Pero lo que más le deprimía no era el dinero, ni tan solo el acceso de repugnancia que había seguido al enojo en una especie de reacción poscoital retrasada; lo que más le molestaba era la humillación. Había quedado como el gran bobo inglés. Lo habían sangrado unas sanguijuelas más rápidas y más listas que él; unas sanguijuelas a las que ni por un momento se les había ocurrido pensar que aquel hombre blanco pudiera ser rival para ellos. Estaba allí para que lo sangraran, y eso era lo único que habían pensado. Y lo habían atraído con un cebo tan mezquino como un muchacho renuente en el asiento trasero de un Ford de segunda mano. Los egipcios no se habían dejado engañar. Ni siquiera habían prestado atención a sus amenazas. Ni siquiera habían entendido lo que decía. Era blanco y estaba como una cuba, y con eso les bastaba.
Y ahora Hugo quería vengarse.
No podía superar en ingenio a los taxistas de Alejandría. No podía vencer a los chaperos de París en su propio terreno de las Tullerías. Pero en Londres, estaba resuelto a demostrar que podía dar este paso y descargar un golpe bajo en nombre de sus anhelos de vileza. Tenía que demostrar que era más listo que un vulgar turista blanco, presa fácil para el cazador astuto. Era una sirena cruel y caprichosa que atraía a los extraños hacia las rocas, hacia el asiento de cuero sintético de algún automóvil o el baño cromado de la tercera planta del Regent Palace.
Y de paso ganaría algún dinero. Porque ahora lo necesitaba de veras. Y no sólo un par de libras para comprar chocolatinas.
Pero el incidente del hotel Regent Palace no había resultado muy alentador. Como tampoco, en realidad, el mismo Piccadilly. Sus tiempos como centro londinense para el tráfico de adolescentes, los grandes almacenes del alquiler de muchachos, el mercado de carne de la leyenda popular, pertenecían al pasado. Y ya entonces la carne era dudosa. Piezas de segunda. Cuellos y osamentas. Asaduras. Menudillos. Una hilera de rostros macilentos y remotos, de cuerpos esmirriados enfundados en chaquetas chillonas, sujetos a las barandillas de la entrada del metro, los nudillos enrojecidos por el frío, mirando hacia la calle Regent y esperando a algún cliente envuelto en un buen abrigo que se los llevara de allí y les calentara las manos.
Todo eso había cambiado. La policía, los promotores y el hombre que había inventado los retretes de pago con mecanismo automático de apertura lo habían hecho cambiar. Cuando Hugo se decidió a tomarse su venganza, y cuando comprobó que necesitaba el dinero (la venganza siempre parecía un móvil mejor; el dinero era la causa más inmediata), todos los chaperos habían desaparecido de las calles. Ahora trabajaban desde bares, bares de desayunos como el Barclay Brothers de Whitehall, donde hacían sus trapícheos, se tragaban sus pastillas y se quedaban roncando entre el huevo con patatas fritas y el grisaceo té claro. Además, tampoco eran como Hugo los recordaba. No eran aquellos jóvenes de cabellera rubia y arrugadas chaquetas de terciopelo, siempre con sus mañas, siempre buscando al Señor Ideal. Estos eran fugitivos con telarañas tatuadas en las mejillas, dirigidos por alcahuetes negro con mucha barriga y mucho oro encima, que los metían medio dormidos en un minitaxi y los enviaban a suburbios lejanos para ser maltratados por algún pervertido tímido. Eran peligrosos. Directos. Hambrientos. Desesperados. Un poco de comida y de calor y estarían dispuestos a atracarte en tu propia casa.
