Los dos botoncitos que sostenían el auricular emitieron su «ping» y la aspiradora se detuvo en ese mismo instante. Hugo escuchó con atención, el auricular en la mano, esperando alguna señal. La puerta del dormitorio siguió cerrada. Los pies siguieron desplazándose por la habitación. Oyó ruido de objetos cambiados de sitio y de interruptores. Permaneció inmóvil, sin atreverse a contemplar su reflejo en el espejo del vestíbulo, como si fuera a sorprenderse a sí mismo, a chivarse, a alzar un dedo acusador.
La aspiradora volvió a funcionar y Hugo comenzó a marcar el número. ¿Comunicaría? ¿Respondería alguien? ¿Lo encontraría en casa?
Comenzó a sonar la señal de llamada. A Hugo le parecía que su estado de ánimo, su estómago, su vida entera, estaban controlados por aquellos breves sonidos. El tono neutro de la señal de marcar, que le daba la bienvenida pero no le prometía nada. El hiato mientras marcaba. A continuación, el angustioso e incontrovertible «pip pip pip» de la línea ocupada o el ábrete sésamo de la señal de llamada. Los códigos y contraseñas que permitían o negaban el acceso a la Ciudad del Amor, a saber, una habitación individual en el primer piso del número 37 de Grosvenor Gardens. La señal seguía sonando. Podía serle permitido el acceso. Hugo estaba a la espera, con el corazón en suspenso. Si no había respuesta, le sería negado el acceso.
—Hola —dijo, un gangueo nasal al otro extremo de la línea.
—Soy Hugo —anunció Hugo al gangueo nasal.
—Ya lo sé —respondió el gangueo. El gangueo era del casero de Charlie.
Hugo no conocía al casero, pero tal como se lo imaginaba no era un hombre agradable. Era la criatura que se alimentaba de los diálogos mesurados entre el Adonis del primer piso y el chico suplicante y lastimero del teléfono. Era un Cerbero miope que se tomaba a mal sus deberes de guardián pero que hubiera recibido a Charlie en su cubil de la planta baja con los labios relucientes de saliva. Hugo era el único admitido en la destartalada cama de la helada habitación del primer piso donde Adonis presidía su corte en la Ciudad del Amor. Por eso el casero detestaba a Hugo y le hacía sudar. Era rencoroso. Tenía a Charlie bajo su techo. Podía hacer esperar a la gente, y mientras esperaban, podía hacerlos temblar con su suspiro y con aquella voz que decía: «Vive en mi casa y le dejaré ver a quien yo quiera.»
—¿Está Charlie?
El suspiro.
—No lo sé.
—¿Le importaría mirar si…? —Hugo siempre se encallaba aquí.
—¿Quieres que lo llame? —La pregunta rezumaba el tono ácido del desprecio.
—Oh, muchas gracias. Sí, por favor —farfulló Hugo. Deprisa, deprisa. Ella puede salir en cualquier momento. Su corazón comenzó a interpretar ritmos de bongó en el pecho y su estómago se contrajo hasta convertirse en una pequeña masa de nudos. Si en aquel momento el casero le hubiera exigido un pago por cada segundo que hablaran, Hugo se lo habría prometido.
—¡Charlie! —gritó el gangueo nasal desde el pie de la escalera.
El silencio era insoportable.
—¿Hola?
La cálida voz escocesa nadó por la línea y envolvió a Hugo en una neblina que le trabó la lengua e hizo que los bongos se disparasen a un ritmo de pesadilla. Era Charlie.
—Soy Hugo —dijo Hugo.
David estaba muerto. Lo había matado en el asiento delantero de una camioneta azul. La camioneta de Charlie.
En la vida amorosa de todo el mundo llega un momento en que la letra de las canciones populares que suenan por la radio parece encerrar un mensaje personal. Las baladas dulzonas hacen resonar vivos acordes en un corazón maltratado. La gramola automática del bar de la esquina va desgranando su repertorio como una descripción minuciosamente detallada de las penas del corazón. Ahí estaba Hugo; empapado de sentimentalismo, reblandecido por el amor, mató a David sin dejar de sonreír en el asiento delantero de una camioneta azul. Rebosaba amor. Estaba hundido en el amor hasta el cuello, hasta las cejas. Escuchaba con avidez las atrayentes grabaciones difundidas por las ondas, y cada una de ellas se le antojaba basada en su propia historia…, con la salvedad, naturalmente, de que él había conocido a su bienamado en un retrete, que habían hecho el amor bajo un saco de dormir de nailon azul en una cama que crujía y que a él no le estaba permitido fumar, utilizar palabras largas, beber gin tonics ni molestarse cuando se diera el caso de que hubiera otro hombre en la vida de Charlie.
