Esto no siempre resultaba fácil, sobre todo si se trataba de una persona alta, como era el caso de Hugo. Aunque el agujero estaba perfectamente situado para la visión, quedaba a una altura bastante incómoda para quien no tuviera unas piernas muy cortas. Pero se podía conseguir doblando las rodillas y pegando el vientre a la fría y rugosa pintura azul de la pared, por el puro placer de la estremecida sensación inicial cuando sentías que unos labios cálidos y desconocidos y una lengua cálida y desconocida se posaban sobre la punta de tu polla. De pie junto a los azulejos manchados y los urinarios desportillados, esperando a que se desocupara un cubículo, David a veces podía oír el primer jadeo ahogado de placer cuando la boca de un hombre alcanzaba la polla de otro.
Naturalmente, en South Mimms también había un agujero. Muchos agujeros, a decir verdad. Pero aquellos retretes estaban ante la propia puerta de Hugo. Siempre habían estado allí. Había pasado por delante un millar de veces. Estaban frente a la panadería donde, en vacaciones, iba a comprar el pan dos veces por semana. Estaban frente al edificio de oficinas que había visto construir desde las ventanas de la sala de estar de su casa.
David quería quedarse y hacer salir al hombre de su cubículo. David quería tomar el mando, pero Hugo tenía que ir a Woodcraft Folk, donde le esperaba su hermana, el café con galletas y los bailes populares. No debía estar allí, se dijo mientras se agachaba para contemplar por el agujero las manos del hombre que se masturbaba en el cubículo de al lado. En la penumbra, vio que el cuerpo de éste se inclinaba hacia adelante y le devolvía la mirada. Hugo se incorporó a toda prisa. Estaba sin aliento. Abrió la puerta del cubículo y regresó a la bicicleta.
Había llegado a medio camino de la calle cuando por fin volvió la vista atrás. Un hombre moreno y de mediana estatura le miraba desde el extremo del sendero. No volvió a verlo más. Así era la vida en torno a los retretes. Caras desconocidas. Diez minutos de sexo con un hombre al que no preguntabas el nombre y nunca volvías a ver. Sólo unos pocos acudían una y otra vez. Como David.
Si Hugo no hubiera encontrado este salón de tango, abierto las veinticuatro horas ante su propia casa, acaso su vida habría sido distinta. Pero, una vez consciente de que las calles de todas las zonas suburbanas ocultaban semejantes palacios de placer, Hugo, David y la bicicleta iniciaron una conspiración a tres. Formaban un gran equipo. Hugo se encargaba de mentir, de echar aceite sobre las aguas domésticas. Aprovechando el esnobismo y los prejuicios de su madre, inventaba excusas acerca de viajes a Londres que podían ser reales o no, pero que, en todo caso, nunca transcurrían como él decía. Hoy era una galería de arte, mañana una biblioteca. Su madre nunca le preguntaba qué había visto. En su interior, Hugo se preguntaba cuánto sospechaba ella, cuánto sabía, cuánto temía y no quería averiguar. En varias ocasiones estuvo a punto de ser descubierto. Una vez, viajando colina arriba en el asiento delantero del automóvil de un desconocido, vio venir de frente el coche de su padre. Se agazapó bajo el parabrisas sin decirle nada al hombre que iba con él, que se lo quedó mirando con expresión sorprendida. Luego Hugo sintió unas terribles punzadas de remordimiento. Su padre iba sonriendo. Seguramente escuchaba la radio. El hecho de que no pudiera imaginar que Hugo viajaba en el automóvil con el que acababa de cruzarse, haciéndose llamar David y con los pantalones por los tobillos, le hizo sentir una intensa pena. Pena por su padre. Pena por ser tan malo. Diez minutos después, el automóvil detenido en un camino apartado, el chico se abría de piernas en el asiento delantero y el desconocido se le amorraba a la entrepierna, mientras una sonrisa aleteaba por los labios de David. Su breve flirteo con la conciencia había sido reprimido por el deseo.
Al poco tiempo de este incidente, David, de nuevo abierto de piernas en otro automóvil con un hombre distinto, paseó una mirada ensoñadora por la ventanilla, mientras la sensación de una boca extraña recorriendo su entrepierna le inundaba los muslos y el vientre de placer, y se encontró contemplando los ojos maquillados y muy abiertos de una anciana. La mujer había separado los labios en una mueca de horror y David alcanzó a distinguir una mancha de pintalabios en sus incisivos superiores. Había salido a pasear al perro y, al ver el coche, se había detenido a mirar. Su curiosidad, empero, no la había preparado para aquello. Estaba paralizada. David le dirigió una sonrisa. La mujer se alejó y David la siguió con la mirada por el retrovisor mientras vaciaba en la boca del conductor una descarga de semen acumulado. El conductor no se había enterado de nada. La mujer comenzó a anotar el número de matrícula en la agenda mientras su perro de lanas cagaba en la cuneta. El conductor (David nunca llegó a saber su nombre; nunca sabía cómo se llamaban) no se dio cuenta. Probablemente recibió más tarde una visita de la policía.
