Se sentaron al borde de la plataforma, contemplando la descascarillada pintura blanca del techo, golpeando con los tacones la descascarillada pintura azul de la base, atrapados en una aérea jaula de metal calado, contemplando la hierba de un verde grisáceo todavía empapada por la lluvia de otoño. Y hablaron. Hablaron y hablaron. De sus esperanzas y sus temores, de sus sueños y sus dudas. Repasaron todas las inquietudes y todas las ambiciones, los encuentros pasados y las reuniones previstas. Y estuvieron de acuerdo en todo.
Eso era lo que a Hugo más le encantaba de Chas. Veían las cosas del mismo modo. Tenían distintas historias y los mismos temores, distintos amantes y las mismas confusiones, distintos amigos y la misma soledad. Si alguna vez Hugo se sentía asustado, deprimido, amenazado, preocupado, siempre llamaba a Chas. Y durante media hora, una hora, permanecía sentado al teléfono dando rienda suelta a su pánico, y luego dejaba que la familiar voz de Chas le planchara las arrugas de la cabeza.
Y ahora Chas estaba muerto. Desaparecido. Y Hugo estaba solo con su recuerdo de una tarde de invierno, tres años antes. Solo en una cama de hierro, esperando a que la enfermera le trajese la cena. Solo en una cama de hierro, esperando a reunirse con Chas en el lugar, fuera cual fuera, al que iba la gente cuando abandonaba aquel pabellón.
No había sido una tarde muy especial. En realidad, no. El tiempo no era muy bueno. No habían ido a ningún sitio interesante. Más tarde, los dos habían tomado distintos autobuses y regresado a sus casas en distintas partes de la ciudad con distintos compañeros de piso. No habían comido ni ido a un pub. No habían fumado, salvo cigarrillos. Ni siquiera se habían reído mucho. Pero Hugo. conservaba para sí aquella tarde. Era el recuerdo de una pausa. Sentados en la cúspide de todos los senderos grises y encharcados, con todo en la vida aún por jugar y las cartas sin repartir.
Hugo había sido expulsado y no era probable que volviera a los estudios. Estaba mejor, en el sentido de que había estado peor. Chas era el consuelo que necesitaba. Ninguno de los dos tenía trabajo. No de un modo regular. Hugo trabajaba por su cuenta. Dando clases. Escribiendo un poco. Una semana aquí, otra allá, en distintas revistas. A veces, algún empleo de hasta tres o cuatro semanas. Mientras alguien estaba de vacaciones. Mientras alguien estaba de baja por enfermedad. Se ganaba la vida. Puteando ganaba más. Pero en aquellas camas extrañas había muerto un poco. En cada ocasión, una nueva capa de su ser se endurecía como piel muerta hasta que se sentía atrapado en su interior como un yonqui que ni siquiera tiene energías para explicar que está muriéndose. Un yonqui. Ésa era otra.
Había sido un año difícil. Pero se ganaba la vida. Siempre se ganaba la vida. Como fuera. Nada le asustaba más que no tener dinero. Aun tantos años después de Hadley y su cruel jerarquía de riqueza, nada le dolía más que no tener dinero. Así que se sacaba un poco por aquí y un poco por allí. Lo suficiente. Chas no. Sentado en casa, componiendo canciones para un musical, proyectando otra carrera imaginaria. El burbujeo de la vida universitaria se había evaporado en la bruma anónima de Londres, y Chas y Hugo se habían enfrentado juntos a este aire nuevo, fresco y húmedo, creyendo plenamente que acabarían alcanzando la fama y la fortuna. Y ahora Chas estaba muerto y Hugo era el siguiente.
