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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

Un asunto de vida y sexo (27 page)

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Pero aún le quedaba mucho que aprender, y antes de que terminara la jornada su bautismo de humillación sería completo.

Llegaron a un edificio con vistas al Pont Neuf, y el profesor, con un brillo de alegría en las gafas, le hizo subir a un espacioso apartamento en dos niveles. Hugo experimentó esa primera ansia de comodidad, ese primer deseo anhelante de conocer la suavidad de una gruesa alfombra, la blandura del sofá.

El negro llegó cuando empezaban a beber sus primeros spritzers, cuando Hugo se abandonaba a la molicie de un sillón de respaldo alto. El negro era el amante estable del profesor, que no lo esperaba hasta la noche. Hugo, que todavía era joven y, por tanto, creía que el sexo lo conquistaba todo y que cuantos más fueran más se divertirían, dirigió una sonrisa al negro, que le respondió con una mueca de desdén. Hugo fue incapaz de borrar la sonrisa. El spritzer lo había paralizado. Así, mientras el profesor y su amante estable se enzarzaban en una furiosa disputa, él siguió sonriendo y contemplando el panorama.

No sentía ningún deseo de follar con nadie en particular, pero si tenía que hacerlo, le apetecía mucho más el negro que el de las gafitas redondas. De un modo u otro, su instinto le decía que desnudándose no conseguiría apaciguar a ninguno de los dos, conque siguió bebiendo su spritzer mientras observaba las embarcaciones de paseo que navegaban por el Sena, sintiéndose como un turista secuestrado, arrancado de la ociosa actividad de admirar el panorama.

Sonrió a los dos hombres que reñían y se gritaban desde los extremos opuestos de la mesita baja, con su colección de cuchillos Sabatier. Sonrió al sofá y a los elegantes cuadros en tonos beige que tan bien concordaban con la elegante alfombra gris y el elegante crema de los lomos de los libros de Gallimard. Sonrió al río, y al puente, y a las embarcaciones de paseo.

Hugo comprendió que no terminarían de discutir mientras él permaneciera ahí presente, y que tampoco podría seducir al amante mientras siguiera peleándose con el profesor; además, había terminado su spritzer y era evidente que nadie iba a prepararle otro mientras durase la pelea. Así que se fue. O, al menos» se dirigió hacia la puerta y, sin perder la petrificada sonrisa de alcohol y luz de día, comenzó a manosear la cerradura.

Cesaron los gritos. El profesor se acercó para despedirlo. No se hablaron, pero cuando salía, el profesor se sacó una tarjeta del bolsillo y garrapateó algo al dorso. Estaban fuera de la vista del amante, que se paseaba nerviosamente por el nivel superior del apartamento, dando vueltas todavía en torno a los cuchillos Sabatier. Las gafitas redondas empañadas de sudor hicieron un guiño a Hugo mientras el profesor le deslizaba en la mano la dirección de un club nocturno de la orilla izquierda llamado Manhattan. En el reverso de la tarjeta decía: «A las nueve.»

—Esta noche, a las nueve. Nos encontraremos allí.

—Oui, oui —barbotó Hugo, sin saber de cierto si algún sonido había cruzado sus labios.

—Au revoir.

—Au revoir.

Una pieza de adorno se estrelló contra el dintel de la puerta y se hizo añicos. El profesor se cubrió la cabeza con los brazos y cerró de una patada. Hugo se tambaleó levemente mientras sonreía a las escaleras.

Le costó encontrar el club. Tuvo que recorrer la calle al menos tres veces, por ambas aceras, antes de advertir una puertecita con una minúscula mirilla y una placa bruñida en el exterior. Pulsó el timbre y la mirilla parpadeó. Al oír el zumbido de la cerradura eléctrica, empujó la puerta y entró en el local.

