Cynthia le sonrió. Le cogió por los hombros y le ayudó a levantarse de la cama. Hubiera podido ser una sonrisa de victoria, pero no lo era. A fin de cuentas, había sido desdeñada en favor de individuos anónimos y del velludo Edward, en favor de desconocidos encontrados en estaciones de tren, casas de baños y bares. Había querido saber por qué, y él sólo le había dado una respuesta: «Porque es lo que quiero.»
Ahora, este debilitado final, esta muerte lenta y remolona hubiera podido ser la prueba, la justa venganza por su rechazo, la prueba de que Hugo hubiera debido elegirla a ella. Pero Cynthia no sonreía de esta manera. Sonreía como té caliente, como aceites balsámicos, como el pasado.
¿Cómo hubiera podido rechazarla? No tenía elección. Cynthia hubiera debido ser su esposa…, pero mientras hacían el amor, aquella única vez, entre los cojines bordados en azul y rosa del lecho de una modelo de pasarela, amante de su padre, Hugo pensó en una fotografía de hombres en ropa interior que había visto escasos minutos antes y así logró correrse silenciosamente, con desapego, en la vagina de aquella chica que tanto se esforzaba por demostrarle lo que se estaba perdiendo.
Pero ¿por qué suponía Cynthia, por qué suponían los demás que era una asunto de elección? ¿Quién habría elegido una cosa así? El secreto, las mentiras, las ocultaciones, la observación disimulada, la ausencia de hijos, los regalos caros para los hijos de otras personas. Los eufemismos. Tío Hugo. Aquél era un futuro cuyo pasado era siempre más interesante. Los tiempos vividos. Los hombres amados.
Era un futuro con la soledad cosida en las costuras y la muerte entretejida en la trama, invisible hasta el último momento, como una sola hebra siniestra.
Pero, aunque Hugo sabía todo esto y lo había comprendido, aceptado y digerido, no se sentía avergonzado. No era culpable. Sabía bien dónde estaba la culpa. Estaba entre sus piernas. Y rara vez se contentaba con quedarse ahí. Se daba toda clase de nombres fantásticos. A Hugo le gustaba llamarla su libido. Poseía un apetito que ningún otro mundo hubiera logrado saciar. El mundo gay, la vida de los retretes, el merodeo de bar en bar ofrecían una interminable sucesión de torsos, penes y bocas, conversaciones casuales e intercambios de nombres, noches en destartalados pisos de renta limitada, forcejeando y retorciéndose con otro desconocido. No hubiera deseado ninguna otra cosa.
Imaginemos que hubiera sido una chica y hubiera satisfecho el apetito que alentaba bajo su falda de escolar en los pueblos y ciudades de las cercanías de Londres. Supongamos que se hubiera arremangado las enaguas y bajado las bragas en otros tantos lugares públicos, de noche ya, en aparcamientos desconocidos, junto a muros de tabernas, en asientos de automóviles, a orillas de arroyos infestados de mosquitos. A estas alturas, ya estaría muerta. Ya llevaría mucho tiempo muerta. Y enferma. Maltratada. Marcada con la palabra puta, agobiada por los problemas del aborto, la enfermedad de las pollas promiscuas que hurgaban en su chocho juvenil.
¿Y si hubiera sido un chico normal y honrado y temeroso de las chicas, pero con un ansia incontenible bajo sus calzoncillos abultados? Si hubiera sido un cristiano musculoso, con magulladuras de jugar al rugby y su propio bate de criquet, ¿dónde habría abrevado su libido? ¿Con qué jugos femeninos se habría alimentado para saciar la exigente y obsesiva necesidad de sexo que constantemente lo incomodaba y lo azuzaba? En ninguna parte. Ninguno de los otros chicos había tenido relaciones sexuales hasta mucho después que Hugo.
