Un asunto de vida y sexo (14 page)

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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Hugo estaba consternado. No podía creer lo que había sucedido. Sam se había marchado y ahora en su pupitre había un asiento vacío, el único asiento vacío de toda la clase. Hugo quedó abandonado como una mujer caída. Al volver al aula después del primer recreo, la clase ya había tomado buena nota y comenzaron a llegar comentarios sarcásticos. «¿Os habéis divorciado?», inquirió Pritchard, que tenía la sonrisa de un cocodrilo intoxicado. «Estas riñas…», suspiró Marker, que llegaría a ser capitán de la escuela a pesar de su halitosis. Pero el problema era que no se trataba de una riña. No habían discutido. No se habían peleado. Sam se apartó sin ninguna explicación, sin dejarle ninguna alternativa. Hugo tuvo que levantar la cabeza e improvisar un papel. Se sentía como un payaso cuyo compañero ha abandonado el escenario en mitad de la actuación y debe inventar nuevas frases bajo la luz de los focos.

Hugo tenía otros amigos, naturalmente. Pero no de la misma especie. Se entendía con los inadaptados, los chicos que se metían en líos, los duros de la escuela que jugaban con fuego y se pasaban la hora del almuerzo fumando en el bosque. Se entendía con ellos porque eran divertidos, porque buscaban emociones fuertes, llevaban el pelo largo y los pantalones acampanados (por lo menos, hasta 1976), porque tenían códigos postales del centro de la ciudad y buenas colecciones de discos, y, lo mejor de todo, porque tomaban, compraban y a veces vendían drogas. Pero no eran amigos como lo era Sam. Eran compañeros. Y aunque a finales de curso, en las últimas semanas del trimestre de verano, un año escolar entero después de que Sam le hubiera dado el chasco, Hugo tuvo relaciones sexuales secretas con uno de ellos todos los días a la hora del almuerzo, nunca llegaron a sentirse enamorados y los demás muchachos nunca lo supieron.

No podían saberlo. Era algo que no se hacía. No en la escuela de Hugo. En la escuela de Hugo todo era masculino excepto el sexo. Y el amor. O el amor equívoco. Ese amor que, desde luego, no osaría pronunciar su nombre en voz alta ante el quinto curso; ese amor que hizo huir a Sam y, varios meses más tarde, le impulsó a escribir una nota explicativa de tal refrigeración emocional que a Hugo le pareció el fósil de una amistad.

Así que Hugo frecuentaba el bosque en compañía de los rebeldes, tomaba drogas para no tener que manosear chicas y, todas las noches antes de caer dormido, roía el fósil de su amistad con Sam. Una amistad que había sido mucho más que una amistad y una relación que había sido mucho menos que una relación. El primer amor y la primera sangre.

El primer día que acudió a la escuela grande en las afueras de Londres, Hugo Harvey, de once años de edad, estaba muy preocupado por encontrar un amigo. Ningún otro alumno de Santa Mónica le había seguido a aquella escuela grande, y los chicos que ya conocía de Hadley eran mucho mayores, más fuertes y más desagradables de lo que recordaba. Uniformado con su gorra, su chaqueta y sus pantalones recién planchados, se convirtió en centro de atención para esos chicos, que se lo quedaron mirando de arriba abajo y se echaron a reír, porque siempre se reían de quienes llevaban la gorra puesta. Pero lo que más preocupaba a Hugo, más que la risa de los chicos mayores que encontraban ridicula su gorra, era el hecho de que la escuela estaba llena de chicos y sólo de chicos. Hugo había crecido entre hermanas y chicas. A la hora del almuerzo en Santa Mónica se pasaba más tiempo jugando a saltar que al fútbol, y aunque oficialmente tenía un mejor amigo llamado Jonathan, para los padres, las fiestas de cumpleaños y las invitaciones a merendar, nunca se sentaban juntos en clase porque Jonathan quería sentarse al lado de Mark, que era el mejor de la clase en fútbol y el segundo en los deberes. (Hugo era el primero, pero Mark le seguía de cerca.)

