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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

Un asunto de vida y sexo (32 page)

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Ahora el día de Pascua ni siquiera se consideraba merecedor de una llamada telefónica. En orden de importancia, quedaba muy por debajo del Día de la Madre. El Día de la Madre sí lo tomaban muy en serio. El Domingo de Pascua era un domingo cualquiera. Un día encallado en la marea baja. Un día empantanado. Un día de cielo gris y nada que hacer hasta la noche. Hugo se apiadó de su hermana menor, atrapada entre la colada doméstica, con un huevo de chocolate de rebajas y ningún sentido de la ocasión. Se apiadó de sí mismo mientras viajaba en el piso superior de un autobús de la línea 2 a través de un Londres lleno de jardincitos barridos por el viento y paradas de autobús ahogadas en la llovizna. Se apiadó de las colas de pasajeros que se arracimaban para protegerse del viento húmedo, asomando apenas una mano y la cara para detener el autobús. Una pequeña hilera de tortugas curtidas por la intemperie. Gente timorata, demasiado asustada para sonreír.

Todos los niños del autobús llevaban, masticaban y se manchaban con huevos de chocolate. Pero ninguno de ellos sonreía. Sus madres, desprovistas de maquillaje, vacías de energía, los contemplaban con paciencia y de vez en cuando les limpiaban la cara. Tampoco ellas sonreían.

Era un día de abril hosco y frío. La clase de día que hace que uno odie a gente, edificios y animales. La clase de día que hace que uno se pregunte por qué está vivo. No era un día para ir a fingir que se hace el amor con una rubia de Huddersfield que ha venido a ganarse unos cuantos chelines posando desnuda.

Hugo llegó ligeramente tarde ante una gran casa adosada con un jardín barrido por el viento, y la esposa lo condujo al piso de arriba. Supuso que sería la esposa. Una mujer enérgica, de las que visten prendas de punto, con el cabello gris cortado a la moda. Una mujer de las que no se andan con tonterías, cuyos ojos no alcanzó a ver de qué color eran.

—Es más alto de lo que imaginábamos —declaró la mujer con sequedad.

—¿Vio las fotos…, las polaroids?

—Sí, pero no se advierte la estatura. Hubiera debido indicarla en la carta.

Lo miró de arriba abajo. Hugo había olvidado peinarse. Siempre se le olvidaba. No se le había ocurrido arreglarse para la gente del porno. Pero, lógicamente, debía presentar una apariencia sexy. La mujer no dejaba de tener razón. Trató de recordar si tenía algún defecto en la piel. De los grandes no, estaba seguro, pues de otro modo se hubiera pasado la mañana intentando disimularlos. Pero ¿y de los pequeños, de los que podían resaltar bajo el brillo cegador de una lámpara de tungsteno?

La mujer siguió mirándolo de arriba abajo, y sus ojos incoloros protegidos por los cristales de las gafas no parpadearon. Sus labios no se fruncieron. Era tan fría y gris como el mundo exterior. Hugo experimentó el anhelo irracional de hallarse en un asiento del piso superior de un autobús de la línea 2. Quería estar sentado con un libro, perdido en el mundo de otra persona. Quería sentirse en forma, bronceado y deseable. Casi esperaba que la mujer empezara a sacar instrumentos de medición y aparatos médicos. Pero entonces ella sacó una tablilla con sujetapapeles y marcó algunos números.

Hugo estaba cada vez más preocupado. Si tenía que empalmarse ante aquella gorgona, debería recurrir a fantasías bastante fuertes. Se moría por un porro. Algo que deshiciera el nudo de tensión que se le había formado en la cabeza como una pelota de golf elástica. Tras el viaje en autobús, sólo podía pensar en la llovizna y los huevos de chocolate. ¿Cómo podría convertir un huevo de chocolate en una erección?

