Un asunto de vida y sexo (12 page)

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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Ella aún seguía creyendo que no iba a morir. Nada más pronunciar el chiste, y no lo había dicho como un chiste, Hugo vio que el rostro de su madre se contraía y sus ojos se llenaban de lágrimas. Sin atreverse a parpadear para no derramarlas, permaneció sentada intentando abrir mucho los ojos y contempló el cielo gris. No estaba bien mostrarse tan despreocupado con ella. Hugo había nacido de sus entrañas, y a veces experimentaba la sensación de que ni siquiera tenía derecho a morir sin su permiso. Este permiso aún no había sido concedido. Su madre esperaba verlo luchar. Pero Hugo ya había agotado su espíritu de lucha antes de ingresar en el hospital.

Allí, en la cama, bajo la vigilancia benévola de una institución, había dejado en manos de otros la responsabilidad de su salud y se dedicaba a poner orden en su pasado, repasándolo mentalmente, contándolo en voz alta, revisando consecutivamente la lista de seducciones, faltas y malos tratos que él mismo se infligía. De hecho, se pasaba casi todo el tiempo vagando por el pasado. Parecía encontrarle un sentido. En el presente sólo existían más enfermeras, médicos nuevos, más cama, medicamentos nuevos y más visitantes. Y el futuro. Nunca pensaba en el futuro. Era difícil concentrarse en una nube gris de nulas expectativas. Incluso le deprimía pensar en el día siguiente. ¿Cómo podían parecerse tanto los días? Últimamente había comenzado a apreciar la televisión. Era lo único que le ayudaba a distinguir los días de la semana. La programación televisiva se había convertido en su diario.

Su madre se enjugó los ojos. A Hugo aún se le hacía extraño el poder que tenía sobre ella, el poder de perturbarla. El pasado parecía quedar muy atrás. El tiempo en que ella era una diosa. En que era un monumento de fuerza, un dictador cuya palabra era ley y que no concebía la desobediencia. Pero el cambio se había producido mucho antes.

La primera vez que la hizo llorar estaban sentados a la mesa, desayunando.

Hugo se disponía a salir hacia la escuela. Fue tras el episodio del diario. Dos, quizá tres años después. Hugo en su época de mayor frialdad. Durante esos dos o quizá tres años, fue como si la familia le hubiera vuelto la espalda por ser un mentiroso en quien no se podía confiar. Si faltaba algo en la casa, él lo había escondido. Si reaparecía, él lo había devuelto a un lugar visible porque ya le aburría tenerlo escondido. Aunque Hugo no hubiera visto ni tocado ninguna de las cosas desaparecidas, aceptó el papel porque eso le evitaba tener que mostrarse obediente. Si querían tacharlo de mentiroso, representaría el papel y viviría su propia vida, su tango de los retretes, sin ninguna obligación de sentirse culpable.

Aquella mañana su madre se embarcó en una serie de preguntas acerca de una fiesta a la que Hugo había asistido la noche anterior. ¿Quién más había ido? ¿Qué habían hecho? Él detestaba esas indagaciones. Nadie tenía por qué meterse en sus asuntos. En aquellas fiestas era otra persona. No era su Hugo y no quería hablar de la velada con ellos.

—¿Estaba Fred?

—Ya te dije ayer quién estaba. ¿Por qué tengo que repetirlo?

Si hubiera replicado así en otra época, su madre se habría abalanzado sobre él y lo habría sacado de la casa a empellones. Esta vez, sin embargo, alzó la vista hacia él, ya de pie junto a la puerta, intentando escapar del comedor, de la casa y del rostro arrugado y los ojos arrasados de ella. Hugo quedó paralizado. Sintió la aborrecible punzada del remordimiento al mismo tiempo que el impulso de volver a herir, de remachar el clavo, de ver qué ocurría a continuación.

—Sí, Fred también fue. Me llevó en el coche.

—Oh, ¿tiene coche?

