Un asunto de vida y sexo (31 page)

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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Fue William quien introdujo a Hugo en la fraternidad y convirtió sus sueños en realidad.

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BUSCARSE LA VIDA

William era el contacto de Hugo, su vínculo con un submundo que él jamás había imaginado que pudiera comenzar tan cerca de casa, en Highgate Hill y ahora en Muswell Hill. En Highgate Hill, William le presentó la pornografía. En Muswell Hill, seis años después, le presentó a los pornógrafos. Hugo solicitó la presentación. William lo complació con mucho gusto. Después de todo, los dos necesitaban dinero. William necesitaba el dinero del alquiler, y Hugo necesitaba dinero para pagarle el alquiler a William. Pero no tenía tiempo para hacer de camarero ni para despachar tras un mostrador de artículos de tocador en Selfridge's, para entregar tarjetas de Navidad ni para trabajar en la sección de reparto de Harrod's. Con trabajos del último trimestre aún por terminar y lecturas para el próximo aún por empezar, un empleo diurno no era práctico. Era mucho más fácil hacer mamadas.

William y Barry eran considerados con él, aunque a Barry no le gustaba Hugo porque se bebía su ginebra sin darle las gracias y, además, estaba convencido de que Hugo se acostaba con William cuando él se iba a trabajar. Cuidaban de él, aunque William estaba decepcionado porque había creído que podría acostarse con Hugo cuando Barry se fuera a trabajar y Hugo ya no aceptaba nunca. Eran pacientes con él aunque nunca se preparaba la comida ni compraba nada para la casa ni limpiaba nunca su habitación, sino que la llenaba de muchachos desconocidos que se marchaban a primera hora de la mañana. Toleraban su presencia aunque todos los trimestres regresaba de Cambridge rezumando arrogancia y egoísmo, y todos los trimestres tardaba un par de semanas en bajar de nuevo a la tierra. Pero poco a poco lo hacían bajar, paso a paso.

Eran considerados con él y le proporcionaron una habitación para él solo en la planta baja, llena de libros sin desembalar y de cajas polvorientas, con una ventana alargada y un espejo de tocador. Era una habitación con cielo raso, un cielo raso que uno podía contemplar desde la cama por las mañanas, mientras la luz entraba a chorros por la ventana y salpicaba las cornisas. Era un cielo raso lejano sobre el que se hubieran podido pintar frescos. Hugo llevaba gente a su habitación: chicos, ex bailarines, antiguos amantes, invitados de la casa, limpiaventanas que vendían caballo, estudiantes que vendían ácido. Y su madre. Pero la señora Harvey fue la única persona invitada por Hugo a la que Barry preparó la cena. Los demás le incomodaban. No le gustaban, ni él les gustaba a ellos.

Barry no le gustaba mucho a nadie. Al final, Hugo llegó a la conclusión que él tampoco le gustaba a Barry. También llegó a la conclusión de que eso le importaba muy poco.

En otro tiempo, Barry había sido una belleza. Sus piernas eran tema de conversación, y su trasero un bien muy pellizcado. Aún solía pasearse por la casa en unos ajustados pantalones cortos de rasete blanco. Aún seguía buscando cumplidos y pellizcos. No se daba cuenta de que había envejecido. De que la ginebra le había teñido la cara con un rubor permanente. De que sus piernas estaban pasadas de moda, demasiado lisas y delgadas para el gusto actual por las musculaturas playeras. De que su cabello raleaba y sus ojos se habían enturbiado. No lo había advertido, o no había querido advertirlo, y seguía haciéndose el jovencito. Hugo acabó con sus ilusiones. Diez años más joven que él, arrogante, promiscuo y charlatán incansable. Con Hugo en casa, Barry se sentía viejo y bebía mucha más ginebra.

A Barry no le gustaba que Hugo se alojara con ellos, y por eso tuvo la idea de hacerle pagar alquiler. William estuvo de acuerdo; la casa resultaba cara de mantener, y necesitaba algún ingreso adicional. Hugo devoraba el contenido del frigorífico todas las semanas. Por lo tanto, Hugo debía trabajar. Y William le sugirió las revistas.

