Un asunto de vida y sexo (3 page)

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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Hugo quería a su madre. Y la odiaba. Era la persona más pavorosa de su mundo y la única autoridad que reconocía. Su madre era dios. Estaba completamente convencido de que si el dios de la escuela dominical se encontraba alguna vez con ella, haría lo que ella le dijera. Hugo siempre lo hacía. Y también los vecinos, los dependientes de las tiendas, la gente con la que hablaba por teléfono, el lechero y los desconocidos que trataban de entrometerse en su forma de educar (o pegar) a los niños, porque, como muchos dioses, la madre de Hugo era violenta. Tenía una lengua violenta y una mano firme. Indicaba a sus hijos qué debían hacer y cuándo debían hacerlo, y si la desobedecían, podían contar luego el precio por los cardenales en sus piernas. Sus enfados eran legendarios. A la menor interrupción en el orden de un sistema estrictamente regulado, un hilillo de enojo se convertía en un chorro de irritación que en cuestión de minutos pasaba a ser un torrente, y Hugo y sus hermanas se veían arrastrados por una veloz corriente de gritos y malos tratos, rebotando y bamboleándose de un lado a otro mientras su madre les tiraba del pelo, los empujaba, los pateaba y les pegaba y los castigaba sin pan ni mermelada y los mandaba a la cama, fuerá de su vista, sin cesar de gritarles a todo pulmón.

A todo pulmón.

No es que no sintiera nada por sus hijos. Los quería con ferocidad, con determinación y ambición, y ellos a su vez la amaban sin reservas. Excepto cuando la detestaban, que de alguna manera venía a ser lo mismo. Estaban atrapados en su culto: un culto consistente en no quejarse, en no llorar hasta que se tuviera un verdadero motivo para hacerlo, en la obediencia incuestionable y el trabajo duro y dedicado. Pero la misma madre era en sí el producto de un culto. Tras los enfados y los cardenales en las piernas de sus hijos yacía el legado de su propia infancia en el Amsterdam ocupado, padeciendo a manos de un padre que se había abierto paso en la vida a base de golpes e intimidaciones y terminó sin agua caliente, con un agujero en la alfombra, ratas en la cocina, camas duras como la piedra, un hijo muerto en la guerra, otro que escapó hacia el sur, una hija que escapó al extranjero y una esposa que murió de una trombosis mientras estaba sentada en el retrete. Huyendo de este hombre de pastillas de menta y cigarros puros, cuya carrera había sido destrozada por la guerra y cuyas emociones estaban preñadas de celos, la madre había salido despedida hacia un noviazgo con un tipo indómito vestido de cuero negro que murió bajo su moto en una curva cerrada, y rebotada hacia un matrimonio con un inglés bondadoso al que conoció en un partido de dobles en las pistas de tenis de Unilever. La madre era una mujer muy amargada. El viejo amargado era el abuelo de Hugo. Al tipo indómito vestido de cuero negro no llegó a conocerlo, pero el inglés bondadoso de la pista de tenis de Amsterdam era su padre. Y la mujer fugitiva en cuyas venas el miedo se había convertido en amargura era su madre.

Hugo se pasó la infancia esquivando de puntillas la cólera de su madre, esquivando de puntillas la verdad, esquivándose a sí mismo. Y cuando no esquivaba, se escondía. Se escondía tras el muro del jardín cuando una pelota de tenis perdida derribaba las botellas de leche ante la puerta principal y las rompía todas, dejando el suelo cubierto de leche que corría hacia el desagüe. Se escondía detrás de su hermana pequeña, a quien le tocaba plantear todas las preguntas difíciles acerca de si podían ver la televisión, si podían jugar fuera, si podían jugar en el piso de arriba o en el de abajo, si podían jugar sin más. Se escondía tras sus muecas divertidas y sus voces divertidas. Se escondía tras sus mentiras. Todo para no caer bajo el peso de aquella cólera terrible.