Pasaron al dormitorio. Su coprotagonista ya estaba allí. Era una joven de estatura mediana y no desprovista de atractivo. Así la habría descrito la policía, o uno de los periódicos serios. Los sensacionalistas habrían ido más lejos: voluptuosa estrella porno, trágica belleza rubia, teñida reina del sexo.

Hugo ya se la imaginaba asesinada, víctima de algún crimen sexual en los suburbios. El día se prestaba a toda clase de ideas morbosas. La prensa sensacionalista habría publicado una foto de archivo de sus tetas. Cuando aún era una adolescente, seguramente hubiera merecido los honores de la tercera página. Era vulgar y llamativa, y el maquillaje le cubría la piel como una pasta gruesa y carente de vida. No se veían los poros. Apenas alguna que otra grieta finísima. Hugo no pudo determinar con precisión dónde terminaba el maquillaje y empezaba la piel, pero calculó que debía de ser más cerca del ombligo que de la barbilla. La joven le dio un beso en la mejilla, envolviéndolo en una vaharada de perfume barato mezclado con olor a patatas fritas con queso y cebolla. Hugo ya sólo podía pensar en los ferrocarriles británicos.

El marido de la mujer malhumorada que le había abierto la puerta estaba sentado en el dormitorio con una cámara en la mano, comprobando la iluminación. Tenía cabellos grises no cortados a la moda y el aspecto de alguien que hubiera podido irse con su cámara a una zona de guerra pero había preferido quedarse en casa. Tenía aspecto de haber visto mucho mundo a través del objetivo, y todo en su propia casa. Parecía tranquilo, y tenía una voz tranquila. De hecho, se lo tomaba todo con calma. A Hugo le gustó.

El fotógrafo pidió a Cindy (¿Era así cómo la llamaban sus padres? ¿Habían soñado acaso en la tercera página cuando la bautizaron?) que se situara en diversos puntos de la habitación. Cindy iba desnuda. A decir verdad, Hugo ni siquiera se había fijado. Era una de esas chicas. Cuando van vestidas, se las ve incómodas: embutidas en tejanos con las cremalleras a punto de estallar, o apretujadas en unos sostenes de blonda con los pechos rebosando sobre la tira elástica. Miró a Hugo de soslayo e hizo rodar los ojos. Hugo le sonrió. La sonrisa le salió sin esfuerzo. Ella también sonrió. Las cosas empezaban a tomar otro cariz. A Hugo se le desencogieron las pelotas.

El cuarto parecía lo que era: un decorado fotográfico para sesiones de pornografía blanda. Tenía una alfombra gruesa y paredes recubiertas de papel aterciopelado. El ambiente era de vivienda suburbana y de juego sexual. Nada era necesario.

Todo era típico. Había un espejo apoyado contra una pared. Una cama. Una silla. Algunas plantas. Un televisor. Rollos de cable. Y focos sobre soportes, como cigüeñas de pesada cabeza sobre una pierna metálica. Sombrillas plateadas. Cámaras de repuesto. Una tablilla con sujetapapeles. Y otra más. En ésta, había una hoja de papel dividida en muchos cuadros. En cada cuadro, un bosquejo a bolígrafo de dos cuerpos en diversas posiciones. Todos los cuadros estaban numerados. La esposa malhumorada, que había resuelto el problema de la estatura sugiriendo que Hugo apareciese tendido en todas las fotos, llevaba un bolígrafo tras la oreja y sus gafas se balanceaban sobre sus pechos cubiertos de género de punto. Iba marcando en la hoja los números de las posiciones a medida que el trabajo avanzaba.

Era todo muy metódico. Muy clínico. Y en el cuarto había corriente de aire.

Hugo se quitó la ropa y empezaron.