David jamás habría pensado en eso. No tenía ni idea de lo ilegal que era. Los temores de la gente le irritaban; los hombres asustados eran siempre indecisos y difíciles. No comprendía por qué tenían tanto miedo. A su modo de ver, si alguien corría algún riesgo, ése era precisamente él. En el caso de que alguien le hubiera preguntado directamente si lo que hacía era ilegal y bajo qué ley, quizá habría sabido que existía un límite de edad para el sexo, los dieciséis años más o menos. Pero seguramente no habría sabido que aún le faltaban siete años para poder mantener relaciones sexuales, y desde luego en ningún momento se le ocurrió pensar que todos los hombres a los que había atraído, engatusado e intimidado para que jugaran con él (y aunque no todos debían ser engatusados, todos parecían cautelosos) eran, al menos en potencia, los mismos hombres que aparecían en los periódicos y eran encarcelados tras juicios humillantes en salas rodeadas de madres histéricas y alborotadores. Sólo mucho después comprendió que, a raíz de los escándalos Playland de la plaza Leicester, gente que él conocía, si no por el nombre sí al menos por la sonrisa, el domicilio y la forma de la polla, había sido encarcelada hasta el fin de la próxima era glacial. En el violento desorden de la vida sexual de David, con su «toma un par de libras para chocolatinas», éste había permanecido dichosamente ajeno al hecho de que su apetito sexual podía representar el fin de la perfectamente civilizada vida doméstica de otra persona, de que él era como una viuda negra capaz de administrar no la muerte, sino algo peor: la tortura de una condena en una cárcel inglesa.
Lo más divertido era montárselo delante de gente que no podía verte o que hubiera podido verte pero no miraba. Como aquella vez en que David yacía sobre los ralos matojos de un bosquecillo cercano en compañía de un fornido marino mercante, cuya furgoneta estaba aparcada al borde de la carretera, cuando de pronto pasó un cortejo de madres con carritos de bebé. No interrumpieron lo que estaban haciendo. Ni siquiera se volvieron a mirar. Y tampoco las madres. Como sus citas en el hueco del ascensor fuera de servicio del aparcamiento subterráneo de la calle Panton, que, si alguien se hubiera parado a mirar desde la valla de la parte superior, donde el hueco del ascensor se abría hacia la superficie, habría revelado a un hombre y un adolescente con los pantalones por las rodillas y unidos en estrecho abrazo, el uno alimentándose de la fruta colgante del otro. Todo el erotismo de la seducción apenas velada y el sexo apenas oculto impulsaba a David a mejores y más osados golpes. David coleccionaba hombres. No, coleccionaba incidentes. Podía atrapar a alguien en plena calle con una mirada y obligarle a dar media vuelta, abandonando las compras o gestiones que tal vez debía hacer, para ir en pos de él hasta cualquier refugio: unos retretes, un callejón, una esquina oscura o incluso, en la polvareda y el calor de los veranos, a veces un simple rincón apartado de un parque público. Los retretes, empero, eran su madriguera. La colmena que los zánganos por fuerza debían visitar. Era su hogar de vacaciones, su retiro de fin de semana, su parada de refresco en los viajes de ida y vuelta entre su casa y los comercios, su casa y la biblioteca, su casa y la escuela.
Y durante todo ese tiempo, Hugo, que acaso desaprobaba las maniobras menos ortodoxas de David, lo protegía e iba acumulando capas cada vez más espesas de mentiras. La bicicleta, con sus connotaciones de salutíferos empeños, proporcionaba una excusa perfecta. Pero las excursiones en bicicleta ocupaban tardes enteras. Para visitas más breves, Hugo inventaba coartadas a medida, aprovechando todas las oportunidades: una visita al médico o al dentista, cualquier compra que le encargara su madre, todo permitía fugaces visitas que luego justificaba con un retraso del autobús o una cola en el supermercado.
Hugo se esforzaba mucho por tener contento a David, aunque cada vez parecían tener menos en común. David era seco, a veces hasta grosero. Prefería parecer duro, si no un poco sucio. Hugo era tímido donde David era desvergonzado, pero parlanchín donde éste era taciturno. Y a pesar de toda la fachada de dureza callejera que David aparentaba, era Hugo quien asustaba a la gente. David siempre buscaba gente que dispusiera de un lugar al que ir. Los hombres con domicilio propio eran los mejores, porque entonces la diversión podía prolongarse mucho más tiempo, podía ser más desenfrenada, podía ser desnuda y fuera de control. Le encantaba merodear desnudo por el paisaje doméstico, como una sirena que atrae a su víctima hacia el foso. Pero una vez terminado el sexo, cuando un David exhausto se disolvía dejando al tenso e irritable Hugo en su lugar, las presas de David se acobardaban al descubrir a un chico inteligente y bien educado en su propia casa. Era como si se sintieran menos amenazados por el golfo de la calle que podía hacerles chantaje que por el estudiante cortés que podía contárselo a sus padres y recordar la dirección.