Yacía a un paso de la muerte, mirándola a la cara. No era exactamente un abrazo; Hugo se sentía demasiado frágil para pensar en algo tan físico. Era una coexistencia paciente, callada, sigilosa, interrumpida por el aguijón de sus úlceras por decúbito y por la compasión de los visitantes. No recordaba cuándo había entrado la muerte en su habitación. Si se ocultaba tras la atenta enfermera escocesa que todavía lograba esbozar una sonrisa mientras cambiaba el agua de los jarrones y el suero del gota a gota. Si había llegado con alguno de los visitantes de la asistencia social, que entraban rebosantes de cordialidad profesional, rebosantes de conversación inútil y de desesperanzadores lugares comunes.
O si había sido el primer día que se sintió afectado por la reacción de otra persona: la expresión de su rostro cuando cruzaban la puerta y veían a un individuo al que no reconocían, y, como quien trata de distinguir las formas en una habitación a oscuras, pestañeaban y entornaban los párpados hasta que lograban enfocar algún detalle que les recordaba a Hugo. Sus ojos, por lo general. Sus ojos no habían cambiado. Sólo sobresalían más de la cabeza, porque la cabeza se le había encogido.
Cuando tenía visitas, y ahora tenía pocas, era como si la muerte se desplazara por el cuarto y se sentara tras los lirios que adornaban la cómoda del rincón, para contemplarlas por entre los pétalos como una gárgola cínica. La habitación de Hugo parecía un cementerio excesivamente engalanado y olía como una boutique. Lirios de todo tipo lanzaban sus fragancias al aire. Hugo agonizaba en un miasma de polen y oxígeno de la bombona situada junto a su cama, y la muerte y él compartían una broma a expensas de sus visitantes: intercambiaban guiños cuando su madre le hablaba de unos amigos de su misma calle; se reían disimuladamente cuando Cynthia se ofrecía para buscar a alguien que limpiara el apartamento de Hugo y se inquietaba por las facturas sin pagar que se acumulaban ante su puerta.
—¿Y qué más da? —le decía Hugo, mirando a la muerte cara a cara por entre los lirios—. Pronto estaré muerto.
Y mientras Cynthia intentaba pensar en alguna respuesta que no fuera pesimista ni condescendiente, Hugo tragaba un poco más de oxígeno para apaciguar el gorgoteo enfermizo de los ácidos de su estómago y el tenue estertor de sus pulmones.
Todos sabían que iba a morir.
Hugo se daba cuenta de que lo sabían cuando los oía hablar en susurros y los veía cambiar de expresión. No era una reacción inmediata. Pero él suscitaba su pánico y les observaba la cara. Nadie le decía nada. Creían que creía que iba a vivir. Pero Hugo había enterrado a demasiados amigos para poder engañarse. Contemplaba sus miembros enflaquecidos, llagados y consumidos como una fotografía de la miseria en un anuncio de Oxfam, y veía un cadáver esperando el momento de salir a escena. Pero él jugaba con el cadáver. Ocultándose en una burbuja de oxígeno, llenándose la sangre de compuestos químicos, aún seguía burlando al cadáver.
Chas ya había perdido la batalla. El cadáver se había apoderado de él, la cabeza cubierta con un amnios de muerte, un último chispeo de aliento y un ahogo de la vida que le había hecho gotear flema por la barbilla, y así había terminado. Y Hugo no estaba presente.
Con los otros sí había estado presente.
Con Philip. Con Clive. Con Jim. Con los amigos que había perdido antes de perder a Chas.
Ninguno de ellos había tenido una muerte fácil. Pero la de Philip había sido la primera. Y la más dura de ver. Porque se resistía a irse. Se aferraba amargamente al borde de la vida, escupiendo a cualquiera que se le acercara demasiado.
Hugo había escuchado las bromas cáusticas de Philip, había escuchado sus engaños, su insistencia en que las piernas descarnadas que con tan amarga despreocupación le mostraba no representaban más que un trastorno pasajero.
