Pero ésta la guardaban para su padre, porque tenía que ver con chicos y porque él era un hombre; porque era un delito capital y él era el Jefe de Estado; porque su madre estaba perturbada y, como demostró a la mañana siguiente, no habría podido abstenerse de recurrir a la violencia.
A su regreso del trabajo, su padre fue inmediatamente absorbido en los susurros, que, para entonces, se habían trasladado al piso de arriba. Hugo se apuntaló en el peldaño que no crujía, el segundo desde abajo, y aguzó el oído. A él aún no le habían dicho nada. Nada que confirmara lo que ya sabía pero deseaba que no fuera más que un temor infundado. Regresó a su escritorio y se sentó ante sus libros de texto, tratando de concentrarse en los hábitos alimentarios de la ameba y los tentáculos acariciantes de los espirilos, pero los sollozos y los siseos cada vez más fuertes se filtraban desde la habitación de arriba en breves y peligrosos espasmos. Y luego hubo ruido de pasos en la escalera. Unos pasos pesados, de pies enfundados en zapatillas. Los pies de papá. Y papá cruzó la puerta del cuarto de Hugo y se detuvo sumido en la confusión. Antes de volverse a mirar, Hugo ya sabía que su padre estaba sumido en la confusión, demasiado azorado por la desnudez de lo ocurrido para hablar abiertamente.
—Tu madre me ha contado unas cosas muy feas —comenzó el señor Harvey, y Hugo contempló ceñudo la ameba. Estaba más embarazado por su padre que avergonzado de sus acciones. No estaba en absoluto avergonzado de sus acciones. Le aterrorizaba que hubieran sido descubiertas. Le aterrorizaba el castigo que se le ocurriría a su madre.
—Nos has contado un montón de mentiras —prosiguió su padre. Otra vez con lo mismo. Las mentiras. Siempre era éste el gran pecado. ¿Y qué esperaban? «Hola, mamá, me voy a los urinarios públicos para encontrarme con el jefe de Exploradores que me la chupa todos los domingos, y cuando me lleva de vuelta a los urinarios después de pasarnos tres cuartos de hora magreándonos y metiéndonos mano en su apartamento, me regala dos libras para que me las gaste en la confitería. Hola, mamá, acabo de dar un estupendo paseo en bicicleta, aunque no he pedaleado mucho. He dejado la bicicleta aparcada junto a los retretes de la Calle Mayor y he subido al coche de un hombre de Highgate que me ha llevado a su piso y nos lo hemos pasado en grande follando, y luego ha pasado unas películas porno norteamericanas en su proyector de super ocho y he vuelto a correrme, y al final me ha acompañado en coche a recoger la bicicleta. Hola, mamá, hoy casi me viola un hombre que me ha quitado los pantalones en el bosque y los ha colgado en una cerca de alambre de púas y luego ha querido darme por el culo, pero he gritado, gemido, llorado y protestado tanto que al final ha perdido la erección y me ha llevado de vuelta a la bicicleta.»
Su padre estaba decidido a mantener esa línea de ataque. La suave.
—Cuando nos dijiste que te habían robado las válvulas y la mancha de la bicicleta, no nos dijiste dónde estaba en realidad la bicicleta.
Estaba junto a los retretes de lo alto de la colina. Llevaba allí toda la tarde. Su padre tenía razón: no se lo había dicho. No recordaba dónde les había dicho que estaba. Eso era típico de su padre. Las consideraciones prácticas. Se aferraba a lo concreto, a la maquinaria que conocía y amaba. Bicicletas, automóviles, lavadoras, sistemas de calefacción central… Eran las normas morales de un extraño mapa de la vida. La gente podía meterse en toda clase de historias extrañas, pero mientras él pudiera hundir la cara en un motor, no tenía por qué enterarse.
