Repasó precipitadamente posibles estrategias, pero se sentía atrapado. El hombre no le hacía ninguna señal. Hugo creía que estaba mirándolo, pero era demasiado tímido y estaba demasiado asustado para comprobarlo. Temía que, si no se vaciaba pronto algún cubículo, el hombre acabara cansándose y se fuera. Llevaba las botas cubiertas de polvo. ¿Un obrero, tal vez? Tenía los brazos atezados y el pelo rubio. Se descargó la cisterna de uno de los cubículos y al poco salió un hombre. David entró. Ahora sí estaba atrapado. ¿Miraría el lobo por alguno de los agujeros? Lo buscó a través de todos ellos, pero no logró verlo. ¿Se habría marchado con el otro tipo? ¿Habrían cruzado una mirada y salido juntos? Un ojo se pegó a la puerta. David descorrió el pestillo. Era peligroso, pero formaba parte del juego. La puerta seguía cerrada, pero el lobo tenía que haber oído deslizarse el pasador. Le tocaba jugar a él. Empujó suavemente la puerta.
Se quedaron mirándose a través de la puerta entreabierta. David, con los pantalones por las rodillas, contempló aquellos ojos azules y aquella sonrisa bronceada por el sol como si acabara de descubrir el manantial de la vida y estuviera tomando aliento antes de beber. El hombre le habló con un ligero acento escocés. «Tengo un coche fuera», dijo. David asintió con la cabeza para evitarse un graznido. Se subió los pantalones y siguió al lobo hacia la calle, hacia la camioneta azul.
Así fue como Hugo conoció a Charlie. Le dijo que se llamaba David y ya casi no habló más mientras Charlie conducía hacia su habitación en Finchley. Cuando llegaron a la habitación, Charlie se metió en el baño y le dijo a David que se fuera quitando la ropa. David se tendió desnudo sobre el saco de dormir de nailon azul, temblando de impaciencia. Al regresar, Charlie sonrió y le aconsejó que se cubriera. Bajo el saco de dormir había sábanas.
Yacieron juntos durante dos horas y media, y David no llegó a correrse. Yacieron juntos durante dos horas y media, sin que a Hugo le importara si se corría o no. Sólo quería permanecer entre los brazos de aquel hombre, de aquel lobo. Un lobo con un ligero acento escocés.
Cuando dejó la habitación de Charlie con Charlie, en la camioneta de Charlie, su corazón estaba tan henchido que sentía vértigo. Una sonrisa tironeaba de las comisuras de sus labios con ganas de convertirse en una risa. Una irreprimible burbuja de risa.
Charlie tenía que ir a Devon al día siguiente por asunto de trabajo. Se dedicaba a los transportes pesados, y lo había hecho desde que terminara los estudios en Edimburgo a la edad de dieciséis años. Entonces tenía veinte. Dijo que regresaría de Devon aquella misma tarde, conduciendo sin parar, para poder reunirse de nuevo con David por la noche. David le prometió que allí estaría. Nunca antes había cumplido semejante promesa.
Cuando entró en la cocina de la casa de sus padres, Hugo no podía borrar la sonrisa de David, no podía comprimir su felicidad en una expresión cotidiana y no podía dejar de hablar con acento escocés.
A su madre le hacía gracia oírle hablar con acento escocés. Era una de sus payasadas favoritas. Siempre creía que Hugo imitaba a su médico, y siempre le complacía que hubiera ido a ver al médico. Alguien debía infundir disciplina en Hugo. Alguien debía cruzar la barrera de su impasible mirada de superioridad, sus mentiras espontáneas, sus astutos enredos. Su madre no sabía en qué andaba metido, ni comprendía cómo habían podido ocurrir tantas cosas ante sus mismas narices sin que ella se diera cuenta. Los paseos de los domingos, las vacaciones escolares y las esperadas visitas a galerías de arte, las excursiones con la escuela y las obras de beneficencia con sus amigos… Se lo había creído todo. Su madre podía interrogarlo acerca de sus amistades, podía sorprenderlo robando dinero de la cartera de su padre y castigarlo sin salir de casa durante seis semanas, pero no podía penetrar sus defensas y averiguar qué pensaba en realidad; qué dolor, qué placer, qué anhelos ocultaba, qué recuerdos y qué fantasías. Ella no se lo preguntaba. Él no se lo decía. Así que ella apelaba al médico y el médico llamaba a Hugo cada quince días, para echar una mirada a sus manchas y hablar con él.
