Alguien llamó a la puerta. Hugo cerró los ojos y fingió dormir. No sabía quién era, quién entró. Le habían traído algo envuelto en celofán. Oyó el crujido distintivo cuando lo dejaron. El visitante era uno solo. Nada de palabras susurradas. Ya había utilizado otras veces esta estratagema y escuchado subrepticiamente conversaciones horripilantes, mientras un par de amigos a los que no conocía contemplaban su cuerpo y hablaban sobre la muerte. Sabía que, en su interior, toda aquella gente deseaba preguntarle: «¿No sabes que vas a morirte? ¿Qué se siente? ¿No es extraño?» No pensaba concederles el placer de una respuesta. Lo sabía, porque él también había pensado lo mismo. Cuando Jim perdió la vista por una retinitis, la cosa fue tan rápida que se quedó ciego de un día para otro. Hugo fue al hospital a visitarlo. De repente, tras las batallas diarias que había ganado contra virus rencorosos y gérmenes gorrones, Jim había recibido un golpe inesperado y no sabía cómo encajarlo. Estaba anonadado por la magnitud de su mala suerte. Hugo se sentó junto a la cama sujetando una caja de frutas confitadas Terry, sin saber qué decir, y todo el rato deseando preguntar: «¿Es muy duro? ¿Cuánto puedes ver? ¿Cómo lo llevas? ¿Qué te dices a ti mismo? ¿Es la última gota?»
El visitante desconocido había tomado asiento. La cosa podía ir para largo. Un pío devoto del lecho mortuorio. A veces, Hugo se dormía de verdad mientras lo fingía. A veces echaba una mirada a hurtadillas. Pero en cuanto abría un poco los ojos, la luz se los terminaba de abrir por completo y la impaciencia por saber quién era se apoderaba de él.
Oyó el sonido rasposo de un rotulador sobre papel. Perfecto. La visitante —sabía que era una mujer por el olor— le dejaba una nota. Así sabría quién era.
No se trataba de que no le gustaran las visitas. O quizá sí. Pero eso era sólo desde que había muerto Chas. Mientras Chas aún vivía, había sido el visitante ideal, y cuando venían otros, Hugo les contaba las historias que Chas le había contado. Rumores. Intrigas. Chas presentaba su vida a Hugo como los capítulos diarios de un serial radiofónico, y Hugo seguía con gran interés el politiqueo y las puñaladas traperas de un reparto al que hacía mucho había perdido de vista. Aprendido el chismorreo de la semana, podía repetir, adaptándolos a cada público, los relatos de Chas sobre matrimonios mal avenidos, adulterios furiosos, desastres profesionales. Esto llegó a ser su única forma de seguir siendo divertido. La gente todavía esperaba de él que fuera divertido. O él esperaba de ellos que lo esperaran. Chas aún lograba hacerle reír, y él aún lograba hacer reír a la gente con las anécdotas de Chas. Los demás hacían de público. A veces, se limitaban a permanecer sentados mirándolo fijamente. La compasión rezumaba de sus ojos como lágrimas. Pero desde que no estaba Chas, Hugo había perdido el interés por sus visitantes.
Chas se había ido. Se había ido a la tumba y a su hacedor. Mucho más deprisa de lo que nadie imaginaba. Excepto Hugo. Hugo sabía por qué se había ido tan deprisa. La voluntad le había abandonado como el aire de un globo deshinchado. No quería luchar. No quería seguir. No quería ver a Hugo. Y no sólo porque ambos se hallaran en el mismo bote desdichado. Hubieran podido pasárselo bien los dos solos, muriendo juntos, confortados por el buen humor del otro.
