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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

Un asunto de vida y sexo (25 page)

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Se tendió en la cama. Llevaba diez minutos sin decir palabra y la atmósfera estaba cargada de silencio. El silencio se le hacía opresivo. Pero no tenía nada que comentar, excepto sus achaques. Cynthia se limitaba a mirarlo y a mirar por la ventana. A él le gustaba que estuviera allí, pero quería que le hablara. Ella posó una mano en su frente y le hizo sudar. Estaba tan débil que hasta los gestos de los demás le fatigaban.

—¿Querrás organizar tú el funeral? —Su voz sonó como si alguien arañara una puerta con uñas rotas. No sabía si Cynthia habría llegado a oírle. Su respiración empezaba a agitarse.

—Pero…

Movió la mano en un ademán de impaciencia casi imperceptible. Cynthia abandonó sus protestas.

—Ya sé qué música quiero. Popcorn. Haz que sea una fiesta, por favor… —Su pecho se alzaba y caía como un pichón aterrorizado. Esperó a recobrar el aliento. No podía retener el aire. Tenía que esperar mientras entraba gota a gota. Toda su vida era un goteo—. Siempre dábamos buenas fiestas. Y puede que esté presente. Quién… sabe.

Cynthia sonrió. Al fin.

—En el funeral de mi padre hubo baile hasta la madrugada. Y no paró de llegar comida y bebida.

«Se las arreglará —pensó Hugo—. Organizará una fiesta que causará sensación. Nada de gemidos lúgubres. Ella entiende de funerales.»

Hugo estaba en Cambridge, de pie junto a una ventana del cuarto de su tutor, telefoneando a Cynthia, que estaba en Oxford. Por una estúpida jugarreta del destino, habían ido a parar a sitios distintos. Aunque seguramente había sido para bien. Podían ser muy duros el uno con el otro.

Preguntó por Cynthia, pero fue una amiga suya quien atendió la llamada. Le dijo que Cynthia no podía ponerse. Él insistió. Necesitaba hablar con ella para encargarle la venta de algunas entradas para una obra de teatro que pensaba llevar a Oxford. La amiga le preguntó si no se había enterado. Su padre…

Un trozo del mundo se vino abajo.

—Dile que soy Hugo. Si no quiere ponerse al teléfono, lo entenderé.

El sonido que emitió Cynthia cuando se puso al aparato fue de desesperación. Sacudida por el llanto, era incapaz de hablar; sólo podía respirar, estremecerse y sollozar. En su respiración incoherente y tumultuosa, Hugo oyó por primera vez el dolor inexpresable y lleno de incomprensión de una mujer cuyo hombre le ha sido arrebatado sin tiempo para prepararse, sin tiempo para discutir y pedir un aplazamiento.

Hugo llegó a Oxford a la mañana siguiente, y ella fue a recibirlo a la parada de autobús con un reducido grupo de amigas. Estaba pálida. Tenía los labios exangües y los ojos maltratados por las lágrimas. Temblaba.

—Oh, Hugo. Estoy desconsolada —le susurró, colgándose de su brazo. Las amigas, compadecidas, se mantuvieron a distancia sin decir nada. Echaron a andar despacio, en silencio, de vuelta a su habitación.

Hugo no cesaba de representarse la última imagen que tenía de Ross. Estaban los dos sentados en el porche de secoya de su casa en el campo. El panorama sobre el valle del Hudson era disparatado. Parecía un Wiltshire tropical. Helechos y árboles se arracimaban en torno al chapitel de una iglesia de tarjeta postal que a cada hora emitía música de campanas grabada en cinta, como esos organillos empalagosos que interpretan villancicos por la calle. Al fondo del valle, el sol danzaba sobre el río como en un cuadro barato comprado en unos grandes almacenes.

Sentados en el porche, bebieron té caliente y comieron rodajas de manzana con manteca de cacahuete y hablaron del futuro. Hugo contemplaba las laderas que descendían hacia el río rosa y plateado, y escuchaba con atención. Estaba en trance. Nunca había imaginado estar en un sitio como aquél. Pero ahí estaba. Y sólo era el primer capítulo. Todo era posible.

Aquella noche Hugo regresó a Nueva York, a las avenidas y bares ilícitos del West Village. Ross le había dado dinero para que le comprara un regalo de cumpleaños a Cynthia. Fue derecho a la tienda de curiosidades de la calle Christopher, donde un individuo obeso de cráneo reluciente se pavoneaba entre sus plumas y chucherías con la sonrisa y la voz de una tía hospitalaria. Hugo le compró un antiguo pulverizador de perfume, de un vidrio que se volvía azul hacia la base, y un abanico japonés de un rosa subido. Ambos artículos olían, como la tienda, a almizcle y pachulí. Ambos llevaban la bendición del hombre obeso.

Cuando entraron en la reducida habitación de Cynthia, ahí estaban sobre el tocador. Arrancados de la fragante embriaguez de aquella tienda, de aquella noche, de aquel verano, y atrapados en la fría comodidad de una habitación estudiantil (recientemente modernizada).