Hugo no había tenido nunca manchas hasta que un día, ya en quinto curso, despertó con un reguero de ronchas desde la boca hasta el cuello, como si alguien le hubiera salpicado la cara con una pluma cargada de tinta roja. El médico le recetó una pomada. La pomada venía en tubos pequeños, y Hugo necesitaba un tubo nuevo cada quince días. Cuando terminaba un tubo, tenía que volver al médico, porque éste se negaba a renovarle la receta por teléfono e insistía en verlo personalmente.
A Hugo no le importaba. El médico le caía bien. Era un aliado. Le daba whisky y cigarros, y le dejaba hablar de sí mismo.
Pero Hugo sabía que le hacía ir por alguna razón. Querían saber cosas de él. Hugo confiaba en el médico. Sabía que nada de lo que le dijera llegaría a otros oídos. Pero también sabía que lo habían puesto en sus manos. No se guardaba ningún secreto, pero tampoco iba a contarle toda la historia hasta que él mismo estuviera dispuesto a hacerlo.
Así pues, cuando Hugo irrumpió por la puerta de la cocina, haciendo que su madre se sobresaltara ante la harina tamizada y su padre se girara en redondo con un trapo de cocina sujeto a la cintura, ni siquiera el vapor y el ajetreo de la vida familiar lograron apagar la alegría de su corazón, y siguió entonando las cadenciosas melodías de Edimburgo y Aberdeen con su humorístico acento escocés hasta que le dolieron los músculos de la cara y se le enronqueció la voz. Su madre se echó a reír. Su padre sonrió, pero siguió lavando platos. Su hermana mayor lo miró con suspicacia. Nunca se fiaba de él cuando lo veía de buen humor. La mitad de esta desconfianza era resentimiento, porque ella nunca estaba de buen humor. La otra mitad era duda. Sabía que el buen humor en Hugo significaba placer, y sus placeres rara vez eran decorosos.
Hugo navegó hasta su habitación y se echó a flotar sobre la cama en el decorado a rayas naranjas del empapelado del cuarto y soñó una y otra vez con Charlie. La voz de Charlie. El pecho de Charlie con su vello plumoso justo entre los pectorales. Su estómago bronceado. Su polla suave y bien formada. Su sonrisa de dientes blancos. La piscina de sus ojos azul celeste.
Hugo estaba enamorado.
Pero, si ésta era la primera vez que él iba a mantener su promesa y acudir a la cita, ¿cómo podía estar seguro de que Charlie era sincero? ¿Y si a todos los chicos que conocía les decía que iba a volver de Devon por ellos y luego decidía darles plantón? Hugo sabía dónde vivía, pero él no era de los que se cuelan por las ventanas. Ya se veía tristemente sentado junto a la pared del jardín delantero en aquella calle suburbana próxima al Tally Ho Córner, esperando a que apareciera su hombre de bronce.
Hugo se pasó todo el sábado esperando que llegara la noche. Se había preparado el terreno para esta salida nocturna sin demasiadas dificultades. Su madre siempre se mostraba suspicaz, pero Hugo disponía de una excusa idónea que cubría toda la velada del sábado. Había una fiesta y él estaba invitado. Se reuniría con sus amigos en la estación de metro de East Finchley e iría con ellos. Tenía que permanecer allí durante algún tiempo, pues de otro modo se le escaparían. Regresaría con ellos y luego tomaría un taxi. Y era verdad. En parte. Había adoptado el mismo principio para sus mentiras que para sus hurtos en las tiendas. Una verdad pequeña puede disimular una mentira mucho mayor. Si al pasar por la caja pagabas alguna cosa, nunca se les ocurría pensar que las demás cosas que llevabas en las manos no habían sido pagadas. Aquella noche había una fiesta y él estaba invitado. Sabía dónde se celebraba y quién estaría presente. Tenía una invitación e incluso había estado antes en la casa, o sea que podía describirla.