No era ésta la fraternidad en la que Hugo deseaba ingresar. Para entonces, necesitaba dinero con urgencia, pero no podía entrar en el juego por un huevo con patatas fritas. Detestaba las patatas fritas. Y la cantidad que necesitaba era bastante mayor. Necesitaba dinero para pagar el alquiler de las habitaciones que había tomado en Londres. Sólo alquilaba las habitaciones por unas cuantas semanas, durante las vacaciones universitarias. Pero incluso esta pequeña suma era difícil de obtener honradamente. Casi todos sus amigos de Cambridge pasaban las vacaciones con sus familias. Pero, exceptuando alguna visita ocasional para tomar el té, Hugo ya no podía volver a casa.
Mejor dicho, sí que podía volver a casa. Pero no quería. Después de haber realizado un crucero por el Mediterráneo oriental, bronceándose bajo un sol implacable y conduciendo a rebaños de colegiales por entre las maravillas de la Antigüedad, después de haber dormido en la litera de un oficial de marina, después de haberse emborrachado de vodkatinis en un club napolitano donde los travestís bailaban muy lentamente ante interminables reflejos de sí mismos en espejos facetados, después de Alejandría y sus taxistas, después de Nueva York con Ross y Cynthia, después de un trimestre en Cambridge con Dolly, Chas y Rudy, ya no podía adaptarse al mundo de Hadley con su rutina de lavadoras, mesas puestas y paseos para ir a buscar el pan a la panadería.
No hubo ninguna pelea. Pero se daba cuenta de que para su madre había sido un alivio que se fuera. En cierto modo. Su madre no quería preocuparse. No quería pelear. Le resultaba todo más fácil si Hugo no estaba allí. Le resultaba más fácil si se limitaba a escuchar lo que él le decía y se limitaba a ver lo que ella quería ver. Aun así, eran amigos cuando se fue. Por lo menos, habían cruzado esta barrera. Después de años de vivir con ella temiéndola y aborreciéndola, Hugo la dejó atrás con amor y lágrimas. Su madre se había mostrado muy paciente durante sus primeras vacaciones en casa. Llevaba un año sin apenas verlo. Al terminar su trabajo en el barco, se había marchado directamente a Nueva York; de Nueva York, otra vez al Continente; del Continente, directamente a la universidad (una noche en casa, el tiempo justo para preparar el equipaje). Y ahora que estaba con ella, apenas paraba en casa. Lo veía por la mañana, antes de irse a trabajar, pero al anochecer, cuando regresaba, él siempre había salido, dejándole una nota con la hora aproximada en que volvería. Hugo tenía la llave, ningún dinero y un apetito que saciar.
Había estado saliendo con desconocidos. Desconocidos que encontraba en pubs donde mujeres solitarias dirigían largos monólogos a sus bolsos polvorientos y las Trollettes, enfundadas en vestidos de lentejuelas rosas y verdes, interpretaban canciones insinuantes dos veces por noche. Hugo seguía a estos desconocidos hasta sus salas de estar suburbanas y sus dormitorios con cubrecamas acolchados, de Tottenham a Hampstead, de Chalk Farm a Stroud Green. Pero nunca se quedaba a pasar la noche. Eso habría sido llevar la cosa demasiado lejos. Su madre ya rezongaba porque parecía haber tomado su casa por un hotel. Hugo no quería que pensara que ahora la tomaba por un depósito de equipajes. De hecho, no quería que pensara para nada en sus actividades. Aunque seguía deseando vengarse del mundo normal, aunque deseaba llevarlo al huerto y cobrarle tarifa doble, no quería escandalizar a su madre. Por eso nunca le contaba dónde estaba ni dónde había estado, ni mucho menos con quién.
Así que iba a casa de aquellos desconocidos y se revolcaba bajo el cubrecama tras las tensas tazas de té en la salita con tresillo, y luego les decía: «Lo siento, pero tengo que irme. Tengo que irme antes de que cierre el metro. Tengo que pedirte prestado para el taxi. Tengo que estar en casa antes de que se levante mi madre. Tengo que dormir con la cabeza sobre mi almohada, soñando bajo mis mantas.»
