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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

Un asunto de vida y sexo (34 page)

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Pero con los clientes era bueno, y algunos de ellos, los que vivían en Londres, solicitaban de nuevo sus servicios. Estaba el dueño de un restaurante y de una casa en Belgravia, que se lo llevó a una granja de Sussex para verle hacer el amor con un actor norteamericano y les pagó cien libras a cada uno. Estaba el libanés que viajaba por el mundo con zapatos de cocodrilo y maletín a juego y que siempre abría la puerta desnudo. Estaba el príncipe saudí adicto a la coca, que tenía alfombras de quince centímetros de grosor en su piso junto a Regents Park. Y en medio de todo esto, estaba Hugo fingiendo. Con su alegría fingida, su excitación fingida, su imagen fingida, su pasado fingido y, cuando bajaba en el ascensor una vez terminado el trabajo, su sonrisa fingida en el espejo de cristal teñido. Hugo el Puto era una ficción, pero también lo eran Hugo el Amante y Hugo el Muchacho Suburbano. Tal vez Hugo el Estudiante fuese real. Tal vez nadie tuviera su auténtica medida. Tal vez no la había tenido nunca nadie. Y él mismo el que menos. Pese a todo el tiempo pasado solo, sin más compañía que la propia, hablando consigo mismo, argumentando y sermoneándose tras una nueva tarde pasada donde no debía, con quien no debía, sin sacar de ello mas que un par de libras y la huella de un mordisco apasionado, Hugo no estaba seguro de haberse detenido jamás a interrogarse realmente. Pero tú quién joder eres, en lugar de tú con quién jodes.

Al parecer, nunca se había sentido lo bastante interesado, y ahora que podía interesarle resultaba demasiado peligroso. Era mucho más fácil fingir que no tenía tiempo. No tenía tiempo para detenerse. No tenía tiempo para interrogarse. Sólo para el sexo, el trabajo, la diversión, la vida, en el orden que fuera. A él todo le sonaba igual. Todo le sonaba a trabajo, y ahora su trabajo era el sexo. Y parecía llegar siempre tarde.

Cuando Hugo se contemplaba en los espejos de los ascensores, solía enarcar una ceja. Sin ducharse, apresuradamente enjugado con una toalla de hotel, con un par de whiskys y acaso un porro en la cabeza, enarcaba una ceja como para saludarse a sí mismo, como diciendo: «Hola, mister X. ¿Qué tal te va?» Se desafiaba a sí mismo con su despreocupación, que no admitía preguntas serias. Se desafiaba a tomárselo todo con un encogimiento de hombros. Y se encogía de hombros. A fin de cuentas, ya era un prostituto. ¿No era eso lo que él quería? Chapalear en el arroyo y jugar con los chaperos de tacón cubano y chaqueta de cuero.

Pero aquello no era el arroyo. Aquello era aire acondicionado, gruesas moquetas beige y televisión por cable. Aquello era sexo en una cinta transportadora de lujo, con el suave murmullo de fondo de las compras en tiendas caras. Era sexo de sala de tránsito libre de impuestos. Butacas cómodas. Aire acondicionado. Botellines de whisky. Y la despreocupación era un fino barniz. Bajo ella, Hugo estaba volviéndose insensible. Estaba volviéndose profesional. Sonreía y dejaba su dentadura al descubierto como un profesional. Estrechaba manos, charlaba de trivialidades y chupaba pollas como un profesional. Y tras el barniz de despreocupación, algo estaba muriendo en él. Percibía el titubeo de sus ojos en el espejo del ascensor, en el espejo del lavabo cuando llegaba a casa, en el espejo de su dormitorio cuando se desnudaba para acostarse y de repente se sentía vulnerable y en paños menores, como un niño que anhelaba que acudiera su madre y lo arropara y le contara un cuento antes de dormirse.