Sin embargo, no tenía nada que le resolviera el día. Nada que pudiera eliminar aquella sensación de canicas rodando sin parar dentro de su estómago. Tenía embotado el apetito. Sentado a la mesa a la hora del almuerzo, fue introduciéndose cucharadas de comida entre los dientes y la engulló sin saborear nada. No vivía en el presente. Estaba en suspenso. Una mitad de él burbujeaba de excitación, la otra mitad chisporroteaba de nervios. ¿Habría sido Charlie sincero con él? ¿Podría soportar otras dos horas de espera antes de bañarse, antes del té, antes de salir con una expresión de alegría artificial para ocultar su amplia sonrisa interior? ¿Podría impedir que le temblara la mano mientras se llevaba cucharadas de Pavlova
{9}
a la boca reseca? ¿Acudiría Charlie a la cita? ¿Era real todo aquello?
A las siete y media de un anochecer de sábado, Hugo esperaba ante la entrada de la estación de Finchley Central. Ya llevaba media hora allí. Incluso había pasado por delante del apartamento de Charlie para comprobar si estaba la camioneta. Sí que estaba. Charlie había regresado. A las siete treinta y cinco, la camioneta azul se detuvo ante él y Charlie le dirigió una sonrisa de sube-y-ámame. Hugo trepó a la cabina y arrancaron cuesta abajo, encumbrados sobre los elevados asientos del vehículo como dos adolescentes en una atracción de feria.
—Tengo que decirte una cosa —comenzó Hugo.
Sus palabras sonaron de un modo muy sospechoso.
—Ayer te conté una mentira. —Una sombra nubló la frente de Charlie—. En realidad, no me llamo David. Me llamo Hugo. —El rostro de Charlie parecía abollado. Como si se hubiera retirado en marcha atrás hacia sí mismo. Quizá no hubiera debido decirle nada. Hugo trató de explicárselo, pero no le resultó fácil. Le hacía parecer viejo y endurecido. Demasiado astuto y experimentado—. El asunto es que no quería contarte la misma mentira.
—¿La misma que a los demás? —Sí.
—¿Cuántos ha habido?
¿Qué podía contestar? Detestaba esta clase de preguntas. ¿Qué sería lo más razonable? ¿Qué sería lo más realista? ¿Qué querría oír él?
Charlie se lo quedó mirando. Hugo estaba vuelto hacia la ventanilla, con aire confuso. No sabía cómo empezar. Charlie se echó a reír.
—No te preocupes. Me importa una mierda. Ahora estás aquí. Creía que no vendrías. No me importa cómo te llames. Pero debes reconocer que Hugo es un nombre bastante idiota. —Y se rió de nuevo. Con ganas.
Ya estaba. David había muerto. Aquel amigo extraño y mandón estaba muerto. Abandonado. Traicionado. Vendido en cuanto las cosas comenzaron a rodar bien. Algo palpitó en el estómago de Hugo. ¿No estaría deshaciéndose de su único aliado? ¿No hubiera debido dedicar una despedida más larga a su…, su…, su qué? ¿Su genio del mal? ¿Su consejero? ¿Su tutor en el cruel e implacable carrusel sexual de la vida, con sus mentiras fáciles y su actitud de coge-lo-que-puedas y toma-lo-que-necesites? ¿Qué le ocurría? ¿Acaso ese reducto de dicha, ese cómodo asiento de cuero junto a los muslos tejanos del hombre al que amaba, estaba anulando su instinto asesino? La postura de David, de aprovéchate-de-ellos y mándalos-a-la-mierda. David era un superviviente. Esta era la imagen que le gustaba dar. Pero era Hugo el que hacía todo el trabajo por él, y ahora que había desaparecido, Hugo se sentía aliviado. Más aliviado que culpable. Había dado un paso hacia la verdad. Su vida estaba envuelta en una malla de mentiras. La verdad era como unas cizallas para cortar metal. Acababa de abrir un pequeño agujero en la malla.
