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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

Un asunto de vida y sexo (9 page)

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Pero a Hugo le fue imposible arrellanarse en una butaca y olvidar el asunto sin más. Porque ahora, cada vez que meaba tardaba diez minutos en recobrarse lo suficiente para salir del retrete. E incluso entonces salía lívido y mareado.

¿Qué podía hacer? ¿Qué hacía uno en esta situación? Sabía que no hacer nada era peligroso. Siempre que había ido al médico, era su madre quien concertaba la visita. Tal vez debiera probar en Boots. Pero ¿cómo explicarle a la encargada de Boots, que los domingos por la mañana ocupaba uno de los primeros bancos de la iglesia, que su picha rezumaba una sustancia blanca y le dolía como si le pincharan con agujas al rojo vivo cada vez que iba a mear? ¿Cómo hablarle de aquel segundo de esperanza entre las primeras gotas de orina y el primer dolor? Una fracción de segundo durante la cual podía creer que quizá se había curado. Y ahora incluso ese segundo había desaparecido. El dolor, suave pero persistente, se mantenía todo el rato. ¿Cómo explicar todo eso ante una cola de madres de Hadley, madres que sabían que aquel joven Hugo de catorce años había estado en los Cachorros con Paul y en la escuela primaria con Johnny y ahora en la escuela grande con Michael y Simon?

Tarde o temprano la cosa tenía que saberse. El dolor se volvió demasiado intenso para seguir ocultándolo. La madre de Hugo lo encontró un día en el dormitorio con la cabeza entre las rodillas y los pantalones por los tobillos, aferrado a su pene y llorando. Se sentó a su lado y lo rodeó con el brazo, y él comenzó a sollozar de dolor. Su madre llamó al médico de inmediato y Hugo fue a verlo aquella misma tarde. Cuando llegó, no le atendió el médico de siempre, porque estaba de vacaciones. En su lugar encontró a una doctora de cabellos plateados que lo examinó con guantes de celofán. No le hizo preguntas ni le dirigió palabras de advertencia. Se limitó a mirar, apretar y limpiar. Acto seguido le entregó una receta. Quince años después, Hugo aún recordaba aquellas cápsulas. Eran rojas y negras y se llamaban Penbritin. Eran ángeles encapsulados. Aquella doctora debía de ser una santa. No quiso hablar con los padres de Hugo. No volvió a mencionar el asunto. Se limitó a escribir, con una letra bastante elegante, la palabra «gonorrea» en la ficha de Hugo.

Él nunca llegó a saber si su madre había intentado averiguar cuál era su enfermedad, pero supo que la familia lo había comentado y que el veredicto de Maidenhead, donde Hugo tenía una abuela que le gustaba y una tía a la que no podía soportar, fue que debía de haber tenido cistitis.

Este contratiempo desalentó a David, pero no le hizo desistir, aunque añadió el follar a las otras dos prácticas prohibidas que ya figuraban en su carnet de baile. David, con todo su atrevimiento, no consentía que los hombres le metieran la lengua en la boca ni el pene en el culo. Había excluido los penes por muchas razones, pero lo cierto era que el dolor le resultaba excesivo. Había excluido las lenguas desde el primer momento, y ni siquiera él mismo sabía muy bien por qué. La posición cara a cara, boca a boca, tenía algo que le asustaba. Era demasiado íntima. A David le gustaba que el sexo fuera tenso y tirante. Los besos implicaban una intimidad que le inquietaba.

Las mamadas estaban bien. Naturalmente. Si los hombres querían agacharse y chupar mientras los contemplaba desde lo alto, él sonreía y se recostaba contra la fría y rugosa pared, subiéndose la camiseta por encima del estómago aún liso y bronceado. Si querían que él les lamiera, les mordisqueara y les comiera la polla, lo hacía. Y de buena gana. Recorría con gusto sus tetillas, sus vientres y la confusión velluda de sus cojones. Pero el boca a boca estaba descartado. Cuando una lengua tanteaba sus labios, se echaba atrás y volvía la cabeza para que le lamieran la oreja. Se echaba atrás y los hombres quedaban dolidos y asombrados. Molestos. ¿Qué le pasaba al chaperillo ese? ¿Tenían mal aliento? ¿Tenía él algo que esconder? ¿Acaso no eran lo bastante buenos para él? Tal vez fuera eso. Tal vez elegía siempre a los hombres por su cuerpo, no por su cara, su boca y sus labios, y las lenguas aventureras tenían permitido jugar por todo su cuerpo, pero sin tocar su boca virgen. David no lo sabía. Tal vez fuera asunto de virginidad, sencillamente. Tal vez estuviera esperando al amante adecuado.