No se trataba de que se sintiera sucio. O, al menos, no con frecuencia. La gente tenía que esforzarse para lograr que se sintiera sucio. Algunos lo intentaban. Lo forzaban, escupían sobre él verbalmente y lo tomaban físicamente. En desaseadas y penumbrosas habitaciones de hoteles situados en las más concurridas calles de Londres, lamía dedos de pies y se acurrucaba bajo cubrecamas sintéticos para soportar el desprecio de hombres que creían haber comprado un esclavo. Nunca le hacían daño. Sólo le hacían sentir como una mierda. Le hacían sentir ganas de darse largos baños. Nunca volvían a llamarlo.

No se trataba de que se sintiera culpable. Hugo nunca se había dado cuenta de que tuviera una conciencia. Si la tenía, rara vez se hallaba despierta. El titubeo que veía en sus ojos en el espejo del ascensor no era una acusación. Era una señal. Un destello. Una media sonrisa. Insegura. Dirigida a sí mismo. No podía ceder a estos impulsos, porque entonces se echaría a reír y no le saldría la risa, o a llorar y no le vendrían lágrimas. Se limitaba a sostener la mirada como si fuese la primera vez que se veía. Sostenía su propia mirada y, con una leve aspiración, salía del ascensor, cruzaba los pasillos recubiertos de moqueta beige y llamaba a otra puerta pintada con tres números de metal dorado. Señor Hassan. Señor Manzoni. Señor Kastner. Señor Sakamucho. Buenas noches, caballeros. Un whisky me vendría muy bien, gracias.

Pero mientras permanecía sentado en la cama con el señor Sakamucho y el señor Kastner, mientras admiraba el panorama desde la habitación del señor Manzoni y tironeaba de la polla corta y gruesa del señor Hassan, echaba de menos la camaradería que había esperado encontrar. Hugo no tenía la sensación de estar disfrutando la emoción, la vida callejera, el oropel deslustrado y astroso que había observado desde la sombra en Pigalle, en la rue St. Denis, ante la Estación Termini, incluso entre los muchachos lampiños que merodeaban por los claustros de la mezquita de El Cairo.

David se habría divertido más, pensaba Hugo a veces con nostalgia, mientras contemplaba Londres a través de las gotas de lluvia que salpicaban la ventanilla del taxi en el que regresaba, sin ruido y sin esfuerzo, tras otra copulación fugaz en otra habitación de cinco estrellas a diez pisos de altura.

Había imaginado que, para entonces, ya tendría un mirlo blanco. Había imaginado que encontraría a un hombre —alto, de pecho amplio, no demasiado joven, con un bronceado permanente (más sur del Pacífico que sur de Francia)— que se apoderaría de él. El príncipe y la corista. Pero no era éste el asunto. Hugo ganaba el dinero suficiente para pagar a William. Tenía unos estudios a los que regresar. No estaba disponible. Sólo lo hacía para pagar el alquiler. Además, ¿qué haría él con un mirlo blanco? Pasarse el día tendido en la cama, bebiendo zumo de naranja recién exprimido y café solo, desenvolviendo regalos y leyendo ediciones especiales de GQ y Esquire antes de introducirse silenciosamente en la limusina para dar un paseo por el parque de camino al restaurante. The Caprice. Langans. Los hombres lo mirarían y se interrogarían. ¿Lo es, o sólo…? Las mujeres lo mirarían y sonreirían. Y él encargaría el almuerzo en un tono tan impecable que los camareros dejarían de hacerse guiños y refrenarían la lengua.

Y él sonreiría.

Pero eso no era un mirlo blanco. Eso era un príncipe azul.

Y Hugo ya era demasiado mayor para creer en ellos. Era demasiado mayor para atraer a uno de ellos. A fin de cuentas, ahora era un profesional. Sabía interpretar melodías en las zonas erógenas de árabes, judíos, chinos y japoneses. Podía sorprender a los norteamericanos y arrullar a los alemanes. Y todo eso con una lengua, dos manos y una sorpresa entre las piernas. Después, sólo tenía que tenderse y dejar que los dedos de los clientes se pasearan, mientras él se fijaba en los capilares reventados, los ojos inyectados en sangre, los dientes mellados, los dedos manchados de tabaco y las manos encallecidas. Los pelos duros y gruesos que crecían en lugares insólitos; en oídos y narices, en lunares y verrugas. La carne que se había dilatado y caía pesadamente en blandos pliegues sobre el vientre. Las cicatrices y las marcas de la edad y los excesos.