William podía ser un socialdemócrata de buena cuna con cierta afición a los gatos persas y a los arriates de plantas herbáceas, pero era también el hombre que había arriesgado su carrera y su libertad tomando fotografías en blanco y negro de un muchacho de catorce años recostando con indolencia sobre un edredón ante una película de fistfucking.

En consecuencia, no tuvo nada de extraño que acabara chuleándolo. Y sabía hacer las cosas. Había que dirigirse a las revistas con profesionalidad, le explicó, con todos los eufemismos y pretensiones de un auténtico modelo. Así que, una tarde, Hugo posó completamente desnudo entre las palmeras chinas mientras William lo fotografiaba (esta vez en color) con su cámara Polaroid: Hugo con y sin erección, con y sin pantalones cortos, con y sin sonrisa. Luego, Hugo distribuyó las fotografías en series de a cuatro, escribió una circular con su Olivetti Lettera y procedió a enviarlas en sobres blancos a todas las revistas que conocía.

La primera que respondió fue Q, una revista gay escondida en una callejuela de Earls Court. La carta era muy cortés. Comedida. Les interesaba hacerle algunas fotografías. Hugo tomó el metro. Earls Court todavía era una zona desconocida para él. Tierra de los chaperos de madrugada y hogar de los clones, hablaba un idioma nocturno que resultaba más sórdido que atractivo.

La casa estaba oculta al final de un callejón que daba a Earls Court Road. Una casita blanca con rosas rojas que trepaban por una enredadera ante las ventanas de la planta baja y un delfín de latón en la puerta. Le abrió un hombrecillo con chaqueta de cuero y bigote. No le sonrió. Dirigió a Hugo una mirada fugaz e inexpresiva y lo hizo pasar.

En el interior, era como si la casa se hubiera desvanecido. Sólo había una espaciosa habitación de paredes desnudas, llena de focos sobre pesados soportes metálicos. Había también un telón blanco montado sobre ruedas y una silla. Hugo pensó en salas de hospital y cámaras de tortura. Los focos le arrancaron un pegajoso sudor. Se sentía más o menos tan sexy como un pescado recién muerto. Hugo se quitó la ropa mientras el hombre liaba un porro con gran solemnidad. Una vez encendido, se lo pasó a Hugo y se fue en busca de ropa.

Hugo estaba decepcionado antes de empezar. Siempre había supuesto que aquellos emporios pornográficos estaban atestados de jóvenes escasamente vestidos que se metían la lengua en la boca unos a otros, en un cuadro perpetuo de desenfreno sexual retratado por fotógrafos hábilmente ocultos. En vez de eso, se hallaba descalzo en un estudio suburbano lleno de corrientes de aire, sin más compañía que un clon excesivamente circunspecto. El ambiente era depresivo. Y Hugo tenía que empalmarse. Quizá el hombre había salido en busca de los extras. Pero Q era una revista muy moderada. Pasada de moda y cuesta abajo. Eso, al menos, Hugo no lo ignoraba. Era una revista de la vieja escuela. Chicos más jóvenes que sanos posaban en actitudes ridiculas, calculadas para complacer a las mariconas de perro faldero que ocupaban el estrato superior de la tierra de las habitaciones alquiladas; los hombres que se acostaban con redecillas para el pelo y llevaban batas de seda compradas en grandes almacenes; los hombres que fumaban Sobranie y votaban al partido conservador; los hombres que, dentro de poco, pagarían a Hugo por sus favores sexuales.