A veces resultaba fácil, porque su anónimo compañero estaba dormido. En esas ocasiones, cogía el dinero para el taxi, dejaba una nota y se marchaba sigilosamente. Otras veces tenía que dar explicaciones y no podía. ¿Cómo explicar que aún siguiera teniendo miedo de su madre? ¿Cómo explicar que no podía dejar su número de teléfono? De vez en cuando, alguno de ellos lo acompañaba en coche hasta su casa, como solía hacer Charlie, y entonces Hugo pensaba, siquiera por unos instantes, que quizá lo amaban. Pero Hugo detestaba tener que irse temprano. Detestaba robar billetes de cinco libras de sus carteras confiadas. Detestaba entrar a hurtadillas en la casa de Hadley, tratando de evitar crujidos.
Así que mentía. Por supuesto. Era algo automático.
Hugo quería quedarse toda la noche con el chico al que había conocido la semana anterior, el chico de camisa desabrochada y expresión sonriente que una calurosa noche de verano se le había acercado en un pub repleto de gente y le había besado en la boca antes de decir palabra. El chico que contaba furiosas mentiras acerca de una familia imaginaria y que vivía en un piso de tabiques delgados en Chalk Farm, con la triste verdad de una estufa de infrarrojos y una madre atemorizada a la que presentó como su tía. Hugo no creyó sus mentiras, pero el cuerpo velludo y rubio del muchacho le dejó la boca seca de deseo, y follaron toda la noche ante las dos barras de la estufa infrarroja mientras Michael Jackson giraba sin cesar en el radio cassette. Fue maravilloso, y detestaba tener que marcharse. Y, por una vez, decidió no hacerlo.
Hugo no podía contarle esto a su madre. Aun si hubiera podido comprenderlo, no quería que supiera nada de su vida de hombre, de su amor de hombre por los cuerpos de hombre ante estufas infrarrojas entre tabiques delgados. Por consiguiente, le dijo que iba a pasar la noche en casa de Cynthia. Resultaba verosímil. Lo hacía con frecuencia, porque Cynthia vivía al otro lado de la ciudad. Por desgracia, olvidó advertir a Cynthia de que iba a pasar la noche con ella.
A la mañana siguiente, cuando entró en la cocina sin haberse duchado ni afeitado, los ojos de su madre permanecieron fijos en el suelo.
—Tienes una nota en el dormitorio —le anunció sin alzar la vista. El estómago de Hugo se convirtió en piedra. La piedra dio un vuelco.
Sobre su cama había un mensaje que rezaba: «Anoche telefoneó Cynthia. Quiere que la llames.» La caligrafía de su madre, con sus curvas regulares y sus trazos pulcros, no le dijo nada más. Era un ejemplo de comedimiento. Su madre se reservaba el furor para más adelante. Para el cara a cara. Ella estaba en la cocina. Él, en el dormitorio. El cara a cara era inminente, pero uno de los dos tenía que acercarse al otro.
Hugo se sentó en el borde de la cama y se sintió palidecer. No tenía más remedio que volver a la cocina y someterse a la confrontación. Sabía que su madre estaba esperándola. Cuanto más tiempo permaneciera en el dormitorio, más presión acumularía ella. Tenía que hacer frente a la situación. Escaparse por la ventana no entraba en sus esquemas. Además, así no arreglaría nada. Tenía que seguir adelante y afrontar lo que fuera de una vez.
Lo más importante era sentirse inocente, sentirse víctima.
Entró en la cocina listo para derramar lágrimas de auto-compasión. Pero la mujer que encontró allí, la mujer con ropa de faena y sin maquillaje, cuyas manos encallecidas se afanaban en la cocina con Vim y estropajo; la mujer a la que había temido durante toda su vida, la mujer a la que había adorado durante toda su vida, no lo miró con cólera ni violencia. No se disponía a gritar y chillar. No iba a tirarle del pelo hasta arrojarlo al suelo. Lo miró, y sus ojos estaban llenos de lágrimas. Lo miró, y su rostro estaba teñido de tristeza.
