Un asunto de vida y sexo (30 page)

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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Hugo vivió un mes con Cynthia. Vivió entre las plantas y los vaporizadores de perfume, los discos de Art Garfunkel y los pesados sofás. Era un apartamento de mujer, un extenso tocador para Cynthia y su madre; una atmósfera intensa y saturada, con el aire cargado de esencias y el espacio repleto de productos de belleza: mascarillas, cremas hidratantes, tónicos y cremas limpiadoras. Pero ahora era también de Hugo. Su pijama bajo la almohada. Su cepillo de dientes en el vaso del cuarto de baño. Su champú Boots junto a las elaboradas mezclas y líquidos personalmente preparados de las dos mujeres. O al menos los de Cynthia. La madre de Cynthia estaba fuera, al otro lado del mundo, de modo que, entre un curso universitario y otro, ambos jóvenes vivían como una extraña pareja; leyendo, discutiendo, cocinando, comiendo y riendo con la excitación nerviosa de encontrarse solos.

Cynthia conocía mejor que nadie las andanzas de Hugo. Después de Alejandría, después de haber sido desplumado en el asiento trasero de un automóvil mientras contemplaba los ojos impertérritos de un desapasionado adolescente árabe, Hugo le había escrito confesiones epistolares saturadas de asco: asco hacia sí mismo, asco hacia los taxistas de pollas pequeñas y morenas. Le escribía constantemente.

Cynthia conocía mejor que nadie las relaciones entre Hugo y su madre. Aquella noche, mientras Hugo yacía en la cama ante una estufa de infrarrojos en una habitación de Chalk Farm, aferrado con brazos y piernas a su hombre de la camisa desabrochada, su madre había hablado con Cynthia. Quería darle un recado de un amigo, así que lo llamó a casa de Cynthia, donde había ido a cenar. Sólo que no había ido, y Cynthia no sabía dónde estaba.

La conversación de las dos mujeres duró cosa de una hora. Las dos mujeres de la vida de Hugo. Las dos únicas mujeres ante las que se había mostrado alguna vez desnudo. Y Cynthia aconsejó a la madre de Hugo que no le gritara. Le rogó que no lo hiciera. Le rogó que lo perdonara. De no ser por eso, es difícil saber qué habría podido ocurrir.

Pero con todo su leer, cocinar, comer y discutir, con toda su atmósfera de recién descubierta sofisticación, de cenas con amigos, de fumar porros después del postre y emborracharse en el sofá sin nadie que dijera basta, el apartamento de Chiswick no podía ser un hogar para Hugo. Aunque vibraba con el entusiasmo de una vida independiente en Londres, libre de sus padres, aunque experimentaba la sensación de que el relato de su vida apenas si acababa de empezar, no encontraba un lugar para él entre los sofás y chucherías, no encontraba un lugar para refugiarse en aquel tocador de señoras. Y seguía teniendo que dar explicaciones: compartía la cama de Cynthia, y ella siempre quería saber adonde iba y dónde había estado. Sus incursiones en la vida nocturna la incomodaban, a menos que fueran juntos. Y a menudo iban juntos a locales de vidrio ahumado y metal cromado, salvando las puertas más duras con astutas mentiras, apoderándose de las pistas de baile, arrinconando a los más lentos contra las paredes, contemplándose cada uno en la sonrisa del otro y exhibiendo los dientes con la arrogancia de una juventud que había decidido ser dorada. Pero Hugo no permitía que Cynthia lo acompañara a los bares y discotecas en sus misiones de caza humana, donde encontraba a los hombres que seguía sin poder llevar a casa. No había lugar en el tocador para esos cuerpos desconocidos. Además, Hugo empezaba a impregnarse del perfume de los vaporizadores. Se pasaba demasiado tiempo envuelto en los caftanes de seda roja de Cynthia, demasiado tiempo ante el espejo. No quería sorprenderse un día haciéndose la manicura. Cynthia lo miraba con severidad cuando salía de casa con los tejanos rasgados qué usaba para la caza del hombre, pero él no se había ido de casa para aceptar una nueva lista de reglas, una nueva lista de cosas que se podían hacer y cosas que no. Por consiguiente, cuando la madre de Cynthia regresó del Caribe y decidió vender el apartamento, a Hugo no le importó que este arreglo doméstico llegara a su fin. De todos modos, la madre de Cynthia no lo veía bien; no veía bien que su hija amara a un maricón. Hugo no aportaba nada a su futuro. No aportaba nada al apartamento. Sus pertenencias eran un estorbo para el agente inmobiliario.