En tanto ellos sudaban sobre su cuerpo, respirando irregularmente, hundiendo las narices en frascos de poppers, él engatusaba y escuchaba, jugaba e incitaba, fingía gruñidos y gemidos de placer mientras subía y bajaba sobre sus pollas gordas, delgadas, circuncisas o incircuncisas, solicitando con halagos el orgasmo que señalaba el momento de su partida.

Si la respiración se aceleraba, él aceleraba su ritmo, suavemente pero con firmeza, sin permitir resistencia. Si la respiración se calmaba, cambiaba de técnica y se lanzaba a otra parte, otra glándula, otra crispación inesperada de sus cuerpos. Les deslizaba las uñas por la cara interna de los muslos de forma que las pelotas se les contraían y giraban con consternación. Les apretaba con la mano desde el ombligo hasta la entrepierna, de forma que sus pollas se erguían en vertical y trepaban por el aire en busca de socorro. Les hundía la lengua en el oído, les mordisqueaba las tetillas y les palmeaba las nalgas, sin cesar de contar el número de gestos, el número de minutos que le quedaban. Se veía a sí mismo como un juez en un campeonato de patinaje sobre hielo, con la tarjeta de la puntuación en la mano. Si el hombre rechazaba la mano de Hugo, deseoso de prolongar el juego, resuelto a no correrse, Hugo lo sujetaba por los brazos, lo clavaba a la cama y lo empujaba más lejos y más a fondo en el juego erótico de empújame, tira de mí, tú encima, yo debajo, y con habilidad, rapidez, suavidad y decisión lo conducía al estremecimiento, a la explosión, a un climax de eyaculación y goteo.

A veces había problemas. Clientes difíciles. Ninguno peligroso. Ninguno como aquel hombre que colgó los pantalones de Hugo sobre una cerca en los bosques de Hadley e intentó follárselo. Ninguno como el Hombre Delgado, que le provocó arcadas de dolor en aquel cubículo de ventana agrietada, haciendo que se doblara sobre un retrete sucio y contemplara su reflejo en los restos de orina de la taza. Nada de eso. Hugo había pasado a otra escala. Se hallaba en la tierra de las moquetas y las pisadas silenciosas, de los whiskys en vaso grande y los vídeos de sexo duro. Pero algunos clientes se pasaban de la raya. Algunos no sabían cómo funcionaba el juego. Otros lo sabían demasiado bien. A estos últimos, Hugo podía manejarlos. Estaban resentidos y amargados porque tenían que pagar, porque no eran lo bastante jóvenes, lo bastante apuestos, lo bastante esbeltos y bien proporcionados para meterse en un bar y perder tres o cuatro horas y treinta o cuarenta libras esperando a que alguien les susurrara hola al oído. Estaban disgustados porque tenían que pagar en vez de complacidos porque podían permitírselo. Querían azar, amor, sorpresa, no un cuerpo hermoso encargado por correo. Y por eso, cuando les llegaba, se meaban en él. Cuando se desnudaba, sonreían, se mofaban, lo manejaban con desdén, hurgaban, zaherían y nunca acariciaban.

Eso Hugo podía soportarlo. Siempre llevaba en el bolsillo un frasco petaca lleno de escocés y un Valium suelto. Si el cliente lo dejaba demasiado tenso, echaba el uno en el otro y se bebía la mezcla de un trago en el ascensor de bajada. Luego, sonreía ante el espejo y trataba de captar el titubeo en sus ojos antes de que se volvieran demasiado borrosos y el mundo se disolviera en una bruma desenfocada.

