadió que habíamos elegido la ropa con mucho acierto. Observando al inspector Trowell, el acusado comentó (cito sus palabras): «Con esa camisa amarillo limón, le había tomado por un auténtico marica.»

Informé al acusado que debíamos conducirlo a la comisaría de la calle Vine, a lo cual replicó que, desde que de pequeño jugaba al Monopoly, siempre había sentido deseos de saber dónde quedaba la calle Vine.

El acusado nos acompañó sin resistirse hasta la comisaría de la calle Vine, donde se le tomaron las huellas dactilares y fotografías, y se le acusó de exhibición impúdica. Aunque pareció sorprenderse por el uso de la palabra «impúdica», el acusado no negó ninguno de los extremos formulados en la declaración que le fue leída, y me miró durante todo el interrogatorio de un modo insinuante y provocativo.

A continuación, preguntó si sería aconsejable pedir que se le tuvieran en consideración los antecedentes de los últimos nueve años, y le respondí que no creía que eso pudiera influir para nada en su caso. Dijo que estaba seguro de que yo tenía razón, y que, de todos modos, ésta era la primera vez que entraba en unos retretes públicos.

Las subsiguientes preguntas revelaron que el acusado es un estudiante universitario y que hace poco terminó el segundo curso de la licenciatura de Literatura Inglesa en la Universidad de Cambridge. Actualmente se encuentra en Londres para pasar las habituales vacaciones de verano. El acusado no tiene más medios de vida que los subsidios de la seguridad social a que tiene derecho durante este periodo de vacaciones. El acusado declaró también que había abandonado recientemente un trabajo autónomo en la industria del espectáculo.

Actualmente, el acusado vive con unos amigos en un alojamiento de alquiler en Muswell Hill.

FIN DE LA DECLARACIÓN

9
HORA DE VISITA SIN NOTICIAS DE CHAS

Caminaban lentamente el uno junto al otro cortando el aire húmedo por los residuos de niebla, a lo largo de senderos grises salpicados de charcos y cubiertos por una enmarañada red de fangosas huellas de bicicleta, cruzándose con perros falderos que tiraban de mujeres con las solapas del abrigo subidas, pasando entre desnudos árboles invernales que tanteaban el cielo plomizo, su corteza reluciente por la amenaza del agua. Caminaban lentamente el uno junto al otro, ajenos al lejano rumor, como de tripas, del tráfico y a los autobuses que bordeaban el parque como cajas de juguetes sobre ruedas.

Caminaban hacia el quiosco de música.

El quiosco de música se alzaba en el centro del parque, donde convergían todos los senderos grises salpicados de charcos. Un escenario sin público. Y a su alrededor, el susurro de los fantasmas; las multitudes de domingo en sus sillas de lona, lamiendo helados y escuchando el estruendo que organizaba tío Bob con su tuba desde la última fila de la banda de vientos.

Pero sólo eran fantasmas. El quiosco estaba vacío. El escenario estaba agrietado. Se hablaba de condenarlo. Se hablaba de envolver toda la estructura en alambre de púas y dejarla allí para que los niños la evitaran.

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