Poco a poco, Hugo fue descubriendo las mejores revistas en los comercios menos gazmoños. Desde luego, siempre estaban las revistas de naturismo. Hombres y mujeres musculosos que jugaban con sus hijos bien formados, en columpios, en el mar, esquiando en laderas nevadas, sus penes y sus senos colgantes y fláccidos. Era como ver a su padre en el baño. Interesante, pero no erótico. En las «buenas» librerías, empero, Hugo encontró revistas que atendían a los intereses de un gusto más sofisticado, e incluso algunas con fotos de hombres, aunque estas últimas venían censuradas con triangulitos negros en las ingles de los modelos, fotografiados en poses atléticas ante un fondo intensamente coloreado. Las mejores eran las revistas con relatos, entre los que se intercalaban fotos muy brillantes y un tanto ridiculas. Éstas permitían que la imaginación de Hugo se representara las contorsiones de apareamientos altamente sexuales en lugares peligrosos. Entre las páginas de pequeño formato de Experience, Hugo descubrió unas «mil y una noches» de seducciones accidentales, encuentros casuales que conducían a escenas de sexo salvaje en compartimientos de tren, en aulas, en parques o detrás de las puertas de un garaje. Era el mundo del adulterio y el sexo a tres, de las orgías y el sadomasoquismo. Hugo quedó estremecido y entusiasmado. Temblando ante los estantes de la librería, comprendió que este mundo feliz de perversidad sin restricciones era demasiado fuerte para ser digerido entre las páginas de Train-spotters Monthly o Philatelic News, de modo que escondía las revistas bajo su anorak azul y se escabullía furtivamente hacia los retretes públicos para leerlas en la intimidad de un cubículo.
Los retretes ya poseían un extraño significado para Hugo. Eran un minúsculo refugio. Un lugar donde podía estar solo, escondido, sin ser molestado.
Lo único que faltaba en el accidentado viaje de Hugo hacia la adolescencia era la masturbación. Sabía que existía y que la gente la practicaba, pero no sabía cómo ni con qué propósito. Sin embargo, comenzaba a intuir que estaba íntimamente relacionada con las erecciones, y probablemente con aquellos chistes en Swanage sobre faros en la bañera, varios años antes. Había algo concreto que uno hacía con su erección (aparte de hundir barquitos en la bañera), y eso se llamaba masturbación. Hugo empezó a buscar pistas. Sabía que no podía acudir a su padre. Su padre se quedaría perplejo y le diría que se lo preguntara a otra persona, o que se lo preguntara en otro momento, o que se fuera por ahí y no hiciera preguntas estúpidas. En cualquier caso, no le daría una respuesta. Tampoco podía preguntárselo a su madre ni a sus hermanas, porque eran del sexo inadecuado y aunque lo supieran no deberían saberlo, así que Hugo prefería no saber si lo sabían. De modo que se dedicó a explorar los estantes de las revistas de chicas en busca de una explicación, con la esperanza de encontrar una fotografía o un relato que le proporcionara la información necesaria.