Hugo no era el único en querer a Jonathan por amigo. Estaba también Mandy. Mandy, que llevaba el pelo largo y tenía un padre rico y siempre ganaba en la caza de besos, dando a Jonathan el achuchón más largo y dejando a Hugo extrañamente malhumorado en la línea de banda. Hugo nunca comprendía bien por qué se enfadaba tanto en la caza de besos. Pero sabía, y lo había sabido desde muy atrás, que su incapacidad de ser besado en ese juego, como su incapacidad de jugar al fútbol, eran parte de aquel problema que no tenía solución. Parte de aquel problema que le impedía tener amigos. Por lo tanto, ¿qué iba a hacer él en una escuela llena de chicos? De chicos nada más. ¿Qué haría cuando el único juego a la hora del almuerzo fuese el fútbol? ¿Cómo podría hacer amigos?

Sin embargo, cuando Hugo regresó a casa al terminar su primer día en la escuela grande, advirtió que en realidad no se había dado cuenta de que sólo hubiera chicos. Eran todos muy distintos: bajos y altos, gordos y delgados, de pelo rojo y de pelo negro, judíos y chinos, duros y estúpidos. En realidad, no se notaba que no hubiera chicas, salvo por el detalle de que nadie jugaba a la caza de besos, lo cual a Hugo le parecía muy bien. Otra cosa curiosa que Hugo no advirtió de inmediato fue que, al principio, le resultaba más fácil hacer amigos entre los chicos de más edad. Los mayores parecían tomarse un gran interés por Hugo. Estaban ya en cuarto curso, llevaban el pelo largo y contaban extraños chistes acerca de chicos que salían con chicos, y aunque Hugo en realidad no entendía esos chistes, le hacían reír, y aunque ellos nunca lo tocaban, les gustaba tenerlo a su lado como si fuera uno del grupo.

Pero Hugo seguía necesitando a un amigo de verdad. Los chicos mayores estaban bien por los caramelos, por sus extrañas anécdotas, por sus inesperados regalos de libros y porque le ayudaban a hacer los deberes en el autobús de la escuela, pero no podía llevarlos a tomar el té en su casa. Claro que, de la manera en que Hugo se dedicaba a reclutar nuevos amigos, no podía llevar a nadie a su casa. Por la época en que Sam y Hugo se hicieron amigos, la vida doméstica de Hugo, tal como era percibida en la escuela, resultaba una curiosa mezcla de riquezas sin cuento, parientes alcoholizados que no se movían de casa y discordia matrimonial.

Cuando Sam Judd y Hugo se encontraron por primera vez en la misma clase, nunca se habían dirigido la palabra. Sam había ganado el premio de Inglés en los exámenes finales del curso anterior. Hugo había ganado el de Alemán. Los dos eran inteligentes, y aunque en su nueva clase abundaba la inteligencia, Sam Judd destacó fácilmente como el más inteligente, y Hugo como el segundo.

Pese a ello, al principio Sam y Hugo no se prestaron mucha atención. Hugo ya tenía un amigo del año anterior, un chico judío bajito y gordinflón que se llamaba Milman. Darren Milman, de hecho, sólo era el último de la incierta serie de amigos de Hugo. En la clase Uno Diez, nadie estaba muy seguro de Hugo. Después de todo, le habían sorprendido robando las monedas extranjeras de Ian King, y el señor Grenville le había mandado llamar a su despacho. Algunos decían que incluso había escrito una carta a sus padres. Pero, por otra parte, era el alumno más inteligente de la clase, con gran diferencia, y gracias a los muchos puntos que ganaba en la competición entre clases, la Uno Diez no había quedado la última de todas. La Uno Doce había vencido con facilidad porque contaba con montones de chicos inteligentes. La Uno Once era la clase de Sam y quedó en cuarto lugar, por delante de la Uno Diez. Pese a la reputación de Hugo, y pese a su abigarrada lista de amistades, en la que había figurado Dinsey hasta que Hugo descubrió lo lerdo que era y Collins hasta que Hugo comenzó a buscar la compañía de su hermano de cuarto curso, e incluso Rawlinson, que había nacido en Manchester y en las clases de Inglés contaba los mejores relatos sobre bandas y descampados, Darren Milman podía considerarse una buena captura. Su padre conducía un Mercedes. Su familia vivía en una casa de estilo Stanmore Georgiano de imitación. Iba a esquiar en la excursión organizada por la escuela (Hugo no iba porque era demasiado caro, aunque él decía a los amigos que no iba porque su tío —uno de los numerosos tíos que siempre tenía a mano— había muerto en un alud). Y celebró su Barmitzvah
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en el Hotel Piccadilly; la primera vez que Hugo probó el salmón poché y la primera vez que vio a un chico recibir tantos discretos sobres blancos (dos semanas después volvió a ver lo mismo en el Barmitzvah de Stephen Moyes).