Hugo era un fatalista. El sexo había sido su triunfo y su perdición. Había bebido de la fuente durante demasiado tiempo, demasiado a fondo y demasiado deprisa, y se había contagiado el germen que se ocultaba en la cañería. Pero de no haber bebido, habría muerto de sed. Llevaba el sexo en la sangre como una adicción que lo había conducido por la senda de la destrucción y la ruina, riendo y trinando por el camino…
En aquel preciso instante no reía. Estaba temblando de dolor y debilidad. Aquélla era una mala jugada. Pero aun en las garras de la enfermedad, aun cuando las ciudades en las que había jugado estaban convirtiéndose en agencias funerarias y el clamor de la moral resonaba en todos los rincones, pregonando su ofensa y reclamando abstinencia, aun así él siguió sonriendo con su sonrisa gorjeante y zambulléndose en brazos del sexo.
Rememoró un establecimiento de baños en la rue St. Anne de París. Se había pasado tres días conduciendo desde Florencia en compañía de una chica. Regresaban de vacaciones. Un grupo de amigos reunidos en una quinta en Toscana, jóvenes privilegiados acostumbrados a concederse todos los caprichos, y Hugo había representado su papel como si nunca hubiera conocido otro ambiente. Habían cruzado la sucia neblina de Italia septentrional para desembocar en el melodrama ridículo de Suiza, una nación amedrentada por sus propios panoramas hasta el punto de refugiarse en una estúpida banalidad. Abandonaron Suiza atravesando el conglomerado de neón de Berna, ciudad de luces y bares cerrados, de rótulos invitadores y restaurantes hostiles. Recorrieron las sombrías llanuras del este de Francia y las consoladoras ondulaciones de Troyes.
En París, poseído por el pegajoso aire del verano, impulsado por las anfetaminas que lamían directamente de la papelina sin dejar de conducir, azuzado por las cervezas frías consumidas ante la puerta del Café Cost, Hugo entró en la casa de baños pasada la medianoche. El ansia de sexo le oprimía la garganta y latía pesadamente en su pecho.
Y una vez allí, encerrado en un baño reservado con un hombre de labios gruesos y nalgas perfectas, se arrojó al abrazo del sexo con la sonrisa de quien está preparándose el último pico. Allí, entre los vapores del sudor y las alucinaciones del amilo que inhalaban golosos por la nariz, allí, mientras el pene del hombre se hinchaba y se erguía como una enorme fruta sensual y la boca y los ojos de Hugo babeaban de un hambre anhelante, una voz queda susurró: «Éste podría ser el hombre que te mate.» Y una voz queda respondió: «Es la mejor manera de morir.»
Tomó asiento sobre el frío borde del retrete y su ano se encogió ante el dolor que no tardaría en llegar. Cynthia esperaba junto a la cama, hojeando una revista a todo color, contemplando el revuelo de luces de automóviles y cestos de bicicleta que huían precipitadamente por Fulham Road.
¿Dónde estarían ahora si se hubieran casado? ¿Dónde vivirían? ¿Cómo serían sus hijos?
En aquellos días de antaño, eran danzarines de toda la noche. Ross los contemplaba divertido mientras se emperifollaban ante los espejos de la galería, preparándose para un nuevo asalto furioso a la vida nocturna. Una noche de beber agua gratis en los bares más caros, de bailar con zapatos de segunda mano y mostrarse muy londinenses. Por entonces, ser londinense aún resultaba eficaz. Los neoyorquinos no habían descubierto los teñidos de pelo, las orejas perforadas ni la ropa en blanco y negro. Habían oído hablar del punk y estaban bastante impresionados y bastante intimidados. Cynthia, con su cabellera azabache que le caía completamente lisa hasta los hombros, y Hugo, con su pelo al rape teñido con agua oxigenada y su tenedor de cinco centímetros colgado de una oreja, causaban sensación en las pistas, y ambos lo sabían. Bailaban a base de pastillas para adelgazar, agua y algún que otro porro que pasara de mano en mano. Paraban para mear, para sudar o para refrescarse bajo alguno de los ventiladores, y fingían no advertir las miradas de los neoyorquinos que se cruzaban con ellos.