A Hugo, la expresión «club nocturno» siempre le había sonado vagamente a Hollywood. Estas dos palabras conjuraban refulgentes visiones de amplias salas, vestidos de noche, cuartetos de cuerda y dry martinis. Había candelabros y arañas, y escalinatas que se dividían y confluían de nuevo, y una corriente de invitados que eran anunciados por un lacayo de librea. La imagen planeaba entre Ruritania y la plaza Berkeley, en una extraña cápsula del tiempo que tomaba prestados elementos de todos los periodos (como los sastres de Hollywood), en una chabacana combinación de trajes de los años cincuenta con arquitectura del siglo XIX, música del siglo XVIII y charla intemporal. Era un mundo de Cary Grant, Audrey Hepburn y algún que otro rey destronado.

Por consiguiente, se le hizo extraño encontrarse en un angosto salón en rojo y negro en el que un hombre de bigote y camisa a cuadros se apoyaba tras una reluciente barra. Pasada la barra, unos empinados peldaños descendían hasta la pista de baile, donde tres o cuatro individuos ya habían empezado la juerga. Uno de ellos, un hombre corpulento y de cuello grueso, con el cabello muy corto y un poblado bigote rubio, llevaba una falda escocesa y giraba velozmente como una peonza. Los demás se doblaban de risa, tapándose la boca con las manos y alzando las cejas hacia el techo mientras el otro giraba sin cesar para que la falda se levantara cada vez más.

A Hugo le recordó bastante el Black Cap de Camden Town, pero expulsó tan irrespetuoso pensamiento de su cabeza y se repitió las palabras «club nocturno» para recuperar parte de su hechizo.

—Bon soir, m'sieur —ceceó el barman.

—Bon soir —repitió Hugo sin cecear.

Al profesor no se lo veía por ninguna parte.

El barman limpió la barra frente a Hugo y colocó un posavasos antes de deslizar hacia él un cenicero y cerillas. Si Hugo hubiera sido un hombre de mundo y no le hubieran temblado las manos (ocultas en los bolsillos), habría encendido un cigarrillo. Sabía que debía pedir alguna bebida. Le había sorprendido que no hiciera falta pagar entrada, pero ahora querían su dinero.

—Un dry martini, s'il vous plaît. —Oui.

Hugo no era bebedor. Ni siquiera conocía muchas bebidas. No soportaba la cerveza. Su abuela bebía ginebra con naranjada, pero a él esta mezcla le hacía sudar. Su madre bebía Martini rojo con hielo y limón; eso le gustaba, pero una vez lo había pedido en el Duque de Lancaster y se lo quedaron mirando como se miraría a un perro que se hubiera tirado un pedo. Su padre bebía whisky, cosa que a Hugo le resultaba incomprensible. Repasó mentalmente el mueble bar de sus padres, al que tan a menudo acudía con su bote de pintura vacío en busca de ginebra en la que disolver los barbitúricos, y se decidió por la botella de Martini Extra Dry. En ningún momento se le ocurrió que pudiera existir alguna diferencia entre el Martini Extra Dry y un dry martini.

Hugo llevaba encima siete francos. Las vacaciones estaban a punto de terminar y andaba escaso de fondos. Cuando no estaba acurrucado tras incongruentes cortinas de bambú al fondo de las rutilantes sex shops, se dedicaba a calcular cuántos francos le quedaban para gastar en crepes y cuándo podría comerse el siguiente. Esta extraña tensión no lo abandonaba nunca. Solo en una ciudad desconocida, con un billete de vuelta y casi sin dinero. Se pasó un día o dos trabando amistad con los saltimbanquis que actuaban ante el Beaubourg y conversando con ellos (casi todos eran australianos), deseando que le dijeran «Únete a nuestro grupo de artistas vagabundos. Vayamos a recorrer Europa juntos.» Pero no se lo dijeron. Ya tenían bastantes bocas que alimentar. Y Hugo no sabía hacer saltos mortales ni tragar fuego.