Así pues, si Hugo sentía demasiada vergüenza para preguntar a su padre, también sentía demasiado miedo para preguntarle a su madre por qué tenía una erección cuando contemplaba a belgas velludos en la ducha y veía resbalar el agua por sus piernas.

Ni siquiera estaba seguro de para qué servía una erección. Al principio, le proporcionaba un faro para sus paisajes marinos en la bañera, y no fue hasta cumplidos ya los once años, durante una excursión escolar, cuando descubrió que también las erecciones tenían algo de impropio. Jonathan, en teoría su mejor amigo aunque en la escuela siempre se sentaba al lado de Mark, le preguntó, delante de todos los chicos (sólo había cinco) y de algunas de las chicas más osadas, las que ya se habían bajado las bragas para exhibir sus partes íntimas, si sabía hacer un faro con la picha en la bañera. «Sí», respondió Hugo, contento de poder hacer algo que los demás hacían, Jonathan se echó a reír, los chicos se echaron a reír y las chicas soltaron unas risitas tontas tapándose la cara con las manos, lo que fue aún peor. Hugo había sido descubierto. Pero ¿para qué le servía a uno el faro sino para hacer naufragar barquitos?

Su picha era un objeto desconcertante que cambiaba de forma y tamaño sin motivo alguno, pero Hugo disfrutaba con sus rarezas inesperadas, sobre todo con el súbito resplandor interno que notaba cuando se le ponía dura en la cama y él vacía boca abajo. Conforme fue creciendo, empezó a ponérsele dura en circunstancias diversas. Descubrió que cuando viajaba en el autobús de la escuela con la cartera sobre el regazo, se le hinchaba y tensaba la ropa interior, suscitando en su vientre unas corrientes que tenían algo que ver con la luz del sol y algo que ver con los obreros a los que observaba desde el autobús todas las mañanas y todas las tardes, desnudos hasta la cintura y tatuados, con músculos atezados que relucían bajo el sudor. Pero ¿qué se hacía con eso? ¿Adonde se suponía que debía ir a parar y qué se suponía que sucedería cuando llegara allí? ¿Y cómo podía uno averiguarlo?

Los padres de Hugo eran buenos padres, y hacían lo que todos los buenos padres. Intentaban ser previsores. Compraban libros sobre las drogas y hacían que sus hijos los leyeran, lo cual despertó en Hugo una gran curiosidad por esos caramelos multicolores. Y compraban libros titulados ¿De dónde vienen los bebés?, que Hugo leía sin interés. Ya había visto esquemas de penes y vaginas, úteros y testículos y todos los conductos necesarios del pene y el útero, dibujados en la pizarra durante las clases de biología con el hirsuto y jovial señor Groat. A Hugo le interesaba mucho más saber qué aspecto tendría el señor Groat sin camisa. Por lo que tenían que ver con su miembro errabundo, aquellos esquemas lo mismo habrían podido ser de reses, de amebas o de amapolas silvestres.

El miembro establecía su dominio. Sus erecciones aleatorias dejaban a Hugo temblando de expectación. Se sentía al borde de una experiencia crucial, decisiva. Pero no ocurría nada. La agitación permanecía en su interior y se convertía en frustración. A medida que se deslizaba de los doce a los trece años, el cuerpo de Hugo fue haciéndose cada vez menos fiable, previsible o siquiera estable. Inició su rechinante y crujiente paso hacia la pubertad. Glándulas hasta el momento desconocidas comenzaron a producir sus hinchazones, temblores y secreciones ocultas. Pero todo quedaba embotellado, atrapado bajo la losa de la ignorancia de Hugo, el azoramiento de su padre y la jerga obscena de los colegiales.

