Un asunto de vida y sexo (10 page)

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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Aun así, ha habido otros incidentes. El número de ocasiones en que Hugo y sus amigos han sido descubiertos vagando fuera del recinto me induce a sospechar que sus paseos a la hora del almuerzo no se deben únicamente a su afición a las campánulas. Los alumnos de los cursos superiores suelen utilizar los bosques en cuestión para fumar a escondidas, y no me extrañaría que el nombre de Hugo acabara apareciendo en una futura lista de tales pillos. Fumar en horas lectivas llevando el uniforme de la escuela es una falta que suele sancionarse con una expulsión temporal. No puedo creer que Hugo fume con la aprobación y el beneplácito de ustedes, así que me permito sugerirles que examinen la cartera y las prendas de su hijo en busca de indicios delatores. Tal vez puedan intimidarlo para que deje de hacerlo. De hecho, me temo que en este caso se enfrentan el poder y la influencia de los padres con la presión del grupo de amigos. La escuela solamente puede procurar que se cumplan las reglas y aconsejar (como, de hecho, hacemos repetidamente).

Esta escuela posee una elevada reputación académica que nos resulta fácil mantener. También tiene la reputación de ser un criadero de subversivos de una u otra especie, y de ésta no nos libramos tan fácilmente. Aunque no voy a decirles que Hugo sea una de nuestras principales preocupaciones, lo cierto es que entre sus amigos figuran tres o cuatro jóvenes cuyas carreras en esta escuela difícilmente concluirán de forma natural.

Desde hace algunos años, tenemos en la escuela una gran incidencia de delitos relacionados con las drogas, y aunque en modo alguno acusaría a Hugo de estar implicado en tales actividades —debemos creer siempre en la inocencia del muchacho a menos que existan pruebas en contra—, no ignoro que el volumen de tráfico en el curso de Hugo, y en particular entre sus amigos, está llegando a niveles excepcionales. Quizá el propio Hugo les haya dicho que dos de sus amigos se enfrentan ya a sendas expulsiones por un trimestre y bien podrían ser expulsados definitivamente por hallarse en posesión de papel y tabaco de liar en el recinto de la escuela. Tenemos motivos para sospechar que sencillamente escondieron la marihuana con que pensaban preparar sus «porros». En la actualidad estamos vigilando atentamente a otros tres muchachos, uno de ellos muy relacionado con Hugo, y aún cabe la posibilidad de que la escuela acabe llamando a la policía, si finalmente se decide que la publicidad adversa puede quedar contrarrestada por la demostración de que sabemos responder al problema con la energía necesaria.

Llegados a este punto, debería añadir que no todos los amigos de Hugo —y parece tener muchos— son como los descritos. Su mejor amigo, Sam Judd, lleva camino de convertirse en un futuro capitán de la escuela, y es también uno de los alumnos más inteligentes de una clase que destaca por su inteligencia. Pero Hugo ha entrado a formar parte de una camarilla de duros, y hay varios incidentes en los que podría haber intervenido este grupito, Hugo incluido. Insisto de nuevo en que debemos suponerle inocente y les aconsejo vivamente que no hablen con él de estas cuestiones; pero, si les digo que entre los incidentes citados se cuenta la destrucción deliberada de un valioso violoncelo, la aparición de numerosas rayas en la capota de un automóvil propiedad del Sr. Bob Tallpit, profesor de gimnasia, y el robo de doce valiosos volúmenes de la biblioteca (que creemos vendidos en librerías de ocasión), espero que comprendan ustedes mi alarma.

Tengo la impresión de que el problema de Hugo no se debe a que sea un muchacho rebelde o antisocial. Más bien me parece que busca una excitación que probablemente no encuentra en la hora del almuerzo en la escuela. Por eso me desalentó saber por el propio Hugo que el motivo de que no se hubiera presentado a las pruebas para participar en la representación teatral de la escuela fue que ustedes le dijeron que eso perjudicaría sus estudios y que no debía hacerlo. Nada perjudicará tanto sus estudios como una expulsión, temporal o definitiva, y si en aquel momento hubiera sabido que ustedes opinaban así, habría intentado persuadirles de que Hugo necesitaba esta actividad adicional para canalizar parte de la energía que de otro modo dirige hacia empresas destructivas.

Hugo ha terminado su cuarto curso con destacadas calificaciones académicas, pero sus profesores tenemos la creciente e inquietante sensación de que no vamos a ver el fruto de sus esfuerzos (y los nuestros) si alguien no lo somete pronto a disciplina. Por eso les sugiero que nos reunamos, ya sea antes de las vacaciones de verano, lo que por descontado nos deja muy poco tiempo, o durante las primeras semanas del próximo curso, para discutir la mejor manera de dirigir sus energías hacia fines constructivos y creativos. Por ejemplo, me consta que Hugo está muy interesado en reanudar sus lecciones de Arte, y que fue para él una gran decepción saber que ustedes las juzgaban una pérdida de tiempo.