El hombrecillo de la chaqueta de cuero regresó cargado de ropa. Todo piezas de uniforme. Boy Scout norteamericano. Colegial. Cadete del Ejército. Cadete de la Armada. Gauleiter
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. Era como un dudoso pase de modelos. El uniforme de boy scout norteamericano era el preferido del fotógrafo. Era demasiado pequeño. A Hugo le apretaba en la sisa y en la entrepierna. Le daba calor y entorpecía sus movimientos. Pero al hombre le gustaba. Así que Hugo se concentró en tratar de mantener una erección. Justo antes de cada foto, el hombre le pasaba un frasco de poppers y una revista porno. El calor y el resplandor de los focos, junto con la embestida de los poppers en su cerebro, dejaron a Hugo mareado y espeso. El hombre no cesaba de repetirle las instrucciones, pero toda la sangre de Hugo se le había acumulado en la polla. Las palabras debían atravesar la niebla del amilo, el miasma de capilares inyectados en sangre que formaba un velo ante sus ojos. Le lloraban los ojos y sentía la cabeza como hinchada.

El hombrecillo de la chaqueta de cuero y el bigote no se le insinuó en ningún momento. Hugo quedó confusamente decepcionado. Todos sus esfínteres se habían relajado. Todas sus hormonas estaban en alerta. Se hallaba sin pantalones en mitad de una sala desnuda, sujetando una revista y un frasco de poción amorosa. Pero el de la chaqueta de cuero sólo prestaba atención a su trabajo, cambiando carretes y bombillas y dictando instrucciones mientras la cámara zumbaba y rebobinaba, cegando a Hugo con los destellos del flash. Hugo se sentó en un taburete, cruzó las piernas, las descruzó, se echó hacia atrás con las piernas abiertas y contempló fascinado su propia polla. Apenas se decían nada. Hugo aceptó otro porro y se volvió de espaldas a la cámara, separando bien las nalgas. Le habría gustado saber qué opinaba el fotógrafo de su trabajo.

Recibió treinta libras en efectivo por la sesión y con eso pudo pagarle a William el alquiler. El de una semana. Pero todavía quedaban otras tres y Hugo no tenía de qué vivir. El hombrecillo de la chaqueta de cuero no se había mostrado demasiado amistoso. No hubo repeticiones. Esta era la mayor pega. En cuanto habías hecho una sesión, asunto terminado. La misma revista ya no quería saber nada más de ti. Cuanto más trabajabas, menos valioso te volvías. Los auténticos modelos, suponía Hugo, no debían de tener este problema. Claro que tampoco cobraban lo mismo.

Hugo empezó a moverse por ahí. Conoció a un alemán en Chiswick que le hizo ponerse patines de ruedas y unos panta-loncitos ceñidos y lo filmó en vídeo en su sala de estar. El alemán era alto y apuesto, y utilizaba dos nombres distintos. Le dio a Hugo veinte libras y dijo que ya volvería a llamarlo. No lo hizo. Le había mosqueado que Hugo se dirigiera a él, porque intentaba parecer respetable.

Hugo respondió a un anuncio publicado en una revista gay y fue a hacer una prueba en Campden Hill, donde un hombre de pelo rizado y barriga prominente le dijo que no tenía el pecho lo bastante desarrollado. No le dio dinero, pero dijo que ya lo avisaría si surgía algo. No surgió nada.

El tiempo apremiaba. El dinero no podía escasear más. Se aproximaba el comienzo del curso y Hugo tenía cuentas que saldar. Así que decidió responder a un anuncio publicado en una revista de contactos heterosexuales. Se puso un hombre al teléfono. Necesitaban cuatro polaroids desde distintos ángulos. A la semana siguiente realizarían una sesión para una revista alemana. La revista no se vendería en Inglaterra. Eso le alivió. Una constante preocupación acechaba en la mente de Hugo, plagada de preguntas sin respuesta. ¿Y si un amigo de sus padres compraba la revista en algún aeropuerto alemán o en un sex-shop del oeste de Londres y de pronto reconocía al hijo de sus conocidos tras aquellos ojos turbios y la camisa de boy scout norteamericano? ¿Se guardaría el descubrimiento para sí, porque divulgarlo equivaldría a revelar sus hábitos de lectura? ¿Sería incapaz de resistirse a mencionarlo en la conversación a la hora de la peche brulée en la mesa de su madre el sábado por la noche? ¿O acaso actuaría con malicia, movido por la satisfacción de demostrar a la señora Harvey que sus hijos no eran el dechado que ella creía, y se limitaría a dejar la revista en el buzón y escabullirse sin ser visto?