Pero no le gustaban los principiantes. Los que se quedaban en casa. Le gustaban los hoteles. Tenían una atmósfera de comida rápida. En una habitación de hotel, nadie se sentía como en casa, pero todos se sentían cachondos. Nadie te hacía escuchar sus viejos discos ni te servía café. No tenían el surtido de chucherías domésticas que llenaba sus dormitorios, las fotografías enmarcadas, los ceniceros del National Trust, los pesados armarios y las zapatillas desperdigadas que enfriaban a Hugo al hacerle pensar en el hogar y la familia y toda la parafernalia de la cotidianidad de una vida solitaria.

En los hoteles, la soledad era excitante. Era una tierra de nadie donde no existían límites. Podía suceder cualquier cosa, podía solicitarse cualquier cosa, cualquiera podía hacerse pasar por cualquiera. En casa resultaba imposible escapar del hombre que uno era, o que no era. Estaba escrito en la tela de las cortinas, la colada tendida, el retrete empapelado de color lila, el Panadol en el botiquín del cuarto de baño. En todas partes estaba escrito. Soledad. La soledad era ver a Wogan en la tele y guías AA de las carreteras británicas en los estantes, ceniceros con coches de época y cigüeñas de cristal en el alféizar. Salvapisos bajo las patas del sofá y espaguetis de ayer pegados en el fondo de la cazuela.

Ninguno tan solitario como el hombre que había pedido un motorista.

Era un hombre gordo, triste, de mediana edad, clase media, medio de ninguna parte, con demasiado tiempo para entregarse a fantasías. Hugo no encajaba en la fantasía que se había forjado.

Se sintió desdichado desde el instante mismo en que Hugo cruzó la puerta sin prendas de cuero ni casco. Se dio cuenta de que Hugo no iba a hacerle feliz. Hugo sólo iba a recordarle lo desdichado que era. Hugo iba a recordarle que él no era un motorista y que no podía conseguir a un verdadero motorista porque los verdaderos motoristas no trabajaban para australianos flacos, bronceados y vestidos de blanco en una agencia de Earls Court.

El hombre tenía modelos de motos a escala reducida por todas partes —en los ceniceros, en los apoyalibros, en los alféizares—, y Hugo, mientras contemplaba aquellas estatuillas de hombres a los que el hombre no conocía, de hombres que el hombre nunca sería, fue escuchando un torrente de injurias durante dos horas. Dos horas era el tiempo máximo. Pasadas dos horas, tenían que pagar otras cuarenta libras, de las que otras doce iban a parar automáticamente al flaco Richard y a su colega.

El hombre se quejó de que Hugo era demasiado delgado, demasiado serio, de que no sabía sentarse ni vestir, de que no sabía ir en moto, de que no llevaba prendas de cuero, de que no tenía la figura, la talla, la edad ni la imagen adecuadas, y durante todo ese tiempo Hugo se limitó a permanecer sentado en el sofá de terciopelo verde con una leve sonrisa en los labios, viendo pasar los minutos en el reloj. Le recordaba los tés con su abuela. El lento y paulatino avance de la minutera a lo largo de la circunferencia de un reloj mal decorado. Con su abuela, al menos, sólo era una hora.

Hugo jugueteó con una de las estatuillas, contó los botones del sofá de terciopelo verde, recorrió con la vista cada una de las hojas estampadas en el papel aterciopelado de la pared y contó los discos almacenados dentro de sus fundas en los pulcros y ordenados anaqueles, anhelando escapar de aquel quejica perfumado con lengua de carretero.

Observó cómo las manecillas, adornadas con cursis y recargadas volutas, convergían hacia las doce y por fin se deslizaban la una sobre la otra. Dos horas. Había expirado el plazo. Dos horas de soportar denuestos en silencio. Por lo general, nunca se cumplían las dos horas. Nunca se agotaba el tiempo. Una vez, un hombre le pagó cien libras para que se quedara a pasar la noche con él y luego se durmió casi de inmediato (el hombre pagó), pero por lo general salía a la calle en menos de una hora, a veces en menos de media hora.

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