Hugo no podía decir a sus padres que se quedaba sin casa, porque le hubieran pedido que volviera con ellos y él no podía volver a aquellas calles con visillos de encaje y al fregado de los platos. Su madre y él ya se habían dicho adiós. Detestaba repetir las despedidas. Cuando se despedía de una persona, no quería volver a verla. Además, las despedidas no se le daban muy bien. Prefería marcharse sin llamar la atención.

«Ya saldrá algo», pensó. Siempre salía algo. Era una de sus habituales frases de aliento. Las utilizaba con frecuencia. Le ofrecían la seguridad de las frases hechas. Si tanta gente las repetía constantemente, algo de verdad habría en ellas.

Ya saldría algo. Siempre salía algo. La cuestión era no dejar de moverse.

Así que Hugo empezó a moverse. Se lanzó a recorrer las calles en busca de una oportunidad y se encontró con un hombre que tenía el pelo largo y un Ford Capri, un hombre al que no había visto desde los trece años.

Lo encontró en la Calle Mayor de Hadley. Había ido a casa para ver a su madre y recoger algunos libros, y había decidido acercarse a los retretes de lo alto de la colina en una especie de visita al pasado, para ver si aún se conservaba aquel graffiti que preguntaba dónde se había metido David (ya no estaba), para ver si aún seguía habiendo hombres (los había) y si ahora eran más jóvenes (no lo eran). Y estaba allí parado, pensando, frunciendo desdeñosamente la nariz ante aquel viejo olor, que se había vuelto más viejo, más rancio y más hediondo, cuando se le acercó un hombre que tenía el pelo largo y un Ford Capri ante la puerta y le saludó: «Hola, David.»

David ya llevaba dos años muerto, pero su fantasma se agitó al oír su nombre y Hugo sintió un escalofrío, una oleada de inquietud ante el recuerdo de lo mucho que había olvidado, un estremecimiento de culpa porque David —que se había tendido de espaldas y se había masturbado ante ese hombre, que había posado con una camiseta calada de Marks and Spencer para que ese hombre le tomara polaroids en blanco y negro en un dormitorio de la planta baja de su casa— estaba muerto. Abandonado en el asiento delantero de una furgoneta azul y olvidado por completo. Hasta entonces. Hasta el momento en que William, el hombre que tenía el pelo largo, un Capri y una cámara Polaroid, lo había hecho salir de la tumba. Hugo hizo una pausa. Quería seguir andando y pasar de largo como si no hubiera visto al hombre. Sin embargo, se detuvo a hablar con él.

Una semana después de haberse encontrado con William en la calle, Hugo estaba instalado en su casa. Había tenido razón. Le había salido algo. Siempre salía algo. La cuestión era no dejar de moverse. Siempre daba resultado.

William se acordaba muy bien de David, y Hugo se acordaba muy bien de William. William siempre había sido distinto de los demás hombres con los que David solía tratar. Era inteligente. Era amable. Era cauto. Quiso hacerle otra serie de fotografías. Las mismas poses en la misma cama. Hugo se sentía feliz. Había encontrado un nuevo hogar. Y permaneció en él tres años; tres años de vacaciones universitarias.