¿Y qué más daba que las canciones de amor fueran una bazofia empalagosa? La desesperación venía tras ellas, ineludible como una resaca. Pero en aquellos momentos, con sus frases de amor pronunciadas a hurtadillas bajo el estruendo de una madre que pasaba la aspiradora por las alfombras del cuarto de sus hermanas, abandonada la ronda de fiestas escolares —donde los otros magreaban y él se pasaba la noche atiborrado de sedantes— a cambio de una helada habitación individual donde se acurrucaba ante el televisor bajo un saco de dormir de nailon, Hugo era feliz. Más feliz de lo que podía recordar. Más feliz acaso que el día en que Sam se sentó a su lado por primera vez. Estaba en la Ciudad del Amor con Adonis, la tele transmitía el especial de verano de la ITV, tenía un vaso de cerveza junto a la almohada, y cigarrillos, cerillas y cenicero al alcance de la mano. Era como estar de cámping. Era como si el último año no hubiera existido.
El último año. Aún no había vuelto a dirigirle la palabra a Sam. Ni Sam a él. Le había dejado una nota en la cartera, en respuesta a la que había recibido de él. Pero sólo le decía mentiras. Las mismas mentiras que le había contado a su padre. Estoy dispuesto a cambiar de vida. Palabras y nada más que palabras.
Para entonces, el diario ya sólo era polvo en el incinerador de la escuela. La confianza que su madre hubiera podido tener en él sólo era ya un agrio recelo en su mirada, una seca incredulidad en su sonrisa. Hugo no tenía aliados ni confesores, salvo su hermana menor, la única persona del mundo a quien se hubiera molestado en salvar de una casa en llamas. Pero hasta ella se sentía intranquila a su lado, asustada por sus amenazas de irse de casa, preocupada hasta el punto de consultar la enciclopedia de la familia para averiguar los efectos secundarios de los barbitúricos que Hugo disolvía en botes de acuarela llenos de la ginebra que robaba del mueble bar de sus padres los sábados por la mañana.
Sus amigos se llevaban mejor entre ellos que con él. No podía correr con la manada. Corría junto a ella, pero apartado. Tal vez fuera malo, pero no era duro. Ni por dentro, ni por fuera. Cuando le pegaban, devolvía el golpe y volvían a pegarle de nuevo. Cuando se burlaban de él, replicaba de palabra y volvían a golpearle. También podían ser simpáticos. Eran sus amigos. Lo invitaban a sus fiestas y les preocupaba que no tuviera una chica fija. Él mantenía relaciones sexuales en secreto con uno de ellos, aprovechando la hora del almuerzo. Pero no eran auténticos amigos. Si lo hubiera atropellado un tren, se habrían echado a reír. Por lo menos, no habrían llorado. Se sentía débil, perverso, equivocado y solo.
Y entonces conoció a Charlie.
Si alguien hubiera pedido a Hugo que dibujara al hombre con el que le gustaría yacer, el cuerpo que le gustaría desnudar, la voz con la que le gustaría ser arrullado, la respuesta habría sido Charlie.
Cuando lo vio por vez primera, la boca le quedó tan seca que no podía hablar. Iba a encontrarse con unos amigos para tomar algo en un bar donde había puñaladas de vez en cuando y los conjuntos lanzaban maullidos entre aplausos entusiastas mientras Hugo bebía ginebra con naranjada (era la única bebida que se sabía de memoria) y el camarero de la barra le dirigía extrañas miradas.
Subía colina arriba enfundado en unos tejanos rasgados por las rodillas y con el dobladillo deshilachado que se le enredaba en los pies y le hacía tropezar. Iba a encontrarse con Igor y con el amigo de Igor, un chico guapo de larga cabellera morena y ojos espirituales, en cuya alfombra Hugo había vomitado la semana anterior, perdido en una vertiginosa confusión de porros, ginebra y barbitúricos. Después, alguien lo había empujado hacia el minibar con adornos en relieve que formaba una curva en un rincón del cuarto, mientras la madre del amigo de Igor intentaba meter la mano en sus pantalones. Era gente a la que apenas conocía. Eran sus amigos. Hugo veía que las cosas andaban mal. Igor era alto, mugriento, de pelo lacio y, además, estaba loco. Constantemente recitaba interminables teoremas musicales nuevos, atrayendo interminables bandadas de beligerantes que deseaban hincarles el diente. Era un artista, y Hugo absorbía con avidez sus monólogos de disidente, pero nunca se sintió capaz de emularlo.
Iba a encontrarse con Igor y con el amigo de Igor, enfundado en unos tejanos rasgados por las rodillas e increíblemente acampanados. Era lo único que le quedaba para ponerse. Su vestuario funcionaba siguiendo un estricto sistema de rotación que sólo se dejaba influir por el clima. Aunque había comenzado a gastarse el dinero en extravagantes prendas de segunda mano de la nueva tienda de Oxfam en la Calle Mayor, todavía no disponía del suficiente para hacerse con un guardarropa contracultural adecuado. Así que iba a encontrarse con los disidentes punk del Duque de Lancaster llevando unos pantalones acampanados. Se sentía desdichado. El sol de la tarde aún calentaba. Se sentía desdichado y cachondo.
