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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

Un asunto de vida y sexo (2 page)

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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A esta edad, Hugo aún tenía una idea aproximada de lo que era o no cierto, y sus compañeros de clase tenían la idea aproximada de que todo lo que él decía era falso. Ya entonces era un tipo raro que siempre se juntaba con las niñas y nunca jugaba al fútbol con los niños. Vivo de ingenio y rápido en la réplica, carecía de auténticos amigos y de auténticas preocupaciones. Salvo por el dinero. También carecía de dinero, y eso le preocupaba. Y todavía le preocupaba más el hecho de que sus padres no pareciesen compartir su inquietud.

Hugo siempre estuvo convencido de que había nacido para la grandeza. Pero, a la edad de siete años, la idea que él se hacía de la grandeza tenía muy poco que ver con el escenario del mundo y mucho con ir subiendo peldaños en la escala social de Hadley. En Hadley había muchas cosas que contaban como peldaños, y todas ellas estaban grabadas en la mente de Hugo: una casa grande con más de cuatro habitaciones y un jardín espacioso con piscina opcional (una piscina cubierta escapaba a su comprensión, y al aire libre sólo servía para destacarse), cochecitos de pedales, patines con ruedas de fibra de vidrio, dos automóviles (uno de ellos un Jaguar) y un garaje de dos plazas, vacaciones en Gibraltar o en Mallorca y un pony para la hija mayor. Más adelante, desde luego, el hijo mayor recibiría un ciclomotor, luego una moto y, si a los diecisiete años aún seguía con vida, clases de conducción. Varios hijos de Hadley no llegaron nunca a las clases de conducción. Ese era el aspecto negativo de ascender peldaños. Pero Hugo era demasiado joven para pensar en las muertes de adolescentes y la irresponsabilidad de los padres. Sólo quería ver a su padre en un coche más grande y a su familia en una casa más grande.

Quizá haya quien censure a un chiquillo tan precoz, tan consciente de los atavíos de la riqueza antes de que su dinero de bolsillo pudiera contarse por monedas de a dos chelines, pero la culpa era en gran parte de Hadley.

La caminata diaria hasta la escuela era suficiente para instilar en Hugo un profundo sentimiento de privación social. Hadley era una colina, y los Harvey vivían al pie de ella.

Todas las mañanas, cuando subía colina arriba con su cartera y sus hermanas, Hugo veía cómo las casas se iban volviendo más grandes y los automóviles más nuevos. Observaba (y anotaba o registraba) el Jaguar aparcado en el camino particular de grava roja que pertenecía al padre de Mandy (el padre de Laura también tenía uno, pero Laura no llevaba el pelo largo) y el Mini que conducía su madre (la madre de Laura también tenía uno, pero no se llamaba Bunty ni era un pilar de la sociedad). Contemplaba y grababa la Raleigh Chopper de Marc, abandonada ante la puerta que se abría a la extensión del jardín, y el Scalextrix de Simón, visible a través de la ventana del cuarto de juegos. Incluso torcía ligeramente el gesto al advertir que David (cuyos padres no eran muy ricos el año anterior, pero le habían sorprendido con un salto de rana por la escala social hasta una casa en lo alto de la colina) ya no caminaba cuesta arriba hacia Santa Mónica, sino que, con gorra y uniforme nuevos de color morado, marchaba colina abajo hacia la estación del metro. Había pasado a una escuela privada, como muchos otros chicos cuando llegaban a los siete años. Cuando Hugo cumplió los once, sólo quedaban cinco chicos de una clase de veinticuatro. Todos los demás habían ingresado en escuelas donde se aprendía francés, se pasaban exámenes y había que estudiar los sábados por la mañana.

