Los forcejeos vespertinos eran más satisfactorios, aunque, al final, también debieron de contribuir a la ruptura. La imposición de la sexualidad. Por el momento, empero, constituían para Hugo el punto culminante de la jornada. Todos los días, a la caída de la tarde, acechaba en las cercanías de Sparrows, el edificio de Sam donde Sam tenía su vestuario y adonde acudía todas las tardes en busca de los libros que iba a necesitar para hacer los deberes en el santuario masculino del internado. (¡Cómo soñaba Hugo en el internado en acostarse en dormitorios vedados a los ojos paternos y vivir en la escuela con Sam las veinticuatro horas del día!) Todas las tardes, Hugo caía sobre Sam por sorpresa, lo provocaba y se enzarzaba en una pelea con él. No una auténtica pelea, sino una escaramuza hecha de agarrones, tirones, risitas y jadeos, en la que se aferraban y se empujaban hasta que la ropa se desprendía de sus cuerpos, las camisas se alzaban revelando súbitos fragmentos rosados de carne y Hugo capitulaba antes de que su erección se hiciera demasiado evidente.
Hugo registraba cada noche estas peleas y lo que había visto, lo que había tocado y cómo había ido todo. Allí yacían lado a lado, Hugo y Sam, y David, y todos los demás hombres. El diario lo abarcaba todo: ridiculizaba el disgusto de los malos encuentros, celebraba los descubrimientos, atesoraba los encuentros fugaces, indicaba los lugares favoritos. Pero, aparte de Sam, no mencionaba ningún nombre ni citaba ningún número. Acaso Hugo había sabido desde un principio que acabarían encontrándolo. Tarde o temprano.
Hugo no escondía nunca el diario, porque sabía que, si lo hacía, su madre lo buscaría. Se daría cuenta de que había desaparecido. Así que debía dejarlo a la vista y confiar en que se presumiera su inocencia. Hubiera podido guardarlo en otro sitio, pero se lo impedía el temor de romper el hechizo. El hechizo de la intimidad. Semejante hechizo carecía de precedentes. El afán investigador de su madre era implacable, y Hugo sabía bien que estaba preocupada por él. Pero, al igual que la policía, también su madre necesitaba un motivo adecuado. Un diario es un libro peligroso. Alzar su tapa es como abrir la caja de Pandora o dar la vuelta a una piedra pesada: gusanos y bichos de toda clase vuelan hacia ti. Tal vez fuera esto lo que protegía el secreto del diario. Tal vez su madre prefiriera no saber, hasta que sintiera la necesidad de saber. Tal vez prefiriera no sentir esta necesidad. Tal vez ni siquiera había pensado en ello. Fuera como fuese, el hechizo se mantuvo durante diez meses. El diario permaneció en el alféizar de la ventana de su dormitorio. Sin que nadie lo tocara. Sin que nadie lo leyera. Hasta que… Mary lo hizo.
Su hermana mayor rompió el hechizo y señaló el principio del fin. El fin de la paz y la tranquilidad de Hugo. El fin de la libertad y la despreocupación de David.
Hugo había celebrado una fiesta de cumpleaños. No es que fuese una gran fiesta. La celebró en el comedor de casa con unos cuantos amigos. Retiraron las sillas hacia las paredes. La cadena musical de la sala hacía sonar sus últimas cintas.
Sobre el aparador había un cuenco con fruta, y la gente no cesaba de preguntarle si podía comerse una naranja, y Hugo tenía que contestarles que no porque todas las naranjas y todas las manzanas que había en el cuenco estaban previstas para una comida determinada de un día determinado.