Aún había otra pregunta que minaba la sangre fría de Hugo. ¿Y si no se le levantaba? Después de todo, se trataba de una revista para heteros. Tendría que retozar con una mujer. Una mujer desnuda: en pelotas desde el culo hasta las tetas, y más allá. ¿Cómo reaccionaría? ¿En qué pensaría? Los cuerpos femeninos siempre le habían aterrorizado. A excepción de aquella noche oscura en Nueva York con Cynthia, cuando ella se lo había llevado a la cama con plena confianza y se lo había follado, Hugo nunca había tocado, y apenas visto, a una mujer desnuda en carne y hueso. Procuraba evitarlas. Le daban miedo. Les volvía la espalda, perdida repentinamente toda su energía, confuso, irritado.

De hecho, no sabía muy bien qué le asustaba: la invitación, el desafío, los pechos, su ignorancia, el fracaso. Las mujeres en sí no le asustaban. Las mujeres le encantaban. Le encantaba su aspecto. Le encantaban su ropa y sus sonrisas. Le encantaba su dominio sobre los hombres y su interés hacia él. Pero sus cuerpos le daban pánico.

Hugo se paró ante el espejo de su habitación de alto cielo raso y ventanas alargadas y se miró fijamente, y vio muy poco. Contempló fijamente sus ojos, y no parpadearon. Contempló fijamente su expresión, pero estaba congelada. Su expresión no revelaba nada. Buscaba el revoloteo del miedo. Buscaba la oportunidad de llorar. La oportunidad de venirse abajo. Pero sólo era él mirándose a sí mismo. Si sus dudas le daban miedo, no estaba dispuesto a revelarlo. Ni siquiera ante sí mismo. Trató de sonreírse. Sin resultado. No le salía. Tal vez no se gustaba lo suficiente.

Hugo envió unas polaroids de su colección, y un par de días después le llamó una mujer para anunciarle que había sido aceptado. Debía presentarse en una casa del Swiss Cottage, un domingo por la mañana, dos semanas más tarde.

Era el Domingo de Pascua.

Los Harvey nunca se habían tomado la Pascua muy en serio. Como cualquier día festivo, como cualquier domingo, el Domingo de Pascua era un día de colada. El padre de Hugo permanecía fuera, chapuceando bajo el coche. La madre de Hugo se afanaba sobre sus tinas y su tabla de planchar, tarareando canciones de Frank Sinatra mientras desplegaba sobre los radiadores las toallas mojadas, que empañaban las ventanas y llenaban el aire de olor a colada.

Los niños recibían huevos de chocolate —uno cada uno— y permiso para írselos comiendo poco a poco después de las comidas. Luego, se ponían la ropa de los domingos y se iban a la iglesia o a una reunión de los cuáqueros mientras el señor y la señora Harvey hacían el amor sobre una cama deshecha en su dormitorio del piso superior, con las cortinas abiertas. La señora Harvey se lo confesó a Hugo mucho más tarde, durante su conversación en casa de William. La señora Harvey contó la historia sin parpadear. Y sin sonreír tampoco. Hugo desvió la mirada hacia las sucias ventanas del cuarto y contempló su reflejo. Por entonces, estaba mucho más interesado en su propia vida que en la de su madre. Posteriormente sonreiría al pensar en su padre, sudoroso bajo el coche, mugre en los ojos y en las arrugas de la frente, cuando oía el repicar de un anillo de boda sobre el cristal de la ventana y alzaba la vista hacia una esposa en negligé, preparada, sonriéndole desde el dormitorio del piso superior entre las cortinas abiertas.

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