De entrada, no tuvo mucha suerte. La mayoría de las revistas se dirigían a un público adulto plenamente familiarizado con la técnica, el propósito y el resultado. De hecho, casi todas las revistas estaban dedicadas al masturbador consumado. ¿Qué necesidad tenía ese lector, practicante experto, de un breve resumen recordatorio de sus acciones habituales? Pero aunque Hugo no encontró las instrucciones completas, sí descubrió al menos algunas indicaciones útiles. En un ejemplar de Experience leyó un relato en el que una nínfula desesperada, consumida de apetito sexual, se cruzaba con uno de los típicos personajes porno, «el hombre con una polla muy pequeña». El objeto del relato era demostrar que los hombres con una polla muy pequeña también pueden resultar divertidos. La nínfula jadeante de deseo, encontrándose sola en un tren de cercanías con el desdichado picha enana, tomaba el asunto entre sus manos y lo conducía a una erección menos que triunfal, pero aun así muy excitante, haciendo subir y bajar el prepucio sobre la punta del pene, o, en la terminología del caso, descapullando repetidamente la picha. Aunque el estilo le recordara las instrucciones para montar y desmontar una tienda de campaña, Hugo captó lo esencial y comprendió que acababa de descubrir la forma de provocarse una erección, suponiendo que no hubiera llegado ya a ella por otros medios (como el calor del sol, los libros o los hombres sin camisa). Acababa de aprender su primer secreto culpable, en una lección impartida, de un modo muy apropiado, en el cubículo de un retrete, rodeado de inconexos graffitis que proponían tríos adúlteros con esposas, hermanas e hijas (a poder ser, menores de edad), haciendo constar medidas, edades y talentos; mientras los pedos, jadeos y estertores alcohólicos de vagabundos y borrachos locales se filtraban por debajo y por encima de los tabiques de separación. ¿Qué hizo Hugo a continuación? Había descubierto cómo provocarse una erección, pero, una vez conseguida ésta, seguía sin tener ni idea de qué hacer con ella.
Las aventuras pornográficas le habían abierto un mundo de fantasía con sus descripciones, pero las revistas no contribuían más que el libro sobre el origen de los bebés o que su azorado padre a resolver el problema del pene tembloroso, hinchado, turgente, enhiesto y palpitante (el vocabulario todavía era nuevo para Hugo), pero a punto de reventar. Algo instintivo le decía a Hugo que su viaje de descubrimiento debía terminar con una emisión, y era probable que esa emisión surgiera de la punta del pene hinchado, palpitante y bastante dolorido. Pero a estas alturas de su vida, cuando justo llegaba a los catorce años tras un largo tiempo en los trece, el único líquido que su pene había emitido hasta el momento era la orina. De modo que Hugo comenzó a juguetear con su pene y a mear al mismo tiempo, con la vaga esperanza de que quizá en la cúspide de la excitación sexual el agua se convertiría en vino…, o al menos, en este caso, en semen. Hugo sabía qué era el semen gracias a ¿De dónde vienen los bebés? Incluso conocía la palabra «leche», como era de rigor para cualquier chico de trece años (pero a punto de cumplir los catorce) que se respetara. Para eso estaban las escuelas. Para mantener actualizado e indecente el vocabulario de uno. También sabía de dónde venía la leche, pero no cómo. Aquellos testículos cuyo escroto se henchía y colgaba, se contraía y se dilataba mientras él contemplaba sus arrugados pliegues; aquellos testículos que Jonathan Mendoza había retorcido con tanta fuerza en la clase de natación cuando el rugby fue suspendido por la lluvia y todos tuvieron que zambullirse a pelo en el cloro y el vapor de la piscina de la escuela (sabiendo que no debían mirar pero mirando a pesar de todo); aquellos testículos…, ¿cómo, en nombre de Dios, conseguían enviar sus espermato-zoides acumulados hacia su pertinaz e impaciente erección?
Los sábados por la noche, los padres de Hugo solían salir de casa. A cenar, al ballet o al cine. La señora Harvey era una anhelante consumidora de todo lo que fuera luminoso y cultural. Había emprendido un programa de educación a implacable velocidad, con un apetito insaciable pero generalmente perspicaz, arrastrando tras de sí a su amedrentado y refunfuñante marido. Para entonces, Hugo y sus hermanas ya no necesitaban niñera, así que permanecían en casa haciéndose una veleidosa compañía. La hermana mayor de Hugo era una adolescente reseca, poco atrayente y depresiva, reducida por las intimidaciones de su madre (a la que el nacimiento de su primera hija había provocado un pánico del que Hugo, como primer hijo, se libró peligrosamente) a una ruina emocional, amargada, retorcida, temerosa y descarada. Hugo la amaba y la aborrecía con idéntica pasión. Su hermana menor, en cambio, era su cómplice. Él abusaba de ella despiadadamente, pero la amaba sin reservas. Ella lo adoraba imprudentemente y él la explotaba sin escrúpulos, pero eran grandes amigos y compartían toda clase de juegos inventados en los bosques de Hadley. Cazaban, tiraban, acampaban y exploraban, robaban en las tiendas, fumaban, tomaban drogas (la hermana en el papel de testigo aterrorizado, y sólo mucho más tarde como participante propensa al vómito) y proyectaban fugarse de casa.