La gente siempre los tomaba por estrellas del pop inglés. Hugo lo encontraba lógico. De haber sabido cantar, naturalmente, habría sido una estrella pop. Conocía los gestos adecuados. Ese aire de translucidez cuando aparecía una cámara, como si no se hubiera fijado en ella. Ese aplomo impávido cuando se producía el destello del flash, como si estuviera perdido en algún ensueño sobre sótanos de Berlín y carísima cocaína.
Practicaban los movimientos de moda. Toda la gente guapa de Nueva York tenía cierta forma de andar, y Cynthia y Hugo la practicaban ante los grandes espejos de la galería. Había que echar el cuerpo hacia atrás para alejarse del humo y el aire acondicionado, hundir las manos en los espaciosos bolsillos de los pantalones de pinzas, poner rígidos los hombros bajo las hombreras, entrar en la sala y acercarse a la barra manteniendo siempre la inclinación. Resultaba un poco difícil pedir las bebidas, puesto que quedaba uno bastante lejos del oído del barman, pero al final éste comprendía la mímica y servía un vaso de agua (sin burbujas), y allá se iba uno, manteniendo la inclinación, en busca de un rincón desde el que se dominara la pista de baile.
El primer goterón cayó en la taza con un ruido seco que parecía un reproche. Un ruido muy agudo. Muy poca mierda. El ácido le corroyó el recto. Hugo se clavó las uñas en la palma, marcada ya con anteriores huellas de uña en forma de media luna. Todo tardaba muchísimo en desaparecer: el dolor, los cardenales, las raspaduras, la comezón, incluso las marcas de uñas. Sonrió. Sus pequeños estigmas personales. Una versión patética de una gran tragedia. Concentró su atención en las baldosas, las contó, las transformó. Una de ellas comenzó a respirar, y eso le hizo sonreír; una tenue sonrisa provocada por el flashback de ácido. Le encantaban los flash-backs de ácido.
En Nueva York se habían portado muy bien. Llevaban una saludable vida diurna de edificios importantes y museos de interés, puntuada por cafés helados.
En aquella atmósfera, no se podía andar muy lejos sin tomar bebidas frías. La ciudad se adhería a la camisa en cuanto salía uno del edificio. Al pasar bajo los rascacielos, los innumerables aparatos de aire acondicionado iban descargando gotitas sobre la cabeza de uno. Era como andar por un baño turco.
Andaban despacio. Conversaban bajo los árboles de Central Park. Iban a mirar los escaparates de Madison Avenue. Como si estuvieran enamorados. Pero sin sexo. Excepto aquella única vez.
Aún conservaba las fotografías en algún lugar. En un piso vacío, lleno de los restos desordenados de una vida sana. Fotografías de Cynthia en blanco y negro, dando la cara al viento en el transbordador de Staten Island. Sus facciones eran muy nítidas. A lo lejos, la Estatua de la Libertad aparecía bañada en una neblina gris, y las torres del World Trade Centre se alzaban hacia el cielo como una fortaleza, lamidas por las oscuras aguas del río Hudson. Eran fotografías de arrogancia y de inocencia. Eran fotografías de niños que jugaban a ser adultos. Eran fotografías de Cynthia antes de que el mundo se desplomara sobre su cabeza; de Hugo antes de que la tierra se abriera bajo sus pies.
La llamó y al instante la tuvo a su lado, sosteniéndolo. Sus articulaciones estaban tan quebradizas que se deshacían al moverse.
—¿Qué tal van las cosas? ¿Cómo está Christopher?
Hugo nunca había apreciado a Christopher. Cynthia lo sabía. Y Christopher también.
—Está muy atareado. Tiene una exposición nueva, en Aberdeen. Quiere que vaya a verla.