Chas se había ido con su hacedor él solo; solitario, amargado y resentido, detestando a Hugo quizá más que a nadie en el mundo, porque el hombre de los sueños de Chas, el hombre con quien Chas había vivido durante diez años, el hombre que lo había hecho feliz y confiado, le había engañado con Hugo. Y Hugo, su mejor amigo, su confidente, su primer y último refugio, le había engañado con Mick. Éste era el secreto más culpable de Hugo. Durante más de un año había estado pudriéndose en el fondo de su conciencia. Hasta que Mick, con todo el egoísmo del pecador que quiere ser perdonado, se lo contó a Chas cuando éste yacía en su cama del hospital.
No quería que Chas muriera sin habérselo confesado. Era el motivo más egoísta de todos. No importaba que Chas muriera desgraciado, si de esta manera él podía vivir sin sentirse deshonesto.
Y luego Mick fue a ver a Hugo y le dijo que se lo había dicho a Chas. Hugo se lo quedó mirando. Sin decir nada.
Mick se quedó sentado unos cinco minutos, mirando al suelo. Hugo miraba hacia la ventana. Y luego Mick se fue y ya no volvió más.
¿Por qué Hugo había hecho una cosa así? Chas no se lo preguntó. Nunca se dirigió a él para preguntárselo. Y Hugo tampoco se lo preguntó a sí mismo. Conocía la respuesta. ¿No era por el mismo motivo por el que se había follado a un hombre en una casa de baños de París y lanzado chorros de esperma envenenado a sus intestinos? ¿No era por el mismo motivo por el que se había arrodillado en el sucio suelo del retrete de una gasolinera de la M1 y chupado la polla de un camionero hasta que…? ¿No lo era? Excepto que él se decía que no lamentaba nada. El hombre de los baños sabía a qué se exponía. Hugo sabía a qué se exponía. Si ésta era la forma de morir, que lo fuera.
Esto era distinto. Lo lamentaba de principio a fin. Pero daba lo mismo. Estaba indefenso. Maniatado por el deseo.
Le había ocurrido antes. Había ocurrido entre Chas y él. Chas no le había presentado a Mick hasta que ya llevaban un año saliendo juntos, precisamente por la reputación de Hugo. Le gustaba robar los amantes a la gente. Era parte de la competición. Los hacía más atractivos y hacía que Hugo se sintiera más importante. Nunca duraba. Pero, de momento, era divertido. Antes Chas no se lo tomaba a mal, porque no eran amantes serios. Su ego salía malparado, pero no sus emociones. Siempre hacían las paces y no volvían a ver más al chico en cuestión. O, si lo veían, se reían los dos y hablaban de su polla.
Pero Mick era distinto. Mick era el gran amor de Chas. Hugo sabía que Mick era distinto. Una vez, Chas le había contado un sueño, una pesadilla de la que había despertado inconsolable, llorando a lágrima viva. Un día volvía a casa del trabajo y se encontraba a Hugo y Mick en el dormitorio. Estaban tendidos en la cama, completamente vestidos, examinando viejas fotos y riendo satisfechos, como amantes. Chas se detenía en el umbral y los miraba. Hugo era el primero en verlo, y sonreía. Chas le explicó luego que aquélla era la sonrisa de un reptil. Era una sonrisa de desdén, no de bienvenida. Pero lo que asustó más a Chas fue la felicidad que reflejaba el rostro de Mick. Mick le miró y Chas sólo vio indiferencia. Como si ni siquiera la disputa inminente pudiera perturbar su buen humor.
Y entonces Hugo le decía a Mick: «¿Por qué no se lo cuentas a Chas?»
Y Mick se reía suavemente y respondía: «¿Por qué no se lo cuentas tú?»
Y Hugo le decía a Chas, con la sonrisa de reptil todavía en los labios: «Mick y yo somos amantes. Desde hace un año. Creía que ya lo habías adivinado.»
Y Chas despertó gritando.
Este fue el sueño.