El barman depositó la copa cónica sobre la barra, haciendo oscilar la aceituna.

—Soixante-dix-sept, m'sieur —volvió a cecear.

A Hugo le resultaba difícil comprender los números en un idioma extranjero, y siempre se aferraba al último sonido que oía. Así pues, dejó cautelosamente sus siete francos sobre la barra.

—Tu rigoles? —preguntó el barman, ceñudo.

Hugo se puso como la grana y comenzó a tartamudear. Abrió la boca, volvió a cerrarla y contempló los siete francos. Hundió la mano en el bolsillo, aunque no ignoraba que estaba vacío. Quiso decir que estaba esperando al profesor y que él se haría cargo de la cuenta, pero no sabía cómo se llamaba el profesor y, de todos modos, ya hubiera debido estar allí. Quizás el negro se había puesto firme. Además, Hugo sólo había ido allí porque se trataba de un club nocturno, no porque quisiera ver de nuevo al profesor.

El barman sonrió bajo su bigote.

—La prochaine fois tu sauras, hein?

Y empujó el dinero hacia él.

Hugo probó la bebida. La encontró repugnante. No lograba comprender por qué su Martini sabía a ginebra, ni cómo una bebida había podido costarle seis libras. Toda la diversión se había esfumado. En lugar de sentirse como un verdadero noctámbulo que se pasa las madrugadas apoyado en la barra, bebiendo combinados y fumando Black Russians, se sentía como un autoestopista que anda mendigando dinero y pidiendo vasos de agua. Apuró la copa con una mueca. Detestaba el sabor de la ginebra sola. Sabía que el barman sabía que no le quedaba más dinero. No podía pedir otra bebida y tampoco se atrevía a bajar a la pista de baile, donde el hombre de la falda escocesa seguía dando vueltas. Así que se marchó. Salió a St. Germain sintiéndose como un vagabundo al que acabaran de expulsar de una reunión de la alta sociedad.

A pesar de toda su experiencia sexual callejera, cuando llegaba la hora de la verdad, del dinero a tocateja, de las cincuenta libras en la cartera, del gigoló que le golpeaba la espalda en Pigalle, de pedir un billete de a cinco en un cuarto de baño del hotel Regent Palace, Hugo era un principiante y todo el mundo se daba cuenta. Por muchas calles de putas que se hubiera pateado, por muchas tardes de sábado que hubiera pasado en la plaza Leicester mientras su madre lo creía en la National Gallery, empapándose de cultura en lugar de mas-turbándose en el hueco de un ascensor en desuso con un desconocido barbudo que le entregaba dos libras, Hugo seguía siendo un turista en un viaje organizado a los bajos fondos con billete de ida y vuelta, una estafa, dos sustos y un escalofrío garantizados.

Mientras estuvo en París, todo el tiempo intentó jugar a dos juegos. En uno, avanzaba por la calle a pasos rápidos, taconeando sobre el adoquinado, repartiendo miradas de soslayo que enganchaban los ojos de los jóvenes. Interpretaba el papel de pollito arrogante, con una erección permanente y un francés aceptable. En el segundo, contemplaba el mundo desde lo alto de la nariz, a través de una nube de desdén que le impedía ver nada. Recorría los bulevares pulido de pies y endurecido de sonrisa, con todo el aspecto de alguien que pretendiera ofrecer un aspecto interesante.

Pero a veces se encontraba sin ningún papel adecuado que interpretar. A veces era verdaderamente vulnerable. Su intuición era buena, pero no siempre podía salvarlo. Era capaz de rebajarse más que la mayoría, de zambullirse en arroyos donde sus compañeros de juegos se hubieran ahogado, pero de vez en cuando se quedaba sin saber qué hacer ni qué decir, como un tonto, y a veces, mucho peor, se quedaba sintiéndose en auténtico peligro. En París, sus tribulaciones tuvieron que ver con el ridículo. Allí aprendió qué son los clubes nocturnos, aprendió cómo sabía un dry martini y cuánto podía costar.