La voz de su madre era temblorosa. Los muros de Jericó se resquebrajaban.

—No. —La voz de Hugo era helada. Estaba irritado. ¿Acaso debía contárselo todo otra vez? Su hermana lo miraba con la boca llena de tostada. Su padre sorbía ruidosamente el café—. Era el coche de su madre.

Cada respuesta conducía a una nueva pregunta. Cuanto menos decía él, más fácil era para ella continuar.

—¿Su madre le deja el coche?

Esto fue agitar el trapo rojo ante su exasperación. Una pregunta que no venía a cuento de nada, que interrumpió la conversación y el avance de Hugo hacia la puerta del comedor.

—Acabo de decírtelo.

Y ante estas palabras tan poco notables, su madre se echó a llorar. Hugo contempló las lágrimas que corrían por sus mejillas dejando huellas de caracol a su paso, y al principio no pudo imaginar qué eran. Cuando se dio cuenta de que estaba llorando, lo primero que pensó fue que le castigarían por ello. Pero no. De pronto, le pareció que su madre le tenía miedo, tenía miedo a perderlo. Y él no le tenía miedo a ella. No tenía miedo de perderla.

—… He recibido otra carta de tu hermana, Mary…

Ya estaba otra vez lanzada, recobrado el impulso, el motor a pleno rendimiento. Hugo podía hundirse de nuevo en la ensoñación, puntuando su silencio con suaves gruñidos. Volvía a sentir náuseas. Siempre le molestaba que el hecho de estar enfermo se acompañara tan a menudo del hecho de encontrarse mal. En los viejos tiempos, cuando pensaba en los hospitales, le parecían un refugio perfecto. Días de leer en la cama y ver la televisión. Pero encontrarse mal estropeaba por completo el asunto. Todo resultaba demasiado fatigoso para disfrutarlo, y entonces el aburrimiento minaba aún más su vitalidad. Leer era demasiado cansado. Su concentración se evaporaba tras un par de párrafos. Incluso la memoria se rebelaba y comenzaba a inventar mientras él yacía acostado, hojeando las páginas atrasadas de la experiencia. Le mentía, comprimiendo todos los acontecimientos en una larga velada. Nombres y rostros confusos.

—La verdad es que no sé qué puede estar pasando allí. Parece que uno de los chicos se ha metido en problemas. Pero yo la encontré muy animada. Joshua, su marido —«Sí, mamá, estuve en la boda. No me he olvidado de ellos. Recuerdo sus nombres»—, pasa tanto tiempo fuera con sus giras de conferencias que los chicos no tienen una figura paterna que les sirva de orientación, y, claro, Mary se dedica tanto a los niños inadaptados que sus propios hijos hacen lo que les da la gana. Uno de ellos ha sido acusado de robar en una tienda. No sé por qué no…

¿Acaso crees que nosotros nunca robamos en las tiendas? ¿Crees que éramos tan buenos como el oro, como tú nos hacías parecer ante las demás madres del supermercado? No sabes qué orgías de chocolate nos corrimos en aquel mismo supermercado, seguramente bajo la mirada de aquellas mismas madres, que aún debían de detestarnos más. Siempre robábamos más de lo que podíamos comer, y llegábamos a casa llenos de chocolate hasta las orejas para enfrentarnos con los bocadillos de jamón y las galletas.

—Pero parece que son felices y que lo de Jason apenas les preocupa. Quería ir a visitarlos, pero…

Su madre dejó la frase en el aire, porque se dio cuenta de que no podía decir lo que estaba pensando. Pero él ya lo sabía. No podía irse porque tal vez Hugo muriera mientras estaba de viaje, y aunque Hugo no quería público, ella tendría que enfrentarse con toda una serie de deberes post mortem. Prefería que su madre no tuviera que estar presente. Todo el llanto. ¿Podía confiar en que la muerte fuese definitiva?