Le había visto hacer correr a las enfermeras de un lado para otro, llenándole los jarrones, las jarras de agua y los vasos de jarabe de frutas; le había visto rechazar sus dosis diarias, resuelto a medicarse él mismo. Los compuestos clínicos con sus etiquetas de la farmacia del hospital numeradas «Paciente 120054» y sus inadecuadas advertencias acerca de los niños desaparecían por el retrete, mientras Philip engullía cucharada tras cucharada de papillas que venían en recipientes de plástico etiquetados como de la categoría B y fórmulas de herbolario.
Los médicos de Philip parecían cansados cuando entraban en el cuarto para enfrentarse a la humillación de sus arrogantes regañinas. Hugo se compadecía de ellos. Philip no era un paciente fácil. A medida que se le debilitaba la sangre y la realidad se difuminaba cada vez más, él se iba retirando hacia su propio mundo de discursos altisonantes y extrañas teorías. Malhumorado hasta el fin, autoritario y desdeñoso, tendido como un esqueleto con ojos de insecto sobre las sábanas manchadas, con la piel tensa y parduzca como hojas secas y blanca allí donde se extendía sobre nudillos y articulaciones, nadie podía complacerlo, aunque unos pocos visitantes afortunados podían distraerlo.
Los invitados que admitía junto a su cama eran unos estorbos, y las sopas frías y las ratatouilles cuidadosamente preparadas que traían para él eran rechazadas con malos modos como experimentos de cocina con una víctima indefensa. Los visitantes oficiales de la asistencia social eran unos idiotas que merecían ser internados y recibir visitantes a su vez, producto ridículo de un Gobierno intolerable que enviaba inválidos emocionales para atender a los inválidos físicos, y su compasión de ooh-aah les era embutida de nuevo por la sorprendida garganta. Y los médicos eran unos conspiradores que ocultaban su ignorancia tras la cortina de humo de su jerga, mientras investigaban sobre conejillos de Indias humanos, alineados uno tras otro, habitación tras habitación, en la antesala del matadero.
Mientras las manos de Philip se volvían cada vez más huesudas y los anillos se negaban a permanecer en sus dedos, daba órdenes con convulsivos movimientos esqueléticos a un aterrorizado público de hermanos y amigos.
La mitad del terror se debía al mal temple de Philip. «Ya puedes irte. Estoy cansado y me aburres», le decía a alguien en particular, y los demás agachaban la cabeza, nerviosos y aliviados por no haber incurrido en su enojo.
La mitad del terror se debía a su negativa a afrontar la muerte. «Pronto volveré a casa. Louisa lo ha organizado todo. Me conseguirá una bicicleta para que pueda desarrollar los músculos. Quieren que tenga dos asistentas, pero la casa es demasiado pequeña. No podría soportar a dos mujeres trasteando constantemente con fregonas y aspiradoras. Una es más que suficiente.»
Los ojos se cruzaban en fugaces miradas de inquietud, tratando de encontrar en los otros una confirmación o una negativa. ¿Les habían informado mal? Les habían dicho que estaba a punto de morir. ¿Acaso no era cierto? Nadie podía preguntárselo. Nadie quería decir: «Pero, Philip, ¿estás seguro de que vas a vivir tanto?»
Si él quería, ¿por qué no iba a vivir?
Y quería vivir. Y murió.
Hugo estuvo presente. Le llamaron unos amigos para decirle que, si quería volverlo a ver con vida, tendría que darse prisa. La noticia le cogió por sorpresa. Hacía seis meses que no se veían. Seis meses antes, habían estado en un bar de moda, todo pintura blanca y fachada de cristal, comiendo alimentos naturales, bebiendo combinados de zumo de frutas y charlando jovialmente sobre los respectivos niveles de linfocitos T y los efectos secundarios del AZT. La muerte parecía algo completamente improcedente. Los niveles de Philip eran cada vez más bajos, pero su confianza era abrumadora. Estaba preparado para la lucha, armado con un zumo de pomelo rosa recién exprimido y una ensalada de piñones. Hugo se sentía fuerte, joven, lúcido y valeroso. Y ahora Philip estaba muerto y Hugo iba siguiendo sus pasos.