Pero en la atmósfera enrarecida de la Dos Diecinueve, los atractivos de Darren Milman se desvanecieron. Comenzó a parecer más bajito y gordinflón, y cada vez menos interesante. Si en la Uno Diez había parecido inteligente, ahora parecía lento y dependiente, y acaso a Hugo no le habría importado sostenerlo durante algún tiempo si no fuera porque su interés comenzó a ir por otros derroteros. Se había dado cuenta de que aquel muchacho de cabello pajizo, con gafas y ligeramente obeso, cuya cara más bien ancha estaba cubierta de espinillas por todas partes, no sólo era muy inteligente sino que además parecía transpirar carisma. Hugo se sentía cada vez más atraído por su olor. Empezaba la seducción.

Comenzaron a competir en clase, primero con agresividad, y luego, cuando les resultó evidente que nadie más intervenía en la batalla, con buen humor. Sus sonrisas de felicitación y conmiseración, según quién hubiera vencido en cada caso, fueron haciéndose más amplias. Darren Milman comenzó a perderse de vista. Hugo lo desechó sin el menor reparo, como a un objeto inservible. Apenas se dio cuenta de que desaparecía de su vida. Sólo tenía ojos para Sam, y Sam sólo tenía ojos para él. Al igual que dos desconocidos en la pista de baile de un club para solteros, se trabaron en una lenta y prolongada danza que poco a poco fue aproximándolos inexorablemente, hasta que un buen día Sam fue a sentarse al lado de Hugo y no al lado de Perry Rickston. Perry hirvió de rabia. Darren parpadeó. Hugo se alegró. Había encontrado a un amigo.

Pero ya desde un principio hubo problemas para Hugo. Sam siempre parecía mucho más interesante que él. Por un lado esto estaba muy bien, pues quería decir que Hugo nunca se cansaría de Sam, pero por otro lado era desastroso, pues Hugo siempre temía que Sam acabara cansándose de él. El enamoramiento sólo era otro aspecto del mismo problema, como lo era el hecho de que Sam no se enamorase de él. En la Dos Diecinueve, los conflictos y preocupaciones de la pubertad aún parecían hallarse a una distancia tranquilizadora. Pero los padres estaban peligrosamente cerca.

Los padres de Hugo eran unos buenos padres. Su madre tenía un carácter violento y una mano muy dura. Creía en la disciplina, en la cortesía, en la superación y en el esfuerzo constante. También creía en la salud, en la educación, en las vitaminas y en los juegos al aire libre. Hugo creció maltratado, intimidado, sano y feliz. Pero también creció acomplejado por no ser exótico. Sabía que en realidad era exótico y que el resto de su familia le había fallado, pero no tenía nada que exhibir, nada que pudiera demostrar que él era aquella persona extraña y maravillosa que suponía que debía de ser. Por desgracia para Hugo, que aún seguía interiormente convencido de que se había producido un estúpido cambio de bebés en el Hospital Maternal Alexandra, a resultas del cual había ido a parar a una vulgar casa de tres habitaciones en una insípida zona residencial sin que nadie advirtiera el error, Sam tenía exotismo familiar a espuertas. Para empezar, estaba el hecho de que su padre viviera en Nigeria con su segunda esposa. Y luego estaba el asunto de su madre.