Pese a la escasa altitud y, por consiguiente, la escasa talla social del número 40 de Mulberry Drive, a Hugo no le costó nada adquirir la actitud de los ricos. Era un embustero nato, capaz de inventar —a una distancia segura de su casa— todos los atributos y condiciones que le hacían torcer el gesto cuando los contemplaba en los demás (andando el tiempo, repudiaría Santa Mónica y se jactaría de haber estudiado en una escuela preparatoria con gorra de color y clases en sábado), y despreciaba a quienes languidecían por debajo del nivel al que aspiraba para sus padres. Sólo hubiera querido que sus padres mostraran una actitud similar, con lo que quizá entonces hubiera empezado a materializarse el dinero que ésta implicaba. Pero mientras nuevas familias llegaban a Mulberry Drive y lo abandonaban, moviéndose siempre hacia arriba, sus padres conservaban una imperturbable falta de ambición, sin mostrar ningún indicio de aquella devoción a la movilidad colina arriba que hubiera apaciguado las inquietudes de Hugo.

Sus padres, empero, no eran el único problema. En el centro de su visión del mundo de la riqueza había otro enigma: Sarah Devlin. Sarah Devlin era una niña sosegada con una mata de pelo rojo. Iba a la misma clase que la hermana mayor de Hugo, quien a veces hablaba con ella aunque decía que no era muy divertida. Viniendo de su hermana mayor, que, hasta donde Hugo alcanzaba a ver, no era en absoluto divertida, esta declaración decía algo terrible de Sarah Devlin. Pero si Hugo hubiera sido Sarah Devlin, jamás se habría permitido ser tan aburrido como ella. De hecho, y aun contando con la mata de pelo rojo, Hugo era incapaz de imaginar nada mejor que despertar una mañana y descubrir que se había convertido en Sarah Devlin, restando su personalidad (una pérdida muy pequeña) y añadiendo la de él. ¡Cómo se habría pavoneado en la escuela y mirado a Mandy cara a cara! ¡Cómo se habría arrellanado con indolencia en el asiento posterior del coche de papá, riéndose muy suavemente de los demás desdichados que circulaban en sus cacharros de pobretón (menos de tres mil centímetros cúbicos)! ¡Cómo se habría entusiasmado cuando sus padres acudieran con todas sus galas al día de los deportes de Santa Mónica y la visión de su madre (ahora la señora Devlin) hiciera cuchichear envidiosas a todas las demás madres! Porque la señora Devlin tenía un reloj de pulsera de platino y un collar de diamantes para lucir de día, y el señor Devlin conducía un flamante Rolls Royce que cambiaba todos los años, y Sarah Devlin tenía un caballo con el que trotaba por el prado, vestida con ropa de montar.

Pero aunque el señor Devlin era un millonario (el primero que Hugo vio en su vida) y aunque los Devlin vivían en una casa enorme con piscina (con una cubierta especial para el invierno), y aunque Sarah era contemplada con esa especie de pasmo reverente que se reserva para las visitas de la realeza y las estrellas pop, la chica no parecía divertirse en lo más mínimo, cosa que a Hugo se le antojaba no sólo un desperdicio atroz, sino un misterio insondable. A fin de cuentas, ¿cómo era posible que ser rico no fuese lo más divertido del mundo? Su hermana mayor decía que Sarah se sentía muy sola porque no tenía hermanos ni hermanas, pero Hugo gustosamente habría cambiado a su hermana mayor (y, si lo apuraban muchísimo, hasta a su hermana menor) por la casa, la familia, la piscina y las posibilidades de Sarah.

Sarah Devlin tuvo preocupado a Hugo durante algún tiempo, hasta que pasó a la escuela grande con la hermana mayor de éste y desapareció de su horizonte. El dinero siguió fastidiándole durante mucho más tiempo, sin que nunca llegara a desaparecer por completo de su panorama inmediato. Pero, a medida que fue cumpliendo los siete, los ocho y los nueve años, algo comenzó a suscitar en él sentimientos de culpa. Cuando llegó a sus once años y al primer curso de la Escuela Santa Mónica para los «hijos de los relativamente ricos», Hugo llevaba algún tiempo sintiéndose culpable. Y comenzaba a creer que siempre había sabido por qué.