La realidad tal vez fue peor. O tal vez no. Era un secreto. Sucedió cuando ninguno de los dos estaba mirando. Los dos estaban borrachos. Pero venía preparándose desde hacía meses, avanzando hacia ellos como un tren a marcha lenta. Empezó con toqueteos y besos. Todo en plan de juego. Flirteando. Tranquilamente, delante de Chas. A Chas no le importaba. No tenía por qué molestarse. Mick era suyo. Pero Hugo comenzó a encenderse. Constantemente tenía que apartarse. No podía evitar reaccionar, pero luego tenía que disimular su frustración entre sonrisas. Siempre había deseado a Mick, pero nunca se lo dio a entender. No podía. Era la pareja de su mejor amigo.
No podía. Pero lo hizo.
Aquella noche, Chas no estaba en casa. Se habían peleado. Chas y Mick se peleaban a menudo. Se marchaban de estampida en distintas direcciones, con maldiciones en el aliento. Hugo había salido. Estaba en un club cerca de su piso. No sabía que Mick iba a estar allí. Estaba borracho. Intentaba moverse por el club, pero no hacía más que tropezar con la gente, trastabillar y perder el equilibrio. Se paró a descansar apoyado en una pared cerca del escenario. Se estaba representando un número de travestismo. Los intérpretes insultaban al público y éste les devolvía los insultos. La atmósfera estaba cada vez más cargada. El local era caluroso y oscuro, y el número de travestismo empezaba a volverse crudo. Hugo se aburría, y paseó la mirada a su alrededor.
De pie en un rincón, apoyado en la misma pared, Mick liaba un cigarrillo y escuchaba con media sonrisa los chistes malos de los travestis.
A Hugo se le puso la boca seca. Mick estaba para comérselo. Allí apoyado con su media sonrisa, parecía una postal norteamericana, todo él virilidad despreocupada y aplomo sexual. Sin ningún esfuerzo. Sólo hormonas. Hugo pensó en irse. Estaba paralizado. Quiso darle la espalda. Sabía que, si lograba volverse y salir, cruzar la puerta, subir por la calle hasta su casa, acostarse y hacerse una paja, por la mañana todo estaría bien de nuevo. Nadie sabría que deseaba a Mick. Nadie tendría por qué saberlo. Se volvió y se acercó a Mick y le dijo hola.
Mick lo cogió por la cintura y lo atrajo hacia sí. Hubiera podido ser un achuchón amistoso. Seguramente sólo pretendía ser un achuchón amistoso y un simple beso, un roce de labios. Pero Hugo echó la cabeza hacia atrás. De manera que Mick debió adelantar la cabeza. Y Hugo separó ligeramente los labios. De manera que la lengua de Mick se deslizó entre sus dientes. Y Hugo movió las caderas con suavidad, de manera que sus téjanos se rozaron. Y notó crecer el volumen de la entrepierna de Mick cuando se inclinó sobre él, empujándolo contra la pared.
Salieron del club sin hablar. Los dos sabían dónde estaba el piso de Hugo. Los dos sabían dónde estaba el dormitorio. Entraron en él. Estaban temblando. Aun mientras se desnudaban, sus manos permanecían cerca del cuerpo del otro. Seguían sin pronunciar palabra. Follaron de un modo furioso, airado, amargo, apasionado y desapasionado. Apasionado por el deseo acumulado, y desapasionado por toda la ternura suprimida. No podían arriesgarse a hacer una pausa, porque la charla de almohada conduciría a la culpa y la culpa estropearía el momento. Se mordieron, se masticaron, se arañaron el uno al otro. La demora los había vuelto desesperados. Ambos sabían que estaban infringiendo las reglas. No querían que sus ojos se encontráran porque entonces la vida real irrumpiría en la fantasía. No querían que terminara, porque una vez que hubiera terminado, la culpa se alzaría para sustituir al deseo.
Y entonces se corrió Hugo. Y entonces se corrió Mick. Y entonces, por un instante, llegaron el alivio y una sonrisa. Y entonces sus sonrisas se congelaron. Se quedaron los dos echados, sin más. Cada uno envuelto en su propia traición, calculando ya lo que le costaría.
Mick se levantó y fue al cuarto de baño, y Hugo no se movió. Mick regresó y empezó a vestirse, y Hugo fue al cuarto de baño.