En Alejandría, seis meses más tarde, sus tribulaciones tuvieron que ver con el miedo. Allí aprendió que no hay que internarse en una ciudad desconocida cuando se tiene la intuición embotada por el alcohol e hipnotizada por el deseo. Una combinación casi letal. De hecho, cuando Hugo abandonó el comedor de oficiales y salió a la brisa cálida que soplaba del mar, experimentó la certeza de que, si no renunciaba a la ciudad y regresaba a su propio buque, algo extraño iba a sucederle. Si no hubiera estado borracho, seguramente habría vuelto al SS Miranda. Claro que, si no hubiera estado borracho, no habría tenido por qué. Allí de pie, frente a las altas farolas y las amplias avenidas del puerto que se extendían entre él y la ciudad, frente a los pocos centenares de metros de certidumbre hormigonada y ángulos rectos que lo separaban del hervor y el bullicio de Alejandría, escuchando el zumbido desconocido que le llegaba desde más allá de la entrada del puerto, Hugo sintió que algo se agitaba en sus entrañas. La libido paralizada por las convenciones, por el miedo a ser descubierto, por la necesidad de participar en la camaradería de guiños, silbidos y miradas lascivas a las faldas, empezaba a despertar y, como un gusano de seda, salía de su capullo. Eso sólo podía acarrear problemas. Pero lo mejor del alcohol era su efecto anestésico sobre la ansiedad. Hugo sintió el impulso instintivo de buscar satisfacción. Se dijo que en realidad no quería follar, que sólo iría a echar una mirada, que regresaría directamente al barco, y acto seguido comenzó a bajar por la pasarela.

Tres meses antes, Hugo era un colegial de las afueras de Londres. Ahora estaba empleado en un barco que realizaba cruceros por el Mediterráneo oriental. La escuela quedaba atrás, con sus clases de cuarenta minutos y sus almuerzos de puré de patatas, con sus cigarrillos fumados a escondidas y los gritos del director. Hugo había salido de la escuela con una plaza en Cambridge para estudiar Literatura Inglesa y nueve meses de libertad. La libertad le había llevado a Alejandría.

Hugo tropezó en la pasarela y acabó de descender con el paso exageradamente cauteloso de quien no desea parecer borracho. Estaba muy, muy borracho. Evidentemente, los miembros de la RN
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estaban hechos de una materia más resistente que la suya. Tras todas aquellas semanas empapándose de brandy en el salón de baile circular, gastando buena parte de la paga en copas que costaban una pequeña fracción de lo que le hubieran cobrado en cualquier pub de Londres, creía haber adquirido la constitución de un bebedor. A fin de cuentas, entre un puerto y el siguiente apenas había otra cosa que hacer, y los oficiales parecían organizar la mayor parte de su tiempo libre en torno a la bebida.

Aquella fiesta, sin embargo, no se había celebrado en el SS Miranda, sino en el comedor de oficiales de una fragata de la Armada amarrada junto a ellos en el puerto de Alejandría. La noche anterior se habían firmado los acuerdos de Camp David, y la ciudad, apoyada sobre las bocinas de sus automóviles, había llenado el aire con la proclamación estruendosa de su euforia. La noche siguiente, los oficiales del Miranda fueron invitados a la fragata para compartir una amistosa celebración, y Hugo acudió con ellos, las manos en los bolsillos de la chaqueta, intentando disimular su timidez bajo un aura de desenvoltura. Permaneció al fondo del comedor, esquivando las miradas de los otros y bebiendo con demasiado apresuramiento. Los oficiales de la Armada iban de un blanco inmaculado, y exudaban carisma y confianza. Auténticos defensores del reino, a su lado Hugo se sentía mal vestido y fuera de lugar, de modo que se dedicó a la bebida para mantener ocupada la mente.

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