Y el amante adecuado por fin apareció, escalando la pared entre los dos cubículos de la casita de lo alto de la colina y dejándose caer, ágil, lampiño y sin camisa, en el que ocupaba David. Miró a David a los ojos y sonrió. Y, sin decir palabra, cogió su cabeza entre las manos y le dio un beso. Introdujo la lengua entre los labios de David y entre sus dientes, y de pronto David se encontró con la boca muy abierta y llena de una lengua suave, serpenteante e incansable. Se apoyó en la pared y el hombre se inclinó hacia él, introduciéndose más a fondo en la boca de David mientras éste se abandonaba sin resistencia al dulce placer. No dejaron de besarse hasta que los dos se hubieron corrido y la cola de hombres irritados, apoyados contra los azulejos manchados, llegaba casi al exterior. El desconocido lampiño volvió a trepar por la pared y desapareció. David abrió la puerta y, con el aleteo de una sonrisa en las comisuras de los labios, desfiló ante la irritable cola con la cabeza bien alta y la vista al frente.

Las dos prohibiciones del carnet de baile de David fueron rotas por la fuerza. Su boca perdió la virginidad con un hombre de nombre ignorado, pero de músculos y sonrisa bañados en un resplandor romántico como el de un caballero que va a rescatar a una doncella solitaria. Hugo lo conjuraba para sus fantasías masturbatorias en largas y aburridas tardes dedicadas a luchar con la vida sexual de las amebas y los espirilos. David lo buscó en todos los retretes desde Hadley a Barnet. Ninguno de los dos volvió a verlo.

El primer hombre que penetró con su polla en el culo de David fue a ocupar un lugar muy distinto en la mente de Hugo. El Hombre Delgado no era ninguna fantasía. Era un auténtico veterano. Un habitual de los retretes. Lo que le quedaba a uno tras una larga y solitaria espera.

El primer hombre que penetró con su polla en el culo de David lo hizo en el cubículo de la derecha en la casita de lo alto de la colina, una tarde lluviosa en la que no parecía haber ningún movimiento. David lo conocía de vista, como conocía a muchos otros ejemplares de aquella extraña colección de habituales. Conocía al Jefe de Exploradores de Ponders End, que todos los domingos por la tarde estaba allí a las cinco en punto, esperando llevárselo a un pequeño apartamento suburbano para una hora de sexo agitado y retozón, tras la cual daba a Hugo dos libras. Conocía al Hombre Gordo, que era tan obeso que debía moverse muy despacio en el limitado espacio del salón de té de la colina, que se llevaba a David en una destartalada furgoneta por caminos solitarios, que aparcaba la furgoneta en rincones umbrosos y se inclinaba sobre la entrepierna de David mientras éste se subía la camiseta y contemplaba la gran corpulencia blanca extendida bajo él.

Conocía al Hombre de los Téjanos, con los lóbulos de las orejas tatuados, y al Hombre de los Labios Húmedos, que tenía la polla torcida y frecuentaba los retretes de la piscina al aire libre.

Conocía al Hombre de la Barriga Redonda, que tocó el cuerpo de David con el suyo a orillas de un arroyo, mientras los mosquitos les picaban en las nalgas, y que le dijo a David que era guapo.

Conocía al Hombre del Ford Azul, que siempre quería correrse en seguida para disfrutar con más calma su segundo orgasmo. De otro modo, tenía miedo de correrse demasiado pronto y no quedar satisfecho. Vivía en una habitación con sofás tapizados de cretona y tapetitos de encaje sobre las mesas. Justo antes de eyacular respiraba muy ansiosamente. Una vez le preguntó a David si aún seguía en el juego, cosa extraña porque nunca le había ofrecido dinero. Conocía al Hombre Nervioso, que tenía una oficina junto a la agencia inmobiliaria de Cockfosters, adonde podían ir a jugar, porque tenía la llave. Llamaba «tigre» a David porque era muy salvaje, pero le disgustaba que eyaculara sobre la seria moqueta gris. Siempre tenía pañuelos de papel a mano. David no se corría en el pañuelo. Le gustaba ver volar el semen.

Y conocía al Hombre Delgado.

No es que el Hombre Delgado fuese malo. En realidad, no lo era. No tenía mala intención. No era peligroso. Pero hizo tanto daño a David que durante mucho tiempo éste no dejó que nadie se acercara a su culo. Cuando David y el Hombre Delgado se encontraron, no se dijeron nada. Eso hizo que David lo respetara. Evidentemente, se trataba de un veterano. Evidentemente, no estaba nervioso. Hizo dar la vuelta a David en el cubículo y le metió un dedo en el culo. David contempló el mundo a través de la sucia ventanilla del fondo del cubículo, que daba a unos bloques de pisos del ejército. Había perdido el control de la situación. El Hombre Delgado se humedeció otro dedo y empujó a David de tal manera que tuvo que agacharse. Era como un experimento. Era como ir al médico. No parecía una experiencia sexual. David tuvo la sensación de estar siendo utilizado. Cuando el hombre metió otro dedo, su ano se contrajo. No lo introdujo delicadamente ni intentó deslizado; se limitó a presionar. Tenía prisa y quería satisfacerse. Para él, David sólo era otro menor virgen. No le asustaban los chicos vírgenes. Sabía que David no gritaría. Le había visto salir de aquel cubículo demasiadas veces con demasiados hombres. No estaba enojado. No era violento. Sólo estaba muy decidido.