William poseía una gran casa en Highgate Hill, con los cajones repletos de revistas pornográficas y las paredes cubiertas de pinturas siniestras, en las que niñas pequeñas yacían envueltas por serpientes relucientes, y de dibujos de muñecas que exhibían la vagina. Era una casa desconcertante, con rincones polvorientos y extraños rincones ocultos. Una rara pero borrosa fotografía de James Dean desnudo, masturbándose en lo alto de un árbol. Dibujos de Hockney donde hombres encamados contemplaban enormes erecciones con expresión de sorpresa. Todo estaba cubierto de polvo, desde las palmeras chinas hasta los discos de Shangri-La, las lámparas de vidrio coloreado y los obesos gatos persas. Y todo parecía palpitante de sexualidad.

William tenía un novio llamado Barry. Conocían a mucha gente: motoristas con chaquetas de cuero y sonrisas seductoras; hombres con el pelo largo y abrigos afganos; hombres que miraban a David como si fuera uno de ellos, pero como si, a pesar de todo, desearan verlo desnudo. Algún que otro sábado por la noche, David iba en bicicleta hasta la casa y llamaba a la puerta sin avisar, y siempre se alegraban de verlo. A veces para follar y a veces para invitarlo a beber con ellos y a tomar asiento junto a las palmeras y a participar en la charla y las carcajadas. Eran personas cultas. Gente de Bellas Artes. Profesores y artistas. Se creían osados, aunque no probaban las drogas y les gustaban los discos de Cat Stevens. Era gente agradable a la que le gustaba el sexo. Les gustaba el sexo y les gustaba hablar de él. Sobre todo a William.

A David le gustaba el sexo, pero no hablar de él. Le gustaba contemplarlo. Le gustaba contemplarse a sí mismo en el espejo mientras se lo hacía a otros. Le gustaba contemplar a otros mientras se lo hacían a él, tendido de espaldas y fingiendo que no podía tocarlos. Le gustaba contemplar a otros mientras lo hacían entre sí, sin poder tocar a ninguno de los dos. Más que nada, le gustaban las películas. Películas mudas en super ocho, pasadas de contrabando desde los Estados Unidos y proyectadas sobre una pantalla improvisada, una sábana deslustrada suspendida ante la pared con pinzas de tender la ropa. Las películas tocaban una parte de la sexualidad de Hugo como una droga y le hacían encenderse tanto y tan deprisa que perdía todo control. Se tambaleaba al borde de un orgasmo que sólo podía contener rechinando los dientes y apretando los puños. Quedaba lleno a reventar y retorciéndose. Le gustaban las películas. Eran dolorosas. Las absurdas parodias de argumento que servían de preámbulo al acto, los cuerpos de los actores norteamericanos, bronceados hasta las nalgas, musculosos, en forma, le hacían soñar y lo dejaban triste, frustrado y apasionado, desesperado por entrar en su mundo de orgías a cinco a la vera de la piscina, de folladas en la plataforma de una furgoneta descubierta en una larga y polvorienta carretera, de folladas en un gimnasio, en una ducha, en un jardín, en un terrado o en un granero.

Pero William aún iba más allá. Tenía películas en las que rubias de sonrisa adocenada hacían mamadas a asnos. Proyectaba películas de mujeres cagando sobre mesas de cristal con hombres tendidos debajo. Y tenía películas de fistfucking en blanco y negro, películas en las que negros enculaban a blancos con el puño. David no se fijaba mucho en los asnos o en la mierda. Cuando las películas eran tan extravagantes o crueles, prefería contemplar las caras de los actores, no sus cuerpos, y escrutaba sus ojos buscando indicios de pánico, buscando la expresión ida de las drogas. Contemplaba el ridículo papel que cubría las paredes y las tapicerías de los sofás, y se preguntaba de quién sería aquella casa, en qué calle estaba, si los vecinos sabían lo que ocurría en ella.

Pero las películas de fisting eran demasiado pavorosas para tan desapegada antropología suburbana. En cualquier caso, no eran suburbanas. Eran norteamericanas. Imágenes toscas e imperfectas de hombres nervudos, de esbelta musculatura y pelo cortado a cepillo, filmadas en graneros y cobertizos, lejos de la policía atenta e inquisidora y de los vecinos escandalizables. Eran hombres enloquecidos por el ansia. Sus sonrisas flotaban suspendidas entre el sudor, el miedo y las repentinas muecas de dolor. De vez en cuando, el placer se filtraba hasta sus rostros. Pero aquélla era un empresa viril. Aquello era sexo para hombres de corazón valeroso y culo dilatado. Aquélla era la frontera entre la agonía y el éxtasis.