En principio, Hugo no tenía por qué saber nada sobre la madre de Sam. De hecho, durante los tres años en que se sentaron el uno junto al otro todos los días, en todas las clases, Sam jamás le dijo nada. Pero Hugo, que intentaba desesperadamente atar los cabos de sus mentiras dispersas, necesitaba conocer el secreto de Sam. Si sabía que tenía un secreto, era sólo por un incidente que se había producido en la clase de Inglés, cuando Anthony Argyll le devolvió el libro a Sam.

Las clases de Inglés de la Dos Diecinueve estaban a cargo del señor Argyll, un cazador de mariposas de elevada estatura que solía llevar un traje color crema muy arrugado y zapatos estilo Oxford, y que pedía a los alumnos que le llamaran Anthony y luego él llamaba a algunos por su nombre de pila y a otros no. Un rasgo típico del señor Argyll. Con su aspecto de gigante bruñido, andaba a zancadas por los pasillos de la escuela con una sonrisita curiosa siempre aleteando en las comisuras de los labios, como si estuviera pensando en una escenita curiosa en una velada inmoral entre amigos. Andaba a zancadas por entre los alumnos de primer año, dejándolos anonadados entre sus carteras cubiertas de pegatinas, buscando afanosos sus deberes garrapateados, atentos al avance de sus enormes zapatones. En segundo año, aquellos alumnos anonadados de primero ya habían adquirido una actitud más despreocupada. Habían aprendido palabras como «cínico», «maduro» y «leche». No se dejaban intimidar fácilmente por unos zapatones. Pero Anthony Argyll aún seguía impresionándolos. Y todos querían ser los favoritos de Anthony Argyll.

Aunque era difícil predecir qué agradaría a Anthony Argyll y a menudo resultaba difícil granjearse sus favores, que dependían tanto de una cara bonita como de un trabajo bien hecho, para los alumnos de la Dos Diecinueve no había distinción más honrosa que la aprobación de Argyll a una composición en inglés. Esta aprobación conllevaba que la redacción fuera leída en voz alta por el propio Argyll. Sólo hubo una excepción. La primera redacción de Sam Judd.

La primera redacción del año fue de tema libre. «Elegid vosotros mismos el tema», les dijo el señor Argyll, sonriendo a la clase con una expresión desconcertante. La redacción de Hugo, una conversación sobre los problemas que planteaba la elección de tema para una redacción, concluía con el repentino descubrimiento de que ya había escrito suficientes palabras, y mereció el escueto comentario: «Un sucedáneo de redacción.» La de Sam Judd recibió una A. Hugo se enteró porque, aunque todavía no eran amigos, aquel día se habían sentado juntos. Además, Hugo oyó que Argyll le dedicaba un elogio especial. Pero la redacción no se leyó en voz alta. Sam se apresuró a guardarla en su cartera como si hubiera escrito algo vergonzoso…, o algo revelador. Hugo le observó.

Ahora que Sam y él eran amigos, quería conocer la verdad. Sabía que Sam estaba interno porque su padre vivía y trabajaba en África, cosa que para él representaba un viaje exótico en cada periodo de vacaciones escolares. Sabía que Sam tenía una madrastra y que su verdadera madre había muerto. Pero ¿cómo y dónde?

Hugo no tenía escrúpulos en fisgonear. Hugo no tenía muchos escrúpulos. No tenía escrúpulos en registrar los bolsillos de las chaquetas colgadas en el vestuario. No tenía escrúpulos en mentir. Así que no los tuvo para hurgar en la cartera de Sam mientras éste estaba en el club de ajedrez, y, cuando hubo encontrado la redacción, tampoco tuvo escrúpulos en leerla. Era peor de lo que imaginaba. Mucho tiempo atrás. Cinco años, tal vez. Sam aún no había cumplido los diez. Viajando por la autopista en una excursión familiar. Un camión que invadía su carril. Su madre que gritaba: «¡Cuidado!» Y luego, nada. Y luego el despertar en un hospital, y su padre que lo miraba con una inmensa tristeza, y la pérdida inscrita en sus facciones. La última palabra que Sam oyó pronunciar a su madre fue: «¡Cuidado!» Murió aplastada en el automóvil. No hubo más víctimas.

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