Resultó mucho más fácil de lo que había temido. Mucho más fácil para él, por lo menos. La revista era una revista de chicas, una de esas publicaciones en blanco y negro que pueden adquirirse en las librerías al aire libre, en los alrededores de cualquier estación ferroviaria europea de cierta importancia. Llevan relatos enviados por los lectores acerca de sus conquistas sexuales en el tren, y fotos de juegos sexuales donde los ojos, los pezones y las pollas aparecen cubiertos por un recuadro negro. Publican fotos de amas de casa con michelines y pechos caídos, sentadas con las piernas abiertas para enseñar el portaligas nuevo, con una sonrisa invitadora y los ojos tapados. Por alguna razón, son estos recuadros negros los que las hacen tan sórdidas.

Las revistas de chicas son para lectores masculinos, y a los lectores masculinos no les interesa el aspecto del individuo que aparece en la foto. Sólo está allí para dar mayor autenticidad al asunto; para justificar que la chica aparezca inclinada hacia atrás, con la espalda arqueada para ofrecer una buena visión de sus partes otrora privadas. A Hugo no se le pedía ninguna erección. Lo único que debía hacer era tenderse en la cama y sonreír.

Cindy era una profesional. No protestaba por nada, y sonreía con aire de inteligencia cuando le indicaban que hiciera el número 78 o el 84. Conocía todas las posturas. En cuanto a Hugo, carecía de importancia que las conociera o no. Apenas tenía que moverse. De vez en cuando, debía volver la cara hacia un lado u otro, desplazar una cadera o alzar un brazo, y en una ocasión tuvo que sujetar un pezón entre los dientes (un pezón de la chica) y estirar. Esto resultó peliagudo, pues el fotógrafo debió modificar la iluminación y el enfoque mientras Hugo sostenía el pezón entre los dientes, procurando no apretar con demasiada fuerza ni dejar que se le escapara. Los bultitos rojos que rodeaban el pezón le llenaban los ojos, y el perfume, mezclado con el olor del maquillaje y un leve dejo de queso, le llenaba la nariz. En su intento de mostrar una sonrisa tentadora sin aflojar la presa, le dolía el cuello y le hacían daño las mandíbulas.

Eso era la fotografía erótica.

Hugo se marchó antes que Cindy. Ella le sonrió, y él esperó a que le guiñara un ojo, pero la chica se dio la vuelta para hacer un primer plano de las nalgas frente al espejo antes de que Hugo pudiera devolverle la sonrisa. Antes de irse, firmó un papel que le prometía cincuenta libras en breve plazo. Cincuenta libras no era mal sueldo por una mañana de trabajo, pero cuando por fin llegaron él ya estaba de vuelta en Cambridge, bien entrado el trimestre de verano. Fueron directamente a manos de William, desde luego. Cinco semanas de alquiler. Atrasos.

Aquél fue el último trabajo de Hugo para una revista. Y nunca lo vio publicado. Tampoco conoció a nadie que lo hubiera visto. El alemán del vídeo no lo llamó. El hombre que dirigía la agencia de modelos, el que había hundido un dedo en el pecho demasiado pequeño de Hugo, no lo llamó. Hugo tenía la sensación de haber saturado el mercado tras sólo dos apariciones.

Tenía que existir alguna manera mejor de pagar el alquiler. Y disponía de todo el verano para pensarlo. Cuatro meses de ocio sin dinero para disfrutarlo.

William comprendía perfectamente su problema. De hecho, parecía encontrarlo muy interesante. Barry, en cambio, no se mostraba muy satisfecho. Cuatro meses con Hugo se le antojaba un exceso de algo no demasiado bueno, pero William estaba decidido. Así que William presentó Hugo a Tony.

No lo hizo porque creyera que iban a entenderse bien, y de hecho no fue así. Nadie congeniaba demasiado con Tony. Pero todo el mundo lo conocía. Y todo el mundo era amable con él. Debido a la gente que creían saber que conocía. O que podía conocer. Y por lo que él probablemente sabía de ellos.

Hugo no congenió con Tony. Eran muy distintos. Hugo estaba hambriento y Tony estaba montado. Pero trabajaron bien juntos. Una vez.