Los amigos de Hugo se sentaban en las sillas retiradas hacia las paredes y no fumaban porque sabían que eso causaría a Hugo problemas con su familia, y Hugo les caía bien. Le tenían lástima. Su madre era célebre, y su comportamiento en la fiesta no desmentía su reputación. Permaneció sentada en la sala contigua, mirando la televisión con el padre de Hugo, atenta a cualquier rotura o ruido excesivo. A las once en punto entró de sopetón y les hubiera preguntado a todos si no era hora de irse a casa de no ser por que ya se habían marchado a alguna otra fiesta, doblados por la mitad, partiéndose de risa, prendiendo apresuradamente los anhelados cigarrillos. En el comedor sólo encontró a Hugo, escuchando sus últimas cintas y pensando en lo extraño que se le hacía haber tenido que pasar una tarde de sábado en su propia casa, sin poder ir a la siguiente fiesta con los demás. Y durante todo el tiempo, la hermana mayor de Hugo, que no había sido invitada a la celebración, permaneció en su dormitorio, en teoría haciendo sus deberes, pero en realidad leyendo, abriéndose camino como un castor anhelante y celoso por entre las páginas que relataban las ocupaciones sexuales de Hugo y David.
La hermana mayor de Hugo. Sin atractivo, seria, nada popular, objeto de mofa. Mientras Hugo se abría paso hacia su propio mundo a base de mentiras, Mary se aferraba tercamente a la verdad. Y cuando ésta le falló, cuando comprobó que los padres podían ser crueles y las amigas volubles, que sus héroes podían ser necios y su propia sinceridad aborrecible, descendió a trompicones por los peldaños de la depresión. Cayó muy abajo. Sin amistades. Incomprendida. No había ningún obstáculo que frenara su caída. La familia Harvey, no muy tolerante con los fracasos, las emociones y las situaciones embarazosas, desvió la mirada. Era sólo que Mary se hacía la difícil. Era sólo que Mary no tenía sentido del humor. Era sólo que Mary no cumplía, como no había cumplido cuando tuvo que hacerse unas gafas, porque de algún modo era no cumplir el hecho de que sus ojos no fuesen lo bastante buenos para enfocar con nitidez las matas de grosella que crecían al fondo del jardín. Los hijos de la familia Harvey debían ser brillantes y hermosos.
Mary le anunció que había leído su diario, y él no supo qué decir. De hecho, no se lo anunció de esta manera. Le preguntó si solía aceptar dinero de desconocidos con mucha frecuencia. Se lo preguntó una tarde después de almorzar mientras estaban lavando los platos y Hugo se limitó a mirarla como si se hubiera vuelto loca, y entonces ella se lo explicó. Le dijo que había leído su diario el día de la fiesta, cuando tuvo que instalarse en el cuarto de Hugo porque el suyo, que quedaba justo encima del comedor, hubiera sido demasiado ruidoso para trabajar, y allí sentada ante su escritorio había leído el diario.
Su primer deseo fue arrojársele a la garganta. Pero los hijos de la familia Harvey debían ser brillantes y hermosos, y no le estaba permitido asesinar a su hermana. Su segundo deseo fue darle una patada muy fuerte, pero le resultó imposible porque su hermana estaba sentada sobre el mármol de la cocina y, por tanto, fuera del alcance de una patada. Así que respondió: «Oh, todo eso es inventado, y además no es cosa tuya.» Y ni siquiera entonces escondió su diario. Quizá quería que lo encontraran. Esto es absurdo. Nada hubiera podido aterrorizarle más. Ahora incluso le tenía miedo a su hermana. Tenía miedo de lo que sabía y tenía miedo de lo que podía averiguar cuando le seguía colina arriba cada vez que él salía a pasear. Pero no se lo diría a su madre. Eso se lo había asegurado.
Entonces, ¿por qué no hizo caso a la advertencia? ¿Por qué no escondió el diario en la escuela, en el jardín, en una bolsa de plástico, en cualquier parte? ¿Por qué siguió dejándolo a la vista para que fuera encontrado, leído, utilizado contra él y, finalmente, quemado por él mismo?
Su hermana cumplió su palabra. No se lo dijo a su madre. Su madre lo encontró por sí sola. Pero Hugo la condujo hacia él.
