Un asunto de vida y sexo (33 page)

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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Pero ¿y el cliente habitual? ¿Cómo se suponía que iba a satisfacerlo? Hugo todavía no estaba seguro de cómo iba a persuadir a su lengua, a sus manos y a su cuerpo para que se enroscaran en torno a la lengua, las manos y el cuerpo del recién llegado. Quizá eso vendría por sí solo. Quizá Tony se encargaría de hacerlo. Quizá sería suficiente que se echara y se dejara hacer.

La bruma se espesaba. A Hugo le gustaba el vodka. Dulce y cortante, adormecía sus inquietudes. Tony se puso en pie, sonriente. Él también se levantó. Estaba muy lejos. Se encaminaron hacia el dormitorio, sin que Tony cesara de sonreír y hacerles guiños, invitándolos a pasar. Los cubitos del vaso de Hugo tintinearon contra el cristal. Se había quitado los zapatos, y sus pies se hundieron profundamente en la gruesa alfombra.

La cama era grande y estaba cubierta por un dosel con volantes fruncidos. No había ventanas; únicamente cortinas, velas y una sola lámpara de cabecera. Aunque en el exterior apenas había comenzado la tarde, la atmósfera se cargó de fragancias nocturnas cuando Tony comenzó a derramar goti-tas de minúsculos frascos sobre la bombilla de la lámpara. Una vaharada de humo aromático flotó por el aire, y Tony y el cliente procedieron a desvestirse. Hugo empezó a quitarse la camisa. Los otros dos se lo quedaron mirando. Él los miraba a ellos. El cuerpo del hombre de más edad, en otro tiempo atlético, estaba ligeramente estropeado por los años. Cubierto de un fino vello plateado, lucía el oscuro bronceado de largos veranos en playas de lujo. Era el cuerpo de alguien que había envejecido con elegancia, arropado por el dinero. El bronceado de Tony era amarillento. Lámparas ultravioleta y salidas de fin de semana. Tenía la piel lisa y suave, abultada por pliegues de grasa adolescente. Ambos observaron con atención el enjuto y huesudo cuerpo de Hugo, mientras la polla le saltaba de los pantalones y se erguía endurecida, excitada por sus miradas, excitada por el olor a burdel y por la cursilería de la cama con dosel, excitada porque la deseaban y, en seguida, porque la tocaban.

La cama se hundió y se deslizó bajo su peso. Sábanas de seda sobre sábanas de seda. Cuerpos entre las sábanas, sobre ellas, por todas partes. Hugo lo contemplaba todo desde arriba, desde fuera. Quizá le habían echado un Valium en la bebida. Su mente parecía agradablemente ofuscada y arrullada entre sonrisas lejanas. Y entonces comenzó a tener la sensación de estar trabajando. El primer sonrojo del vodka había pasado, la embriaguez del aire perfumado se había desvanecido y comenzaban la respiración y los gruñidos.

Mientras los tres se retorcían sobre el lecho, Tony se apoderó de la polla de Hugo y lo dejó besándose con el hombre de cabellera plateada. El hombre no se detenía a respirar. Hugo tenía la lengua cansada y el cuello anquilosado. En el fondo de su mente, una vocecita sarcástica le contaba lo extraño que se le veía retozando con dos hombres en una cama con dosel a primera hora de la tarde. Si no la escuchaba, la voz subía de tono. Si le sonreía, no podía besar al hombre. La voz sonaba cada vez más enfurecida y chillona. Hugo, en realidad, no se divertía. Pero estaba trabajando, y ese día podría pagar dos semanas de alquiler con sólo una hora de trabajo.

Ese día podría experimentar la protección del dinero, aquel peso en el bolsillo que mantenía sus pies pegados a tierra y su cabeza en el aire. El dinero era muy importante para Hugo. El tenerlo. El tenerlo sin tener que contarlo. Viajar en taxi sin los ojos pegados al taxímetro. Almorzar en un restaurante sin calcular hasta dónde alcanzaba y dónde no. Durante toda su vida, Hugo había contado los peniques. Se lo habían enseñado sus padres. Tanto para esto, tanto para aquello, y nunca sobraba nada.