Empujó un poco más a David, de forma que su cara quedó mirando el asiento del retrete y se vio obligado a apoyarse en los bordes con ambas manos. El borde estaba salpicado de orina y tenía adheridos algunos pelos sueltos a modo de recuerdos. David aguantó, sabiendo que aquello era una prueba. El Hombre Delgado sacó a la luz su erección y embistió el culo de David sin lubricarlo siquiera con saliva. El intenso dolor hizo que David diera un salto hacia adelante. Se debatió para desasirse, mientras el hombre se debatía para hundir más a fondo la polla. Lanzó un grito de cólera y humillación y, separándose, se volvió hacia el Hombre Delgado. Los dos habían perdido la erección. David se lo quedó mirando, tambaleándose ligeramente por el dolor y la náusea. El Hombre Delgado lo miró sin remordimiento ni enfado. A continuación, giró en redondo y salió del cubículo dejando que la puerta se cerrara de golpe a sus espaldas.

Otro hombre intentó entrar y, en lugar de darle con la puerta en las narices, David permaneció inmóvil, con los pantalones por las rodillas y la huella de una lágrima en el rostro, mirando, más allá del recién llegado, más allá de la cola de curiosos apoyados en los azulejos manchados, hacia la calle y el aire libre, donde el Hombre Delgado había desaparecido.

David odiaba al Hombre Delgado por el dolor que le había infligido, por la húmeda sensación entre sus piernas, que parecía sangre. David se odiaba a sí mismo por haberse agachado tan dócilmente.

Más que nada, se odiaba a sí mismo porque había sentido deseos de correr tras el Hombre Delgado y disculparse.

UN CHICO SIN DISCIPLINA

4 de julio de 1979

Estimados Sres. Harvey:

Les escribo esta carta para completar el informe escolar de su hijo Hugo al término de su cuarto curso. La he enviado en sobre aparte porque no creo conveniente que Hugo la vea. De hecho, me atrevería incluso a sugerirles que no la comentaran con él, aunque eso, desde luego, son ustedes quienes deben decidirlo. Como tutor de Hugo en la escuela, es importante que exista una confianza mutua entre nosotros, y tal vez le parezca que esta carta, enviada a sus espaldas, por así decir, traiciona esta confianza.

El único motivo de que la haya escrito es que considero necesario informarles de ciertos aspectos preocupantes de la conducta de Hugo. No propongo ninguna medida inmediata, aunque espero que en un futuro próximo podamos encontrar un momento para hablar de Hugo y de estas cuestiones y decidir la mejor manera de enfrentarlas.

El problema, como verán por el informe, no es estrictamente escolar. Hugo parece obtener buenas notas con gran facilidad. Es un alumno inteligente y concienzudo que siempre entrega los deberes a tiempo y siempre bien hechos. Se toma las clases muy en serio, y sé que el jefe de estudios tiene la certeza de que, a su debido tiempo, se presentará al examen de ingreso en Oxford y Cambridge.

No obstante, las notas de aplicación que figuran en el informe revelan una tendencia preocupante. Muchos de sus profesores han calificado su aplicación con una S (menos que satisfactoria), y dos de ellos fueron persuadidos en el último momento para no ponerle una U (insatisfactoria) a pesar de sus buenas notas en los exámenes de fin de curso.

Se trata de una circunstancia alarmante, pero en modo alguno desesperada. Según mi parecer, si ahora prestamos atención a este problema, podremos evitar que esta incipiente tendencia antisocial de Hugo afecte a su trabajo. Es evidente que estas notas no reflejan el esfuerzo que Hugo ha dedicado a sus exámenes, cuyos resultados han vuelto a situarlo con facilidad entre los diez primeros de su curso. Sí reflejan, en cambio, su comportamiento en clase, que ha pasado de travieso (como tuvimos ocasión de comentar en su primer año) a casi excéntrico. Quizá ignoren ustedes que Hugo tuvo que ser depuesto de su cargo de subprefecto de la escuela a comienzos de este curso, cuando fue sorprendido jugando a «luchas de agua» con unos amigos en los vestuarios de la escuela. Sobre el papel, las luchas de agua pueden parecerles una travesura inofensiva, pero todo depende del volumen de agua que se utilice. Varios muchachos que habían dejado sus chaquetas en los vestuarios, como es perfectamente normal, han presentado reclamaciones para que Hugo y sus colegas paguen el coste de la ropa estropeada (y en estas reclamaciones, tanto ellos como sus padres cuentan con todo mi apoyo). Rompieron un lavabo de los vestuarios e inundaron deliberadamente dos retretes, y un profesor que había acudido a investigar la causa del considerable alboroto que acompañaba a la lucha resbaló en el suelo peligrosamente mojado y sufrió un golpe en el cóccix que le obligó permanecer una semana de baja. Al margen del quebrantamiento de la disciplina exigible a un prefecto de la escuela y de la lesión sufrida por un profesor, la escuela tuvo que incurrir en el gasto adicional de contratar a un sustituto durante la ausencia del maestro lesionado. Por fortuna, no existe ninguna intención de reclamar estos gastos a Hugo, pues de otro modo podría darse el caso de que estuviéramos empujándolo al robo para responder de sus diversas obligaciones.

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