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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

Un asunto de vida y sexo (16 page)

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Lo que Hugo necesitaba era una nueva carta de triunfo.

Una nueva carta de triunfo para enfrentarse a las nuevas presiones. En los últimos tiempos no se sentía muy seguro de Sam. A veces, le parecía detectar cierto tono de irritación en su voz. Y lo peor era que Hugo se sentía cada vez menos seguro de sí mismo. La vida había cambiado desde los tiempos felices bajo el hechizo de Anthony Argyll y el entusiasmo de su recién hallada amistad. Cuando Hugo pensaba en el Hugo de aquella época, se imaginaba a un inocente sin complicaciones, que decía la verdad y no se molestaba en impresionar a nadie. Un inocente cuyo buen corazón se reflejaba en sus ojos y que hacía amigos (llamados Sam) en la clase. Desde entonces, se había ido transformando en un ser para quien la realidad no era más que una materia prima, y ni siquiera una materia prima demasiado interesante. Mentir requería grandes esfuerzos y le exigía una vigilancia constante para precaverse de aquellos a quienes había contado cierta mentira y que luego podían hablar con otros a los que les había contado una mentira distinta. Aunque Hugo era un embustero excepcional, capaz de vencer la incredulidad y la sospecha con una mentira aún mayor, empezaba a cansarse de construir puentes entre los dos Hugos distintos: el de casa y el de la escuela. La casa era el pan y la mermelada, el desayuno y los deberes, lavarse y esconderse. La escuela era donde reinaban las mentiras y empezaba la diversión. Hugo era capaz de estar a la altura de la imagen que se había creado; el problema era que esta imagen comenzaba a aburrirle. Y que se había enamorado de Sam. Si antes podía mantenerse perfectamente tranquilo aunque Sam estuviera callado, enfadado o de mal humor, ahora se lo tomaba como una afrenta personal, como una muestra de que había cometido algún error, y al disculparse demasiado apresuradamente por cosas que no había hecho, sólo conseguía irritar aún más a Sam. Hugo empezaba a sentirse aprensivo. Necesitaba una noticia bomba que le devolviera su atractivo y su aura trágica. Por consiguiente, mató a un gran número de parientes lejanos en un accidente de tráfico.

Su lógica era muy sencilla. El territorio doméstico estaba repleto de divorcios verdaderos. Pero las mentiras de Hugo no iban a detenerse por simples problemas locales como la abundancia de divorcios. Se limitaron a cambiar de país. En realidad, no lo hizo de forma premeditada: Hugo sólo utilizó con gran habilidad una situación que se había presentado por sí misma. Se aprovechó de la muerte de su abuela.

Cuando el señor Tattersall, el ayudante de dirección, entró en la clase de Historia y preguntó por Hugo Harvey, una oleada de guiños y gestos de asentimiento recorrió el aula. Hugo ya tenía la reputación de ser un buscalíos y de andar con malas compañías, y cuando volviera a la clase todos querrían saber qué había hecho esta vez para cargársela. Sin embargo, Sam, contra cuya pierna Hugo había apoyado muy suavemente la suya, no pareció interesarse en lo más mínimo y desvió la vista hacia la ventana mientras su amigo abandonaba el aula. El propio Hugo no tenía muy claro qué había hecho esta vez, pero tampoco lo había tenido en las anteriores ocasiones en que el señor Tattersall había venido a buscarlo y, en todos los casos, siempre había recordado al poco tiempo el delito del que se le acusaba! Esta vez, empero, Hugo estaba en lo cierto; esta vez no se trataba de ninguna barbaridad, de ninguna travesura criminal, de ningún cigarrillo fumado a escondidas junto al estanque de la pista de atletismo, de ningún desmán en la sala común de quinto curso. El señor Tattersall era portador de una mala noticia. Había muerto la abuela de Hugo.