Aunque en realidad todavía ignoraba qué significaba o sugería esta palabra, y decididamente ignoraba qué implicaba, sí sabía que en el trasfondo de toda la culpa y la ansiedad y el mal humor en que podía caer de un momento a otro estaba el sexo. Y sabía que lo peor del asunto, lo que hacía su mal humor tan difícil de explicar cuando su madre le pedía que se librara de él, era que no podía contarle a nadie por qué el sexo le hacía sentirse culpable. No sabía qué decir, pero sabía que lo que no podía decir era algo que de todos modos no debía decir. Conque no lo decía. Y seguía sintiéndose culpable.

No siempre, pero sí a menudo. Se sentía culpable cuando jugaba a disfrazarse con su hermana pequeña y su amiga Jane, y siempre se disfrazaba de mujer. Se sentía aún más culpable cuando la madre de Jane asomaba por la puerta del dormitorio y le dirigía una larga y penetrante mirada. Se sentía culpable porque no le gustaba el fútbol y se enojaba en la caza de besos. Se sentía culpable porque le molestaba, de una manera que no lograba identificar del todo, que el carnicero hiciera zalamerías a sus hermanas y no a él. Todas las mujeres alababan efusivamente a Hugo, porque era muy tranquilo y educado y no rompía las ventanas de la cocina a pelotazos. Cuando la madre de Adrian, un chico de la misma calle, le decía a su hijo que le gustaría que fuese como Hugo y no volviera siempre a casa cubierto de barro por haberse balanceado a la orilla del río suspendido de una cuerda, Hugo se sentía muy avergonzado. No era de extrañar que los demás chicos de la calle no lo apreciaran y se metieran con él.

Claro que él tampoco quería ser como los demás chicos de la calle.

Los demás chicos de la calle eran estúpidos, suspendían los exámenes y no iban a ninguna parte porque sus padres seguían viviendo en Mulberry Drive, y ellos, a diferencia de Hugo, no habían nacido para la grandeza. Pero cuando los muchachos de más edad se desnudaban de cintura para arriba para balancearse de la cuerda junto al arroyo, en los campos del final de la carretera, Hugo no dejaba de notar una extraña sensación en el estómago que combinaba el placer, fuera de su alcance, con el dolor, justamente porque el placer se hallaba fuera de su alcance, una sensación idéntica a la que experimentaba cuando contemplaba a los hombres desnudos en la playa, durante las vacaciones familiares, y se fijaba en la parte superior de las nalgas que sobresalía por encima del traje de baño. Seguía sin saber cuál era ese placer, pero, conforme fue creciendo, comprendió que estaba muy relacionado con ver a los hombres desnudos.

Con el sueño sucedía lo mismo. A Hugo le encantaba este sueño. Le hubiera gustado soñarlo todas las noches y que se prolongara para siempre. El momento más triste era siempre el despertar. Hugo intentaba bloquear la luz que se filtraba a través del estampado naranja de las cortinas; luchando con sus sentimientos de pérdida y desesperación, intentaba hacer caso omiso de los ruidos que goteaban desde la habitación de sus padres en el piso de arriba. El día no debía comenzar. El desayuno, la escuela y la vida debían esperar. Tenía que regresar a su sueño. Pero nunca podía. Y, como en todo lo demás, sabía que en realidad no estaba bien.

El sueño era delicioso, pero Hugo sabía que también era extraño. Era demasiado excitante para ser bueno. Se encontra-ba en un iceberg bajo un cielo azul. Estaba desnudo, era pequeño y se reía con nerviosismo. Estaba rodeado de hombres desnudos, seres musculosos cuyos cuerpos lampiños se movían hermosamente mientras, riendo, se arrojaban al pequeño Hugo de uno a otro. Eran tiernos y cariñosos, se reían, lo lanzaban y lo recogían como hermanos mayores de grandes y acariciadoras manos, como los hermanos mayores que Hugo no tenía y que el padre de Jonathan creía que le hacían falta (el padre de Jonathan creía que Hugo debía jugar al fútbol y no a saltar la cuerda, y que no debía importarle tanto que su ropa se ensuciara de barro cuando jugaba a la guerra con Jonathan y sus hermanos mayores en el fondo del jardín de Jonathan).