Oyó que al hombre de cabellos plateados se le aceleraba la respiración. Apretó la polla del hombre de cabellos plateados justo cuando éste comenzaba a jadearle al oído. El hombre se contorsionaba y sudaba. Sus manos reposaban, pesadas y húmedas, sobre el vientre de Hugo. Una idea absurda pasó lentamente por la cabeza de Hugo y le hizo sonreír. Era como ser un poeta metafísico. Impregnado del sudor de otro hombre, tendido en la cama de otro hombre, con los dos agitándose encima de él, mientras él, Hugo, lo contemplaba todo desde lo alto, desde fuera, desde ninguna parte. Esta idea absurda le pasó por la mente mientras su mano apretaba y tironeaba y su lengua dolorida lamía el lóbulo de la oreja del hombre plateado. Quizá no estuviera experimentando un orgasmo en absoluto. Quizás aquello fuese un ataque cardíaco.

El hombre soltó un chillido. Tony se sacó la polla de Hugo de la boca, se humedeció la mano con saliva y amasó los testículos del hombre de plata. El hombre gimió y Hugo le sacó la lengua del oído mientras él apretaba los dientes. Echó la cabeza hacia atrás, las caderas hacia arriba y eyaculó sobre las sábanas de seda.

Se quedaron los tres tendidos.

En qué estarían pensando, reflexionó Hugo, cuya mente ya corría hacia casa, pensando en la frase de despedida, en cómo evitar que lo demoraran. Quería el dinero y quería salir al aire libre.

El hombre plateado se levantó y fue a la ducha. Ya sabía dónde estaba. Tony roncaba suavemente al respirar. Tenía la boca abierta. Hugo sintió deseos de alejarse de él. Quería irse a casa con el dinero y pagar a William. Quería que le diera unas palmaditas en la cabeza por lo que acababa de hacer.

El hombre regresó todo mojado, con una toalla, y Hugo fue a ducharse mientras los otros arreglaban el asunto del dinero. No reapareció hasta que el hombre se hubo marchado. Le pareció mejor así. Tony entró en el cuarto de baño y se metió bajo la ducha. Hugo salió y fue a secarse en el otro cuarto. Tony ya se había guardado su parte de las cien libras. Le había dejado veinte. Plegado entre los billetes encontró el número de Richard. Y una nota. «Llámale mañana.»

Tony seguía en la ducha cuando Hugo salió al frío aire de Montagu Square (el lado de la sombra) y dobló la esquina en un estado de exaltación. Se encaminó directamente a Selfridg's y tomó asiento ante la barra de la cafetería. Sonrió a las señoras de pelo azul y a sus perros de lanas de pelo azul. Sonrió porque ignoraban que aquel joven al que devolvían la sonrisa era un prostituto. Ignoraban que el dinero que pasaba de Hugo al camarero de Selfridg's era dinero proveniente del sexo. Hugo se sentía como un intruso de los bajos fondos infiltrado en la alta sociedad, y eso le hacía sonreír. Y luego, sintiéndose como un agente secreto en el momento de establecer un contacto secreto, llamó a Richard.

—He oído hablar mucho de ti —le aseguró una voz australiana al otro extremo de la línea—. Estamos en la calle Ossing-ton, junto a Notting Hill. Ven a las tres. Es una hora tranquila. Número 52A. El timbre de arriba. Ya hablaremos entonces. Pórtate bien.

Richard era uno de los hombres más flacos que Hugo había visto en su vida. Flaco y atezado. Llevaba mucho blanco. Pantalones cortos blancos y camiseta blanca. Calcetines y zapatillas blancos. Su rostro quedaba oculto tras el bronceado y la sonrisa, que lanzaba un destello de dientes blancos por toda la habitación. Era su punto fuerte. Pero los hombres no acudían a Richard por su sonrisa. No le llamaban por su carácter amistoso. Le llamaban por sus chicos. Sus acompañantes. Sus fugaces compañeros de hotel. Y Hugo estaba a punto de ser admitido en el equipo. En el juego.

Hugo se paseó por la sala sin pantalones y con la camisa desabrochada, y a Richard le complació ver que tenía las piernas largas. «Nos llegan muchos chicos altos, pero cuando se quitan los pantalones tienen unas piernas completamente decepcionantes.» Miró y sonrió, pero sin tocar. A Hugo le gustó eso, y le devolvió las sonrisas. Se sentía como en su casa.