Aquella noche, Hugo tuvo un orgasmo. Charlie también. Después del sexo, yacieron pecho contra espalda, Charlie delante y Hugo detrás, y miraron la televisión de sábado por la noche, la edulcorada mezcolanza de especiales de verano y programas de variedades. Daba igual. En su estado de ánimo, nada podía parecer malo. Todo resultaba fascinante. Todos los presentadores, todos los invitados, todas las azafatas de concurso, todos los que aparecían en el programa estaban envueltos en el halo de la felicidad de Hugo.
El domingo fue a una reunión de los cuáqueros y se pasó una hora entera dibujado mentalmente el cuerpo de Charlie, recordando hasta la última palabra que había pronunciado, hasta la última sonrisa que le había provocado. Aquel día no se quedó dormido.
Las reuniones de los cuáqueros eran la válvula de seguridad de Hugo. Su laguna de calma. Pero no porque aquel puto adolescente que llevaba la moral por los tobillos hubiera encontrado a Dios. Había encontrado silencio y gente amable. Había seguido, sencillamente, los pasos de su hermana mayor. Su hermana mayor había emprendido una peregrinación. Buscaba una salvación personal, una manera de escapar al desprecio que sentía por sí misma, una manera de alcanzar su propia dignidad y una visión de un mundo que no estuviera desgarrado por furias y fenómenos que la maltrataban, la desatendían y se burlaban de ella por partes iguales.
Hugo y su hermana menor se limitaron a seguir sus huellas, tal como la habían seguido a Woodcraft Folk. La menor, con su dulce sonrisa y su inocencia juvenil, fue la primera en cruzar la puerta. Hugo la siguió unas semanas después, concomido por resentimientos de los que anhelaba librarse. La religión era un refugio muy improbable para Hugo, pero dio resultado. Los cuáqueros le ofrecieron justo lo que necesitaba. No eran flagelantes de cilicio y azufre. Eran un hogar de reposo para la mente dolorida. Eran personas con una ilimitada capacidad de perdón, sin la ñoñería insulsa que por lo general la acompaña.
Cuando Hugo entraba en la casa de reuniones, sentía que el aire se suavizaba con las voces benignas, los medios susurros, las sonrisas confiadas de unas personas demasiado inteligentes para ser pusilánimes y demasiado llenas de fe para juzgar a nadie. Sus ojos buscaban bondades interiores. Ninguna ropa que Hugo pudiera ponerse, ningún estilo de peinado o de pantalones, nada de lo que dijera acerca de las drogas o el aburrimiento, ninguna ira que pudiera conjurar eran capaces de sobrevivir a su sosegante amabilidad. En aquel tranquilo rincón de los suburbios, Hugo se serenaba. Contemplaba. Era recibido y aceptado.
Todos los domingos se reunía con los demás en torno a la mesa decorada con un jarrón de flores silvestres, en una habitación cuadrada donde la luz entraba a raudales por ventanas que iban del suelo al techo y formaba grandes charcos de sol que lamían los pies de todas las ancianas, algunas de las cuales dormitaban bajo sus sombreros de rafia azul mientras otras permanecían erguidas y muy atentas, con una sonrisa en los labios.
Hugo siempre se escondía en un rincón. A menudo le costaba mantenerse despierto, y detestaba despertar con una sacudida para verse contemplado por los ojos que recorrían la habitación. Sentado allí, con los tobillos bañados por la luz del sol, recomponía los acontecimientos de la semana anterior. Antes de que apareciera Charlie, era la semana escolar, el trabajo, las riñas, Sam, los deberes, las dificultades. Ahora que Charlie ocupaba todos los rincones de su cabeza, se pasaba la hora entera en silencio, sopesando la batalla entre la esperanza y la desesperación. Las interrupciones de los mayores, con sus animosas homilías sobre el significado espiritual de una conversación con la verdulera sostenida en el curso de la última semana, se convirtieron en fatigosas e irritantes intrusiones en su complejo sistema de penitencia y remordimiento.