Hugo era un chico listo y sabía que algo andaba mal. Sabía que hubiera debido gustarle jugar a la guerra y no simplemente contemplar al hermano mayor de Jonathan cuando se quitaba toda la ropa para darse una ducha. Sabía que no estaba bien mirar y que si alguien le sorprendía mirando se vería en apuros. Sabía que su sueño favorito no debería ser el favorito, y que no debería ponerse tan de mal humor cuando despertaba y descubría que no era real. Sabía que se sentía culpable porque era culpable, y sabía que tarde o temprano se metería en un lío y entonces todos sabrían que era culpable. Pero aún no sabía bien cuál era el nombre de su crimen ni cómo iba a cometerlo. De hecho, lo más cerca que estuvo de meterse en un lío durante este periodo fue durante la estancia en un cámping en las afueras de Quimper, donde los Harvey habían aparcado su caravana. Mientras papá sudaba y maldecía, intentando nivelar la caravana para que el frigorífico pudiera funcionar, y sus hermanas jugaban a bádminton y su madre se iba a encargar la leche y los periódicos para el día siguiente, Hugo se dirigió paseando hacia las duchas del cámping.

En realidad, no sabía por qué las duchas ejercieron esta atracción inmediata sobre él. Tal vez fuese porque acababa de ver a un hombre salir de una de ellas cubierto sólo con una toalla. Pero en cuanto vio el edificio de listones de madera, con agua rebosando bajo las puertas y hombres que iban y venían vestidos únicamente con toallas, comprendió que había descubierto el que iba a ser el lugar predilecto de sus vacaciones. Las duchas estaban separadas por delgados tabiques que no llegaban al techo del cubículo. Hugo quedó traspasado por la idea de que al otro lado de aquella endeble pared de madera con una abertura en lo alto había un hombre desnudo. Una vez dentro de un cubículo, fue incapaz de salir. Se sentía poseído. Quería irse a jugar y ser un buen chico, incluso un chico normal, pero tenía la boca seca y el corazón desbocado, y le parecía haber perdido el control de sus propias acciones. De manera que no le sorprendió, apenas le alarmó un poco, encontrarse trepando, excitado más allá de toda cautela, al asiento del retrete. Desde allí podía atisbar por encima de la pared, y al asomarse pudo ver la ducha adyacente donde un belga velludo se enjabonaba el cuerpo, el agua resbalando por los pelos de sus piernas, el agua goteando de su pene… El belga se volvió y lo descubrió, y mientras Hugo se escabullía a toda prisa, oyó las palabras va pas. No sabía qué significaban, pero sabía que no significaban ven a mi lado. Tal era su único deseo.

A pesar de las frases que garrapateaba en las tapas de los retretes y de sus miradas en las duchas, Hugo era muy ignorante en lo que respecta al sexo. Y no sabía a quién ni cómo preguntar por la solución a este problema. En circunstancias normales, suponía, debería habérselo preguntado a sus padres, pero en realidad sus padres no eran muy normales. Su padre quizá lo fuera. Su padre era una buena persona que se azoraba fácilmente y azoraba a Hugo con su azoramiento. Pero su madre no era normal. Ni de lejos.

La madre de Hugo era una mujer razonable, incluso tolerante, pero con un temperamento que, según Hugo concluyó más adelante, bordeaba lo lunático. En épocas posteriores de su vida, se describiría a sí mismo, medio en broma, como uno de los hijos maltratados de la clase media, demasiado desplazado para suscitar el interés de nadie. Pero él sabía que esto era una exageración. Otros niños lo habían pasado mucho peor. La madre de William Hamilton solía pegarle en la cabeza con un zapato de tacón alto hasta que la sangre se coagulaba en sus cabellos. La madre de Hugo casi nunca le pegaba con objeto alguno, y cuando lo hacía era con una percha, no con un tacón afilado.

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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