—Tony me ha hablado mucho de ti. Me preguntaba cuándo ibas a venir. ¿Conoces el procedimiento?

Hugo parpadeó.

—Tú nos llamas. Aquí siempre hay alguien. Si no estoy yo, estarán Alan o Greg. Y luego, cuando nos llama alguien que quiere a alguien como tú, te telefoneamos. A tu casa. ¿Dónde vives?

—En Muswell Hill.

—Queda un poco lejos. Casi todos los trabajos son en el West End. Hoteles. Tenemos muy pocos clientes de la ciudad, y casi todos son tipo South Kensington. Fulham. Un par en Belgravia. ¿Tienes coche?

«Si tuviera coche, no estaría haciendo esto», pensó Hugo.

—Bien, estoy seguro de que te las arreglarás. Nuestra comisión se descuenta de los ingresos. Les cobras cuarenta libras y nosotros nos quedamos doce. Las propinas son para ti. Algunos chicos se llevan sesenta o setenta libras de propina en cada trabajo. ¿Qué nombre te gustaría utilizar?

Hugo no quería utilizar el de Hugo. ¿Y si algún amigo de sus padres llamaba a la agencia y él se veía obligado a llamar a la puerta de un hombre que…? ¿Quién se llevaría el peor susto? ¿Él o el hombre?

—David —respondió Hugo. ¿Iba a resucitar David, a estas alturas de la vida, tanto tiempo después de su muerte?

—Ya tenemos demasiados David —objetó Richard—. Es mejor Hugo. No tenemos ningún Hugo. Además, te queda bien. Es un buen nombre para ti. Puedes vestirte. Ya he visto lo que quería.

Y así, Hugo salió del 52A de la calle Ossington con una agencia y un alcahuete. La vida era buena, brillaba el sol, y él habría podido meterse en cualquiera de los taxis que pasaban por la calle. Después de todo, tenía dinero. ¿Y qué si era para pagar el alquiler? ¿Y qué si era de William? Pronto tendría más. Más del necesario. Pero Hugo procedía de una familia cautelosa, así que se coló en los autobuses hasta llegar a Muswell Hill, y miraba por la ventanilla o fingía dormir cada vez que pasaba el cobrador.

El primer trabajo que le dieron fue en Swiss Cottage, en un edificio de apartamentos. Casi todos los trabajos eran en apartamentos de alquiler o en hoteles. Nunca había sitio. Siempre eran tardes en habitaciones cerradas. El primer cliente que tuvo era un habitual. Le gustaban los chicos nuevos, y les concedía una puntuación. A la agencia siempre le interesaba conocer la opinión de los clientes. Y éste era un cliente seguro. Era su banco de pruebas. Tenía un perro faldero de color negro y una camisa a cuadros que le quedaba demasiado pequeña, de modo que la botonadura se le tensaba sobre el estómago.

Hugo intentaba encontrar un enfoque sexy. El hombre era encantador, o mejor afable, pero afeminado. Habría debido poseer un pecho hirsuto, pero sólo tenía tres pelos que crecían en distintas direcciones, como un vello púbico fuera de lugar. Hugo debía pensar en algo erótico. Debía obtener una erección.

Hablaron. Tomaron té. Hugo contempló el cuerpo del hombre y trató de hallar en él algo animal. Algo masculino. Algo que motivara a su polla. Aún no tenía claro qué implicaban las cuarenta libras. Parecía mucho dinero hasta que se descontaban las doce de comisión. ¿Eran por una follada, por una mamada o por un masaje y una paja? ¿Debía ser el juguete de los clientes o su instructor? ¿Cómo se pasaba a la cama? ¿Lo proponían ellos o debía proponerlo él?

—Quítate la camisa —le ordenó sonriendo el hombre del perro faldero, mientras encendía un cigarrillo. Hugo se llevó un disgusto: el cigarrillo era un Sobranie negro y el hombre del perro faldero usaba boquilla. Jamás podría tener una erección en aquella casa. A través de la ventana veía a los compradores de sábado tarde pululando por Finchley Road. John Barnes. Toys Toys Toys. Pastelería Lindy's. Respetables madres judías que aparcaban sus Mercedes de dos puertas y salían corriendo hacia Waitrose.