Espero que el contenido de esta carta y de cualquier conversación futura quede sólo entre nosotros. Hugo parece disfrutar, entre otras cosas, con la admiración espúrea que le dedican sus amigos y compañeros por meterse repetidamente en problemas. Parece casi un asunto de prestigio ver quién consigue ser convocado más veces al despacho del jefe de estudios para una entrevista especial, a pesar de que tales entrevistas suelen deberse a alguna infracción del reglamento de la escuela.

En espera de verles o hablar con ustedes pronto, sólo me resta añadir que confío en que podremos encontrar una solución a este problema antes de que llegue a ser verdaderamente grave.

Atentamente,

Neville Grenville

3
HORA DE VISITA - MAMÁ

—Estará aquí dentro de media hora. Acaba de llamar para avisar que llegará tarde. Es por los autobuses. ¿Te encuentras bien? Te veo muy gris.

—Es el cielo. Reflejo el cielo. Como el mar, ya sabes. Es lo único que puedo mirar, así que lo absorbo y luego me sumerjo en él. Es un gran descanso. Creo que cuando me vaya… —miró fijamente a la enfermera para ver si cambiaba de expresión, pero era la escocesa, con la jovialidad indestructible de la primavera, llena de una vitalidad que en aquella habitación sobrecalentada sonaba como un reproche—, cuando me vaya, saldré flotando. Sólo tendrás que abrir la ventana.

Hugo dejó caer la cabeza hacia la izquierda, regodeándose en aquel ánimo de bravura poética. A fin de cuentas, ¿qué sentido tenía morir si no podía uno hacerlo con gracia? Y precisamente él, que siempre hacía gala de ligereza en los funerales.

Le molestaba que viniera su madre y le molestaba que no viniera. Hubiera querido que todos los visitantes fuesen como su hermana menor cuando caía enfermo y debía guardar cama en su casa, un chiquillo de Hadley todavía sin vello púbico, todavía no tocado por manos de viejos. Su hermana siempre quería acostarse con él y permanecer en la cama a su lado, recostados sobre las dos almohadas, esperando a ser atendidos. Ahora nadie quería acostarse en su cama. Sabía cómo se sentían porque él también había sido un visitante. Si no veía aquella mirada especial, la sospechaba. Una mirada de nerviosismo, de alivio por no haberse contagiado.

Con su madre no era así, pero su madre llevaba el sentimiento tan marcado en sus arrugas, nuevas arrugas, nuevas canas, que la visión de su rostro desgarraba el corazón de Hugo.

Cada día, la mayor batalla era contra las lamentaciones. Había superado el lamentarse por las cosas hechas. No había que rechazar el pasado. Lo había asumido en su totalidad y se negaba a arrepentirse, a desear que todo aquello no hubiera sucedido, que no hubiera chupado, que no hubiera jodido, que no se hubiera drogado. Si hubiera podido salir sin su piel grisácea, sin aquellos bultos en los brazos ni la espuma en la boca ni aquel silbido en los pulmones al respirar ni el dolor de cabeza que le congelaba el cerebro como una bolsa de hielo llena de agujas; si se hubiera encontrado sano y bien, habría regresado a la pista de baile a bailar su tango de los retretes, recitando listas de excusas a su cabeza estremecida. Pero las lamentaciones por lo que no había tenido tiempo de hacer se atascaban en su garganta y pintaban los ojos de su madre con la aureola oscura de las lágrimas de madrugada. Solía mirarlo con fijeza. No con el celo entusiasta de la enfermera escocesa, sino con prolongadas miradas entre lágrimas que temblaban sin llegar a derramarse nunca. Al principio sí lo hacían, y él le advirtió con bastante aspereza que desahogara su llanto antes de ir a verle porque a él no le servía de nada, y ella le miró tan bruscamente que Hugo se dio cuenta de que la había herido. No quería herirla. Pero no soportaba que su madre lo viera como una decepción. Siempre había sido su campeón, el que la hacía reír con su mandíbula torcida y sus acentos fingidos.

Era extraño lo mucho que su madre había cambiado.

—Si alguna vez quieres escaparte de casa, puedes venir aquí, Hugo, ya lo sabes —le dijo en cierta ocasión la madre de un amigo, un amigo del que inadvertidamente se había enamorado, un amigo con una familia y una despreocupación feliz y alborotada en las que Hugo anhelaba participar. Ésa era la reputación que tenía su madre: el tipo de madre que hace huir a sus hijos. Pero era todo temperamento. Era el sol de sus niños, y su trueno también.

Sentado junto a ella en el autobús de regreso de una tarde de vacaciones en la piscina, al pasar ante un sauce, Hugo le dijo:

—Me gustan los sauces.

—Sí —contestó ella—. Son muy hermosos.