Es posible que Sam no llegara a ver las incontables declaraciones de amor garrapateadas en el borrador de Hugo, pero su madre sí las vio. Su madre era de las fisgonas. Los más amables dirían que le preocupaba el bienestar de su hijo más amargado, un hijo que a menudo se sumía en terribles malhumores que desfiguraban su rostro con mohines de cólera y ceños taciturnos. Pero Hugo no se engañaba. Su madre sólo quería saber qué hacía. Y una vez despertados sus temores, el respeto a la intimidad no contaba para nada. Nunca había contado. Durante las vacaciones, si se encargaba ella de echar al correo las postales de Hugo, las leía y luego lo regañaba con el mayor descaro por haber dicho que las caminatas familiares subiendo y bajando montes eran aburridas. Abría las cartas que llegaban para él, las leía y luego atacaba las cosas que se decían en la carta, sin mostrarse avergonzada en lo más mínimo. Buscaba pistas que la ayudaran a comprender a su hijo desdichado, y principios como el respeto a la intimidad no eran obstáculo para su determinación.
La primera pista se la dio un cuaderno de borrador que encontró en la papelera. Comenzó a hojearlo y, después de los garabatos y los apuntes de biología, encontró las páginas repletas de anotaciones: «Amo a Sam, amo a Sam, amo a Sam.» El grito tras el cristal había cruzado la barrera. Sam había abandonado a Hugo y su madre estaba en pie de guerra. Alguien le había oído.
Al principio, Hugo no tenía ni idea de cómo había sucedido. Sólo supo que había sucedido. Lo supo en un fogonazo.
Había pasado las dos semanas anteriores conmocionado y solitario, sentado junto a un espacio vacío donde hubiera debido estar Sam, contemplando la nuca de Sam y las muecas despectivas que Perry le dirigía por encima del hombro. Estaba aturdido. Ofuscado. Casi completamente enmudecido por la desdicha. El trabajo se había convertido en su único refugio. Ahora, cuando más necesitaba a sus restantes amigos, menos deseaba su compañía. Antes los encontraba innecesarios y divertidos, pero ahora que constituían su única tabla de salvación, le parecían insípidos e irritantes. Y ellos respondieron en consecuencia. Percibían su necesidad y abusaban de ella. Había caído en desgracia, había perdido a su protector y, con la cabeza gacha como una víctima, se había convertido en una presa fácil. Se burlaban de él y lo provocaban, lo perseguían por entre los charcos y le golpeaban si osaba replicar.
Por primera vez desde que tenía doce años, Hugo comenzó a detestar la escuela, pero sabía que debía sobrevivir, que debía recobrar su prestigio. Tenía que encontrar nuevos amigos, nuevos aliados. Tenía que encontrar algo que hacer que le ayudara a no pensar en Sam. Decidió jugar al bádminton una vez terminadas las clases.
Su madre respondió al teléfono.
—¿Puedo quedarme hasta más tarde hoy? Quiero jugar al bádminton. Cogeré el autobús de las cinco y media.
Estaba seguro de que su madre no pondría ninguna objeción. Le complacería que comenzara a interesarse por algún deporte. Y un deporte limpio que no la obligaría a lavar ropa de más. La merienda podía esperar.
—Creo que será mejor que vengas a casa. —Su voz sonó neutra, sofocada. Contenida.
—¿Por qué? —quiso saber Hugo.
—Porque creo que debes venir a casa inmediatamente. —Y colgó. Hugo se puso blanco. Mientras caminaba hacia la parada del autobús, lo único que sentía era un peso enfermizo en el estómago y los latidos del corazón. En la parada del autobús se encontró con conocidos, pero no pudo sonreírles ni dirigirles la palabra.