Hugo no dijo nada. Sabía que su padre no tardaría en secarse. Y así fue. Poco a poco, se fue quedando sin palabras. Y entonces Hugo respondió con una frase que nunca había esperado utilizar: «Estoy dispuesto a cambiar de vida», dijo. «Sólo es una fase», dijo. Durante un instante, durante unos días, tal vez una semana o así, el propio Hugo llegó a creer que hablaba en serio.
El padre de Hugo salió del cuarto satisfecho. Volvió al piso de arriba para contárselo a la madre. Nadie había mencionado el diario todavía. Nadie había dicho cómo sabían lo que sabían. En asunto de espionaje, la señora Harvey no era tonta, y lo primero que procuraba era no revelar sus fuentes.
La señora Harvey tampoco era tonta en asunto de confesiones. No era mujer que se dejase engañar por semejantes filosofías caseras, extemporáneas e insinceras, la manida justificación de un centenar de escolares sorprendidos besándose, sodomizándose y haciéndose felaciones bajo las sábanas, en la caseta de los botes, tras el marcador del campo de criquet o en el bosque. Para ella, el propósito de enmendarse no constituía una respuesta adecuada. ¿Y las mentiras? ¿Y el dinero? ¿Y la enfermedad y la degradación? Pero ¿qué podía hacer ella? Hasta el momento, no había hecho nada. Aún seguía en el piso de arriba. Y Hugo, que se acostó sin hacerse notar, no podía creer en su suerte.
La suerte no duró. Ya sabía él que no podía durar mucho. Hubiera sido demasiado surrealista. Una madre indulgente. Hugo tuvo su primer encuentro con ella a la mañana siguiente, cuando entró en su habitación y descorrió las cortinas, como hacía cada día a las seis para que estuvieran todos levantados, lavados, peinados y vestidos con tiempo para poner la mesa del desayuno familiar. Demasiado asustado para hablar, la vio abrir la ventana a la grisácea mañana de septiembre. Hugo saltó cautelosamente de la cama y fue sorprendido por un golpe en la cabeza que lo lanzó contra la pared.
—¡No vuelvas a decirme «buenos días» nunca más! —chilló su madre, y salió de la habitación. Él se vistió y se lavó, remojando su dolorida mejilla en agua fría, y a continuación bajó a la cocina, donde su madre estaba friendo los huevos y el tocino. Cuando entró, se volvió hacia él.
—Sólo eres un asqueroso prostituto —escupió, cerrando la puerta que daba a la sala para que los restantes miembros de la familia no tuvieran que oír la inmunda historia. Hugo permaneció inmóvil, preparado para esquivar cualquier movimiento brusco. Esperaba que su madre ampliara un poco la explicación. Nadie le había dicho cómo se habían enterado. Nadie había presentado el diario como prueba. ¿Cómo lo sabían? ¿Se lo había dicho Mary? Eso le parecía improbable. Su hermana podía sermonearle, e incluso seguirle por la calle para intentar asegurarse de que no volvía a los retretes públicos sobre los que había leído en el diario, pero él sabía cómo eludirla. Hugo no había nacido ayer. Ella sí. Pero nunca se chivaría. No a su madre, por lo menos. Existía una ley no escrita que decía que no podía chivarse uno a sangre fría. Enfrentada con una acusación, Mary no tendría escrúpulos en salpicar de culpa a los demás. Pero nunca habría hecho una cosa así.
Y entonces la señora Harvey se inventó una coartada.
—Te han seguido, ¿sabes? Te han visto ir y venir en varias ocasiones. Es una deshonra. Sólo eres un asqueroso prostituto. —Hugo se sintió bastante orgulloso de oírse llamar prostituto. Siempre le había parecido que tenían mucho estilo. Por entonces, aún no conocía a ninguno, y ni siquiera se había esforzado nunca en parecerlo. Las dos libras que le entregaba el jefe de Exploradores de Cockfosters tras los juegos eróticos de los domingos representaban un estímulo adicional, pero Hugo habría hecho lo mismo de todos modos. El dinero nunca había sido un requisito indispensable, y David, con toda su astucia callejera, tardó mucho en aprender a solicitar dinero sin parecer avergonzado.