Y Hugo quedó inundado de placer. Había estado en lo cierto a ojos de ella y se había ganado aquella sonrisa de aprobación que le llenaba el pecho de felicidad. También en otras cosas estaban de acuerdo: la alegría de la Navidad (su madre siempre se las arreglaba para estar de buen humor el día de Navidad, aunque las peleas de Nochebuena dejaban a los niños acobardados en el dormitorio del piso de arriba, entre los juguetes del año pasado, contemplando la llovizna que caía sobre el jardín y los campos de más allá), el efecto del sol sobre el estado de ánimo y cómo convertía súbitamente el mundo en un lugar más bello. Y cada una de estas cosas era para Hugo como el trofeo de un campeonato: entre todo el odio y la violencia, eran sus balizas de amor.

Estos recuerdos formaban parte de su colección de instantáneas risueñas de su madre como mujer hermosa. Hugo conocía todos sus vestidos, todos sus estilos, y ella le consultaba qué debía ponerse para determinada ocasión como si fuera un amante secreto. Su instantánea más risueña fue «tomada» en las afueras de Aberdeen. Estaban jugando a rounders
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en un campo de cardos pisoteados, con unos primos vigorosos y apuestos; Hugo quería al mayor de ellos como si fuera su propio hermano. Por entonces, el cabello de su madre aún era rubio. Con la cabellera agitada por el viento y un vestido de algodón cuyo estampado de flores en distintos tonos de rojo y azul era como el viento en un campo florido, con sus zapatos de tacón alto, fuera de lugar pero aun así espléndidos en aquel pedregal escocés, Hugo la miró y miró a su tía, una mujer vivaracha y desaliñada, con gafas y pelo gris, y le entusiasmó el estilo de su madre.

—¿Por qué no te fuiste de casa? —le preguntaban más tarde; gente que lo había conocido arrogante y obstinado, no acobardado ni tímido. Pero él la quería. Quería complacerla. Y nunca llegó a perderle el miedo, ni siquiera cuando más la detestaba. Les contaba a los compañeros de la escuela primaria que su madre era una bruja, de manera que ni siquiera las gemelas Jeffrey, unas niñas inseparables de larga cabellera negra, acudían a jugar a sü casa por miedo a ella. Pero su madre era su heroína y él era su caballero andante, el chico que le ofrecería los galardones más refulgentes. Verla sonreír, verla reír, le hacía charlar por los codos en transportes de alegría; una palabra cruel lo dejaba aturdido, mirando por la ventana.

Pero todo esto era antes del episodio del diario. Siempre habían sido amigos hasta que ella leyó su diario. Después de eso, Hugo cayó en desgracia de un modo tan fulminante que se convirtió en la no persona de la casa. No era digno de confianza, era un depravado, no se podía creer en él.

Y así se lo decía una y otra vez. Pero ¿por qué le sorprendieron de tal modo sus mentiras? Tanto Hugo como sus hermanas eran unos embusteros consumados. Habían aprendido a soportar un interrogatorio y, con dolor y con lágrimas, habían aprendido que mentir podía desencadenar sobre ellos la cólera materna. Pero con la verdad sucedía lo mismo. Y, aunque el castigo por mentir era más severo, al menos la mentira les ofrecía una posibilidad de salvación.

—¿Por qué me mentís? —gritaba su madre, cogiéndolos por el pelo y arrojándolos de un lado a otro de la habitación (de modo que, cuando finalmente eran expulsados al refugio de sus respectivas habitaciones, se paraban ante el espejo y se peinaban nerviosamente, contemplando los mechones que quedaban atrapados entre los dientes del peine).

—¿Por qué no podéis decirme la verdad?

—No sé —respondían ellos quejumbrosos, intentando resguardarse del próximo golpe, preguntándose cuál sería la salida más rápida de aquella pesadilla.

Ni una sola vez le respondieron: «Porque nos das demasiado miedo.»

Reconocían que la verdad, aunque causara grandes dolores, era mejor que la mentira, aunque ésta no acarreara ningún dolor.

Luego, mucho más tarde, mamá también empezó a mentir, intentando ocultar con mentiras una aventura amorosa que todos conocían y todos creían ser los únicos en conocer. Y cuando mamá empezó a mentir fue como si se hubiera desprendido un tablón del techo del mundo y les hubiera dado a todos en la cabeza. Durante algún tiempo, estuvieron demasiado aturdidos para creerlo.

Hugo era quien más sabía, porque su cuarto quedaba al lado del teléfono. Desde el instante en que su madre comenzó a hablar, supo que su susurro era el susurro del secreto. Conocía aquel susurro por sus propias llamadas furtivas y sabía que susurrar sugería automáticamente algo clandestino y llamaba la atención. Pero su madre era nueva en el juego. No se había dado cuenta de cuán reveladores podían ser sus intentos de disimular. Sentado en su escritorio con los deberes ante él, Hugo escuchaba las mentiras susurradas y le enojaba que su madre no supiera mentir mejor. Todos los domingos por la tarde, cuando su marido subía a dormir la siesta, Hugo oía el campanilleo del auricular al ser descolgado, oía el ruido de alguien que marcaba los números sin quitar el dedo del agujero mientras la esfera regresaba y él oía su primer susurro.

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