Cuando uno está bien, no puede imaginar qué es estar enfermo. Cuando uno está enfermo, no puede recordar qué es estar bien. Estar bien parecía un remoto espejismo de la infancia, de tardes soleadas jugando en el jardín, de tranquilas tardes nubladas en el parque golpeando con los tacones la pintura del quiosco de música, de conversaciones que versaban sobre la vida y no sobre la muerte, que versaban sobre proyectos y no sobre medicamentos, sobre flores en jardines y no en jarrones.
La muerte de Philip afectó decisivamente a Hugo. Le robó esa confiada brisa en las velas. Fuera, bajo la luz del sol, se había encontrado bien. Al recorrer los sigilosos pasillos del hospital con su caja de bombones de visitante, sintió el impulso de salir corriendo hacia la luz. Sus pasos sobre el suelo crujiente, el color del linóleo, la pintura, los rostros fatigados de las enfermeras cuyas reservas de solicitud, simpatía, cariño, comenzaban a menguar, las puertas cerradas y las caras macilentas que se veían tras ellas a través de los ventanillos, hombres angulosos recostados en la cama mirando la televisión con el aire desesperanzado del espectador que no interesa a nadie, al que ningún anunciante se dirige, cuyo estilo de vida no es imitado en ningún culebrón ni serie cómica; todo eso hacía que se sintiera como un delincuente de incógnito visitando a sus amigos de la cárcel. En cualquier momento alguien le daría el alto. Lo acusaría. Y lo encerraría en uno de aquellos cuartitos con sus desesperanzadores televisores. Aquélla era la institución donde uno perdía su identidad viviente y adquiría una muerta. Abandonaba uno la carrera de la vida e ingresaba en la cola de la muerte. Las enfermeras estaban simplemente para proporcionar refrescos. Pero, como en cualquier cola, como en la parada del autobús, la oficina del paro, el último pedido en la barra, uno iba avanzando; era algo por lo que se debía pasar, un trámite que superar.
Pero no era sólo eso lo que asustaba a Hugo. Era el hecho de que Philip estaba mostrándole qué significaba estar en la cola, y que él era el siguiente. Cuando iba a visitarlo, Philip interrumpía todas las conversaciones para hablar con Hugo, para hacerle preguntas sobre su salud. Los demás se volvían y lo miraban, esperando el momento en que tendrían que transferir su compasión. Hugo evitaba sus miradas. Era como si Philip y él fueran miembros de un mismo club siniestro. Y lo eran. Y eso era lo que Hugo no podía soportar.
Alrededor de la cama, los otros visitantes lloraban por ellos mismos, porque iban a perder a Philip y Philip era un factor esencial en sus vidas. Hugo se sentaba junto a la cama y sentía crecer un témpano de hielo en su interior, porque Philip estaba mostrándole cómo iba a morir. Con ira. Con dolor. Con un desprecio desbordante hacia todo lo que parecía conspirar para humillarlo. Y, por encima de todo, con el desprecio de tener que morir de una enfermedad gay cuando él siempre se había mantenido resueltamente al margen del mundillo gay, de pie en la línea de banda y vuelto de espaldas.
Pero ésta era una enfermedad hecha a propósito para los gays. Era una enfermedad hecha a propósito para Philip: primero te embaucaba y luego te soltaba el golpe bajo. Era como ser apaleado en el parque de noche por un grupo de cazadores de maricas. Cada golpe te llovía desde un lugar distinto, hasta que finalmente, solo y desmoronado, ensangrentado y encorvado, te echabas a llorar. Pero no por la paliza. No por el dolor, ni tan solo por la humillación. Un poco por la conmoción. Pero sobre todo por el agotamiento de mantener la fachada. Mantener la sonrisa en los labios mientras iba surgiendo una nueva enfermedad, una nueva molestia, una nueva incomodidad.