—Me alegra mucho que sigas viniendo. Para ti debe de resultar muy deprimente.
¿Por qué decía estas cosas? Los ojos de Cynthia se llenaron de lágrimas. Hubiera querido abrazarla. Hubiera querido consolarla. Hubiera querido que llorara sobre su hombro y desahogara el pesar de todas las muertes que había debido sufrir.
Para Hugo, la de Ross había sido la primera muerte auténtica. Y también para Cynthia.
Una muerte auténtica es cuando muere alguien que no esperabas que muriera. Es cuando muere alguien que no lo merece, alguien que todavía no ha vivido su vida. Los abuelos no cuentan. Las relaciones con los abuelos llevan ya inscrita la proximidad de la tumba; por ello, en parte, son tan preciosas. Así como los niños están más cerca del útero, ellos están más cerca de la tierra. Son los padres quienes están en el limbo, con demasiado trecho a sus espaldas y demasiado camino por delante para sentirse anclados.
Hugo perdió a tres de sus cuatro abuelos y abuelas antes de abandonar la escuela. Cuando murió el primero de ellos, fue incapaz de llorar. A su alrededor todos lloraban y se lamentaban. Él entonces tenía diez años y no podía llorar. No le veía ninguna lógica. No podía experimentar la conmoción de la pérdida. Su abuelo ya llevaba algún tiempo enfermo en una cama de hospital. Aún era joven, decían los demás, pero a Hugo le parecía viejo. Un hombretón como un sonriente osito de peluche que se relamía con la salsa de manzana que acompañaba la comida de los domingos. El abuelo los llevaba a dar largos paseos, durante los cuales no paraba de hablar. Hugo nunca escuchaba lo que decía, sólo el sonido de su voz, un cálido murmullo grave. Construyó un garaje de madera para los coches de juguete de Hugo: su taller resonaba con el zumbido de las herramientas, y el aire estaba impregnado de olor a serrín. Era un inventor que había descubierto su vocación a la edad de sesenta y cinco años y fallecido del típico ataque cardíaco familiar pocos meses después.
Se trataba de una triste historia que Hugo no comprendió hasta mucho después, y entonces su pesar fue demasiado aplazado y amargo para expresarse con lágrimas. Las lágrimas eran espontáneas, coléricas y egoístas, y él no tenía nada de ello. Sólo una vaga impresión, en el fondo de su mente, de que el abuelo se había liberado y que todos los demás debían someterse al rígido y almidonado rito del funeral. Vio llorar a su abuela mientras todos los presentes tomaban asiento, se levantaban y volvían a sentarse según dictaban las formas externas de la religión, endomingados y con el rostro compuesto para un día de lluvia y severidad en una capilla de Kent. Después de eso, los chiquillos quedaron libres y fueron enviados a casa al cuidado de una niñera, que exhibía una expresión de ternura compasiva que les estropeó todos los juegos.
La abuela materna de Hugo murió en el extranjero, donde había vivido siempre. Ni siquiera hablaban el mismo idioma, y sólo se veían cada tres años o así. Era una mujer corpulenta, con una risa poderosa que hacía temblar sus papadas y le había ganado el cariño de Hugo. Pero él apenas la conocía, y cuando le llegó la hora de la muerte, Hugo la utilizó como vehículo para su catástrofe en la autopista, la mentira más grande que contó en su vida.
Por la tarde, su madre tomó un avión para acudir junto al lecho de muerte, y el resto de la familia se quedó en casa compartiendo una cena a base de tostadas con queso, sintiendo la adrenalina de la liberación pero sin dejar que se notara, porque se suponía que debían sentirse tristes y melancólicos. Aun así, se hicieron muecas unos a otros mientras su padre desaparecía tras el periódico. Aquella vez el señor Harvey tampoco tuvo que asistir. La muerte comenzaba a convertirse en un asunto poco notable.