Hugo permaneció inexpresivo. Apenas conocía a su abuela. No hablaban el mismo idioma ni vivían en el mismo país. La había visto quizá cuatro o cinco veces en toda su vida, que él recordara, y siempre le había parecido muy anciana. Y ahora había fallecido tras una larga enfermedad. No había mucho que decir. No sintió nada. Esperó que eso fuera sólo temporal. Siempre le preocupaba su falta de reacción. Sus emociones parecían tan remotas, tan inaccesibles, que se disipaban antes de que pudiera llegar a ellas. Se quedó sentado escuchando y comenzó a proyectar su regreso a la clase mientras el señor Tattersall le explicaba que su madre debería ausentarse por algunos días y que su padre aún no habría vuelto del trabajo cuando él llegara a casa, de modo que Hugo tendría que preparar la merienda de su hermana y ocuparse de todos los encargos aburridos e irritantes que había dejado su madre acerca de la aburrida e irritante vida en el hogar.

Se había producido una muerte, y sin duda la mayoría de la gente lo consideraría un acontecimiento importante. Pero a él la muerte de una abuela le parecía rutinaria. Desde luego, no podía compararse en modo alguno con la muerte de un padre o una madre, ya fuese por enfermedad o por accidente, de manera que, mientras regresaba a la clase de Historia, el joven Hugo comenzó a inventarse un drama, en un escenario lo bastante alejado, que rivalizara con el trauma infantil de Sam e incluso lo superara. No era sólo que hubiera muerto su abuela. Había muerto de forma violenta…, en un accidente de circulación que se había cobrado también la vida de su hijo (tío de Hugo) y de varios primos.

Cuando Hugo llegó a la clase, el número de víctimas ascendía ya a seis, y su rostro reflejaba toda la aflicción de la tragedia.

Hugo sabía que a su regreso sería acogido con preguntas susurradas, notas, gestos de cabeza, miradas inquisitivas y sonrisas de aliento, de conmiseración y de regocijo, y respondió a todo ello con una expresión torturada. No solía exhibir muy a menudo una expresión torturada, pero comprobó que le confería un aspecto muy interesante. Sin embargo, no fue capaz de derramar ni una lágrima. Ya le resultaba bastante difícil derramarlas ante las muertes verdaderas.

Sam no dijo palabra. Y al terminar la clase desapareció de inmediato. De entrada, Hugo no sabía muy bien qué hacer, pero al final decidió crear olas. Dejaría caer la historia entre la plebe como un guijarro en un estanque y esperaría a que las ondulaciones de la noticia llegaran hasta Sam. Por la tarde, cuando lo supiera, volvería del almuerzo contrito e incluso cariñoso.

Con el arte refinado del mentiroso de fondo, Hugo fue desarrollando la historia poco a poco, en arranques de revelación, puntuándola con insinuaciones reticentes y añadiendo esporádicos destellos de exageración que le prestaban color (de diversos tonos, pero siempre dentro de lo grotesco). Mediada la pausa para el almuerzo, tenía ya un corro de amigos y bienquerientes que bebían de sus palabras. Aquella tarde, Hugo fue centro de atención indiscutido. Desde luego, se trataba de un suceso horrendo. El automóvil cargado de parientes que regresaban a Breda tras asistir a un banquete nupcial en Kampen. El aterrador patinazo a lo ancho de tres carriles hasta acabar en la cuneta central de la autopista. La atroz mutilación de los cuerpos familiares, proyectados a través del parabrisas, aplastados contra el volante, sacudidos en inverosímiles contorsiones vertebrales.

Si bien Hugo había logrado atraer la atención de todos los Marks, Pauls, Simons y Timothys gracias a su relato gótico de una catástrofe en la autopista, el propósito principal de su mentira no se cumplió. Quería que Sam se enterase. Pero Sam no regresó después del almuerzo. Los chapoteos y ondulaciones se estrellaban contra paredes de ladrillo. Sam se había ido a jugar al rugby contra Harrow y no volvería hasta la noche, de modo que, como estaban a viernes, Hugo ya no podría verlo hasta el lunes. Y mientras pasaba lentamente la tarde con su expresión torturada, Hugo pensó que era mucha la gente que había muerto aquel día y muy pequeño el efecto conseguido.