Por lo menos, el hospital había prescindido de la religión. Se notaba muy poca unción en la atmósfera. Demasiado se habían esforzado en intentar erradicar la culpa. Pero Hugo no hubiera rechazado a un melifluo sacerdote que, sentado junto a la cama, le pintara serenamente otros mundos futuros. Deseaba sentir que al menos existía algo que esperar. En el pasado, eran las vacaciones de verano y de Navidad. Quizá debería pedir algunos libros. Podría mirar las ilustraciones y elegir una religión. ¿Pedir libros? Se llevarían una buena sorpresa. Si Hugo empezaba a pedir Biblias, se convertiría en la comidilla del corredor. No podría soportar convertirse en la comidilla del corredor. Sabía que no era muy popular entre los demás. Decían que no se comunicaba. Todos querían ayudarse unos a otros. Nada que objetar. Le parecía muy bien que se ayudaran unos a otros, pero ¿por qué tenían que ayudarle a él? Él no quería su ayuda. No quería verse agobiado por aquella macabra actitud de reunión Tupperware. Café matutino con los enfermos terminales. Lo encontraba fatigoso e irritante. ¿Por qué esperaban de él que, por el mero hecho de estar enfermo, sintiera deseos de relacionarse con otros enfermos? Que, además, no eran su tipo de persona. Los veía muy cerrados. Cerrados en su propio sexo. Y eso siempre le incomodaba. A Hugo no se le daba bien la solidaridad. Le hacía sentirse demasiado sumergido. Por lo que a él se refería, el sexo era una cosa secundaria respecto a su persona total. La gente debía interesarse por él, no por con quién se acostaba. Le hubiera gustado tener a alguien con quien hablar. Le hubiera gustado que Chas estuviese aún con él. Le hubiera gustado que Chas estuviese en la misma habitación. Pero eso era ya agua pasada, ataúdes bajo las cenizas. Y ésa era otra historia…

—… Es tan complicado obtener los visados, y tu padre se pasa tanto tiempo fuera, y luego Dawn, que se esfuerza tanto a cambio de tan poco y nos necesita a su lado, y…

De nuevo dejó la frase en el aire. Hugo esperó que se limitara a cambiar de tema. Si quedaba atascada en la turbación, él se vería arrastrado a la conversación, y no lo deseaba. Le gustaba contemplarla cuando estaba relajada. Cuando se lanzaba a hablar. Cuando se olvidaba del viaje y su destino, un hijo enfermo. Pero su expresión comenzaba a descomponerse. Tendría que encontrar una pregunta, algún tema que ella no hubiera tocado.

—¿Has hablado con la abuela?

—Ya no nos habla. ¿No lo sabías? La mandé a freír espárragos por teléfono. Hablamos de ti y dijo unas cosas horribles…

—¿Por ejemplo?

—Que si te hubiéramos hecho entrar en vereda hace años, todo esto no habría sucedido. Que ahora tendrías una familia y un bonito hogar y ella tendría un bisnieto en Inglaterra en vez de tres en Estados Unidos, y que nos haríamos visitas. Todo eso. Como si fuera lo mismo que enseñar a un zurdo a escribir con la mano derecha. Es la matrona que lleva dentro. Siempre será una matrona. Así que le contesté una grosería y ahora ya no me habla. ¿Has sabido algo de ella?

—Ni una palabra.

Pudo sentir cómo el silencio se abalanzaba sobre ellos y les envolvía las lenguas, y lo dejó venir. No necesitaba aquella cháchara. Podía recostarse y hablar cuando tuviera algo que decir. Su madre aflojó la espalda, repantigándose ligeramente, y sus dedos acariciaron el cobertor. La gente tardaba mucho en tocar las cosas que estaban cerca de él. Antes todo el mundo le besaba. Una mejilla, dos mejillas y luego tres. Una habitación llena de mujeres estirándose hacia sus mejillas. Ahora estaba solo dentro de su aura de plaga. Un intocable. La tranquilidad que eso le proporcionaba era exquisita. La soledad era agónica.