Pero si Hugo era el prudente, David era el experto. Conocía todos los retretes públicos y a sus habituales. Detestaba a los habituales. Casi todos ellos se lo habían montado con él una vez. A David no le gustaba repetir por segunda vez con un mismo hombre, a menos que se tratara de un caso especial o que tuviera un lugar adonde ir. Siempre esperaba al desconocido glorioso: un hombre robusto, atezado, velludo. Aquellas insípidas polillas de retrete que se pasaban las tardes (como él) deambulando de cubículo en cubículo y de urinario en urinario, aquellas criaturas de camiseta demasiado ajustada que se relamían al mirarlo… no era eso lo que él buscaba, aunque fuera lo que encontraba con mayor frecuencia.
El descubrimiento en Hadley, entre el pub y las vallas publicitarias, fue seguido por otros en toda la ciudad, subiendo por cuestas y bajando por calles que Hugo había conocido durante toda su infancia. A las pocas semanas, David conocía todos los agujeros de todas las puertas: cuál daba al urinario y a la hilera de crecientes y menguantes pollas; cuál revelaba un horizonte de perfiles, barbillas, quijadas colgantes, narices moqueantes, ojos enrojecidos; cuál ofrecía una panorámica de los hombres que hacían cola junto a los azulejos manchados esperando a que se vaciara un cubículo. Y conocía también las horas.
En los retretes públicos había horas punta y largos momentos vacíos y tediosos. Por la mañana temprano solía haber movimiento, cuando los hombres salían de casa vestidos, lavados, afeitados y cachondos, buscando una mamada antes de tomar el autobús, antes de la reunión de las nueve. Algo que los relajara un poco.
En la Calle Mayor, la hora del almuerzo era movida pero cauta. La gente estaba caliente, pero temía por su trabajo. Nadie sabía con quién podía encontrarse. Subir a un coche en pleno día quedaba descartado. A Hugo tampoco le gustaba. Su madre y las amigas de su madre compraban en el supermercado y en las pequeñas verdulerías, papelerías, carnicerías y charcuterías que bordeaban la calle. Entraban y salían constantemente, los ojos chispeantes, los dientes afilados, en busca de material para el chismorreo. Ya era bastante malo que hubieran sorprendido a Hugo y a su hermana hurtando en Waitrose; no había ninguna necesidad de que lo vieran subir a un coche desconocido conducido por un desconocido rumbo a una casa desconocida. Si alguna vez subía a un coche, se sentaba en el suelo hasta dejar bien atrás la zona de peligro.
En los intervalos, la cosa podía hacerse aburrida. Unos retretes vacíos podían ofrecer grandes posibilidades, pero de ordinario representaban largas horas de pie, esperando entre los desechos habituales, los vejestorios que desperdiciaban allí su tiempo con tanta paciencia que a veces David terminaba haciéndose una paja delante de ellos como si no existieran, o como si fueran un público remoto. Se sentía como una bailarina de strip-tease sudando y afanándose bajo unos malos focos o unas tenues lámparas de pantalla rota ante una congregación de viejos que anhelaban el alivio de un orgasmo; un orgasmo que, cuando llegaba, sólo era un espasmo sin estremecimiento, un anticlímax que no ofrecía ninguna sensación de alivio. Sólo una leve ola gris de depresión.
Pero a David le gustaba tener público. Aunque fuesen los despreciados viejarrones por quienes nunca se dejaba tocar.
En el mundo de los salones de tango, David era una rareza. Un adolescente con una polla grande y una mente lasciva, dispuesto a jugar sin inhibiciones, dispuesto a subir a cualquier coche y a entrar en cualquier casa sin lágrimas ni temores. Y Hugo era guapo, de modo que David podía persuadir a sus compañeros de juego, a sus parejas, para que hicieran todo aquello que su buen juicio les decía que no debían hacer tan cerca de las abarrotadas aceras, de los ciudadanos respetables, de la comisaría de policía, de las largas sentencias de cárcel.
Aquel verano, aquel primer verano de Woodcraft Folk y sexo, David dedicó muchas horas de la vida de Hugo al tango de los retretes. De pie tras el cristal agrietado de una ventana con refuerzos metálicos, contemplando el tráfico incesante, contemplando un mundo exterior enmarcado por los bordes mellados de una ventana sucia, esperaba con paciencia la llegada de un cliente, de una presa, de un candidato. Los veía acercarse por el sendero y de inmediato adoptaba la postura de camuflaje de quien se dispone a echar una meada o justo acaba de echarla. Si se trataba de alguien a quien conocía y despreciaba, se quitaba de en medio y se ocultaba en un cubículo o se apoyaba con arrogancia en la pared, sin mear ni cagar, en actitud de esperar pero, obviamente, no al recién llegado. Esta pose le gustaba. Se sentía como un vendedor de drogas con buena protección. Se sentía malo y callejero. Se sentía dueño de la situación.