De todos modos, no hubiera cambiado nada. La masacre en la autopista ocurrió apenas dos semanas antes de que Sam rompiera definitivamente con Hugo. No fueron sus historias las que asesinaron su amistad, no fue que lo encontrara aburrido: fue el amor el que lo destruyó todo. Lo que mató la amistad fue su anhelo de obtener el amor de Sam, el rozarle la pierna con la suya, el tocarlo y acosarlo e intentar ocultar su erección de media tarde. Lo decía aquella breve frase en el fósil de su amistad: «No tengo absolutamente nada contra la homosexualidad, te lo aseguro, pero considero que no debe ser impuesta a otras personas, como creo era el caso entre nosotros.»

Seguramente Hugo se había enamorado de Sam desde un principio. Ya desde aquellos primeros días de lenta y morosa seducción en los pupitres de Geografía de segundo y Matemáticas de segundo, había contemplado a Sam como el objeto de todo su afecto. Hugo se había sentado junto a él durante tres años de lecciones, resplandeciente de orgullo, de posesión, de felicidad. Pasaba las prolongadas y aborrecidas vacaciones de verano consumiéndose por Sam, soñando una y otra vez en el primer día de clase, el día en que regresaría a la escuela y volvería a sentarse al lado de su amigo de pelo pajizo y resplandecería de nuevo. Pero sólo durante las últimas semanas se había mostrado demasiado apremiante y lo había tocado demasiado a menudo. Quizá Sam hubiera visto los mensajes, «Amo a Sam, amo a Sam, amo a Sam», garrapateados una y otra vez en página tras página de los cuadernos de Hugo. Aunque estos mensajes no estaban destinados a ser leídos por Sam, Hugo soñaba que un día los vería por casualidad y, radiante, se volvería hacia él para decirle: «Yo también te amo.» «Amo a Sam, amo a Sam, amo a Sam», escrito en largas listas en todos los tipos de letra imaginables, con toda clase de lápices y plumas, en todos los colores. «Amo a Sam.» Era como gritar tras una pared de cristal. El silencio se violentaba hasta sus límites. Y finalmente se rompió.

Sam abandonó a Hugo sólo tres semanas antes del escándalo del diario. Y, como en otras ocasiones, no fueron sus mentiras las que metieron a Hugo en un aprieto, sino la verdad, el amor que sentía por Sam. En tres breves semanas, su vida quedó destrozada, hecha pedazos. En la escuela, quedó abandonado a las pullas de un vengativo Perry Rickson. En casa, se convirtió en un proscrito, un depravado que había cruzado los límites del perdón. Y todo porque se había enamorado de su mejor amigo. Y lo había declarado por escrito. En sus cuadernos de borrador y en su diario.

Parece absurdo que se le hubiera ocurrido anotar todo aquello en un diario.

El diario era un objeto fastuoso. Era un libro de tapas duras, encuadernado en tela azul oscuro con adornos dorados. Dorados de imitación. Cada doble página correspondía a una semana, y cada día disponía de espacio suficiente para tres o cuatro párrafos. Hugo escribía en él cada día. Tenía catorce años cuando se lo regalaron y quince cuando lo quemó. El diario sólo cubría un año, pero no llegó a completarlo. Si Hugo lamentaba alguna cosa, empero, era haberlo quemado.

El diario comenzó su existencia como un regalo de Navidad elegido en el catálogo de Oxfam
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. En el hogar de los Harvey, la compra de regalos era un asunto muy organizado. La madre de Hugo recortaba las reseñas de los libros que deseaba le regalaran al menos dos meses antes de su cumpleaños. Las listas de regalos de Navidad debían estar preparadas a mediados de octubre. Aunque Hugo se pasaba el resto del año viendo cosas que le gustaría poseer, aquellos días de octubre tenían algo que sofocaba su imaginación. Comenzaba a pensar en precios, en regalos razonables a precios razonables, en lugar de las sorpresas extrañas e inesperadas que realmente deseaba. Los catálogos de beneficencia ofrecían una salida fácil. El diario fue una elección fácil.