Ella movió una mano hacia la suya y le cogió los dedos, y Hugo sintió una oleada de calidez desde los dedos de los pies, que se agitaron al extremo de la arrugada cama. No se dijeron nada. Se quedaron mirando el cielo gris sobre los edificios grises y no dijeron nada. Era como si su respiración lo dijera todo. Todos los ritmos de sus cuerpos ronroneaban con los ritmos del otro. La charla había terminado. Ahora, un poco de silencio. Hugo se esforzó por permanecer despierto. En otro tiempo, sentado ante su máquina de escribir en una oficina mal iluminada, solía entregarse a divagaciones acerca del sueño. Ahora el sueño era un enemigo. Una pérdida de tiempo. Le impedía leer. Le impedía concentrarse.

Su madre le tiró suavemente de los dedos.

—¿Te encuentras bien, cariño?

—Me estoy quedando dormido, nada más.

—Te dejaré dormir, entonces. Es mejor que me vaya. Hoy tendré que dar una vuelta muy larga para volver a casa, porque he perdido el pase verde y tengo que ir a Southgate a que me hagan un duplicado. Detesto ese lugar. Hubo un incendio, ¿te habías enterado?, en un club de Southgate, y saben que fue intencionado, pero la policía no se presentó hasta que ya se había quemado todo. Diez personas muertas. Ni ambulancias, ni nada. La policía llegó con retraso. Luego dijeron que había sido un error. Es horrible. Pero a ellos no les importa.

—Ya lo sé.

—¿Habías estado en ese club?

—Muchas veces.

—Bueno, pues ya no existe.

—Eso quiere decir que ya no podré ir nunca más, ¿verdad?

Su madre lo miró y él le dedicó su mejor sonrisa; de pronto, a ella se le llenaron los ojos de lágrimas y se derrumbó sobre la cama delante de él. Hugo comprendió que no tardaría en irse. Nadie más lloraba en su habitación. Con los demás visitantes, todo eran sonrisas enérgicas y frágiles. A excepción de Chas, que tenía la delicadeza de hablarle de sexo, y con todo detalle, de modo que acababan chillando de excitación ante una nueva conquista o un antiguo recuerdo. Por aquel entonces no abundaban las nuevas conquistas. No quedaban retretes en los que bailar el tango. Habían sido derribados por Superloo Inc. y sustituidos por unos cilindros asexuados que se limpiaban automáticamente y contaban con música ambiental, capaces de atrapar a las niñas de cinco años y lavarlas en detergente hasta matarlas. La siniestra imagen de un retrete asesino le hizo sonreír, mientras su madre se enjugaba los ojos enrojecidos y hurgaba en el caos de su bolso en busca de arrugados pañuelos de papel que olían a pintura de labios y cigarrillos, derramando sobre la cama encendedores y viejas entradas de teatro, pases de autobús caducados y una fotografía. Hugo se apoderó de ella justo antes de que su madre se precipitara a recobrarla. La mujer se lo quedó mirando con fijeza, repentinamente enfurecida.

—Haz el favor de devolverme eso.

Hugo contempló la foto. Era de un hombre fornido, un poco calvo pero apuesto, que sonreía directamente a la cámara. Estaba desnudo.

—¿Le has hecho tú la foto?

—No seas ridículo.

La había hecho ella. Tenía un nuevo amante. Hugo le devolvió la fotografía con magnanimidad. Los labios de su madre comenzaron a moverse para formular frases de protección, pero no emitieron ningún sonido. Los «No se lo digas a tu padre», o «Ya no hay nada entre nosotros», o «No es nada serio»… quedaron sin pronunciar. Él la miró. Ella lo miró. ¿Acaso su madre suponía que iba a enojarse con ella? No podía enojarse. Pero era triste. Hugo pensó en su padre y se entristeció. El hombre más amable de la calle. El más atento. Y no había podido ganarse la fidelidad de su esposa.

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