Se sentaron y desayunaron en silencio. La deshonra de Hugo lo apagaba todo. No alzó la vista de sus copos de avena ni una sola vez. Ingirió su huevo frito con tocino masticando metódicamente. El silencio era demasiado pesado para que nadie lo rompiera. La mejilla de Hugo seguía enrojecida por el golpe. Y luego terminó por fin el desayuno y pasó a su habitación para hacerse la cama antes de salir hacia la escuela.
Mientras duró el silencio, mientras duró el ardor de la mejilla, un pensamiento lo acosaba con insistencia. ¿Quién era esa amiga de la familia (desde el primer momento había supuesto que se trataba de una mujer) que había acechado sus movimientos durante el tiempo suficiente para saber lo que había ocurrido a lo largo de tantas tardes, de tantos paseos al anochecer? ¿Cómo había podido verlo, cómo había podido enterarse? Pero Hugo se dejó engañar de buena gana. Quería creer la coartada de su madre, porque si había leído el diario, todo el diario, conocería muchos de los secretos que David y Hugo compartían. Conocería a David, que era el secreto de Hugo.
La coartada no podía durar. Su madre, tras haber descubierto la fuente de todos los secretos, era incapaz de renunciar a ella, de modo que reclutó a la hermana mayor para su persistente espionaje. Pero era un espionaje de aficionados. Mientras Hugo y su hermana menor merendaban, unos días después de que hubiera estallado la tormenta, la señora Harvey llamó a Mary desde fuera del comedor. Hugo tuvo la certeza de que estaban en su habitación. Tuvo la certeza de que estaban leyendo su diario. Abandonó la leche y las galletas y salió al vestíbulo. Escuchando tras la puerta, oyó susurros y crujir de páginas. Abrió la puerta. Ahí estaban, encorvadas sobre el cuero de imitación y los dorados de imitación. Nadie había seguido a Hugo ni a David. Lo habían leído en su diario. Habían profanado su diario, sin prestar atención a las advertencias que rezaban JÓDETE, MARY y SI ESTÁS LEYENDO ESTO, MARY, JÓDETE Y MUÉRETE, y habían leído todas sus confesiones, todas las seducciones de David y los fracasos de Hugo, y ahora sólo trataban de mantenerse al corriente. Quizá creían que era un serial que podían ir siguiendo cada día. Quizá disfrutaban con ello. Quizás Hugo hubiera debido enviar su diario a un periódico y negociar los derechos de edición. Lo que hizo, en cambio, fue arrojarlo al incinerador de la escuela, junto al cobertizo de las bicicletas, al día siguiente de haber sorprendido a su madre y a su hermana fisgando en sus páginas.
A partir de entonces, privado de su mejor amigo, marginado por su familia, enemistado con su hermana mayor, maltratado por su madre, ignorado (como siempre) por su padre y querido únicamente por su hermana menor (que no comprendía qué estaba pasando y andaba por la casa con lágrimas en los ojos), Hugo consideró que no necesitaba que le remordiera la conciencia, que podía enviarlo todo a la mierda. A excepción de su hermana pequeña, a la que un día rescataría de aquel purgatorio, todos los demás podían ir a pudrirse en el infierno.
David, impenitente y descarriado como siempre, siguió adelante con el sexo mientras Hugo cubría sus huellas con mayor astucia. Su madre lo interrogaba a fondo y le imponía absurdos toques de queda, pero no podía retenerlo en casa. Cierto que, cuando lo sorprendió robando de la cartera del señor Harvey y lo arrojó escaleras abajo (la última vez que Hugo se orinó encima), lo tuvo encerrado en casa y privado de toda vida social durante seis semanas, Navidad incluida. Pero aún tenía que ir a la escuela, y aún tenía que volver de la escuela a casa, y el autobús escolar aún pasaba ante algunos de los lugares favoritos de David. Hugo se había independizado. Su madre podía castigarle, pero ya no podía alcanzarlo.