Las dos hermanas de Hugo llevaban sendos diarios en los que incluían billetes de autobús, tarjetas postales y otros residuos acumulados en vacaciones, excursiones escolares o fiestas de cumpleaños en casa de la mejor amiga de la semana. Hugo no hacía eso. Leía a hurtadillas los diarios de sus hermanas y luego, en el momento adecuado, mencionaba algún secreto que hubieran confesado al papel…, pero él no estaba para atesorar chucherías. No las tenía, y si las tenía, debía deshacerse de ellas. No eran recuerdos, eran pruebas delatoras. Hugo no incluía nada en su diario. Pero escribía todo lo que hacía. Todo lo que hacía que no podía ser revelado a nadie. No hacían falta más pruebas delatoras. Estaba todo en el diario, día a día, semana a semana. Cada noche anotaba los sucesos de la jornada.

El diario era su forma de mantenerse a la par con David. Anotaba las citas de David y describía a sus compañeros. No mencionaba sus nombres. Los describía según su vientre, su pecho, su cabello, según lo apasionado que hubiera sido el sexo. Los convertía en breves notas al margen de la compleja jornada escolar de Hugo. La vida de David era tan limitada e inexorable que entre el agarrar, el apretar, el sacudir y el correrse apenas había nada sobre lo que escribir, más allá de lo velludo, lo grueso, lo barrigudo o lo fornido que era cada hombre. Lo principal era siempre el pecho. La curvatura. El sombreado. El contorno. Hugo estudiaba en el espejo su pecho liso y enjuto, con la piel distendida sobre las costillas, y anhelaba un pecho musculoso y bronceado como el de los muchachos que jugaban al baloncesto en el gimnasio. O los hombres con los que jugaba David. Los hombres que elegía en el cotidiano desfile del tango en alguno de los rancios urinarios suburbanos.

David era el que bailaba, pero quien movía las cuerdas era Hugo. Ésta era la verdadera razón de ser del diario. Hugo ejercía el control. Era él quien mandaba. La acción era cosa de David, pero Hugo llevaba las cuentas. David seguía siendo una creación suya, y él trazaba el mapa de todas sus actividades. Para…, ¿para quién? Para su familia, no. ¿Para sí mismo? Para que constara. ¿Para la posteridad? No lo sabía. Para sí mismo. Para nadie más. Era una compulsión. El diario se había convertido en su confesor. Al referirlos o escribirlos, todos los delitos eran condonados. Una vez en la página, quedaban exorcizados, absueltos. El diario se convirtió en una válvula que daba salida a toda la presión de su vida y le permitía respirar de nuevo. Lo utilizaba para no perder de vista a David y para llevar el registro de sus avances hacia Sam, los roces bajo la mesa, los forcejeos con que se despedía al anochecer.

Sentado junto a Sam durante las largas y calurosas tardes de otoño en la clase de Inglés de quinto, escuchando el zumbido persistente del señor Routledge, que entonaba las deprimentes cadencias de la «Rima del viejo marinero» como si de una oscura y malograda hipnosis se tratara, el deseo de Hugo crecía como una comezón en las ingles y una agitación de insectos en su vientre. El sol y la proximidad del cuerpo de Sam, desaliñadamente vestido con el maltratado uniforme azul marino de la escuela, despertaban en él una pasión hambrienta de contacto. Poco a poco, con suavidad, su pierna se desplazaba por debajo del pupitre hasta tocar la de Sam. Por un breve instante, Hugo percibía la presión de su pierna sobre la de Sam y la de Sam sobre la suya a través de las dos capas de franela reglamentaria, hasta que bruscamente, de súbito, Sam apartaba la pierna y hundía la cara en su libro, la cabeza baja, la vista baja, toda comunicación cortada.

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