Para empeorar el asunto, sus amigos empezaban a interesarse por las chicas. Hugo habría podido explicar a cualquiera de ellos que, por el hecho de tener dos hermanas, una mayor y una menor, estaba en condiciones de afirmar que las chicas no tenían nada de especial interés. Lo había descubierto con toda certeza durante un examen médico al que sometió a su hermana pequeña cuando ésta contaba cinco años (entonces Hugo tenía siete, y llamó al ritual «inspección del cuerpo»). Pero otros chicos también tenían hermanas, y para ellos no parecían contar como chicas en absoluto. Así que, por más que él rezongara y disintiera, las chicas comenzaron a formar parte de su panorama. Se organizaban fiestas a las que Hugo sólo era invitado de vez en cuando. Había adquirido la reputación de ser antichicas, aunque eso aún no se interpretaba oficialmente como ser pro alguna otra cosa. De momento, Hugo y el sexo eran asunto opinable. Su conducta podía atribuirse fácilmente a la inmadurez, cosa que, si bien constituía una grave ofensa a su desarrollo físico, permitía evitar incómodos pronunciamientos sobre su actitud mental.

Aunque la iluminación, la música y, de hecho, toda la velada estaban calculadas para provocar una repentina oleada de deseo en las chicas, en esas fiestas no había lugar para la seducción, puesto que todos eran invitados por parejas; pare-jas exhaustivamente analizadas en el autobús escolar, donde los chicos se disputaban el derecho a hacer manitas con una chica y no con otra. La fiesta en sí venía a ser un largo y generalmente frustrante proceso de manoseo prolongado, durante el cual se suponía que la heroína mítica abriría de pronto las piernas y se tendería de espaldas en respuesta a algún extraordinario ábrete sésamo, conjurado por una combinación en la que intervenían los dedos de Paul, de Tim o de Damian, la loción para después del afeitado, los mordisqueos amorosos y la torpeza.

Para Hugo, las chicas sólo eran nombres y más nombres. Ni siquiera eso: todas parecían llamarse Caroline, Nicole o Jo. Hugo no las conocía de nada. No había estado en las otras fiestas, donde eran detectadas, seleccionadas, clasificadas y mentalmente desnudadas. Las chicas siempre viajaban en grupo y se marchaban en grupo. Permanecían en la fiesta el tiempo suficiente para engendrar los suficientes chismorreos, cambios de pareja y altercados (a causa de las parejas rotas por los chicos más desvergonzados) y luego se iban en coches particulares y taxis, mientras los chicos se quedaban a fumar sus cigarrillos post-magreo (la única parte de la función que Hugo podía representar con aplomo) y a calcular su próxima jugada en la próxima fiesta (¿irían a por Nicole, ahora que John se había quedado con Caroline, o sería mejor pasar al contraataque y quizá montarse algo con Jo al mismo tiempo…, sólo por una noche?).

El hecho de que todos esperaran de Hugo que se pasara la velada haciendo manitas y morreando, humedeciéndose los dedos en la ropa interior de las chicas, arredraba a nuestro héroe y le hacía sudar de horrorizada aprensión. Los cuerpos de las chicas eran sacrosantos. ¿Por qué? Porque eran intocables; pálidos y lampiños, con curvas en lugar de contornos y senos en lugar de pecho. Así que Hugo se quedaba comiendo caramelos blandos con sabor a vino, se emborrachaba y se paseaba de habitación en habitación, interrumpiendo a veces los movimientos rítmicos de las sonrosadas nalgas de una pareja particularmente atrevida en algún dormitorio prohibido —Nigel encorvado y sudoroso sobre Nicole, Paul con el rostro enrojecido por la tensión mientras manoseaba la ajustada blusa de Caroline—, humillado por su absoluta incapacidad de establecer el menor contacto con el cardo desechado (siempre le tocaban los cardos), al que había abandonado por los caramelos blandos, en la sala de estar excesivamente oscura adonde habían sido conducidos con un guiño.