Hugo estaba solo. Había entrado en su era glacial. Nadie podía dar con él. Y, al parecer, nadie lo intentaba siquiera. Aún seguía teniendo amigos. Aún hacía reír a la gente. Les caía bien y era invitado a fiestas donde todavía tomaba drogas que todavía hacían reír más a la gente. Pero si hubieran muerto todos al día siguiente, Hugo no habría derramado ni una lágrima. Sólo eran gente. No eran íntimos. Estaba demasiado congelado para que nadie intimara con él.
Hasta que llegó Charlie.
Y Charlie le hizo más mal que bien.
En el piso de arriba empezó a funcionar la aspiradora. Hugo se deslizó hacia la puerta de su dormitorio, empapelado a rayas anchas, y salió de puntillas al vestíbulo. Sus hermanas, la mayor y la pequeña, estaban en el comedor, enfrascadas en los deberes de la escuela. La aspiradora se detuvo repentinamente. Hugo se inmovilizó, aplastado contra la puerta de la sala, jadeando de miedo y de frustración. ¿Por qué se había parado ahora? Todo ese juego del gato aspiradora y el ratón teléfono estaba acabando con su resistencia. No había hecho nada de deberes desde las siete, cuando su madre había subido al piso de arriba. Se había limitado a permanecer sentado ante el escritorio, escribiendo el nombre de Charlie una y otra vez en la libreta y tratando de recordar hasta el último contacto de su cuerpo, desde el vello de sus pectorales hasta el… Y entonces había comenzado a funcionar la aspiradora y había parado y vuelto a funcionar. Como una sirena caprichosa que anunciara la ausencia de peligro. Después de todo, incluso si llegaba al teléfono y marcaba el número sin problemas, aún podía pasar cualquier cosa.
Se oyó de nuevo el motor de la aspiradora. Hugo oyó el chirrido de sus ruedecitas. Oyó el golpeteo de los pies de su madre desplazándose sobre el piso. Se apresuró a cruzar el vestíbulo en dirección al teléfono. Ésta era la zona de peligro. Si su madre se asomaba al pequeño rellano de lo alto de la escalera, lo sorprendería en mitad de su llamada clandestina, y entonces exigiría saber a quién estaba telefoneando y por qué.
Los niños no tenían por qué llamar a nadie a aquellas horas de la tarde. Era el momento de terminar los deberes antes de irse a la cama. No había tiempo para charlar. Si alegaba que estaba llamando a algún compañero a propósito de alguna pregunta difícil, su madre querría saber qué pregunta era y por qué no era capaz de responderla sin pedir ayuda a otro. Después de eso, ¿cómo podría volver al teléfono? Ella estaría escuchando. En otros hogares, el teléfono era un aparato lícito, como el televisor. Lo consideraban un instrumento útil, que estaba para ser utilizado. En su casa, era un derroche de recursos; costaba dinero y hacía perder tiempo, y sólo estaba para telefonear a la abuela los días de cumpleaños para agradecerle el libro que había enviado.
Descolgó el auricular con los dedos ligeros de quien ya está habituado al engaño. Un día, a la hora del almuerzo en la escuela, Hugo había visto que un chico se guardaba un billete de cinco libras en el bolsillo de su chaqueta. No en el de la pechera, sino en uno de los bolsillos laterales, dilatados y deformados por las castañas de Indias
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, la calderilla y los envoltorios de los caramelos. Acto seguido, el chico en cuestión se sentó a almorzar. Hugo se acercó a su mesa y se agachó como para anudarse los cordones del zapato. Sin mirar a los lados, siguiendo la regla de oro de que la cautela engendra sospechas, hundió los dedos en el bolsillo, se apoderó del billete y siguió caminando con su botín en la mano y el corazón acelerado. Fue un espectacular acto de atrevimiento. Fue un audaz acto de ratería. Le sirvió de entrenamiento para descolgar auriculares de teléfono.