Terminó de quitarse la camisa y se volvió hacia el hombre.

—Desabróchate los pantalones.

Hugo sintió un cosquilleo en la ingle. Le estaba haciendo desnudar poco a poco. Eso estaba bien. El hombre de los tres pelos en el pecho había tomado el mando. Hugo podía representar el papel de prostituto y el hombre del perro faldero podía hacer de cliente. Era el cliente. Hugo debía complacerlo. Su cuerpo debía complacerlo. El hombre estaba desnudándolo para ver su cuerpo. Era un objeto sexual. Era un juguete.

Los pantalones le bajaron hasta las rodillas y la ropa interior se le abultó. Notó que se le tensaban las pelotas. El hombre extendió la mano y se las apretó, y la erección de Hugo saltó de los calzoncillos. El hombre del perro faldero y los cigarrillos Sobranie y los tres pelos en el pecho y el apartamento abarrotado cerró sus labios sobre el pene de Hugo y chupó con fuerza mientras éste se recostaba contra la pared y, por el rabillo del ojo, contemplaba a otra mujer que se precipitaba hacia Waitrose arrastrando a sus hijos tras ella. Hugo sonrió para no soltar una risita tonta.

Aquella tarde en Finchley Road, Hugo aprendió una lección crucial sobre el trabajo para la agencia. Tenía que excitarse él mismo; ningún cliente lo haría jamás por él. En todos sus tratos, Hugo sólo encontró un único cliente que en verdad le resultara físicamente atractivo, un príncipe kuwaití que había estado estudiando en los Estados Unidos y regresaba a su purgatorio de Oriente Medio con una cara muy larga y un cuerpo trabajado en el gimnasio. A Hugo le sorprendió hallar un cuerpo en el dormitorio, un buen cuerpo; se corrió demasiado deprisa y, presa de los nervios, se marchó demasiado pronto. Fue como si de pronto hubiera debido representar un papel distinto.

Por regla general, su papel estaba claro. El tenía que hacer el trabajo, y la otra persona, el individuo moreno, escuálido, canoso, arrugado, obeso, huesudo o babeante, era un público anónimo. Durante el acto sexual no se pronunciaba ni una palabra. Antes podían charlar de chucherías y curiosidades, de esto y de aquello, y Hugo casi no decía nada, conservando su propia voz para sí y las cartas contra el pecho. No estaba allí para pensar, deslumbrar ni divertir. Estaba allí para desnudarse y llevar al cliente a un orgasmo lento, satisfactorio e irrepetible (al menos, en los treinta minutos siguientes). Tenía que excitarlos con su excitación. Tenía que ponérsela dura poniéndosela dura él primero. Tenía que proporcionarles un orgasmo proporcionándose uno a sí mismo. Era casi un número de teatro. Un espectáculo de strip tease. Una danza de los siete cuartos de hotel.

Para alcanzar estas cimas de autoamor y autosexo, tenía que contemplarse como si él fuera el cliente que le contemplaba, y tenía que maravillarse y desear lo que veía. Lo bueno de este sistema era que con él Hugo siempre podía conseguir una erección.

Lo malo era que acabó estropeando su vida sexual. Su talento en la cama se atrofió. Cuando elegía a hombres para su propio placer (o ellos lo elegían para el suyo), no podía moverse. Había perdido su libido en algún lugar de aquella rutina artificial, vidriosa y distante. Así que se limitaba a tenderse y dejarse hacer. Sin moverse apenas. Enamorado de sí mismo. Incapaz de compartir. Capaz únicamente de ser contemplado y tocado, acariciado y abandonado. Los hombres se aburrían y se iban. Hugo casi ni se daba cuenta. Estaba perdido para el mundo, atrapado en una fantasía descomunal en la que todas las demás personas eran incidentales. Muchas de sus parejas no volvían a dirigirle la palabra. El muchacho que se había portado como un tigre con el hombre del pecho velludo era ahora una marmota amodorrada que se sometía al sexo como si fuera una especie de concubina drogada.

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