Era un sábado por la noche y, como de costumbre, el señor y la señora Harvey habían salido. La hermana menor dormía y la hermana mayor estudiaba, leía o, por lo que Hugo sabía, se masturbaba. Hugo estaba en el piso de abajo, en su dormitorio a rayas, leyendo y trabajando y luchando con su incapacidad para masturbarse. Su pene se hallaba en alerta máxima. Enhiesto, orgulloso y ardiente al tacto, no le dejaba en paz. Se erguía sobre los pliegues del pijama y la bata como un insistente poste de barbería que reclamara su atención.
Hugo lo intentó todo para calmar, alimentar, refrescar y sosegar a su tozuda polla. Se desvistió en el pasillo, amontonando la ropa en el suelo, al pie de la escalera, y se tendió desnudo en la bañera vacía para mear sobre su ombligo. La erección permaneció e incluso se dilató. Comenzaba a instaurarse el priapismo. Chapoteó en el cálido y oloroso líquido amarillento, pero el agua no se metamorfoseó, y al fin salió de la bañera pegajoso, avergonzado y todavía ansioso. Pero ¿qué ansiaba? Pasó del baño a la cocina y abrió la alacena a la que todas las tardes, al salir de la escuela, acudía en busca de mermelada mientras su madre aún estaba trabajando.
Cogió una porción de mantequilla blanda de un plato de loza y se la aplicó sobre el pene, recubriendo profusa y exageradamente el glande con la untuosa sustancia. El pene no se dejó impresionar. Aquello era una guerra. Derramó azúcar sobre el capullo untado de mantequilla y los cristales vidriosos cayeron por el suelo y sobre la mesa de cocina donde Hugo había colocado su pene para amasarlo. El azúcar fue una equivocación. Al frotar la polla embadurnada, le irritaba la parte interior del prepucio. Aun así, armado de tal manera, se disponía a salir desnudo por la puerta trasera rumbo a los campos que se extendían más allá del jardín para intentar una temblorosa unción en el arroyo, cuando oyó que su hermana (mayor) le llamaba desde lo alto de la escalera. Regresó disparado hacia la puerta. Madame Chafardera había descubierto el montón de ropa al pie de la escalera. Hugo graznó respuestas aterrorizadas desde el comedor, rogando que su hermana no bajara y lo sorprendiera, estremecido, con una polla semicaramelizada que ya comenzaba a declinar y amenazaba salpicar la alfombra con mantequilla derretida.
La hermana no bajó, pero se lo dijo a su madre, que al día siguiente le sugirió con insólita mansedumbre que fuera a hablar con su padre. Eso era inconcebible, de modo que Hugo se retiró momentáneamente a la ignorancia, esperando la revelación y la salvación.
La salvación llegó en bicicleta.