La sangre le corría como un hilo de agua fría. El trayecto hasta su casa fue como un viaje paso a paso hacia la perdición. El viaje en autobús, cuando su casa aún estaba lejos pero él seguía sin poder esbozar más que una sonrisa temblorosa. El recorrido a pie desde el autobús hasta el tren, al pie de la empinada cuesta, cuando le pareció tener las rodillas oxidadas. El viaje de dos estaciones en tren, durante el cual vio pasar el paisaje con los ojos anhelantes de un condenado dispuesto a escapar para vivir en el bosque. El lento paseo de la estación a casa, por delante de viviendas con las luces encendidas y familias en cuyo seno reinaba la paz, durante el cual el terror se prendió al cuello de Hugo como un guante helado y apretó.
Hubiera debido huir. Quizá eso hubiera cambiado su suerte. «Si algún día quieres irte de casa, puedes venir aquí, ya lo sabes.» Así se lo había dicho la madre de James. ¡Qué revuelo se habría producido! Hubiera sido una jugada maestra que lo habría convertido de pecador en mártir injustamente perseguido. ¿O acaso no? ¿Qué hubiera pensado de él la mamá de James cuando la señora Harvey le hubiera telefoneado para contarle lo del diario? Porque Hugo sabía que se trataba de eso. Lo había sabido desde el instante mismo en que su madre le había hablado por teléfono. Lo había encontrado. Además, ¿cuánto tiempo podría permanecer fuera de casa? Tarde o temprano tendría que volver. Al final, siempre ganaría su madre. Hugo estaba demasiado atemorizado para romper el hechizo de su madre, así que sus pies siguieron moviéndose en la misma dirección y avanzó calle abajo hacia la casa en que vivía.
En la vida de Hugo habían existido otros paseos de terror: cuando cruzaba el estudio del director hacia su rostro enorme y apoplético, con los capilares estallando por la histeria cuando exigía saber por qué Hugo intentaba hacerse expulsar de la escuela; hacia la lista de resultados expuesta en una vitrina en la Cámara del Senado de Cambridge, para atisbar sobre un tumulto de cabezas y averiguar de un vistazo qué clase le había correspondido; hacia un escenario, para pronunciar una primera frase extraviada en una ofuscación de jerez barato tragado ante la estufa de gas para mantener a raya la humedad y la lobreguez invernal de una habitación en el ático de la facultad. Pero este paseo era la marcha de la muerte.
Hugo se aproximó al vidrio estriado de la puerta de atrás. Entró. Su madre lo miró. De pie, con su ropa de casa, tenía las facciones contraídas y las manos enrojecidas, aquellas manos capaces de golpear tan de improviso, estropeadas de tanto fregar la cocina y el suelo, los platos y las ollas.
—He pensado que seguramente tendrías muchos deberes por hacer —le explicó. Y durante un segundo Hugo creyó que se había salvado. Fue a su habitación. Todo parecía intacto. El diario seguía sobre el alféizar, en el mismo lugar de siempre. Fue a tomar el té. Pero algo se mascaba en el ambiente. Su hermana mayor no salió de la cocina durante toda la merienda. Permaneció recluida con su madre tras una puerta cerrada, susurrando, esperando la llegada del padre. La hermana menor, contagiada por los silencios y susurros de conspiración, contemplaba los emparedados, la leche y el queso sin decir palabra. Hugo comió sin saborear nada, y en cuanto hubo terminado huyó al silencio y la soledad de su habitación, a la espera de oír llegar el coche de su padre. Era absurdo que aguardaran la llegada de su padre para castigarle. Su padre nunca castigaba a nadie. De vez en cuando, si perdía la paciencia, les pegaba un manotazo furioso en el trasero, pero no era capaz de hacerles lo mismo que su madre. Nunca les tiraba del pelo ni les pegaba en la cara ni les mandaba quedarse de pie en un rincón. Nunca gritaba ni lanzaba alaridos ni le estallaban los vasos sanguíneos. Hugo tardó mucho tiempo en comprender que eso no era una muestra de debilidad (y no merecía su desdén), sino de ternura. Su padre era un hombre tierno.