La solución evidente era el tango de los retretes. Debido al tango de los retretes, había postergado, llegado tarde u olvidado tantas citas, en tantas tardes distintas, que sus amigos ya no esperaban que se presentara a la hora ni en el lugar que les había dicho. Y cuando se presentaba, era de un humor tan huraño que no alcanzaban a comprenderlo, de modo que lo dejaban a su aire, callado, deprimido, sintiéndose mancillado por el miserable toqueteo de pollas, el orgasmo ínfimo que acababa de obtener ante algún esposo dominado por el pánico. Si no se presentaba, era porque le había surgido una aventura, alguien con un dormitorio, un lugar bajo techo donde podían retozar. Para entonces David ya era muy conocido en la calle, y las tardes de los viernes eran buenas para la caza, puesto que los ejecutivos, frustrados tras una semana de trabajo en su camisa de fuerza a rayas, sin tiempo para una corrida a media mañana, estaban a punto de estallar de sexualidad insatisfecha. Esa gente solía merodear en sus Ford Cortina azul celeste, y trataban a David como a un siniestro seductor, deferentes y fascinados. David representaba la cárcel. Si eran vistos o sorprendidos con él, representaba el fin de sus carreras, de sus matrimonios, de su libertad. Pero también representaba el sexo. Era bueno. Y estaba muy disponible. Algunos de ellos lo conocían desde hacía tres años. Y
seguía siendo bueno, aun después de cumplir diecisiete años.
En cuanto a David, estaba sencillamente caliente. Una calentura insoportable, que no quería saber de sonrisas, compromisos ni charlas. Parecía darle lo mismo que los hombres fueran gruesos o flacos, que tuvieran menos de treinta y cinco años o acabaran de cumplir los cuarenta y cinco. Cuando David estaba cachondo, podía convertirlo todo en sexo. Las tapicerías, las colchas y los adornos de las salitas suburbanas sólo le hacían sentirse aún más cachondo. Era profanación y blasfemia en la salita, y, como desnudarse en el recibidor y mear en la bañera, formaba parte de su número de chico maleducado, grosero y escarnecedor. Si estaba del humor adecuado, lo encontraba todo sexy.
Cuando David cruzó la calle hacia el salón de tango, advirtió que el conductor de una camioneta detenida ante el semáforo lo contemplaba con una ligera sonrisa. No era una sonrisa de reconocimiento. Se parecía más a la sonrisa del lobo en el cuento de Caperucita Roja. La sonrisa de un apetito que ve su satisfacción ante sí. Las nalgas de David se tensaron y su estómago se endureció. El flirt había comenzado.
Entró en su boudoir retrete, de un azul institucional húmedo y mohoso, cubierto de graffitis, algunos de los cuales mencionaban a David por su nombre. Algunos ya los conocía. Súplicas desesperadas del jefe de Exploradores de Cockfosters, al que había debido abandonar dos años atrás cuando el escándalo del diario sacó a relucir sus paseos dominicales, destinados a pasar un rato divertido en la cama y embolsarse un par de libras. De hallarse en el lugar de aquel jefe de Exploradores, David habría procurado pasar más inadvertido. Sus padres hubiesen podido presionarle para que revelara nombres y direcciones, y quién sabe cuánto habría tardado Hugo en ceder. La resistencia a los interrogatorios no era su fuerte, como bien sabía el señor Tattersall. El jefe de Exploradores hubiera perdido algo más que sus cachorros.
Todos los cubículos estaban ocupados, pero los urinarios estaban vacíos. David se detuvo a contemplar los ojos que aparecían y desaparecían en los agujeritos de las puertas de los cubículos, deseosos de averiguar quién era el recién llegado.
Oyó el ruido de un freno de mano y la portezuela de un automóvil. Buenas noticias: sangre fresca con vehículo propio. Podía ser el lobo. Naturalmente, la mitad de las veces resultaba que el conductor se había detenido para comprar cigarrillos en el bar o para dejar bajar a un pasajero, o se encaminaba en dirección opuesta, o acaso peor, se trataba de un automóvil cuyos parachoques abollados y asientos manchados ya le eran conocidos de anteriores expediciones por la Al rumbo a un campo desierto o un bosquecillo umbroso. A David no le gustaba repetir. Hacía muy pocas excepciones.
Se acercó a la ventana y atisbo por los resquicios de la oxidada malla metálica. El lobo avanzaba por el sendero. El lobo estaba buenísimo.
No supo hacia dónde moverse.
Algunas veces, incluso un tanguista nato como David podía quedar desconcertado. El tango de los retretes era una danza compleja. Un error de cálculo o un golpe de mala suerte podían echarlo todo a rodar.
El lobo hizo su entrada. El lobo miró a David y se apoyó contra la pared. David fingía mear, pero su vejiga se había encogido al tamaño de un guisante y le resultaba imposible extraer ni una gota de ella. Se subió la cremallera y se apoyó contra la pared sin alzar la vista. Éste era uno de sus peores problemas. Con los viejos picaros y seductores, adoptaba el papel de joven puto muy pagado de sí. Con los casados presas del pánico, se hacía el tipo duro que domina la situación. Con hombres como el lobo, le temblaban las rodillas y se le secaba la boca. Si el desconocido se hubiera vuelto hacia él para pedirle fuego, Hugo habría graznado sin poder responder.