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Authors: Agatha Christie

Un crimen dormido (3 page)

BOOK: Un crimen dormido
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Gwenda contempló embelesada sus magnolias.

—Habría que hacer como la señora Findeyson, ¿no? —inquirió.

—¡Ah! Ella procedió como se debe. Se instaló aquí de recién casada. Crió a sus hijos y los casó. Más tarde, enterró a su esposo. Por los veranos venían a verla sus nietos, que al final se la llevaron, cuando contaba ya ochenta o noventa años.

La inflexión de voz de Foster era de absoluta aprobación.

Gwenda entró en la casa, esbozando una sonrisa.

Habló con los otros trabajadores, regresando al salón. Sentóse a la mesa, escribiendo varias cartas. Entre las cartas por contestar había una de unos primos de Giles que vivían en Londres. Le rogaban que cuando fuera por la capital los visitase en su casa de Chelsea, donde podía quedarse en lugar de ir a un hotel.

Raymond West era un novelista conocido (más que popular). Joan, su esposa, era pintora. A Gwenda le agradaba la perspectiva de pasar unos días con ellos, aunque el matrimonio, probablemente, pensó, la juzgaría una persona vulgar. «Giles no es ningún erudito precisamente —reflexionó Gwenda—. Y yo soy una mujer corriente.»

Oyó, procedente del vestíbulo, un sonoro toque de gong. Éste había sido un día una de las posesiones de la tía de Giles. A la señora Cocker, indudablemente, le agradaba aquel solemne sonido. Y parecía experimentar un particular placer consiguiendo hacerlo resonar en toda la casa. Gwenda se tapó los oídos con ambas manos, poniéndose en pie.

Cruzó rápidamente el salón en dirección a la pared de la ventana más alejada. Se detuvo con una exclamación breve de enojo. Era la tercera vez que procedía así. Siempre le parecía ser capaz de atravesar un sólido muro para penetrar en el comedor, al cual daba acceso la puerta contigua.

Retrocedió, saliendo al vestíbulo principal, rodeando la esquina formada por la pared del salón y entrando en el comedor. Esto suponía un rodeo que resultaría enojoso en invierno, ya que el vestíbulo delantero era un sitio frío y las únicas habitaciones templadas por la calefacción central eran el salón, el comedor y dos de los dormitorios superiores.

Gwenda se acomodó ante su magnífica mesa de Sheraton, que había adquirido pagando bastante por ella, deseosa de suprimir la maciza y cuadrada de caoba que le precediera. «Aquí debiera haber una puerta que comunicara el salón con el comedor —pensó, mientras tanto—. Hablaré con el señor Sims cuando venga esta tarde.»

El señor Sims era el constructor y decorador, un hombre de mediana edad, que hablaba con voz ronca y que tenía siempre a mano una pequeña agenda, con el fin de anotar en sus páginas cualquier idea que pudiera ocurrírsele a sus clientes, sobre todo si podía traducirse en un beneficio. El señor Sims, al ser consultado por Gwenda, se mostró convencido.

—Lo más sencillo del mundo, señora Reed —contestó—. Eso sería una notable mejora, a mi juicio supondría una gran comodidad.

—¿Resultaría muy caro?

A Gwenda no la emocionaban ya mucho los gestos de aprobación o de entusiasmo del señor Sims. Éste habíale cobrado algunos «extras» que no hiciera figurar en su presupuesto inicial.

—Esto sería una ganga —respondió su interlocutor, haciendo sonar ahora su voz con tonos indulgentes y tranquilizadores.

Gwenda se sentía más recelosa que nunca. Había empezado a desconfiar de las «gangas» del señor Sims. Sus cálculos sobre el papel eran siempre estudiosamente moderados.

—Verá usted lo que vamos a hacer, señora Reed —sugirió el señor Sims, amablemente—: le diré a Taylor que eche un vistazo a esto cuando haya terminado con lo que tiene entre manos, esta misma tarde. Así podré facilitarle una idea exacta en cuanto al coste de la operación. Todo depende de la solidez de la pared.

Gwenda asintió. Escribió a Joan West dándole las gracias por su invitación, pero advirtiéndole que de momento no podría abandonar Dilmouth, ya que necesitaba estar sobre los hombres que trabajaban en su casa. Luego, salió a dar un paseo, disfrutando durante unos minutos de la refrescante brisa marina. Al volver a entrar más tarde en el salón, vio a Taylor, el primero de los operarios del señor Sims, quien la saludó con una sonrisa.

—No habrá ninguna dificultad en ello, señora Reed —manifestó aquel—. Aquí hubo una puerta antes. Alguien que no pensaba como usted la hizo desaparecer.

Gwenda se quedó agradablemente sorprendida. Se dijo que era extraordinario que en todo momento hubiese experimentado la impresión de la existencia de una puerta allí. Recordó la naturalidad con que se encaminara hacia ella a la hora del almuerzo. Y al evocar tal momento, de pronto, se sintió estremecida, inquieta. Pensándolo bien, esto era bastante raro... ¿A qué se había debido aquella seguridad? En la pared no había nada que pudiera inducirla a hacerse tal figuración. ¿Por qué había adivinado la existencia de aquella salida? ¿Qué era lo que le había hecho dirigirse siempre hacia aquel punto? Automáticamente, mientras pensaba en otras cosas, sus pasos se habían encaminado al sitio en que precisamente existiera en otro tiempo una puerta...