Poco a poco, Hugo llegó a la conclusión de que no iba a serle más fácil congeniar con los cardos desechados que nadie más quería que con las chicas de ojos relucientes y curvas insinuantes a las que todos los demás perseguían, y que a él tanto le intimidaban. Dejó de ofrecerse voluntario para cargar con las chicas que no interesaban a nadie, y nadie se lo reprochó. ¿Quién no preferiría entretenerse con una botella de vino y las drogas proporcionadas por Damian, que robaba los somníferos de su padre y los vendía a diez peniques la pieza en los corredores de la escuela? Forzosamente tenía que ser más divertido que darle un repaso a Sally Lewin. De modo que Hugo abandonó el juego del manoseo y empezó a hacerse el loco. Se llevaba una copita de ginebra del mueble bar de sus padres, disimulada dentro de un bote de acuarela, y disolvía la cápsula del padre de Damian en el licor con las manos seguras de un muchacho que dedicaba buena parte de su tiempo y su dinero a obtener, consumir y a veces vomitar toda clase de drogas. Un muchacho que había interpretado el libro contra las drogas como un folleto publicitario más que como una advertencia.

Cuando Hugo se tambaleaba y caía en el olvido químico, farfullando las palabras, poniendo los ojos en blanco y sólo muy ocasionalmente vomitando (siempre en el cuarto de baño, siempre en silencio, siempre fuera de la vista y del oído), el sexo le parecía una amenaza muy remota, un problema en el que no podía concentrarse en aquel preciso instante, pero al que ya volvería más tarde. Paralizado por los sedantes, su libido quedaba en suspenso. Pero eso era sólo temporal. El pene de Hugo, o su picha, o su miembro, se impacientaba. Sentado en casa, solo ante su escritorio, esforzándose laboriosamente en el álgebra y la biología, los ejercicios de alemán y la gramática francesa, su pene, o polla, o verga, asomaba por entre el pijama y deseos aún incomprendidos y todavía insatisfechos retozaban en sus testículos. Hugo se sentía fascinado por ese enhiesto ariete de rebeldía, y tomó la costumbre de escribir sobre él consignas con el bolígrafo. Su bajo vientre exhibía instrucciones obscenas. «Chupa esto.» «Ponme en tu boca.» «Ponme en tu culo.» Instrucciones que no procedían de la experiencia, sino del instinto. Un instinto del que hacía caso omiso durante el resto del día.

Pero si Hugo no estaba dispuesto a salir en busca del sexo (conformándose con barbiturato de amilo), sería el sexo el que iría en busca de Hugo. La cosa comenzó con las revistas de porno blando en los estantes superiores de las librerías, que lo atraían con los senos refulgentes y la menguada ropa interior de sus portadas sensacionalistas. Era la liberación perfecta para una libido reprimida. Bastó una ojeada curiosa para que Hugo se convirtiera en un adicto, atrapado en el torbellino sexual. Era fácil abstenerse con el cerebro atiborrado de sellantes, pero los sábados por la tarde, la savia de Hugo se mostraba extraordinariamente activa. Mientras fingía examinar libros y revistas, iba derivando hacia el extremo de los anaqueles más largos, donde no podía ser visto desde la caja. Empezó con las revistas de chicas desnudas en W.H. Smiths. Elegía alguna publicación grande e inocente en los estantes respetables y luego, con el gesto rápido y seguro que tan bien había aprendido cuando robaba dulces con su hermana en los supermercados del barrio, alzaba la mano, se apoderaba de alguna revista con desnudos retocados y, ocultándola entre las páginas de la otra, la hojeaba con impaciencia hasta encontrar las fotografías de mujeres de senos redondeados, profusamente iluminadas y escasamente vestidas, recostadas en interiores con abundancia de encaje bajo una neblina de enfoque difuminado. Las fotografías le excitaban, pero no así las mujeres. Se imaginaba en su lugar. Desnudo para el ojo de la cámara y el fotógrafo. Admirado y deseado, emperejilado y compuesto, una orgía de vanidad.

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