Los Harvey no eran ricos, como ya sabemos, pero creían en las bicicletas. Seguramente habrían creído mucho menos en ellas si hubieran podido saber qué callejones de depravación iba a descubrir Hugo con su fiel velocípedo, pero al principio las relaciones de éste con su bicicleta reconstruida de sesenta y cinco centímetros fueron castas y enérgicas, basadas en largas excursiones por los vericuetos nunca hollados de los subur-bios. Sin embargo, los suburbios pronto empezaron a resultar aburridos. Hugo nunca dejaba de esperar que se abriera ante él algún panorama extraño y maravilloso, como si al girar en el extremo más elevado de Osidge Lane fuera a descubrir las Tierras Altas escocesas y amplios valles sembrados de lagos extendiéndose hasta el horizonte. En su lugar, siempre encontraba laberínticas urbanizaciones municipales, con calles de extraños nombres que conmemoraban batallas coloniales de un pasado lejano. Pedaleaba cuesta arriba por la grisácea y angosta avenida de Mafeking y descendía por el grisáceo y angosto paseo de Jartum, anhelando que estos nombres exóticos se revelaran no como simples indicadores de carretera, sino como contraseñas secretas que le dieran acceso a algún bullicioso zoco africano. Pero nunca era así, y Hugo, que comenzaba a hartarse de sus excursiones locales, empezó a frecuentar las carreteras arteriales. El problema aquí eran los camiones que, adelantándolo a toda velocidad rumbo a ciudades remotas, lo atrapaban en su torbellino y lo dejaban mojado, sucio y gritando de furia. Se cansaba fácilmente y nunca parecía capaz de cubrir el lento y penoso recorrido hasta las afueras de Londres sin tener que dar media vuelta antes de llegar al perímetro (por lo demás, el perímetro se alejaba del centro constantemente). Y luego, por supuesto, estaba siempre el viento, y la lluvia, y a menudo, de la forma más inesperada, las dos cosas al mismo tiempo. Así sucedió aquel día. Hugo intentaba una vez más llegar al campo, a algún rincón idílico bañado por el sol a no mucha distancia de Hadley, con caminos frondosos y panecillos con mantequilla casera. Ya había dejado atrás el mundo conocido y pedaleaba tenazmente por la Al cuando empezó a caer una lluvia ligera, un velo de llovizna que empapaba más de lo que parecía y que obligó a Hugo, cansado y desmoralizado, a plantearse un regreso anticipado. Al otro lado de la carretera se alzaban unos retretes públicos de madera, y Hugo decidió refugiarse un rato allí antes de emprender la monótona repetición del trayecto a casa.
Los retretes, de una humedad rancia, estaban llenos de gente. En su interior había tres cubículos adyacentes y un urinario de zinc a lo largo de la pared más alejada. Pese a la presencia de varios hombres que parecían merodear por allí, uno de los cubículos estaba libre y Hugo entró en él con la intención de sentarse, cagar y reunir fuerzas para el largo viaje de vuelta.
Dentro del cubículo, Hugo advirtió que los graffitis tendían desusadadamente a lo gráfico. Dibujos a rotulador de hombres desnudos con erecciones descomunales que goteaban sobre rostros suplicantes se alternaban con lascivos relatos de seducción e intriga en los que intervenían policías, boy scouts y camioneros. Pero había algo mucho más sorprendente que aquellos elaborados dibujos. Había un agujero en la pared. Un gran agujero tallado en la madera que daba al cubículo contiguo. Hugo se arrodilló en el suelo y atisbo por el agujero con mucha cautela, con mucho sigilo, esperando en todo momento un grito airado de su vecino, el equivalente inglés de un Ça va pas!
No había nadie sentado en el retrete, pero vio dos piernas erguidas encaradas hacia la taza. Hugo estiró el cuello un poco más, movido por el imperioso deseo de echar un vistazo al pene mientras meaba. Pero el pene no estaba meando. Estaba erecto, duro como una roca, y una mano frotaba el prepucio arriba y abajo. ¿Quién era el dueño de esa enorme polla? ¿Durante cuánto tiempo podría Hugo regalarse la vista con aquella gloria antes de ser arrastrado fuera del cubículo por un airado padre de familia y verse expulsado con cajas destempladas, en el mejor de los casos, o, en el peor, entregado a la policía para que lo acompañara a su casa con un edificante sermón y una bicicleta confiscada? Alzó un poco más la mirada y vio la cara del hombre, inclinada hacia abajo y vuelta directamente hacia la suya. Retrocedió precipitadamente y esperó la diatriba. No pasó nada. Volvió a mirar: el pene aún seguía allí y la mano seguía frotándolo y, si se asomaba un poco más…, sí, el hombre seguía mirándole, un par de ojos al otro lado del agujero.