«Espero no ser una
clairvoyante
[1]
o algo por el estilo», pensó, nerviosa.

Nunca había vivido fenómenos de tipo mental. No era de esa clase de personas... ¿O se equivocaba, quizá? Pensó en el sendero que conducía desde la terraza, a través de la vegetación, hasta el pequeño prado. ¿Por qué había insistido en su trazado? ¿Cómo había llegado a adivinar su existencia anterior?

«Tal vez sea yo, en definitiva, uno de esos seres cuya visión rebasa las cotas normales —se dijo Gwenda—. ¿Tendrá, todo esto que me ocurre, algo que ver con la casa?»

Ya había preguntado a la señora Hengrave, el primer día, si acerca de la vivienda circulaba en la localidad alguna especial leyenda o creencia.

¿Cómo iba a caer, por ejemplo, en el disparate de considerarla embrujada? ¡Aquélla era una vivienda deliciosa! Aquellas paredes no podían encerrar nada que indujera a la desconfianza o el temor. Con razón la señora Hengrave se había quedado extrañada al oír su pregunta. ¿Habría habido acaso en su actitud un poco de reserva, una forma de cautela disimulada?

«¡Santo Dios! —se dijo Gwenda—. Estoy empezando a imaginar cosas raras.»

Hizo un esfuerzo para continuar hablando con Taylor.

—Otra cosa que quería decirle —manifestó—. En mi habitación, arriba, uno de los armarios empotrados está cerrado con llave. Deseo que lo abra.

Subieron los dos, procediendo Taylor a examinar la puerta.

—Estos frentes han sido pintados más de una vez —comentó el operario—. Mañana, si le parece bien, daré las órdenes necesarias para que uno de mis ayudantes la complazca.

Gwenda se mostró de acuerdo y Taylor se fue.

Aquella noche se sintió muy inquieta, muy nerviosa. Sentada en el salón, cuando se esforzaba por concentrar su atención en el libro que leía, era consciente de los crujidos de los muebles. Una o dos veces, miró sobre su hombro, estremeciéndose. Se dijo que nada había de extraordinario en el incidente de la puerta, ni en el del sendero del jardín. Eran meras coincidencias. En todo caso, se trataba de sendas consecuencias del sentido común.

Sin querer admitirlo, notábase todavía más sobresaltada ante la perspectiva de subir a acostarse. Cuando, finalmente, se levantó, apagando las luces y abriendo al puerta que daba al vestíbulo, sintióse atemorizada frente a la escalera. Subió apresuradamente los peldaños, corriendo casi por el pasillo. Luego abrió la puerta del dormitorio. Una vez dentro de éste se sintió calmada, sosegada. Miró a su alrededor. Allí se creía a salvo de cualquier contratiempo, feliz. («A salvo... ¿de qué contratiempo, estúpida?», se preguntó.) Fijó la vista en su pijama, sobre el lecho, en sus zapatillas, bajo el mismo.

«Realmente, Gwenda, cualquiera diría que estás de nuevo en la edad de la infancia. ¿Por qué no buscas por aquí tus juguetes?»

Se metió entre las ropas de la cama con un suspiro de alivio, quedándose pronto dormida.

A la mañana siguiente tuvo que ir a la población para ver varias cosas. Regresó a la hora del almuerzo.

La señora Cocker le sirvió un lenguado frito con todo cuidado, sus patatas, unas zanahorias con crema...

—El armario empotrado de su dormitorio ha sido ya abierto, señora —le notificó aquélla.

—¡Ah, muy bien! —replicó Gwenda.

Tenía apetito y comió a gusto. Después de saborear una taza de café en el salón, subió a su dormitorio. Cruzó el cuarto, abriendo la puerta del armario del rincón.

De pronto, profirió una exclamación de temor, fijando la vista obstinadamente en aquel punto...

En el interior del armario podía verse el papel de decoración original de la pared, en otras partes desaparecido. La habitación había estado alegremente empapelada en otro tiempo con un papel de dibujos florales, a base de pequeños ramos de rojas amapolas, alternando con otros de azules cabezuelas...

2

Gwenda permaneció largo rato inmóvil. Luego, temblorosa, se dejó caer, sentada, sobre la cama.

Se hallaba en una casa en la que nunca estuviera antes, en una región que conocía ahora por vez primera... Dos días antes, tendida en aquel mismo lecho, había estado imaginando un papel adecuado para las paredes de su dormitorio... Y el papel que imaginara se correspondía exactamente con el que cubriera tiempo atrás aquellas paredes.

¿Qué explicación racional cabía dar a aquello?