Tras la compra, se había dirigido al bar de Kelner y se había emborrachado a conciencia, implacablemente, con una serie de pintas nerviosas mientras un negro enorme con una camiseta enrollada hasta las tetillas evolucionaba hacia él. Terminaron los dos juntos, el blanco flacucho de cabellera al peróxido y pendiente en la oreja y el gigante negro de músculos aceitados, encerrados en un wáter en la trastienda de la sex shop vecina, mientras el dueño del local aporreaba la puerta y se desgañitaba. Hugo seguía en trance. Al cabo de cinco minutos había olvidado cómo se llamaba el negro, pero la sonrisa le duró todo el camino hasta Madison Avenue.

La habitación de Oxford ofrecía un aspecto mustio, con su estrecha cama y sus paredes de un color magnolia impersonal. No tuvieron tiempo de pensar en ello. Cynthia debía llamar a su madre y anunciarle la noticia. La madre de Cynthia se había vuelto a casar y vivía en Tobago.

No era una noticia fácil de dar, ni siquiera a una mujer que se había vuelto a casar.

Cynthia se desmayó al teléfono.

Mientras escuchaba a la madre de Cynthia, que desde el Caribe exigía a gritos que su hija fuera a Nueva York para reclamar el cuerpo de su padre antes de que el ayuntamiento se deshiciera de él, mientras sostenía con un brazo a la desfallecida Cynthia, Hugo sintió que un lago de calma se extendía por su mente. La vida le había dado alcance. La tragedia, el desastre, el dolor y el desamparo se abalanzaban sobre él como autos de choque sin control, y se veía forzado a esquivarlos, a eludirlos, a desviarlos.

Lo más importante era que ya no tenía que mentir para que su vida pareciese más real. Aquello era real.

Cynthia llevaba diez minutos charlando sin parar, hablán-dole de una boda a la que había asistido en Northumberland, y de las dimensiones de la carpa, y de cómo danzaban los invitados, y del champaña que había corrido. Las visitas nunca sabían si contarle historias tristes y graves acerca de otros enfermos o si relatarle juergas y festejos «para animarlo».

Ninguna de las dos alternativas daba resultado. En su caso, lo mejor era leerle un libro. Pero, mientras ella divagaba tan despreocupadamente, con un sol a sus espaldas que arrancaba reflejos de sus pestañas cada vez que se volvía, Hugo la contemplaba sin escucharla. Se daba cuenta de que Cynthia había salido con bien.

No le había sido fácil, pero lo había conseguido. Aquella niña de cuento de hadas, con unas piernas escandalosas y un padre montado en un corcel blanco, había visto cómo el mundo en que siempre había esperado entrar se venía abajo y desaparecía en el preciso instante en que por fin se disponía a avanzar hacia él. Su fe, su sonrisa, la alegría de su voz, sus ganas de trasnochar en compañía de jóvenes fuera de lo común se habían disuelto.

La muerte de su padre fue la primera y la más demoledora de una pequeña avalancha de catástrofes que se sucedieron a continuación, hasta que Hugo, que entonces vivía en el piso de Cynthia en Londres, llegó a creer que cada mes traía su propia muerte, y que la racha no concluiría hasta que hubiera muerto todo el mundo.

Casi dejaron de ser amigos. Hugo el Frivolo, con su gusto por la ropa llamativa y su adicción a las drogas; Cynthia la Seria, que salía con jóvenes caballeros respetables y desaprobaba los excesos. Y Hugo, que era un exceso, empezó a sentirse censurado. Durante la tragedia, habían permanecido muy unidos. Se habían apoyado el uno en el otro y se habían confortado el uno al otro mientras la acompañaba por entre el tránsito, en las colas de las embajadas y en las oficinas de las agencias de viajes. Pero luego Cynthia comenzó a erigir sus duras y rígidas defensas, y Hugo, que no era capaz de fingirse serio, y si lo fingía no era capaz de sostenerlo, se sentía violento, ridículo y díscolo cuando estaba junto a ella.

Cynthia nunca había aceptado la sexualidad de Hugo, y rara vez aceptaba a sus amigos. Su voz adquirió una resonancia que hacía pensar en visillos de encaje, sofás de cretona y tazas de porcelana. Pero al fin había vuelto a caldearse. Había redescubierto su sonrisa y la alegría de su voz.

De vez en cuando, Hugo se hundía en la inconsciencia. Cynthia dejó de hablar y se sentó junto a la ventana. El sol caía sobre la almohada. Era un momento sereno y perfecto. Incluso entonces, todavía le quedaban momentos perfectos. Ella le sonrió. La porcelana había desaparecido por completo.

—Recuerda —susurró él—. Popcorn. Y buena comida.

Se durmió, y un hombre moreno con manchas en la piel y boca húmeda empezó a avanzar hacia él frotándose la ingle. De repente, las piernas de Hugo quedaron empapadas de orina.

UNA OPINIÓN SIN PREJUICIOS

12 de febrero de 1983

Estimada Sra. Harvey:

Hace ya un año y siete meses que me pidió usted que me interesara por Hugo, y durante este tiempo, como sabe, lo he recibido en mi consulta cada quince días, en jueves alternos, con el propósito declarado de renovar las recetas de su loción contra el acné.