Hugo salió del cuarto de baño y vio a Mick junto a la puerta, preparado para marcharse. Los dos estaban resplandecientes, embellecidos por el sexo. Los dos habían mordido a fondo y comido bien.
—Esto no ha ocurrido, ¿de acuerdo? —La voz de Hugo no era clara.
—No.
—No debe volver a ocurrir nunca más.
—Ya lo sé.
Sonrieron. Con nerviosismo. Y no volvieron a verse. Hasta el día en que Mick fue al hospital para visitar a Hugo y le dijo que se lo había dicho a Chas.
Y ahora Chas estaba muerto.
Hugo abrió los ojos y trató de concentrarse en el regalo que había dejado su anónima visitante.
Chas ya no existía.
Había oído decir que ahora Mick también estaba enfermo. En otro hospital. No podía mover las piernas. Hugo no quería verlo más. Era como si el aire entre los dos estuviera envenenado. Entre los dos habían matado a Chas, y matado una parte de ellos mismos que Chas había amado.
La visitante había dejado unas frutas confitadas Terry. Era lo único que tenían abajo. Había dejado una nota, pero Hugo aún no había podido leerla cuando se le contrajo el estómago con tanta fuerza que le hizo jadear y toser, atragantado por su propia flema. Resollando con dificultad, dio media vuelta para apoyarse sobre un costado. Se preguntó si Chas estaría viéndole en aquel momento. Observándole, esperando a que muriera. ¿Le dirigiría la palabra en el otro mundo? Hugo sonrió para sí en medio del dolor. «Qué mierda de otro mundo», masculló. El ácido estaba abriéndole un agujero en el estómago. Tenía las caderas tan doloridas que le resultaba imposible mantener la posición. Cogió el oxígeno y tragó una bocanada. Con una ligera sensación de vértigo, se recostó de nuevo sobre la espalda, descargando el peso sobre los pies para aliviar sus nalgas doloridas, y respiró más regularmente con la bombona de oxígeno.
Cerró los ojos y, por entre las apagadas explosiones naranja y el remolino de oscuridad, intentó encontrar la imagen que sabía le permitiría descansar.
Poco a poco fue cobrando nitidez.
Chas y Hugo. Caminando el uno junto al otro. A través de un aire húmedo por los residuos de niebla. A lo largo de senderos grises salpicados de charcos y cubiertos por una enmarañada red de huellas de bicicleta.
4 de enero de 1986
Querido Chas:
Ya sé que te sorprenderá un poco recibir estas líneas. Me hubiera gustado tener algo más alegre que decirte en mi primera carta, pero estoy muy preocupada por Hugo y querría comentarlo contigo.
Hacía unos meses que no lo veía, y quizá por eso me impresioné tanto cuando lo vi, pero el día después de Navidad fui a su fiesta. Ya sabes que Hugo siempre ha celebrado estas fiestas de «evasión» el día después de Navidad. Bueno, en esta ocasión estaba de veras extraño.
Abrió la puerta y había empezado a saludarnos cuando pareció perder todo el interés y se volvió hacia dentro, dejando que cerráramos la puerta y nos ocupáramos nosotros mismos de nuestros abrigos. Fuimos al piso de arriba, donde estaba la gente —estaba Dolly, y algunos otros; a la mayoría ya los conocía de antes— pero, aunque todo el mundo parecía bastante animado, también parecían desconcertados por el comportamiento de Hugo. Cada vez que salía de la habitación, la gente intercambiaba miradas, pero no se podía comentar nada debido a la presencia de un tal Larry en la sala. No puedo creer que este Larry sea el actual amante de Hugo. Es desaseado, huraño y macilento. En toda la noche no dijo una palabra, ni a mí ni a nadie, y no hizo más que quedarse sentado mirando el televisor, incluso cuando estaba apagado. Parece que ha ejercido una influencia desastrosa sobre Hugo, que estaba igualmente sombrío.