—¿Por qué me has mentido? —preguntó con voz queda y lastimera. El enojo ofendido de Hugo se desinfló como un neumático pinchado. Su cuerpo se aflojó lentamente.
Era la pregunta más vieja de todas. La pregunta a la que Hugo y sus hermanas debían responder cada vez que eran sorprendidos mascando chicle, sorprendidos en posesión de cosas que delataban su juego, sorprendidos en falta. Entonces se miraban unos a otros y sabían lo que iban a decir. La respuesta era siempre la misma.
—Porque tenía miedo.
Y de pronto Hugo comprendió que, por primera vez en su vida, había dicho la verdad cuando debía decirla. Y de pronto se deshizo en llanto. No era el llanto que había preparado en el dormitorio, antes de bajar. Era un llanto inesperado, que expulsó de sus ojos las lágrimas fingidas y se derramó por su cara. Hugo se dejó caer sobre una silla y su madre acudió corriendo a su lado. Le posó una mano en la cabeza. Le acarició los cabellos. Lo estrechó contra sí mientras él sollozaba y le humedecía el vestido con sus lágrimas.
—Todavía te quiero —le dijo—. Siempre te querré.
Y se echó a llorar ella también, sentada junto a él en la sala de estar, los dos cogidos de la mano. Hugo sólo le contó una parte de la verdad. Ella se lo perdonó todo. Estaban juntos de nuevo, aquella madre extraña y su hijo preferido. Se abrazaron y sonrieron, e incluso rieron entre lágrimas. Se perdonaron el uno al otro. Él no le habló de la estufa de infrarrojos, ni de la camisa desabrochada, ni de las mentiras estúpidas; sólo le dijo dónde había estado y por qué, y fue como si ella ya lo hubiera sabido. Venía pensando en ello desde hacía tres años. Venía pensando en ello desde la época del diario.
Y fue así como se separaron, con sonrisas aún húmedas por las lágrimas vertidas unos días antes. Así, después de aclararlo todo entre ellos y demoler los pequeños diques del odio. Hugo se despidió de Hadley y se fue a vivir con Cynthia, y mientras Hadley parecía cerrarse a su alrededor en el momento de la partida como un millón de visillos de encaje que le rozaran la cara con dedos de vieja aferrándolo por el cuello, el rostro de su madre cuando se fue le dejó una cicatriz en el corazón. Hubieran debido estar mucho más unidos. En cierto modo, había quedado mucho sin decir. Hugo se había pasado la mayor parte de los últimos seis años en silencio, tras la cortina de humo de sus mentiras y enfurruñamientos, tras su puerta de madera. Y, mientras tanto, ella luchaba contra sus propios demonios, forcejeando con las cicatrices de su pasado en un combate cuya violencia salpicaba a sus aterrorizados hijos. El miedo los había distanciado. Pero, mientras Hugo caminaba pausadamente hacia la estación, el amor que existía entre los dos le retorcía el estómago y enturbiaba sus ojos con unas lágrimas que se negaban a fluir. El sabor de la libertad era tan triste como delicioso. De repente, toda la infraestructura de las mentiras de Hugo se había vuelto innecesaria. Le habían entregado el bote de los caramelos, pero ahora no tenía apetito. Dejó pasar tres trenes por la estación antes de subir a uno. No quería irse de Hadley sin haberse detenido a sentir su tristeza.
Cuando por fin subió al metro, Hugo exhibía la sonrisa distante de quien ha perdido la mente en climas más soleados.
Hugo no llegó a saber nunca qué le había contado su madre a su padre, pero éste jamás le dijo ni una palabra. Siguió siendo el hombre de siempre, tímido y amistoso, con sus chistes malos y su risa franca. Siguió siendo el padre de Hugo, siempre en un segundo plano, donde se encontraba más cómodo.