Para David, que todavía recordaba el penetrante e insoportable dolor de la polla del hombre delgado en su ano, ante una mugrienta ventana rota, todo esto era increíble. Para David, el menor contacto de un dedo en su agujero representaba un espasmo muscular. Un dedo. Y allí era un puño, y luego un brazo que desaparecía hasta el codo en los intestinos de un hombre suspendido con las piernas abiertas de una hamaca que colgaba sobre el heno, mientras otro hombre le aferraba la cabeza y le hundía la polla en la boca.

Y todo eso por un orgasmo.

Pero también él estaba demasiado cerca del orgasmo para preocuparse. Erecto desde la punta de los pies hasta los ojos abiertos como platos, pegado a la parpadeante imagen de la pantalla, abandonaba su cuerpo a los placeres de William. Su conciencia, o la voz angustiada de Hugo, quedaba sofocada por el rugido de la sangre.

En cuanto empezaban las películas, a David dejaba de importarle lo que pudiera hacer William. No lo veía. Sus ojos recorrían la pantalla absorbiendo detalles, almacenando imágenes. Mientras William enterraba la cabeza en su ingle, David se recostaba en los almohadones y se zambullía en la fiesta junto a la piscina, donde un rubio ágil y bronceado llevaba unos pantalones cortos tan ajustados que le asomaban las pelotas; se deslizaba entre los dandies de gimnasio que acariciaban torsos, hinchados; remoloneaba junto a la puerta del granero y se llenaba los pulmones con el olor a sudor y mierda mezclados con grasa lubricante Crisco. Su cuerpo se crispaba espasmódicamente al ritmo de las glándulas sobreexcitadas. Su cerebro yacía adormecido por el rezumar de anestésico sexual. Se estremecía de pies a cabeza, y William le comía afanosamente la polla.

Cuando Hugo se estrenó en las revistas porno, ya conocía de memoria las poses y los gestos. Conocía el mohín, el señuelo, el mejor ángulo para la cámara. Y, muy apropiadamente, fue William quien se encargó de hacer las presentaciones.

Entonces vivía en otra casa, en una mansión victoriana aún mayor y con un jardín más grande, situada en Muswell Hill, no Highgate Hill, pero Barry seguía allí y la pornografía seguía allí, llenando los cajones de tal modo que nunca se podían cerrar del todo, y las películas seguían allí, copiadas en cintas de vídeo numeradas y pulcramente ordenadas junto al televisor para tenerlas bien a mano.

Cuando la madre de Hugo se pasó aquella tarde desahogando sus penas en una habitación de techo alto llena de cajas polvorientas en casa de William, no podía sospechar con quién había ido a juntarse su hijo. Si lo hubiera sabido, se habría echado a gritar y salido corriendo hacia la comisaría de policía. William era el hombre que había fotografiado a su hijo con una Polaroid en blanco y negro cuando éste sólo contaba catorce años. Era el hombre que le proporcionaba un refugio cuando salía de casa los sábados por la noche, y le dejaba retozar entre montones de revistas pornográficas como un chiquillo con un juego de construcción. William era el hombre que, seis años después, dio a Hugo un techo bajo el que cobijarse y un motivo para no inscribirse de nuevo en el Hotel Hadley, y quien le resolvió el problema de obtener dinero para pagar el alquiler. Era su deuda con William la que Hugo intentaba saldar con sus torpes intentos de sacarse algún billete de a diez en la caldeada atmósfera del angosto cuarto de baño del hotel Regent Palace. Y fue William quien le ofreció la solución. Fue William quien metió a Hugo en el circuito de las revistas y fue él quien le presentó a Tony, que a su vez le presentó a Richard, que lo hizo entrar en el juego.

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