Tony era un juguete de lujo con un rostro mofletudo, un apartamento profesional en Montagu Square y una relación intermitente con un empresario millonario que había ganado una fortuna gracias a una sucesión de éxitos musicales. El empresario invitaba a Tony a cruceros y a cenas de gala con tarjetones para indicar el lugar de cada comensal y menús encuadernados.

Tony parloteaba sin cesar: sobre las estrellas que había conocido —todas sin excepción del espectáculo ligero—, sobre las sumas que se habían gastado con él, sobre agravios imaginarios y desaires triunfales, sobre chicos, ropa y dinero. Moviéndose con cautela en torno a sus mesitas de café de vidrio y latón, con una copa de vino en la mano y un cigarrillo mentolado de boquilla dorada entre los labios, se volvía, evolucionaba y parloteaba sin cesar. Y Hugo permanecía sentado. Esperando. Escuchando. Aprendiendo. Fue como un aprendizaje. Tony era la madame. Hugo era la novicia.

Aunque «comprometido» con el empresario, Tony tenía también sus historias en Montagu Square y un empleo de vendedor en una armería de Mayfair, donde vendía Barbours a los terratenientes amantes de los caballos. Con su empleo en una tienda elegante, sus contactos de alto nivel, su bronceado permanente y su dentadura impecable, Tony era un profesional consumado; un vendedor modelo, con una mano siempre encima de la caja y la otra dentro. Lo envolvía una vaga aura de chantaje. El empresario jamás dejaría a su esposa por él. ¿Para qué? Tony olía a sexo, a peligro y a falsedad. Tony conocía bien su negocio y ganaba dinero con él. Era una puta con pieles caras y vino tinto de marca.

Cuando William presentó Hugo a Tony, no lo hizo porque creyera que iban a entenderse bien, sino porque Tony conocía todos los trucos, sabía de qué cuerdas tirar, estaba introducido en el mundillo. Podía presentar a Hugo las personas indicadas. Sobre todo, podía presentarle a Richard. Richard dirigía la «agencia». Podía dar trabajo a Hugo, y el trabajo le daría dinero para que se lo diera a William. Era muy sencillo. La dificultad estribaba en conseguir la presentación. Todos decían que no se podía ver a Richard sin haber sido presentado. Tony podía presentárselo. De vez en cuando trabajaba para él. Cuando no estaba trabajando para sí mismo. Pero, antes de presentarle a Richard, quería su parte del pastel. Quería probar a Hugo. Así pues, organizó una iniciación. Y para que quedara bien claro que él, Tony el Puto Feliz de Marble Arch, no estaba enamorado de aquel estudiante huesudo criado en un suburbio de postín, convirtió la cosa en un negocio. Invitó también a un cliente. Un habitual.

No te acuestes nunca con nadie sin ganar dinero. La vida es muy corta. Uno nunca sabe cuándo va a dejar atrás su mejor momento, y luego te alegrarás de tener un dinerillo ahorrado. Hogar, dulce hogar. Tony y sus homilías.

El cliente habitual llegó con un elegante abrigo negro y un elegante Jaguar negro. Cabellera plateada y buen perfil. Tony lo recibió con palmadas en la espalda, haciéndole sonreír, enjabonándolo con su charla insustancial, ofreciéndole asiento y sirviéndole una bebida antes de que nadie hubiera tenido tiempo de respirar. Fue una sola pirueta, de la puerta a la bebida, a la boca… y a la cama. Hugo permaneció en silencio, sorbiendo su vodka a través de los cubitos de hielo. Aún no había dado la una. Hora de almorzar. Hubiera preferido un bocadillo. Contempló a los otros dos por entre la bruma de su cabeza, mientras ellos hablaban en susurros acerca de tratos y totales, extras y bonificaciones… que habría que dividir entre… y era un chico nuevo, pero muy… Hugo no estaba excitado ni asustado. Solamente necesitaba una erección, un buen sentido de la oportunidad y una mano enérgica. Y tal vez otro vodka.

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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