Podía considerar lo del sendero del jardín, lo de la puerta de comunicación con el comedor, como simples coincidencias. Pero no podía ver esto de ahora de la misma forma. No era posible imaginar un papel de decoración tan particular para acabar dando allí mismo con el dibujo pensado, exactamente... Tenía que existir otra explicación, que no alcanzaba a aprehender y que... sí, que la atemorizaba. Su visión no se proyectaba hacia el futuro, sino que se invertía, fijándose en un estado anterior de la casa. Cabía la posibilidad de que en cualquier momento empezara a descubrir una nueva cosa, algo que no quería contemplar... La vivienda en que se encontraba la asustaba... Ahora bien, ¿emanaba su miedo de la casa o de ella misma? Ella no quería ser de las personas que ven cosas raras...

Gwenda suspiró profundamente. Después de haberse arreglado un poco, abandonó la casa. Poco más tarde, cursaba el siguiente telegrama:

Oeste, Plaza Addway, Chelsea, Londres.

Es posible que cambie de opinión y que vaya a veros mañana.

Gwenda.

Puso este telegrama con respuesta pagada.

Capítulo III
 
-
Cubre tu faz

Raymond West y su mujer hicieron cuanto pudieron para que la joven esposa de Giles se sintiera a gusto a su lado. Ellos no tenían la culpa de que Gwenda los encontrara, en secreto, alarmantes. Raymond, con su raro aspecto, con su aire de cuervo, su frondosa cabellera y las repentinas elevaciones de voz en el curso de unos monólogos que ella no siempre comprendía, la dejaba pasmada, nerviosa. Él y Joan parecían expresarse en un lenguaje muy personal. Gwenda no se había visto inmersa en una atmósfera tan especial como aquélla nunca, por cuya razón todos sus detalles le eran extraños.

—Pensamos llevarte a un par de espectáculos buenos —anunció Raymond mientras Gwenda se llevaba a los labios su vaso lleno de ginebra, añorando en secreto una taza de té después de su viaje.

La joven se animó inmediatamente.

—Esta noche hay ballet en «Sadler's Wells», y mañana tenemos la reunión de cumpleaños en honor a mi increíble tía Jane... Veremos «La Duquesa de Malfi», con Gielgud, y el viernes será el turno de «Caminaban sin pies». Ha sido traducida esta obra del ruso, siendo la pieza dramática más representativa del teatro actual. No ha habido otra cosa mejor en los últimos veinte años. La están dando en el «Witmore Theatre».

Gwenda expresó su agradecimiento por aquellos planes en su obsequio. Pensó que cuando Giles se reintegrara al lugar irían juntos a los espectáculos. Titubeó ante la idea de asistir a la representación de «Caminaban sin pies»... Supuso, sin embargo, que le gustaría. En cuanto a lo de ser una obra representativa del teatro moderno, no sabía qué decir. Frecuentemente, ignoraba el sentido de las piezas que se ponían en escena en los últimos años.

—Mi tía Jane te encantará cuando la conozcas —declaró Raymond—. Me atrevería a decir que es una pieza de época. Es victoriana hasta la médula. Algunos de sus tocadores tienen las patas forradas con tela de zaraza. Vive en un pueblo, un pueblo en el que nunca ocurre nada, en el que la vida parece haberse quedado estancada, sin comunicación con el exterior.

—En cierta ocasión ocurrió una cosa allí —objetó su esposa.

—Fue un drama pasional, un rudo suceso, carente por completo de sutilezas...

—Pues en su día, bien interesado que te sentiste por él —recordó Joan, con un pestañeo.

—A veces disfruto jugando al
cricket
en el pueblo, también —repuso Raymond, muy digno.

—El caso es que tía Jane se destacó con motivo de aquel crimen.

—¡Oh! No es tonta, precisamente. Y le encantan los problemas.

—¿Los problemas? —preguntó Gwenda, pensando en la aritmética.

Raymond agitó una mano, abarcándolo todo.

—Cualquier tipo de problemas. ¿Por qué la esposa del comerciante de comestibles se llevó a una reunión de carácter social en la parroquia su paraguas haciendo una noche espléndida? ¿Por qué se encontró donde no debía estar una agalla de pescado? ¿Qué fue de la sobrepelliza del sacerdote? El molino de tía Jane lo muele todo. En consecuencia, Gwenda, si en tu vida hay algún problema, no vaciles en exponérselo a tía Jane. Seguro que te lo resolverá.

Raymond se echó a reír y Gwenda le imitó, pero su risa no era sincera. Al día siguiente, fue presentada a tía Jane, o miss Marple, como solían llamarla los demás. Miss Marple era una atractiva dama ya mayor, alta y delgada, de rosadas mejillas y ojos azules, de suaves maneras. Sus azules ojos pestañeaban levemente con frecuencia.

Tras la cena, a hora muy temprana, en el curso de la cual todos bebieron a la salud de tía Jane, se encaminaron al «His Majesty's Theatre». En el grupo figuraban un artista entrado en años y un joven abogado. El primero se ocupó de Gwenda y el joven abogado dividió sus atenciones entre Joan y miss Marple, cuyas observaciones parecía celebrar mucho. En el teatro, sin embargo, esta disposición se alteró. Gwenda se acomodó entre Raymond y el abogado.

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