Durante todo este tiempo, Hugo se ha mostrado más que dispuesto a hablarme. Naturalmente, no abordé de inmediato la asunto de su sexualidad, pues juzgué que una excesiva precipitación resultaría contraproducente. Preferí esperar hasta haberme ganado su confianza y dejar que fuera él quien sacara a relucir el tema, como en efecto sucedió hace algunas semanas.

Ahora que Hugo va a pasar unos meses fuera, trabajando en un barco para cruceros, creo conveniente presentarle una especie de informe sobre nuestras conversaciones.

Algunas cosas están muy claras para los dos. Hugo es muy inteligente y tiene una gran seguridad en sí mismo, o al menos eso supone. En realidad, como en cualquier chico de su edad, en él se mezcla lo medio crudo con lo demasiado cocido. Pero una cosa está clara: Hugo no es ningún ingenuo en lo que atañe a su propia sexualidad, y, sin duda le aliviará saberlo, está resuelto a mantener abiertas todas las opciones.

En estos momentos, no parece saber con certeza hasta qué punto va a ser duradero su actual interés por los hombres. Habla muy calurosamente de una amiga íntima llamada Cynthia, a la que creo que usted ya conoce, con la que piensa pasar una temporada en Nueva York cuando termine su contrato en el barco. Considerándolo todo, tengo la impresión de que este intervalo de nueve meses entre la escuela y la universidad va a resultarle muy útil, sobre todo porque el hecho de alejarse del hogar durante cierto tiempo le obligará a afrontar algunas realidades de la vida (Hugo, como muchos chicos de su edad, se caracteriza más por su dogmatismo que por la información que posee, y en su mente reina una confusa mezcolanza de pretensiones).

También le será útil para distinguir sus propias ideas de las reacciones inmediatas a las de usted. Desde luego, no es nada infrecuente que los adolescentes de su edad adopten una actitud francamente hostil hacia su propio medio y su entorno doméstico; en algunos aspectos, Hugo sigue siendo muy leal a su familia, pero pocas veces he visto un joven más impaciente por desplegar sus propias alas y huir del nido familiar. Constantemente habla de escapar, escapar de Hadley y del hogar de los Harvey, y en cierta medida, escapar de la escuela, de Inglaterra y, según creo, de algunas relaciones anteriores bastante desdichadas. Sigue siendo un muchacho muy amigable, pero no cabe duda de que ciertos acontecimientos de su pasado han dejado huellas en él. Es evidente que algunas de sus actividades, de las que, a decir verdad, apenas conozco algunos detalles insignificantes, le han hecho muy infeliz, y estoy seguro de que las cicatrices han sido aún más dolorosas por el hecho de no poder compartir sus experiencias con amigos ni familiares.

Hugo parece ser una persona muy solitaria. Es decidido y está seguro de sí mismo, pero es también bastante retraído. Él, por descontado, lo negaría, y sé tan bien como usted que cuenta con muchos amigos. Pero se muestra escéptico, si no cínico, respecto al amor.

Por otra parte, abriga un arraigado idealismo a propósito de Cambridge, y sé que ve la universidad como un antídoto para todos sus desengaños anteriores. Ojalá esté en lo cierto. Ciertamente, es muy afortunado por tener la oportunidad de ir a Cambridge (aun ahora, a mis años, se la envidio), pero temo que haya puesto demasiada confianza en que la universidad será la respuesta a todos sus sueños y el amante que, es evidente, anda buscando.

Sé que hace dieciocho meses le preocupaba a usted mucho que Hugo frecuentara pésimas compañías. Ahora me parece que tales temores eran exagerados, y perdone que se lo diga así, aunque comprendo muy bien sus motivos y también yo me alarmé al descubrir en el historial médico de Hugo un episodio de gonorrea a los catorce años. Evidentemente, si existe un camino recto y estrecho, por entonces ya se había desviado mucho de él.

Pero, pese a todo lo dicho, Hugo es un joven muy honrado y bastante moral. Estoy seguro de que el tiempo que pasó con los cuáqueros le hizo mucho más bien del que jamás llegamos a imaginar que le haría, y probablemente le ayudó más que a su hermana mayor.

Tanto Marjorie como yo mismo sentimos un gran afecto por Hugo y hemos disfrutado de su compañía sin reservas en las contadas ocasiones en que ha venido a cenar con nosotros. Es un huésped muy grato, y se cuenta entre los poquísimos que también son apreciados por los niños.

Creo que no puedo decirle nada más. Me gustaría muchísimo que Hugo se mantuviera en contacto conmigo. Creo que, sea cual fuere la orientación sexual que elija, se negará a responder ante nadie. Es una extraña combinación de sofisticación sexual e inocencia absoluta. Por lo que puedo deducir, nunca ha hecho más que besar experimentalmente a una chica, y buena parte de su inactividad en este terreno se debe, en mi opinión, a una timidez fundamental. Tuvo la desgracia de caer en un estado de confusión sexual a muy temprana edad y, de hecho, nunca ha conseguido superarlo. Las experiencias de un tipo, al parecer, han apagado sus deseos de experimentar cualquier otra cosa.

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